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Sede de la NUMA, Washington

Una diferencia de doce horas separaba Washington de la pequeña flota de barcos que se acercaban a la Antártida. A las ocho, el turno de la mañana reemplazó a los empleados nocturnos en la sala de comunicaciones de la NUMA, un lugar de trabajo grande y moderno que parecía una especie de centro de control del tráfico aéreo.

Desde allí, los equipos y las embarcaciones de la NUMA eran vigilados y seguidos las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, en todo el mundo. Los datos y las comunicaciones se enviaban y se recibían de distintas formas, aunque el método preferido eran las comunicaciones por satélite codificadas. Era el medio más eficaz, el más seguro y el más fiable. Salvo cuando no funcionaba.

A los cinco minutos de llegar, Bernadette Conry supo que iba a ser uno de esos días en los que la tecnología daba más problemas que los servicios que ofrecía.

Una veterana de la NUMA con diez años de experiencia, cabello moreno corto, ojos verde claro y un gran sentido del deber, Bernadette Conry llevaba unas gafas modernas, lucía pocas joyas y tenía fama de ser una supervisora minuciosa.

Su primer cometido era echar un vistazo a la lista de operaciones en curso con los especialistas en comunicaciones, con vistas a resolver o evitar cualquier problema. Durante toda la semana, un pequeño incremento en la actividad solar se lo había puesto difícil.

Después de repasar una extensa lista de barcos y equipos de operaciones que habían tenido problemas durante la noche, se preguntó cómo habían desempeñado su trabajo los comandantes navales cuando no existía el seguimiento ni las comunicaciones por satélite.

Afortunadamente, vio que casi todos los problemas de las últimas doce horas se habían resuelto. Todos menos uno.

Se acercó a una consola sobre la que rezaba la denominación región 15. La Región 15 incluía la mayor parte del océano Antártico debajo de Australia y lo que la NUMA llamaba la Zona Antártica 1.

—¿Qué novedades hay sobre el Orion? —Preguntó al especialista.

—Ningún dato durante la última hora —contestó él—. Pero su estado ha sido inestable durante los dos últimos días.

—¿Estás recibiendo datos del Dorado y el Gemini?

El técnico tecleó en su ordenador y recibió una respuesta positiva.

—También los perdimos durante un tiempo —expuso—. Pero ya tenemos buena conexión con los dos barcos.

Eso aumentó la sensación de incertidumbre de la supervisora. Alargó la mano y pulsó la tecla F5 en el ordenador del técnico. Apareció un mapa en el que constaba la última posición conocida del Orion.

—Está mucho más al sur que los otros barcos, pero la actividad solar ha remitido considerablemente. Deberíamos captar una señal. ¿Has recibido alguna llamada por radio?

—Están siguiendo un protocolo de silencio —le recordó el especialista.

—¿Quién está a bordo?

—Austin y Zavala.

La señora Conry suspiró.

—Esos dos no se caracterizan por informar a menudo. ¿Quién dio la orden de silencio?

—Viene de Dirk Pitt en persona.

La inmensa mayoría del trabajo de la NUMA no topaba con ningún tipo de problema, aparte de los habituales trámites burocráticos presentes en todo el mundo. Pero desde el principio, la organización se había comprometido a investigar a aquellos que tramaban algo de una forma u otra. Si se daba una orden de «no contactar», «silencio» o «vigilar y seguir exclusivamente», por lo común significaba que estaba en curso una misión delicada o directamente secreta. No había que molestar ni contactar con ese barco o ese equipo de ninguna forma que pudiera alertar a otras partes de su presencia.

Las comunicaciones por satélite les ofrecían una forma de sortear ese escollo. Los mensajes se podían codificar y ser enviados y recibidos sin delatar la posición de un barco como las transmisiones de radio si eran interceptadas. Pero si los satélites experimentaban interferencias debido a una tormenta solar, los barcos, y los supervisores que se suponía que debían seguirles la pista, se quedaban a ciegas.

—¿Algo raro en su última transmisión?

El especialista negó con la cabeza.

—Todos los datos eran normales cuando la conexión se interrumpió. No había ningún indicio de problemas. Ni la baliza de emergencia del Orion ha sido activada.

Las balizas de emergencia eran automáticas y estaban diseñadas para ponerse en funcionamiento cuando un barco se hundía aunque no hubiera nadie para activarlas. Pero Bernadette Conry recordaba al menos un caso en el que un barco se había hundido tan rápido que la baliza no había tenido ocasión de enviar un mensaje.

—¿Cuál es el parte meteorológico?

—Nada reseñable —contestó él—. Olas del oeste, de entre un metro y medio y un metro ochenta. Una tormenta de dimensiones moderadas se formó a ochocientos kilómetros de su última posición conocida.

No era un informe meteorológico malo en absoluto, pensó ella. Y estaban hablando de Austin y Zavala.

—Estate atento por si se produce algún cambio —dijo—. Voy a avisar al director de que hemos perdido su telemetría.

Dirk Pitt asintió con la cabeza al oír el informe. Tenía la sensación de que algo no iba bien. Esa sensación se intensificó con la siguiente llamada, que correspondía a Hiram Yaeger.

—La Agencia de Seguridad Nacional acaba de enviarme un nuevo lote de datos —explicó Yaeger—. Han captado una gran explosión de neutrinos hace poco más de una hora. Fue detectada en las inmediaciones del Orion.

