Capítulo IX
—AHORA me siento mucho mejor —sonrió Etta—. Gracias por estos minutos de compañía, Budd. ¿No te apetece otra copa?
—No, gracias.
—Baxter había guardado silencio sobre el incidente sucedido a su llegada. Etta, por otra parte, no se había enterado de nada. Aquellos apartamentos de lujo estaban completamente insonorizados. Podría producirse un tiroteo entre dos bandas rivales y nadie se enteraría hasta que saliese al exterior.
Baxter miró a la mujer que tenía frente a sí. Etta había conseguido todo lo que ambicionó cuando era más joven y vendía alimentos y herramientas, y cocinaba para los mineros en aquel pueblo perdido en la sierra, pero se sentía frustrada. Algo le faltaba, pese a su inmensa fortuna. Pero él no podía dárselo.
La figura era lo de menos. Con los años, se apagaba el apetito sensual. Entonces llegaba el amor y la comprensión…, pero Etta era mucho mayor y, además, tenía un genio de todos los diablos.
Ella sonreía melancólicamente, como si adivinase sus pensamientos.
—Budd, quiero hacerte una pregunta —dijo, tras unos segundos de pausa.
—Claro, mujer, adelante.
—¿Qué eres tú? ¿Detective privado?
—Pero secreto.
Etta parpadeó.
—No entiendo —declaró—. Jamás había oído una cosa semejante.
—Pues sí, lo soy…
—¡En tal caso, no tendrás clientes, jamás! ¡Oh!; ya se sabe que los detectives privados actúan confidencialmente, pero se anuncian en los diarios, en las guías profesionales… aunque luego trabajen en secreto. Pero tú…
—Etta, yo sólo actúo en los casos que me interesan, que suelen ser muy pocos. El tuyo es uno de ellos y gracias a la amistad que nos une es por lo que trato de ayudarte.
—Aficionado a resolver misterios, vamos.
—Aproximadamente —sonrió él—. Perdona, pero tengo una cita.
—¿Seguro que es con un hombre? —preguntó Etta, maliciosamente.
—Puede conducirme al encuentro con una mujer.
—¡Oh, un alcahuete!
—Etta, mírame, ¿cuándo he necesitado yo de ayudas ajenas para conquistar a una mujer?
Ella rió estruendosamente.
—Eso es cierto, querido —admitió.
Baxter se encaminó hacia la puerta. Millie le abrió, con la sonrisa en los labios.
—Mañana por la tarde tengo libre —bisbiseó.
—Trataré de eludir compromisos —respondió él, en el mismo tono.
* * *
Harry Miller era un tipo menudo y vivaracho, capaz de abrir, según decía, las puertas de Fort Knox, sin que se enterasen los infinitos centinelas que guardaban el oro del país.
—Lo que pasa es que soy muy patriota y no quiero arruinar a la nación —dijo—. Imagínese que me llevo el oro. ¿Eh? Menuda catástrofe financiera mundial… El dólar por los suelos…
—Harry, Fort Knox no me interesa para nada —cortó Baxter la inagotable verborrea del sujeto—. Esa es la puerta que me interesa.
Era la puerta del apartamento de Tony Sanders. Miller asintió, sacó su juego de ganzúas y abrió con una facilidad pasmosa.
—No hay cerradura que se me resista —dijo, muy ufano.
Baxter sacó diez billetes y se los entregó.
—Eso es todo, Harry.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Pero yo creía…
—Harry, yo sólo le contraté para abrir la puerta. Aquí no quiero que meta las narices.
—Hombre, podría ayudarle con algún armario cerrado…
—No.
Miller suspiró.
—Usted piensa que me echaré cualquier fruslería al bolsillo, ¿verdad?
—Sí.
—Pero, jefe, le aseguro…
—¡Harry!
—Sí, dígame.
—¡Largo!
Miller dio media vuelta.
