20

Victor Kirov se despertó a oscuras con un punzante dolor de cabeza como una jaqueca. Tardó un momento, pero pronto se acordó de dónde estaba y lo que su misión requería. Las luces del vagón de pasajeros se encendieron y, segundos más tarde, un grupo de hombres entró corriendo en el compartimento.

—¿Dónde están? —Preguntó uno.

—¡Yo qué sé! —Contestó Kirov—. Estaba inconsciente cuando se marcharon.

Uno de los matones que habían recibido una paliza señaló hacia delante.

—Han ido a la parte delantera.

—Venimos de allí —dijo otro tipo—. No los hemos visto.

Kirov se levantó, furioso y tambaleante. Recobró el equilibrio.

—Están escondidos. Mirad en todas partes. Mirad en el techo. Mirad en los compartimentos del equipaje. Volved a comprobar cada rincón.

Los hombres se desplegaron con aspecto nervioso.

El socio de Kirov se le acercó furtivamente.

—Hemos estado demasiado en este tren.

Kirov consultó su reloj; le costaba enfocar la vista. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, pero no importaba.

—No pienso volver sin la mujer.

—Esto no es un país del tercer mundo —le recordó su socio—. Las autoridades no tardarán en venir.

Kirov consideró sus palabras. Prefería que no lo pillaran con las manos en la masa. Haría falta cianuro, una idea que prefería no contemplar.

De repente, el tren avanzó dando tumbos. Se podía notar el sonido y las vibraciones de las locomotoras diésel tirando afanosamente de la carga.

—Están en la locomotora —dijo Kirov, dirigiéndose a la parte delantera.

—No los pillarás a tiempo —señaló su socio.

—Olvidas que el camión sigue cruzado en la vía. Este tren no va a llegar muy lejos.

En la cabina de la locomotora diésel, Kurt vigilaba la puerta con un ojo y al secuestrador al que habían sorprendido y sometido con el otro. Era consciente de que Hayley y Joe miraban fijamente el gran camión que se interponía en su camino a unos ciento cincuenta metros de distancia.

Al principio, el tren solo se dirigía a él muy lentamente, pero pronto empezó a cobrar velocidad. El rugido atronador de los ocho mil caballos de las dos locomotoras empezaba a ganar la batalla contra la inercia. Cuando estaban a ciento veinte metros, el conductor del camión empezó a encender y apagar los faros y a tocar el claxon. Como si todos no supieran que estaba allí.

—Se apartará —auguró Kurt lleno de confianza.

—¿Y si no se aparta? —Preguntó Joe.

—¿Te quedarías tú?

—Pero ¡los trenes descarrilan! —Gritó Hayley—. Doscientos cincuenta y tres en todo el mundo solo en los últimos seis meses. ¡Y no todos chocan contra camiones!

Kurt la miró de reojo.

—¿Cómo sabe algo así?

—Estoy al día de los accidentes relacionados con viajes para acordarme de por qué me quedo en casa —dijo ella.

A noventa metros, los brillantes faros del tren empezaron a iluminar el costado del gran camión. Se veía al conductor protegiéndose los ojos de la luz.

Kurt volvió a encender la radio y cambió de canal hasta que oyó a alguien hablando.

—… no dejes que el tren pase —estaba diciendo otra voz con acento ruso.

Kurt intervino en cuanto la frecuencia se aclaró.

—Seas quien seas el que estás en el camión, yo que tú me apartaría.

La voz de Kirov sonó a continuación.

—Conductor, si mueves el camión, te arrancaré personalmente el corazón.

A sesenta metros del impacto, cuando el tren estaba empezando a cobrar velocidad, el conductor del camión tomó una decisión de compromiso. Abrió la puerta, saltó del vehículo y echó a correr hacia las colinas.

—No me esperaba eso —murmuró Joe.

—Oh, no —exclamó Hayley con voz entrecortada.

—Tiene que parar ya —amenazó Kirov.

—No pare —le ordenó Kurt al robusto maquinista australiano.

—No se preocupe —dijo el corpulento hombre.

—¡No quiero acabar en un accidente de tren! —gritó Hayley.

El maquinista miró a Hayley.

—No te preocupes, cielo —comentó—. A esta velocidad, esto ya no es un tren.

El camión estaba solo a treinta metros de distancia.

—¿Qué es, entonces? —Preguntó Hayley.

El maquinista sonrió como un loco y mantuvo el regulador del motor completamente abierto.

—¡La motoniveladora más grande y más potente del mundo!

Había algo estimulante y al mismo tiempo desquiciado en el maquinista. En cualquier caso, no redujo la velocidad. Y Kurt se alegró.

—¡Prepárense! —gritó el maquinista.

