Capítulo XI

DE repente, Baxter despertó sobresaltado, a la vez que lanzaba un agudo grito:

—¡Eureka!

Ellie May, a su lado en el lecho, se despertó también, muy asustada.

—¡Budd! ¿Qué te sucede? —exclamó—. ¿Tienes pesadillas?

Baxter encendió la luz y se sentó; Ellie May hizo lo mismo.

—Budd, por favor, cuéntame…

—No es nada de importancia —contestó él—. Simplemente, que se me ha ocurrido la solución del asunto.

—Pero ¿de qué asunto hablas? No te entiendo…

Baxter la besó en una mejilla y se puso en pie.

—Miss Fantasma —dijo escuetamente.

—¡Oh…!, ¿estás mezclado en ese jaleo?

—Hasta cierto punto. Ellie May, gracias por tu hospitalidad, pero tengo que marcharme inmediatamente.

Eran las cuatro de la madrugada. Baxter empezó a vestirse. Ellie May saltó de la cama y se puso una bata.

—Espera, hombre —dijo—. Al menos, tómate una taza de café. Ya sé que soy una inútil, una mujer que sólo tiene mucho dinero, pero también sé poner la cafetera al fuego.

Baxter rió alegremente.

—Está bien —accedió—. Iré al baño mientras tanto. Luego te contaré todo.

Tomaron el café en la cocina. Ellie May se sentía pasmada a medida que Baxter avanzaba en su relato. Cuando el joven terminó, dijo que era increíble.

—Lo parece, en efecto, pero es rigurosamente cierto. —Baxter apuró su segunda taza de café y se limpió los labios—. Vendré a contarte el final de la historia, Ellie May.

—Si no lo haces, te sacaré los ojos —prometió la mujer.

Baxter sonrió, mientras se dirigía a la puerta, que daba a la parte trasera del jardín. Desde allí veía su coche, estacionado frente al garaje en donde Ellie May guardaba los suyos.

Abrió la puerta. De pronto, ella le puso una mano en el brazo.

—Aguarda —dijo—. Voy a encadenar a «Shako». Es un verdadero diablo…

Ellie May salió al jardín. Baxter recordaba que el perro, un enorme sabueso, había ladrado mucho a su llegada. Ahora estaba silencioso. Aunque reconociese a su ama, debería haber ladrado un par de veces.

Una súbita sospecha invadió su ánimo. Junto a su automóvil, se movió una sombra.

—¡Cuidado, Ellie May! —gritó a la vez que se lanzaba hacia adelante.

Ella, desconcertada, se paró. Baxter la alcanzó y cargó con el hombro, derribándola al suelo. En el mismo instante, sonaron un par de chasquidos.

—¡Budd! —gritó ella, aterrada.

Baxter rodó por el suelo un par de veces. Algo se hundió con sordo impacto en la hierba del jardín. El intruso se desconcertó al ver que no había conseguido ningún blanco y trató de correr.

Baxter se lanzó en su persecución. El desconocido se detuvo, giró sobre sus talones y apuntó cuidadosamente. Baxter se lanzó en plongeón hacia adelante y su hombro derecho alcanzó al intruso en el costado, arrojándole hacia atrás.

El sujeto era ágil y fuerte. Había perdido la pistola, pero se incorporó en el acto. Sacudió la mano y se oyó un chasquido. Algo brilló súbitamente.

Baxter retrocedió lentamente, sin perder de vista la navaja que el otro empuñaba como si fuese una pistola. De súbito, el intruso se tiró a fondo. Buscaba el estómago de su adversario.

En el mismo instante, Baxter giró un cuarto a su derecha. Con la mano izquierda, pulgar arriba y los restantes dedos hacia abajo, bloqueó la muñeca armada. Simultáneamente, le aplicaba un atemi, o golpe con el puño, entre los dos ojos.

Se oyó un gruñido de dolor. Recostada sobre un codo, Ellie May contemplaba la pelea con morbosa fascinación.

