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Washington, 22.00 horas

Bajo la tenue luz de unas antiguas arañas, un grupo de embajadores, miembros del Congreso y otros dignatarios alternaban en la Sala Este de la Casa Blanca. Hablaban en voz baja, acompañados por los tonos apagados del piano Steinway dorado que adornaba la estancia.

Al término de la cena de Estado en honor al primer ministro de la India, los asistentes dispusieron de la oportunidad de hablar, hacer contactos y debatir ideas sin las restricciones de las posturas oficiales. Se decía que se hacían más negocios después de las horas de oficina que durante todas las reuniones oficiales, las sesiones de negociación y las mediaciones cuidosamente organizadas de los gobiernos del mundo juntas.

Dirk Pitt no lo dudaba.

Mientras recorría la sala, oyó tratos que se cerraban, posturas flexibles en acuerdos sometidos a debate y muchas otras actividades. Como director de la NUMA, él también había aprovechado esas ocasiones colocándose un micrófono oculto en el oído derecho o en los dos. Esa noche, sin embargo, estaba presente solo como favor a un viejo amigo.

Alto y robusto, con el atractivo curtido de un hombre de campo, Pitt era un hombre de acción y un líder resuelto que exhibía la mayor serenidad en las circunstancias más caóticas. Si se hubiera producido una explosión al fondo del pasillo, Dirk Pitt podría haber evaluado la situación, haber terminado su copa y haber buscado tranquilamente el extintor más próximo.

Con esa actitud, se movió lentamente por la sala buscando el único punto de inflamación potencial que esperaba encontrar esa noche: su buen amigo James Sandecker, exdirector de la NUMA y actual vicepresidente de Estados Unidos.

Pitt lo encontró, situado orgullosamente en el otro extremo de la recepción. El cabello pelirrojo de Sandecker era ahora parcialmente gris, pero su cuerpo de peso gallo seguía firme y en forma. Estaba de pie con las manos juntas a la espalda; era de suponer que para disuadir a cualquiera de intentar estrechárselas. Esa postura y el ceño fruncido de su rostro bastaban para advertir al tráfico humano más espurio de que no se acercasen a él.

A la mayoría pero no a todos.

—¿Cuántos senadores hacen falta para enroscar una bombilla? —le preguntó un fornido miembro del Congreso con la cara colorada entre trago y trago de un whisky con hielo.

Dirk Pitt observó el diálogo con diversión. Estimó que las probabilidades de que la respuesta contuviera tacos eran de un 50 por ciento. Habrían sido más elevadas, pero después de todo estaban en la Casa Blanca.

—¿Cuántos? —dijo el vicepresidente secamente.

El miembro del Congreso se echó a reír de su propio chiste.

—Nadie lo sabe, pero si quiere podemos formar un comité especializado para que estudie el asunto y le informe dentro de un año o dos.

Sandecker esbozó una sonrisa fugaz, pero el ceño fruncido regresó a su cara casi en el acto.

—Interesante —comentó, sin añadir nada más.

La risa del miembro del Congreso se fue apagando y se interrumpió repentinamente. Parecía confundido y al mismo tiempo irritado por la respuesta de Sandecker. Bebió otro trago de su copa, le dedicó un saludo cortés con la mano y se marchó, mirando atrás una o dos veces con una expresión de desconcierto en el rostro.

—Creo que se te está suavizando el carácter —dijo Pitt, acercándose al vicepresidente—. El hecho de que no le hayas pegado un puñetazo a ese tipo lo pone de manifiesto.

En ese momento, un estridente pitido de aviso sonó en uno de sus bolsillos.

—¿El tuyo o el mío? —Preguntó Sandecker.

Pitt ya había alargado la mano para coger su teléfono.

—Creo que el mío.

Sacó el teléfono del bolsillo de su chaqueta y tecleó un código. Cuando la pantalla se encendió, mostraba las palabras «MENSAJE DE PRIORIDAD 1».

Sandecker adoptó una expresión seria.

—Recuerdo la época antes de los móviles y los buscas —empezó a decir—, cuando un pobre infeliz tenía que venir corriendo como un descosido para darte una mala noticia.

—Los tiempos han cambiado —dijo Pitt, esperando a que el mensaje se abriese.

—No para bien —comentó Sandecker—. Disparar al mensajero no es ni la mitad de divertido cuando solo es una puñetera máquina. ¿Qué hay de nuevo?

—Kurt se ha metido en un lío en Australia.

Una sonrisa iluminó el rostro de Sandecker.

—He oído que ha dejado la Ópera hecha unos zorros —reveló, sin apenas contener la risa.

—¿Qué tiene eso de gracioso? —Preguntó Pitt.

—Son como nietos —explicó Sandecker—. Te están haciendo pagar todos los dolores de cabeza que tú y Al me disteis a mí. Cuando pienso en todas las cosas que tenía que arreglar o esconder debajo de la alfombra…

Sandecker volvió a reírse y sacudió la cabeza.

