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Kurt se puso un traje de buzo y se acercó a los pequeños submarinos unipersonales que reposaban en la parte trasera de la plataforma del camión. Las brillantes máquinas amarillas parecían motos acuáticas, con unas pequeñas aletas de inmersión adelante y una cubierta exterior transparente que el piloto bajaba y aseguraba una vez que estaba sentado en el vehículo.

Las máquinas estaban preparadas para descender ciento cincuenta metros, alimentadas con una batería de iones de litio parecida a las de los modernos coches eléctricos y equipadas con un par de pinzas de sujeción, faros y una cámara interna de aire/agua.

La cubierta y gran parte del cuerpo estaban hechos de polímeros supersólidos diseñados para resistir la presión a grandes profundidades. Aunque todavía debían ser probados en una inmersión profunda, Kurt tenía mucha confianza en ellos. Joe era el diseñador principal, y Kurt había descubierto que todos los diseños de Joe eran todavía más resistentes de lo que indicaban las especificaciones.

Después de una rápida serie de comprobaciones, estaba listo. Soltó la correa que sujetaba el sumergible y a continuación ajustó la inclinación de la plataforma del camión a treinta grados. El mecanismo hidráulico se puso en marcha, y la plataforma empezó a inclinarse como la parte trasera de un volquete.

Kurt se subió a uno de los sumergibles y pulsó el botón que cerraba la escotilla. La cubierta exterior se encajó rápidamente y tapó bien a Kurt. Sentado a horcajadas en el asiento con los brazos estirados hacia delante y las piernas por detrás, Kurt se sentía como si estuviera en una moto náutica.

El extremo posterior de la plataforma del camión llegó al lago, y el agua subió alrededor de los lados del sumergible. Kurt vio el tono del agua a través de la cubierta exterior. Rosa en la parte superior pero de un rojo más oscuro a medida que la luz se absorbía.

Se preguntó por un instante lo tóxico que era ese revoltijo. A continuación giró el acelerador y bajó de la rampa, preguntándose por la cordura de cualquiera que se sumergiese en semejante sopa.

Al principio el sumergible avanzó varios metros bajo la superficie. Luego Kurt ajustó la palanca de inmersión, y el tanque de lastre se llenó de agua. Al empujar el manillar hacia delante, las aletas de inmersión se inclinaron hacia abajo, y el sumergible empezó a descender.

Kurt siguió avanzando veinte segundos más o menos y entonces se ladeó a la izquierda y realizó un amplio giro. Cuando estaba a veinticinco metros de profundidad, el agua a su alrededor parecía vino tinto. Quince metros más abajo, era del color de la sangre seca. Fueran cuales fuesen los compuestos suspendidos en ella, filtraban la luz de forma muy eficaz. Pero a medida que seguía descendiendo, Kurt pudo ver la parte superior de la bóveda.

Era lisa pero de aspecto moteado, como si algún tipo de mineral se hubiera precipitado en la superficie curvada. Tal vez era calcio o cobre o manganeso, pero fuera lo que fuese, reflejaba más luz que el agua circundante.

Al concluir la pasada sobre la bóveda, giró ligeramente el acelerador y expulsó el aire de lastre que quedaba. El sumergible empezó a hundirse otra vez.

Kurt miró a la oscuridad. El tejado de la estructura del laboratorio se encontraba a unos veinte metros por debajo de la parte superior de la bóveda. Esperaba que su superficie estuviera cubierta de los mismos minerales y que viera el tejado antes de chocar contra él y alertar de su presencia a todos los que estaban dentro.

—Sesenta y cuatro —dijo, leyendo la lectura del indicador de profundidad en voz alta—. Sesenta y siete.

Escudriñó el vacío que lo rodeaba. Nada salvo oscuridad. Era como si se estuviera hundiendo en un agujero negro.

—Setenta —continuó en voz queda.

Si el indicador funcionaba correctamente, se estrellaría contra el tejado del laboratorio dentro de seis metros más o menos. Aun así, no veía nada.

Bombeó una pizca de aire a la cámara como un motorista tratando de darle a sus neumáticos la presión perfecta. Un rápido siseo y luego otro. La velocidad de descenso se redujo.

El indicador de profundidad no tardó en marcar setenta y tres metros, y Kurt seguía sin ver nada en el exterior. A los setenta y cuatro, volvió a añadir un poco de presión con el interruptor del aire. Y a los setenta y cinco, se le agotó la paciencia.