—Cualquiera diría que no cree en mi honradez —rezongó, mientras se alejaba a lo largo del corredor.
Baxter sonrió. Abrió la puerta, encendió las luces y cerró a continuación. El apartamento de Tony Sanders era relativamente modesto, aunque decorado con buen gusto.
Avanzó unos pasos y empezó a husmear por diferentes sitios. Abrió cajones y levantó los cojines de divanes y sillones. En aquella casa todo parecía normal.
De repente, vio una bombonera de cerámica, sobre una mesa baja. Levantó la tapa y sonrió.
—No es muy cuidadosa —dijo, a la vez que paseaba el pulgar por el borde de los billetes que componían aquel fajo.
Eran todos de cien dólares y parecían nuevos. Después de contarlos, había treinta y tantos, volvió a dejarlos en el mismo sitio.
Luego entró en el dormitorio de Tony. Se preguntó dónde podrían estar las joyas robadas. La casa no parecía demasiado propicia a los escondites secretos. Incluso sospechaba que las joyas no estaban allí. En cuanto al dinero falso, era muy posible que no supiera que se trataba de billetes falsos.
Una vez más, hizo un extenso recorrido por la casa, tratando de dar con las joyas. Al fin, se dijo que la única salida que le quedaba era, precisamente, la que no podía utilizar: atacar las paredes, el techo y el suelo con un pico. Porque no había ningún escondite secreto y tenía ahora la seguridad de que las joyas no estaban allí.
Antes de marcharse, encendió un cigarrillo y lanzó una última mirada a su alrededor, tratando de buscar algún posible escondite que se le hubiera pasado desapercibido. Estaba de espaldas a la puerta y, abstraído en sus pensamientos, no advirtió nada, hasta que oyó una voz femenina:
—Le estoy apuntando con una pistola. Un solo movimiento sospechoso y puede considerarse muerto.
* * *
Baxter alzó las manos lentamente.
—No estoy armado y no he venido con intenciones agresivas, Tony —dijo—. Es decir, si no le importa que la llame así, como usted me indicó, porque emplear el apodo de Mosca no le resultará muy grato, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe? —gritó ella.
—Tony, usted usó hace algunos días un aparatito que le permitía escuchar cualquier conversación, fingiendo padecer sordera. Lo perdió cuando la asaltaron aquellos ladronzuelos, ¿se acuerda?
—Sí, pero eso no explica…
—Vamos, vamos, se trata de las joyas de Etta Haldane.
Tony avanzó unos pasos y, dando un rodeo, se situó frente al joven.
—Ella nos robó —dijo, con ojos llameantes.
—Lo que Etta ha declarado es muy distinto. Su padre le entregó unos papeles para cancelar cierta deuda. Etta se convirtió así en la propietaria de las parcelas mineras.
—Nos engañó…
—Tony, no venga ahora a tratar de convencerme de algo que sabe positivamente que no es verdad. Cuando abandonaron Picoya City, en la Sierra, no tenían un centavo. Bueno, a lo sumo, el dinero justo para el viaje. Pero la propiedad de esas tierras quedó legítimamente otorgada en favor de Etta Haldane. Ella no tiene la culpa de que allí hubiese uranio y no oro. Ni ustedes tampoco, claro; pero estaban cegados por el oro, como en el siglo pasado, y no se les ocurrió encargar una prospección, en forma adecuada. Vengarse ahora robándole las joyas no me parece correcto, aunque haya de admitir que fue un golpe muy ingenioso. ¿Tal vez se le ocurrió leyendo las hazañas de Thea von Kappera en Europa?
—No tengo nada que decirle. ¡Váyase!
—Tony, temo que usted no tiene la menor idea del jaleo en que se ha metido. Para empezar, podemos hablar del dinero con el que pagó al piloto del helicóptero. Cincuenta billetes falsos. ¿Lo sabía?
—No, me enteré al leer los periódicos…
Baxter se inclinó y levantó la tapa de la bombonera.