El intruso vaciló después del golpe. Baxter cambió de mano para hacer la presa sobre la muñeca armada y movió el brazo izquierdo para la presa de estrangulación, a la vez que bloqueaba el brazo del sujeto contra su abdomen. Era el contraataque del Tsukommi o puñalada al estómago, que Baxter, gracias a su inigualable maestría en las Artes Marciales, había ejecutado con fulgurantes movimientos. Ahora tenía al intruso aprisionado, absolutamente a su merced, sin permitirle la menor acción evasiva.

Hizo presión con el brazo izquierdo. El intruso movió la mano libre a la vez que gorgoteaba.

—Basta…, basta…

—Puedo estrangularte y lo haré, si no hablas —dijo Baxter duramente—. ¿A qué has venido?

—Me… me Ordenaron que le siguiera…

—¡Budd! —gritó Ellie May de pronto—. Shako está muerto.

—No, seguramente, lo ha narcotizado nuestro amigo. ¿No es así?

—Sí… Le di carne con una buena dosis de sedantes… —admitió el prisionero.

—Budd, ¿llamo a la policía? —consultó Ellie May.

—No, aguarda un poco. —La navaja estaba en el suelo y Baxter se apoderó de ella, para apoyar la punta en el cuello del intruso—. ¿A qué has venido? —preguntó.

—El coche… Puse una bomba…

Baxter empujó al hombre hacia el automóvil.

—La quitarás tú mismo o te ataré al motor y lo haré funcionar a distancia. ¿Has entendido?

El prisionero se sentía muy abatido. Baxter vio el revólver con silenciador y se lo apropió igualmente. Vigiló atentamente las operaciones de desconexión de la bomba y luego contempló con ojos críticos el paquete de cartuchos de dinamita que había sido conectado al sistema eléctrico del automóvil.

—Dinamita —murmuró—. ¿Quién te pagó por poner la bomba?

—Se llama Sanders, es todo lo que sé.

—Seguramente, él te entregó la dinamita.

—Sí.

—¿Cuál ha sido el precio de tu trabajo?

—Tres mil.

—En billetes de a cien.

—¡Sí! —se asombró el sujeto—. ¿Cómo lo ha sabido?

Baxter sonrió sibilinamente.

—Me lo imaginé —repuso—. ¿Cómo te llamas?

—Beatón, Brad Beatón…

—Muy bien, Brad, voy a darte un consejo. No cambies esos billetes. Son falsos.

—¿Qué? —gritó Beatón.

—Ya lo has oído. Está en mi poder. Si quisiera, te quitaría el dinero, pero no me gustan los conflictos con el Tío Sam.

—¡Ese condenado Sanders! —barbotó el sujeto—. ¡Cuando lo vea…!

—Beatón, tú no vas a ver a Sanders en mucho tiempo.

—¿Qué es lo que está diciendo? Ya he contado todo lo que sé…

—Pero no me conviene que te marches, para que vayas a buscar a Sanders. Le romperías las narices, él se enteraría de que el plan ha fracasado… y eso no me conviene en absoluto.

De repente, movió la mano derecha. El filo alcanzó a Beatón tras la oreja izquierda y lo derribó como buey apuntillado.

Ellie May chilló.

—No temas —dijo él, sonriendo—, sólo está desvanecido. Pero tienes un sótano en tu casa.

—Sí…

—Será cuestión, solamente, de veinticuatro horas y, además, lo dejaré bien atado y amordazado. Entonces vendré a soltarlo.

—Budd, si lo que he oído es cierto, el tal Sanders se enterará por los periódicos de… de que no ha pasado nada —alegó ella.

—Sanders recibirá una llamada, y Beatón le dirá que hoy le ha sido imposible, que lo hará mañana —sonrió Baxter, ladinamente.

Ellie May se estremeció.

—¡Dinamita! —exclamó.

—La herramienta propia de un minero —contestó Baxter.

* * *

Los ojos de Jack Sheen contemplaron con asombro los papeles que el visitante había lanzado sobre la cama.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Mi abogado se encargará de probar que usted fue engañado en el asunto de los cinco mil dólares —dijo Baxter—. Es de presumir que el juez tenga en cuenta todos los hechos, así como sus deseos de cooperar con la justicia, por lo que solicitará del jurado una declaración de inocencia. En cuanto a los documentos, son los que se refieren a &u helicóptero. Ya es suyo, Jack.