Pulsó el interruptor hasta que el sumergible alcanzó flotabilidad neutra. El descenso se interrumpió, y el sumergible se quedó flotando inmóvil en la oscuridad.

Kurt deslizó el pulgar hacia arriba y pulsó el interruptor de las luces. Le dio lo justo para transmitir algo de corriente a través del circuito, pero no lo bastante para encenderlas del todo. Las luces emitieron un tenue destello y volvieron a apagarse. En un breve instante, mostraron un mundo de color rojo neón y el corroído tejado del laboratorio a un metro escaso por debajo de él.

—Por fin estoy en el sitio correcto —murmuró.

Si esa construcción sin gracia era realmente un laboratorio, tenía que haber una entrada. Ya fuese con agua tóxica o con agua normal, la forma más segura y eficaz de construir una cámara estanca en un entorno marino era situarla debajo de la estructura.

Kurt se arriesgó a encender otra vez la linterna, localizó el borde del edificio y se acercó a un lateral. Mientras descendía otra vez, empezó a distinguir un tenue brillo alrededor del fondo del laboratorio: la luz que salía a raudales de la cámara estanca.

—Es un detalle que alguien me haya dejado una luz encendida —murmuró Kurt.

En ese preciso momento, el sumergible se ladeó violentamente a la derecha, y un extraño sonido metálico reverberó a través del agua.

Kurt supo en el acto lo que había pasado. Al descender a la deriva, había dado contra una de las guías que sostenían la bóveda y su columna de tuberías. El impacto lo había desviado a un lado y le había hecho girar. Y lo que era peor, había enviado una vibración a través del agua como la pulsación de una gigantesca cuerda de guitarra. El ruido reverberó en las paredes de la cantera y volvió a él con un eco vago.

Kurt enderezó la embarcación y buscó vías de agua. La cabina parecía segura. Dejó escapar un suspiro de alivio y siguió bajando, con la esperanza de evitar más problemas.

—¿Qué ha sido ese ruido?

La pregunta se la formuló a Janko uno de sus hombres, que estaba colocando nervioso un bloque de explosivos plásticos debajo de un equipo de servidores informáticos.

—No estoy seguro —reconoció Janko.

Había escuchado toda clase de chirridos y crujidos durante el tiempo que había estado en la estación, sobre todo cuando los técnicos hacían pruebas con la bóveda o extraían energía de ella, pero nada como la extraña reverberación que acababan de oír.

—El agua distorsiona el sonido —señaló uno de los técnicos.

Eso era cierto, pero Janko no era el único que se preguntaba si la estructura era segura. No hacía falta ser científico para imaginarse las paredes metálicas atravesadas poco a poco por ácidos.

—Quién sabe el efecto que han tenido las sustancias químicas de este lago en nuestro casco durante todos estos años —comentó—. Termina de colocar los explosivos. Quiero salir de aquí y volar esto antes de que se deshaga a nuestro alrededor.

Los hombres parecían estar de acuerdo. Redoblaron sus esfuerzos, y momentos más tarde el experto en demoliciones salió de debajo del equipo informático.

—Todo listo.

—Bien —dijo Janko.

Los explosivos harían pedazos las tarjetas de circuitos y los bancos de memoria. El fuego que se encendería después derretiría los restos antes de que el agua entrase a raudales. Incluso suponiendo que tuvieran la capacidad y el valor para recuperar los restos de debajo de casi trescientos metros de agua envenenada, los laboratorios equipados de alta tecnología de las agencias de inteligencia del mundo no sacarían nada de lo que encontrasen.

Eso significaba que solo quedaba una tarea pendiente.

Se dio la vuelta y apuntó con su rifle a un par de figuras amordazadas sentadas en el suelo. Un hombre y una mujer. Los dos con las manos atadas a la espalda.

El hombre era agente de la ley o militar. Lleno de resolución, miró fijamente a Janko, casi desafiándolo a que les disparase. La mujer era más dulce, guapa, con el cabello bermejo y una mirada de miedo. Janko pensó que le dispararía a ella primero para acabar con su sufrimiento. Levantó el arma.

—¡¿Estás loco?! —gritó el técnico.

Janko le lanzó una mirada de odio.

—Hemos subido el oxígeno al máximo —explicó el técnico—. También hemos abierto los tanques de acetileno. Toda la estación se está llenando de gas inflamable. Si aprietas el gatillo, todo este sitio podría arder en llamas. Si quieres matarlos, usa un cuchillo.

