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El plan de Joe estaba ahora en pleno desarrollo. Había montado un sistema de poleas pasando el cable de la parte delantera del último Jeep alrededor de la defensa delantera de uno de los todoterrenos y lo había atado al extremo trasero de otro todoterreno.

Su plan era sencillo: empujar el vehículo enganchado hasta el agua y lanzarlo por encima del borde. Cuando cayese, el cable arrastraría hacia delante el Jeep lo bastante rápido para que Joe embragase y arrancase el motor.

Una vez listo, volvió a comprobar el estado de Bradshaw, cruzó los dedos y se acercó al todoterreno que iba a usar como peso muerto. No podía bajar las ventanillas sin energía, de modo que las rompió. Abrió todas las puertas y el portón trasero e incluso levantó la capota: cualquier cosa que dejara salir el aire y entrar el agua para ayudar al todoterreno a hundirse más rápido.

Puso la transmisión en punto muerto, soltó el freno y acto seguido se bajó de un salto. Hundiendo con fuerza los pies en la arena, empezó a empujar. Poco a poco, el todoterreno comenzó a moverse, y su ritmo aumentó al llegar al terreno más firme de la orilla. Joe lo lanzó con un último empujón y retrocedió, y estuvo a punto de perder el equilibrio y caer en la sopa tóxica.

El todoterreno se fue rodando y empezó a llenarse de agua. Inclinó el morro como había hecho el primer vehículo, pero se detuvo cuando el cable de alambre se tensó.

Joe volvió corriendo al Jeep y subió de un salto. Se aseguró de que la llave estuviera girada y soltó los frenos. El coche empezó a avanzar, despacio al principio, pero aceleró a medida que el todoterreno hundido tiraba del cable.

Joe esperó todo lo que pudo y embragó.

El motor cobró vida, tosió y se encendió. Pisó el embrague y lo mantuvo apretado al mismo tiempo que echaba los frenos. El Jeep se paró cuando estaba a punto de embestir contra el vehículo de la polea.

Con el pie todavía en el embrague, dio un poco de gas al Jeep y aceleró el motor. A los pocos segundos, empezó a zumbar, y cuando por fin Joe soltó el acelerador, el motor marchó al vacío a un ritmo constante. Después de poner el freno de mano, se bajó y se dirigió al torno situado en la parte delantera del Jeep.

Puso la mano en la palanca de desbloqueo y tiró hacia abajo. La mordaza del tambor se abrió y soltó el cable metálico. Salió disparado hacia delante sometido a una gran tensión, dio un latigazo al coche de la polea e hizo añicos el parabrisas antes de deslizarse sobre la arena y seguir al todoterreno hundido hasta el lago.

Joe dedicó un saludo al vehículo que se alejaba y subió al Jeep. Conectó la radio al cargador y observó cómo la luz roja se encendía.

Echó un vistazo a su reflejo en el espejo retrovisor.

—Eres bueno, Zavala —se dijo a sí mismo—. Eres muy bueno.

Calculando que la radio tardaría varios minutos en acumular suficiente energía para poder usarla, decidió ir a ver a su paciente.

Salió del Jeep y se dirigió rápidamente a donde yacía Bradshaw. El hombre estaba inconsciente, pero aún respiraba.

—Aguante —susurró Joe.

En el lago, el agua empezó a removerse. Un ligero bulto estaba empezando a formarse cerca del centro, a mitad de camino entre la costa y el vehículo flotante. Algo estaba moviéndose debajo de la superficie, como una orca embistiendo contra la playa.

Por un segundo, Joe esperó que fuese Kurt en el submarino unipersonal. Pero el objeto salió a la superficie y resultó ser un sumergible de seis metros de largo con una ancha quilla bordeada de goma. El motivo de ese diseño se vio claro segundos más tarde cuando el sumergible emergió del agua y empezó a navegar a toda velocidad a través de la superficie, dejando una ancha franja de espuma por debajo y por detrás de la embarcación.

—Un aerodeslizador sumergible —dijo Joe asombrado—. Es aún mejor que un camión que nada.

Durante veinte segundos, el aerodeslizador se dirigió al norte a lo largo de la superficie y luego giró ligeramente al este, salió a toda velocidad del agua en el lado opuesto de la cantera y subió a la rampa.

Joe comprendió que estaba presenciando la huida del grupo que había cazado por sorpresa a los miembros de la OSIA.

—Va a ser que no —dijo.