—¿Sabes que Hacienda todavía quiere cobrarte impuestos por el Messerschmitt que te trajiste de Alemania?

Pitt lanzó una mirada a su amigo.

—Considerando todo el dinero que he invertido en él, es más una carga.

La respuesta brotó de los labios de Pitt casi de forma inconsciente; ya no estaba centrado en la conversación. Estaba examinando el mensaje mientras el software de seguridad del teléfono lo descifraba. En compañía de otra persona, habría ocultado sus emociones. Pero delante de uno de sus más viejos amigos, no importaba.

—Ocurre algo —aventuró Sandecker.

—Nueve miembros de la OSIA muertos en una emboscada. Parece que Kurt y Joe se tropezaron con la escena y consiguieron salvar a otros dos y a una científica. Kurt quiere hablar por conexión vía satélite codificada. Dice que está en la base aérea de Alice Springs.

—Alice Springs —repitió Sandecker—. Interesante.

Pitt alzó la vista.

—¿Interesante como el chiste de los senadores? ¿O interesante de verdad?

—Interesante de verdad —remarcó Sandecker, aunque no dio más detalles.

Dirk se guardó el teléfono en el bolsillo.

—Supongo que en este edificio tenéis un sitio donde pueda hablar con Kurt.

—La Sala de Situaciones está disponible —dijo Sandecker, mientras sacaba su teléfono y enviaba un mensaje—. Mandaré al equipo de comunicaciones que la preparen. Las luces estarán encendidas y el café bien caliente cuando lleguemos.

—¿Lleguemos?

—No puedo dejar que andes por la Casa Blanca solo —explicó Sandecker, como si Pitt formara parte de un grupo de visita o algo parecido—. Además, necesito una excusa para salir de aquí antes de que le pegue un puñetazo a alguien y manche la reputación de mi departamento.

Veinte minutos más tarde, Pitt y Sandecker estaban en una zona secundaria de la Sala de Situaciones, una sección más pequeña cuyas dimensiones no eran mayores que las de un estudio corriente. Había un monitor grande y tres más pequeños empotrados en una pared. Dos hileras de cómodas sillas completaban el conjunto. En general, parecía una lujosa sala de cine en casa.

Como Sandecker había prometido, uno de los mejores cafés que Pitt recordaba les estaba esperando. Lo bebió a sorbos mientras un técnico del equipo de comunicaciones terminaba de hacer unos ajustes y salía.

Pitt se sentó al frente, y Sandecker tomó asiento a su lado.

Segundos más tarde, recibieron una señal, y la cara cubierta de barba incipiente de Kurt Austin apareció en la pantalla.

—Conexión bilateral establecida —anunció la voz del técnico por el intercomunicador—. Pueden verlos y oírlos, y ellos pueden verlos y oírlos a ustedes.

—Gracias, Oliver —contestó el vicepresidente.

En la pantalla, Austin se enderezó.

—¿Señor vicepresidente? —dijo—. No esperaba verlo.

—¿Te habrías afeitado si lo hubieras sabido?

—Si me dejasen algo más afilado que un cuchillo para untar mantequilla, por supuesto.

Sandecker esbozó una sonrisa.

—No te preocupes. Por cierto, la buena gente de la isla de Pickett te manda recuerdos. Hace poco los hemos nombrado ciudadanos estadounidenses. Han decidido mantener la isla como está en su mayor parte, con una notable excepción. Han cambiado el nombre de la cueva donde te encontraron. Ahora se llama bahía de Austin.

—Suena fenomenal —dijo Kurt—. Espero vivir para volver a verla.

Pitt habló a continuación.

—Has estado de vacaciones menos de una semana, Kurt. Hasta ahora, has conseguido destruir un edificio de fama mundial, os has metido a ti y a Joe Zavala en un asunto de seguridad nacional australiana, y al parecer habéis acabado en el hospital. Estoy empezando a preocuparme por lo que tú entiendes por diversión.

—No debería haber mezclado a Joe —reconoció Kurt.

—Probablemente tú tampoco deberías haberte mezclado —le corrigió Pitt—. Por otra parte, habéis salvado vidas. Eso suele nivelar la situación.

Kurt asintió con la cabeza.

—Por si no ha quedado del todo compensada, el jefe de la unidad antiterrorista de la OSIA ha pedido ayuda extra.

Kurt pasó a explicarles los sucesos de los últimos dos días, la situación actual y lo que consideraban una amenaza. Terminó describiendo lo que sabía acerca de la energía de punto cero y exponiendo la petición de Bradshaw.

A medida que Pitt escuchaba, la historia le resultaba cada vez más difícil de creer, pero hacía tiempo había aprendido que cuando uno hacía caso omiso de lo que parecía imposible, normalmente se veía obligado a enfrentarse a ello en el futuro. Se fijó en Sandecker, sentado en actitud hermética y aparentemente menos sorprendido por lo que Kurt estaba diciendo.

—Australia corre un peligro inmediato —concluyó Kurt—. Pero según Bradshaw, la carta de Thero indica que el resto de los países padecerán su ira después de Australia.