Janko bajó el rifle y miró otra vez a los cautivos. ¿Se habían dado cuenta ellos? ¿Habían estado provocándolo para que acabara consigo mismo? No importaba. Dentro de unos minutos se enfrentarían solos al doloroso destino de una explosión y un incendio.

—Fija el temporizador —dijo—. Salgamos de aquí.

Janko observó cómo el especialista en demoliciones fijaba el temporizador a las 10.00 y pulsaba el botón de inicio. El reloj marcó 09.59 y dio comienzo a la cuenta atrás. Sin volverse, Janko se giró y se dirigió a la escalera principal. Su submarino les esperaba.

Joe estaba en la playa considerando sus opciones. A pesar de la confianza que tenía en que Kurt volvería de una manera o de otra, si se quedaba esperando a que regresara no ayudaría a Bradshaw. Tampoco le interesaba recorrer un kilómetro a nado a través de un lago tóxico para recuperar el camión anfibio.

Su mente volvió sobre los vehículos apagados. Tenían cargadores. Suponiendo que pudiera encender uno, podría conectar las radios y pedir ayuda. Vendría en forma de un helicóptero o de tres: uno para llevar volando al jefe de la OSIA herido de gravedad a un hospital y dos o tres más llenos de comandos militares o equipos especiales para rodear y proteger el lago.

Había dos horas de trayecto en coche hasta Alice Springs pero solo treinta minutos por aire. Para Bradshaw, eso podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

—Si estos trastos tuviesen manivela —murmuró Joe, pensando en los coches clásicos.

Consideró arrancar uno de los vehículos empujando. Los dos Jeep tenían transmisión manual, y la playa descendía en pendiente hasta el agua. Eso sería de ayuda, pero no estaba seguro de que pudiera ganar suficiente velocidad.

Introdujo el brazo en uno de los Jeep, puso la transmisión en punto muerto y apoyó el hombro en el marco de la puerta. Empujando con todas sus fuerzas, puso el coche en movimiento. Pero la arena era blanda, y no pudo alcanzar una velocidad superior al ritmo de un paseo lento. Se apartó cuando el vehículo llegó a la orilla.

Esperaba ver que las ruedas delanteras se introducían en el agua y se paraban, pero el morro del vehículo se hundió, y la cabina se llenó de agua por la puerta abierta. Segundos más tarde, se sumergió y desapareció bajo la superficie. Lo último que vio fue el enganche para remolque que sobresalía del parachoques trasero como una bandera de combate en el extremo de popa de un barco que se hundía.

Miró a Bradshaw, que parecía haber perdido por completo el conocimiento.

—No hacía falta que lo vieras.

Joe se quedó perplejo por un instante, preguntándose por lo que acababa de pasar. Entonces lo entendió. Como la mayoría de minas a cielo abierto, toda la excavación estaba hecha en forma de terrazas. Una pendiente pronunciada, una sección llana y luego otro corte abrupto. La playa no era más que una amplia terraza. Un muro de veinte metros se alzaba detrás de ella en un ángulo casi vertical. Detrás de la orilla debía de haber una pendiente parecida.

Echó un vistazo a los vehículos que quedaban, y un nuevo plan cobró forma en su mente. Le costaría a la OSIA como mínimo un vehículo más, pero si Joe estaba en lo cierto, serviría para arrancar el otro Jeep.

Kurt miraba hacia arriba contra un charco de luz color cereza. Había situado el sumergible debajo de la estación y había encontrado la cámara estanca.

Entró en el compartimento maniobrando con cuidado y salió a la superficie. La piscina y el espacio de cubierta de alrededor parecían vacíos.

Aceleró ligeramente y subió la embarcación a algún tipo de saliente. Retiró la protección exterior y salió a la cubierta. Un momento más tarde, estaba cruzando la cámara estanca principal y entrando en la sala de instrumental.

Cerca había un par de bombonas y dos escafandras integrales. El mismo tipo de instrumental que la OSIA tenía en uno de sus vehículos.

El equipo de submarinistas había llegado hasta allí, pensó. Pero ¿dónde estaban ahora?

Kurt había llevado la carabina M4 de cañón corto, pero la energía extraña y casi nerviosa que había empezado a sentir le decía que estaba respirando una mezcla con alto nivel de oxígeno. Era sorprendente.