—Oiga… No estará bromeando…

—No bromeo —contestó el visitante, muy serio—. Naturalmente, no hago esto por nada. Usted tiene que poner algo de su parte.

—Si voy a verme envuelto en más jaleos…

—No habrá más conflictos, Jack.

Sheen volvió a mirar el rostro de Baxter y llegó a la conclusión de que se hallaba ante un hombre sincero. Examinó los documentos rápidamente, volvió a guardarlos en el sobre y movió la cabeza afirmativamente.

—Bien, hable —indicó.

—El helicóptero es suyo, pero lo tengo contratado yo por la tarifa habitual. Ahora, Jack, escuche con toda atención…

Baxter habló durante unos minutos. Sheen accedió a la propuesta. Sonrió cuando el visitante le entregó unos billetes.

—Son auténticos —dijo Baxter.

Sheen lanzó un fuerte suspiro.

—¡Uf! Esto ha sido como una pesadilla para mí… Pero no entiendo. ¿Por qué tuvo que pagarme Miss Fantasma con billetes falsos?

—Ella no sabía que eran falsos, Jack.

Baxter se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, giró un poco la cabeza.

—Jack, no olvide que la puntualidad es la abuela del éxito —dijo.

El piloto juntó en círculo el pulgar y el índice.

—Puntual como el Big Ben —contestó alegremente,

Baxter abandonó la casa de Sheen. La solución del caso iba a resultar un poco cara, pero Etta Haldane pagaría con gusto la factura.

* * *

—¿De veras piensas solucionarlo hoy? —preguntó Etta, aquella misma noche.

—Por supuesto. Eso está ya hecho —contestó Baxter.

—Bien, pero ¿dónde están las joyas?

—¡Ah!, permíteme que me lo reserve por el momento. Lo único que puedo decirte es que están en el sitio más absurdo que uno pueda imaginarse.

—Vamos, Budd, vamos, no me tengas sobre ascuas… Ahora empiezo a darme cuenta de que he sido una tonta gastándome semejante fortunón en unos pedruscos…, pero, qué quieres, veía que me sobraba el dinero…

Baxter la contempló con interés durante unos segundos.

—Etta, te sobraba dinero y te sobra peso. Has perdido la figura de antaño y quisiste compensarlo con las joyas.

—Tienes razón —suspiró ella.

—Yo no te diré qué vas a hacer con las joyas, Etta, eso es cosa tuya; lo que sí te aconsejo que seas menos intemperante y que cuides tu línea, que es tanto como cuidar de tu salud. Y, a propósito, la cosa no ha resultado barata.

—Pásame la factura; pagaré sin regatear un penique.

Etta sonrió maliciosamente y añadió:

—Señor detective privado secreto.

—Sí, porque sólo intervengo en casos que llaman mi atención —admitió él—. Es curioso, nunca pensé que un día… tuviese que ayudar a una mujer que entonces no poseía más que una vieja tienda en un pueblo perdido de la Sierra… Las cosas han cambiado mucho desde entonces, Etta.

—Sí, han cambiado —murmuró ella, melancólica—. Y lo peor de todo es que no volverán a ser como fueron…

—No mires al pasado, Etta —aconsejó él—. Si te cuidas un poco, estás aún en la mejor edad. Ya no eres una jovencita, pero tienes mucha experiencia y eso vale lo suyo.

Los ojos de la mujer se humedecieron.

—Tienes razón, no se puede mirar hacia atrás. —Se secó las lágrimas de un manotazo— ¡Budd, por todos los diablos!, ¿quieres decirme de una vez dónde están las joyas?

—Salieron de tu apartamento, pero no del edificio —contestó él.

Etta abrió la boca.

—Tú…, tú te burlas de mí…

—Hablo completamente en serio —aseguró Baxter.

Etta se levantó corriendo y fue a servirse un trago. Baxter sonrió.

Dejó pasar unos minutos. Luego, lentamente, abandonó la sala y entreabrió una puerta.

Millie Murphy, la doncella, acababa de colgar el teléfono y se volvió.

—Seguro que no se han creído lo que les acabas de comunicar —dijo Baxter, sin perder la calma.

—Están muy sorprendidos —contestó Millie—. Tanto como yo, puedo asegurárselo.