Corrió al Jeep y se subió. Se detuvo un segundo pensando en Bradshaw. No podía hacer nada por él, pero en cuanto la radio estuviera cargada, pediría ayuda.

Metió una marcha y pisó el pedal del acelerador. Los neumáticos chirriaron en la grava cuando salió a toda velocidad hacia el aerodeslizador.

En la estación vacía, Kurt seguía buscando a Hayley. Subió a los otros dos niveles y los registró lo más rápido que pudo antes de atravesar la escotilla superior y salir a una especie de sala de mandos.

En el rincón opuesto había dos figuras atadas y amordazadas en el suelo. Kurt se acercó a ellas corriendo y extrajo la mordaza de la boca de Hayley.

—Explosivos —dijo ella de sopetón, sin ni siquiera saludarlo—. Debajo del tablero.

Kurt la soltó y le dejó el cuchillo mientras él se dirigía a toda prisa al tablero y se deslizaba debajo. Encontró las cargas de explosivo plástico y el temporizador. Marcaba 01.07, y la cuenta atrás seguía segundo a segundo.

Sacó los alicates pelacables mientras Hayley liberaba al hombre que había a su lado. Estaba a punto de cortar uno de los cables cuando ellos se le acercaron corriendo por detrás y empezaron a molestarlo más de lo que le habría gustado.

—¿Alguno de ustedes sabe algo de explosivos? —preguntó.

Ellos negaron con la cabeza.

—Deberíamos salir de aquí —advirtió Hayley, tragando saliva.

El reloj marcó 00.59. Tenían menos de un minuto. Kurt sacudió la cabeza.

—No lo conseguiremos.

El tipo de la OSIA alargó la mano para coger el temporizador. Kurt le dio un manotazo.

—Si pulsa el botón incorrecto, nos volará en pedazos.

Señaló con el dedo. En la parte superior de la pantalla había un diminuto símbolo de un candado iluminado. Si Kurt estaba en lo cierto, tendrían que introducir un código para interrumpir la cuenta atrás.

—No podemos quedarnos de brazos cruzados —dijo el hombre.

—Cuarenta segundos —anunció Hayley.

Kurt examinó el detonador. Era un diseño industrial estándar, no el juguete de un experto en explosivos. Él había usado aparatos parecidos para barrenar unos cuantos barcos. Si no se equivocaba, debía de ser a prueba de fallos y no fulminante. Estaba conectado a dos cables, uno rojo y otro azul.

—Treinta segundos.

El hombre de la OSIA empujó a Kurt tratando de ver mejor.

—¿Cómo se llama? —Preguntó Kurt.

—Wiggins.

—Retroceda, Wiggins —ordenó Kurt.

—Veinte segundos —anunció Hayley con tensión.

—¿De qué servirá? —Preguntó Wiggins.

—Así no lo tendré en mi sitio.

Los dos se apartaron ligeramente de él, y Kurt abrió los alicates lo máximo posible.

—Diez segundos —prosiguió Hayley—. Nueve… ocho…

Kurt no esperó a que llegase a siete. Alargó la mano y cortó los dos cables lo más enérgicamente que pudo.

No pasó nada. Ni fuego, ni explosión, nada. El temporizador se detuvo en 00.00.

—Gracias a Dios —exclamó Hayley.

Aparentemente a punto de desmayarse, rodeó los hombros de Kurt con los brazos y pegó la frente a su espalda.

—Magnífico trabajo —lo felicitó Wiggins—. ¿Le ha enviado Bradshaw?

—No exactamente —contestó Kurt.

Antes de que pudiera dar explicaciones, un rumor sacudió la estructura, seguido de varios golpes violentos uno tras otro, en rápida sucesión. Sonó como un trueno lejano. El suelo se inclinó ligeramente y acto seguido volvió a nivelarse. La estación entera se balanceó y crujió como un árbol viejo agitado por el viento.

—La bóveda —dijo Hayley—. Iban a volarla también.

Otra ronda de explosiones estalló, y esta vez la onda expansiva golpeó como una almádena. A continuación se oyó un sonido de cables rompiéndose. Momentos más tarde, el demoledor impacto de una colisión los tiró a todos al suelo.

Kurt se acordaba de que la bóveda estaba encima de ellos y sujeta a la estructura, y solo podía imaginar lo que su destrucción causaría al ruinoso laboratorio. Un sonido de metal deslizándose contra metal y la aparición de chorros de agua a través de la sala le dieron la respuesta.