—Tan falsos como éstos —dijo.
—Me los entregaron en el Banco.
—¿Cómo?
—Ya lo ha oído. Fui yo misma al Banco, extendí un cheque por cinco mil dólares y me los dieron en billetes de cien, como pedí.
Baxter se sintió desconcertado.
—Pero, entonces, el dinero que entregó a Sheen…
—En aquellos momentos, yo no sabía que era dinero falso.
—¡Ah! —sonrió Baxter—. Acaba de admitir que robó las joyas.
—¡Bien, sí! —exclamó ella—. Yo las robé. Lo creía justo, en aquellos momentos.
—¿Y ahora?
Tony vaciló.
—Los terrenos que eran de mi padre han producido millones —dijo, desviando la mirada.
—Pero ya no eran de ustedes. Su padre tenía una deuda con Etta…
—Ella era una usurera.
—Y aceptó unos pedazos de papel en pago de una deuda.
—Porque no teníamos otra cosa.
—Mire, Tony, así no iremos a ninguna parte. Usted se siente frustrada porque tuvo la fortuna al alcance de la mano… claro que entonces era una niña, pero esto no varía la situación. Yo comprendo que su padre debía sentirse desesperado por su fracaso, pero la culpa no es de Etta. Por favor, dígame dónde están las joyas.
Tony alzó la barbilla.
—No se lo diré —contestó enérgicamente.
—Tony, su actuación es ilógica, por no calificarla de otra forma —dijo Baxter, tratando de ser paciente—. Además, ¿no se da cuenta de que se ha metido en un juego muy peligroso?
—¿Peligroso? ¿Por qué?
—Han muerto tres personas, se han cometido tres asesinatos. Y estos crímenes se derivan del robo de las joyas cometido por alguien que concibió la idea de hacerse pasar por Miss Fantasma.
—No podrían probar nada…
—Se equivoca, Tony.
—¿Qué está diciendo?
—Leslie Arrowhead, además de buen grabador, cosa que le era indispensable para fabricar las planchas de imprimir billetes falsos, era escultor.
—¿Y…?
—Arrowhead fue el que hizo la máscara que usted utilizó para que Sheen viera el rostro de Miss Fantasma. La máscara está en su dormitorio, Tony; perfectamente realizada y capaz de engañar a cualquiera, sobre todo, cuando se contempla por la noche y con la sola luz de los instrumentos de a bordo.
—No conozco a Arrowhead —declaró ella.
—¿Cómo que no…?
Tony apretó los labios.
—¡Salga de mi casa! —ordenó—. No tengo ganas de seguir hablando más de este asunto.
Baxter avanzó un par de pasos.
—Muchacha, usted ha escondido las joyas en alguna parte y yo voy a encontrarlas —aseguró.
Ella sonrió ligeramente.
—¿De veras? Dígame cómo, por favor.
—Lo primero que haré será…
La mano izquierda de Baxter se movió como un rayo, atenazando la muñeca derecha de la joven, que retorció rápidamente. La pistola se desprendió de unos dedos que habían perdido su fuerza, en el acto.
Pero en el mismo momento, ella reaccionó y pasó al contraataque.
La mano de Baxter rodeaba todavía su muñeca, cuando ella avanzó velozmente el pie derecho, a la vez que empujaba hacia adelante con el cuerpo. Sorprendido, Baxter echó su torso, lo que aprovechó Tony para agarrarle con la mano izquierda. Era una perfecta aplicación del O-soto-gari o zancadilla exterior. Cuando quiso darse cuenta, Baxter estaba ya rodando por los suelos.
Pero no por ello se enojó. Apoyado en la alfombra con los codos, miró sonriente a la muchacha.
—Lo había olvidado —dijo—. Es usted una luchadora magnífica. Le propongo un trato.
—¿Qué trato? —preguntó Tony.
—Las joyas para el ganador.