Él habría esperado encontrar un trimix de gases, o incluso una combinación de oxígeno y helio, que funcionaban mejor a profundidades constantes. Para asegurarse de que no eran imaginaciones suyas, pronunció unas breves palabras.

—Hace ochenta y siete años…

Su voz debería haber sonado como la de Mickey Mouse o el Pato Donald, pero sonaba como siempre. No había helio en el aire, o al menos había muy poco. Guardó el rifle. No habría tiroteos en el fondo del lago de Tasman. Un disparo destruiría todo el complejo.

Sacó un largo cuchillo de buceo de una funda sujeta a su pierna, preguntándose si el giro de los acontecimientos aumentaba o reducía sus posibilidades.

Después de avanzar seis metros por un pasillo, encontró agua al pie de una escalera de mano. Subió por ella, exploró el siguiente piso y encontró dos habitaciones llenas de montones de baterías. En la pared, un panel mostraba distintos estados de consumo de energía; la mayoría estaban en verde, y unos cuantos en amarillo o rojo. Kurt se preguntó de dónde estaban sacando la energía para cargar aquel enorme montón de baterías o para qué la estaban usando.

Subió otro piso y encontró lo que parecían las dependencias de la tripulación. Las taquillas vacías y las camas deshechas le hicieron pensar que el lugar había sido abandonado.

Regresó a la escalera central, ascendió al tercer nivel y encontró la siguiente escotilla cerrada. Estaba a punto de abrirla cuando oyó un sonido de pasos descendiendo pesadamente por la escalera hacia él.

Se quedó totalmente quieto.

Unas voces resonaron.

—¡Vamos! —Gritó alguien—. ¡Moveos!

Kurt se disponía a bajar un nivel y esconderse cuando los pasos se desviaron abruptamente a la izquierda, pisando en la cubierta de encima, y se alejaron de él. Parecían varias personas con prisa.

Abrió un resquicio la escotilla y miró a través de ella. No había nadie.

Salió sin hacer ruido y se asomó a la esquina. Tres hombres se hallaban delante de otra cámara estanca. A Kurt le recordó las puertas giratorias de un edificio de oficinas de una gran ciudad. Cuando se abrieron, dos de ellos entraron y el tercero se quedó esperando.

A continuación se oyó el sonido de más pisadas descendiendo por la escalera. Kurt alzó la vista justo cuando un hombre apareció a su lado.

—Pero ¿qué…?

Kurt tapó la boca al hombre y le clavó la hoja de acero al carbono en el pecho, y acto seguido lo estampó contra la pared. Otro hombre apareció, golpeó el brazo de Kurt y le tiró el cuchillo al suelo.

Kurt se dio la vuelta y propinó un codazo en la sien al segundo agresor. El golpe le hizo rodar por la cubierta cerca de la cámara estanca.

Para entonces, un tercer hombre había bajado por la escalera, deslizando las manos y los pies por las barandillas en lugar de usar los peldaños. Cayó y agarró a Kurt por detrás, rodeándole la garganta con un brazo y tratando de ahogarlo.

Kurt empujó hacia atrás y golpeó al hombre contra la pared del mamparo. El atacante aflojó ligeramente la presión. Kurt volvió a empujar, echando la cabeza hacia atrás en una especie de cabezazo invertido.

El segundo impacto le libró del hombre justo cuando la cámara estanca emitió un pitido como el del ascensor del vestíbulo de un hotel. Kurt se vio empujado al suelo cuando el tercer agresor pasó a toda velocidad.

Cuando se levantó, la puerta de la cámara estanca estaba cerrándose. Los cuatro hombres que quedaban se apretujaban dentro y miraban atrás hacia él. Uno sacudió la cabeza sonriendo de forma sádica.

Cuatro contra uno, y habían huido. A Kurt solo se le ocurría un motivo: estaban a punto de barrenar la estación.

Un vistazo rápido al hombre muerto que había en el hueco de la escalera lo confirmó. Llevaba unos alicates pelacables en el bolsillo de la pechera, un rollo de cinta aislante en el cinturón y un trozo de cable plano rojo y azul. Lo más probable es que la estación estuviera lista para explotar.

Kurt cogió los alicates y siguió subiendo por la escalera. A juzgar por las prisas que había mostrado el grupo de hombres que había escapado, dudaba que dispusiera de mucho tiempo.