—Así que quieres buscarlo —dedujo Pitt—. ¿Tienes alguna idea de dónde mirar?

—Basándose en el equipo de minería de contrabando y en otros datos, la OSIA cree que la siguiente fase del proyecto de Thero se llevaría a cabo mar adentro, o en una instalación sumergida o en la plataforma antártica.

Pitt asintió con la cabeza pensativamente.

—Eso es muchísimo espacio. Estás hablando de cientos de miles de kilómetros cuadrados. Tenemos que encontrar una forma de restringir la zona de búsqueda.

—Según Bradshaw, la señora Anderson ha estado trabajando en un tipo de detector —dijo Kurt—. Ella cree que el terremoto inicial lo provocó el prototipo del artefacto en la mina inundada pero que Thero está construyendo un artefacto más grande que necesitará pruebas de calibración antes de que pueda usarlo a pleno rendimiento. Esas pruebas podrían conllevar cierto peligro y causar ciertos estragos, pero si ella está en lo cierto, nos servirán para acotar la situación del arma.

Se oyó un gruñido procedente de la dirección de Sandecker. Pitt miró a su viejo amigo.

—¿Le dice eso algo, señor vicepresidente?

Sandecker se recostó en su asiento y empezó a acariciarse la barba puntiaguda cuidadosamente recortada de su mentón. Un momento después, se puso derecho y se inclinó hacia delante. Tenía una expresión inamovible, y los ojos no le parpadeaban. Era la viva imagen de un comandante que tomaba decisiones inmediatas y autoritarias.

—Lo que estoy a punto de contarles es confidencial —subrayó—. Alto secreto, de hecho. La Agencia de Seguridad Nacional ha desarrollado un nuevo sistema de teledetección. Está diseñado para localizar explosiones nucleares a través de los estallidos de neutrinos y los rayos gamma que producen. Los nuevos detectores son mucho más sensibles que nuestros sistemas por satélite a la hora de estudiar las pruebas nucleares subterráneas y las explosiones. Hay veinticuatro situados en varias bases militares por todo el mundo. Por motivos desconocidos, varios de ellos recibieron una señal anómala hace un mes a las siete treinta y cinco hora media de Greenwich, inmediatamente antes del terremoto de Australia.

—¿Qué estaciones? —Preguntó Pitt.

—Ciudad del Cabo, Alice Springs y Diego García; la señal más intensa llegó a Alice Springs.

—¿Podemos acceder a esos datos? —Preguntó Pitt.

—Me aseguraré de que así sea —respondió Sandecker.

—Parece que podría estar relacionado —dijo Kurt—. Podría ayudarnos a restringir la zona de búsqueda.

Pitt se mostró de acuerdo.

—¿Qué necesitas para dar el siguiente paso, Kurt?

—Necesitaré unos cuantos barcos, tantos como puedan ofrecerme —contestó Kurt—. Nos gustaría montar un piquete y estar a la escucha de cualquier sonido más fuerte que un pitido. Y necesitaré ayuda técnica. Paul y Gamay Trout cumplen con los requisitos, si puede hacerlos venir. También voy a enviar una lista de instrumentos de alta tecnología que la señora Anderson ha solicitado. Si pueden mandarlos a Perth, sería estupendo. Llegaremos allí dentro de un par de días.

—¿Un par de días? —Repitió Pitt—. Perth no está a más de tres horas de Alice Springs por aire.

—Lo sé, pero no estamos viajando por aire —replicó Kurt—. Joe y yo tenemos que acompañar a la señora Anderson. Y volar le da un pánico mortal. Así que parece que viajaremos en tren.

Pitt habría preferido enviarles un avión a reacción, pero de todas formas llevaría varios días enviar los barcos y el instrumental.

—Entendido —dijo—. Zarparéis en cuanto lleguéis al muelle.

—Estaremos listos —aseguró Kurt.

Puso fin a la comunicación, y Dirk Pitt consideró la tarea que les aguardaba. Localizar un experimento en la vasta extensión del océano Antártico no sería fácil ni siquiera para una pequeña flota de embarcaciones de alta tecnología.

Se volvió hacia Sandecker.

—¿Tienen esos detectores de neutrinos tuyos toma de variables direccionales?

—Hasta cierto punto —reconoció Sandecker—, pero no tienen una precisión matemática, si es lo que buscas.

Los engranajes de la mente de Pitt estaban dando vueltas.

—¿Existe alguna posibilidad de que los ajusten para buscar esas ondas? ¿Por si acaso nuestros amigos hacen exactamente lo que Kurt está insinuando pero el sensor que la científica amiga de Kurt está construyendo no las detecta?

—¿En qué estás pensando?

—Aunque sea un vector direccional vago, si tres estaciones recibieron una señal, deberíamos poder contrastarlo y triangularlo. Eso nos ayudará a acotar la zona de detección.

Sandecker sonrió.

—Veré lo que puedo hacer.