Los últimos treinta metros desaparecieron en diez segundos. El rugiente tren chocó contra el costado del camión con gran estruendo y lo empujó hacia delante. Las locomotoras solas pesaban doscientas setenta toneladas. La potencia que generaban y el peso del tren entero despacharon el camión con presteza, levantándolo y apartándolo a la derecha como si estuviera hecho de hojalata.

El impacto fue increíblemente ruidoso, un estallido atronador seguido del sonido estridente del aluminio al hacerse trizas. La sensación fue similar a la de un barco al romper una gran ola. El tren se abrió paso a través de la colisión con una potencia extraordinaria. Los faros se apagaron, y el parabrisas se hizo añicos, pero el vidrio de seguridad se mantuvo en su sitio. Y cuando los últimos pedazos del camión por fin se apartaron y se fueron rodando por el terraplén, el tren seguía en la vía.

Cuatro vagones más atrás, el impacto se había percibido como un repentino frenazo. Kirov y su socio tuvieron que agarrarse a los asideros para evitar ser derribados al suelo. Vieron cómo los restos del camión salían despedidos a un lado y notaron que el tren seguía adelante, acelerando suavemente otra vez.

—¿Cómo vamos a entrar ahora en la locomotora? —Preguntó su socio—. Estarán esperando para liquidarnos en cuanto abramos la puerta. Si conseguimos llegar allí, claro. No hay ninguna puerta entre las dos locomotoras. Son máquinas separadas.

—Podríamos ir por el techo —dijo Kirov.

Al mismo tiempo que lo proponía, Kirov consideró lo descabellado de la empresa. Lo había visto muchas veces en las películas, pero dudaba que en realidad fuera posible. Andar sobre el techo de un tren bamboleante en medio de una estela a ochenta kilómetros por hora no era factible. Arrastrarse podía dar resultado, sobre todo si llegaban antes de que el tren acelerase demasiado.

Antes de que llegara a una conclusión, un aviso sonó por los altavoces del sistema de megafonía.

—Soy Kurt Austin —dijo la voz—. Hemos recuperado el tren de manos de los secuestradores y estamos reemprendiendo el viaje programado con regularidad. A los pasajeros del Ghan, les pedimos disculpas por las molestias que las celebraciones de esta noche puedan haberles causado. Se ha establecido conexión por satélite con prontitud. En el exterior están al corriente de nuestra situación y nos han asegurado que la ayuda está en camino.

»A los secuestradores que subieron durante la parada no programada, si quieren acabar rodeados de equipos especiales y unidades militares australianas, pónganse cómodos y relájense. En caso contrario… ¡bajen del tren!

Para sorpresa de Kirov, los pasajeros prorrumpieron en vítores. Las ovaciones sonaron a través del compartimento y reverberaron a su alrededor por todas partes.

Miró a su socio.

—Se han vuelto las tornas.

Echaron a andar hacia la puerta juntos. Diez segundos más tarde, estaban en el espacio abierto entre los dos vagones, mirando cómo el suelo empezaba a desfilar cada vez más rápido.

Un vagón más atrás, un hombre saltó y rodó por la grava. A Kirov le pareció una caída dolorosa. Otros dos le siguieron, pero no corrieron mejor suerte.

—Tenemos que saltar —dijo el socio de Kirov.

Kirov no quería saltar, pero la alternativa era peor. Su captura seguida de la vergüenza, el suicidio o el encarcelamiento por espía y terrorista. Buscó delante de él un lugar abierto.

—¡Tú primero!

El socio de Kirov se lanzó sin dilación. Pareció caer y rodar más que deslizarse.

El silbato del tren aulló a través de la noche, y Kirov supo que se le acababa el tiempo. Si el ferrocarril seguía acelerando, le esperaba una muerte segura. Respiró hondo y saltó al vacío.

Voló por un largo segundo, agitando los brazos para mantener el equilibrio. A continuación cayó de lado e intentó aovillarse y rodar. Se dio con la cara contra la grava. El cuello y los hombros se le torcieron en el proceso. Dio varias vueltas, recorrió al menos quince metros y acabó boca abajo inconsciente por segunda vez en menos de una hora.

En la primera locomotora, Kurt, Joe y el maquinista estaban de celebración mientras el Ghan seguía cobrando velocidad y dejaba a los secuestradores originales detrás. Hayley estaba en un asiento, temblando y con cara de estar a punto de vomitar.

—¿Estás bien? —Preguntó Kurt, acercando una papelera por si no lo estaba.

—Creo que sí —respondió ella—. Por lo menos ha terminado.

—Bien —se congratuló él—. Porque en cuanto hagamos la siguiente parada, subiremos a un helicóptero y haremos el resto de trayecto por aire.

Ella lo miró con los ojos fuera de las órbitas.

—El índice de accidentes en helicóptero es cinco veces mayor que el de los trenes de pasajeros…

Sus palabras se fueron apagando. Aquello era demasiado, y demasiado rápido. Se volvió hacia la papelera y, al instante, vomitó.