—No pinta bien —dijo Pitt.

—¿Por qué?

—El barco se ha quedado a oscuras —respondió Pitt—. Perdimos el contacto con él hace una hora, justo cuando estaban a punto de activar el detector de punto cero. O ha sufrido un fallo grave o algo peor. En cualquier caso, nuestra única esperanza de encontrar a Thero es que los otros barcos puedan conectar sus detectores deprisa.

Yaeger permaneció callado un momento.

—No sé si es buena idea —comentó finalmente.

—¿Por qué?

—Ninguno de nosotros entiende realmente cómo funciona el sensor —reveló Yaeger—. Y la energía de punto cero es como un genio en una botella, y encima malhumorado. Las simulaciones que he estudiado no arrojan resultados uniformes. Considerando ese hecho, es ligeramente posible, por improbable que sea, que el sensor interactuase con el campo de punto cero y apagase todos los sistemas del Orion o provocase un desastre peor.

Pitt consideró la posibilidad antes de responder.

—Eso no es lo que te preocupa realmente, ¿verdad?

—No —contestó Yaeger—. Es más probable que el sensor revelase su posición de alguna forma. Y si Thero supiera que lo estaban vigilando…

—Respondería —le interrumpió Pitt.

—Exacto —dijo Yaeger—. Y si tiene poder para partir un continente por la mitad, atacar un pequeño barco sería para él como aplastar una mosca.

Pitt pensó en la tripulación del Orion: había treinta y nueve hombres y mujeres a bordo del barco, incluidos algunos de sus amigos más íntimos.

—¿Por qué no nos avisó? —Preguntó en voz alta—. Si existía una posibilidad de que pasara esto, ¿por qué la señora Anderson no nos lo comunicó?

—Ni idea —respondió Yaeger—. Pero en mi opinión deberíamos dejar esos sensores apagados.

—No es tan sencillo —repuso Pitt—. Tenemos trabajo que hacer y se nos acaba el tiempo.

—No sabía que teníamos un tiempo limitado.

—Ha llegado una nueva carta —explicó Pitt—. La envía Bradshaw, de la OSIA; incluso ha usado el correo electrónico. Te la reenviaré. Thero dice que ha esperado suficiente. Asegura que atacará Australia cuando el sol salga sobre Sidney dentro de dos días. Ha llamado a ese momento la hora cero.

Yaeger se quedó callado.

—Necesito respuestas y las necesito rápido, Hiram. Ahora mismo esos detectores son la única forma de encontrar a Thero. Necesito saber si están a salvo. Y si no lo están, necesito que me busques otra manera de localizarlo antes de que llegue esa hora cero. O, mejor aún, una manera de impedir que llegue aunque él dé el paso.

—Haré todo lo que pueda —dijo Yaeger—. Hasta ahora hemos identificado una extraña secuencia en esas explosiones de energía. Según la investigación de la señora Anderson, crean un tipo de onda tridimensional, como una especie de burbuja. Tal vez podamos descubrir una manera de impedir que esa burbuja se forme. O una manera de reventarla cuando se forme.

—Avísame en cuanto tengas más información.

Yaeger acusó recibo de la orden, y Pitt colgó. Vaciló un solo segundo antes de llamar a la sala de comunicaciones.

Habló rápido.

—Señora Conry, por favor, trate de contactar con el Orion por cualquier medio a su disposición. Si no tiene noticias de ellos, avise al Dorado y el Gemini. Transmítales la última posición conocida del Orion y ordéneles que inicien las operaciones de búsqueda y rescate.

—¿Algo más?

Pitt dio otra orden.

—Recomiende a los otros barcos que no activen los nuevos sensores en los que han estado trabajando. Bajo ningún concepto, a menos que reciban nuevas órdenes mías.

Cuando colgó el teléfono, sonó su segunda línea. Era el vicepresidente Sandecker. Su voz sonaba distorsionada por un zumbido electrónico. Parecía que estuviera en el aire.

—Dentro de cuatro minutos habrá un Black Hawk de los marines en tu azotea —anunció Sandecker—. Necesito que subas a él.

—Ahora mismo estoy un poco ocupado —contestó Pitt.

—Lo sé —dijo Sandecker—. Hiram ha estado dando la lata a la Agencia Nacional de Seguridad para que le proporcionen más datos sobre Tesla. Como se negaron a soltar prenda, hackeó su sistema informático para liberar unos cuantos archivos. Conociendo a Hiram, no lo habría hecho si tú no se lo hubieras ordenado.

Pitt se imaginaba que los pillarían, solo que no tan rápido.

—Puede que le haya dado la impresión de que yo estaba haciendo la vista gorda —dijo—, pero no deberían ocultarnos información en un momento como este.

—Tienes suerte, viejo amigo, porque por fin he conseguido que estén de acuerdo contigo. Van a daros todo lo que tienen sobre Tesla. Pero antes quieren que veas algo. Tienes tres minutos. Nos vemos en la azotea.

Pitt no tenía alternativa. Tomó aire.

—¿Adónde vamos?

—El helicóptero nos llevará a Andrews —explicó Sandecker, refiriéndose a la base aérea ubicada dieciséis kilómetros al sudoeste de Washington.

—¿Y desde allí?

—Lo descubrirás cuando despeguemos.