Capítulo IV

ROY Holbrook estudió el interior del local desde la puerta y decidió que debería aguardar a Millie. Eligió una mesa, pidió una copa y encendió un cigarrillo.

A los pocos momentos, se le acercó la camarera.

—Dispense, lo había olvidado —dijo—. Millie está en el reservado número cinco.

—¡Ah, muy bien!

Holbrook dejó unas monedas sobre la mesa. La camarera contó el dinero y acanutó los labios despectivamente:

—¡Generoso! Con media docena de clientes como tú, me compraré un «Rolls».

—¡Muérete! —contestó Holbrook.

Subió al primer piso y abrió la puerta. En lugar de Millie, vio a Baxter.

—Entre, Roy, entre —invitó el joven, sonriendo—. Soy Millie, pero me he disfrazado, ¿sabe?

Los ojos de Holbrook estudiaron críticamente el rostro del hombre que estaba sentado frente a la puerta, con la mano derecha en el interior de la chaqueta. La otra mano se movió amistosamente.

—¡Entre, entre! —dijo Baxter, de buen humor—. No se quede ahí afuera.

Holbrook decidió que el desconocido tenía la mano en una pistola, entró y cerró a sus espaldas.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó hostilmente.

—Me envía Millie Murphy…

—No conozco a esa señora.

—Señorita. Es la doncella de Etta Haldane. Hace tres días le robaron medio millón en joyas.

—Leo los periódicos, en efecto.

—Y usted le entregó un narcótico a Millie, para que lo pusiera en el vaso de leche que la señora Haldane suele tomar al acostarse. Lo ha declarado ella, Roy, no me lo he inventado yo, puedo asegurártelo.

Holbrook maldijo entre dientes.

—No se puede uno fiar de las mujeres —rezongó.

—¡Según de qué mujeres! —rió Baxter—. Dígame, Roy, ¿cuál era el pían? ¿Pensaban robar, usted y Tower, las joyas de la señora Haldane?

—¡Eh, poco a poco!; yo no tomé parte en el asunto. Sólo le di el narcótico a la chica.

Baxter estudió al individuo. Era bastante apuesto. Posiblemente había sabido engatusar a Millie.

—Bien, entonces, ¿qué sucedió?

—¡Oiga, no se apresure! Ayer estuvo Millie aquí, para pedirme dinero. Dijo que se iría de la lengua si no soltaba la pista… ¿Qué la ha hecho cambiar de opinión? —exclamó Holbrook.

—Simplemente, ha pensado que ganaría más diciendo la verdad. No tendrá el dinero prometido, pero tampoco irá a parar a la cárcel. Yo supuse que ella había puesto un narcótico en la leche… y resultó ser verdad.

—¡Esa condenada zorra…! Oiga usted, como quiera que se llame…

—Baxter, George Washington Baxter. Pero como resulta muy pomposo, prefiero que los amigos me llamen Budd. Siga, Roy, por favor.

—Bien, yo no estuve allí. Mi papel era convencer a Millie para que pusiera el narcótico en la leche. Eso es todo.

Baxter arqueó las cejas.

—¡Ah, usted no estuvo en la terraza con Tower! —dijo.

—No.

—Eso significa que hay más gente complicada en el asunto.

—¡Maldición! ¿Por qué diablos se habrán tenido que estropear las cosas? —exclamó Holbrook, de mal talante—. También a mí me engañaron. Dijeron que entrarían en el apartamento, cuando la señora Haldane estuviese dormida. Pero se fueron a la terraza…

—Tower y el otro. ¿Quién es, Roy?

—Me lo presentó Tower. Sé que se llama Calhoun; es todo lo que puedo decirle.

—Bien, al menos, ¿puede hacerme una descripción?

—Es… algo más bajo que yo, tiene unos cuarenta años y las cejas muy espesas. Camina de una forma algo extraña… con la pierna derecha rígida, como si estuviese lisiado… Lo único que yo tenía que hacer era conseguir que Millie utilizase el narcótico. Ellos se encargarían del resto, pero nunca me imaginé que se irían a la terraza.

Baxter frunció el ceño. ¿Por qué, teniendo vía libre, no habían entrado en el apartamento?

—Holbrook, ¿sabe dónde puedo encontrar a Calhoun? —inquirió.

La puerta empezó a abrirse en aquel momento. Baxter adivinó el peligro y se echó a un lado.

—¡Roy, cuidado!

Una mujer apareció en el umbral, con un revólver en la mano. El arma estaba prolongada en silenciador.

Holbrook empezó a volverse. En el mismo instante, el revólver emitió un leve chasquido. Holbrook abrió los brazos violentamente y empezó a caer hacia atrás.

La puerta se cerró inmediatamente. Baxter oyó el ruido de una llave en la cerradura y comprendió que la mujer no quería ser seguida.

Sería difícil identificarla. Vestía ropas oscuras, cerradas de cuello y puños, llevaba grandes gafas oscuras y un pañuelo en la cabeza. Ahora, pensó, saldría del bar tan tranquilamente y desaparecería en la noche antes de que nadie tuviera tiempo de dar la alarma.

Respiró aliviado. Por un momento, había temido ser blanco del siguiente disparo, pero la mujer se había contentado con disparar contra Holbrook.

Se acercó al caído. La bala había ido directa al corazón. Holbrook tenía los ojos en blanco. Aún respiraba, pero era evidente que ya agonizaba.

* * *

—¿Y cómo diablos te justificaste ante la Policía? —preguntó Etta al día siguiente, mientras llenaba la taza de café de su visitante.

—¡Oh!; dije que era un antiguo conocido de Holbrook… Las excusas no resultaron difíciles, máxime cuando no llevaba un arma encima. Por otra parte, la Policía puede averiguar, quizá lo haya hecho ya, que jamás he solicitado licencia para uso de armas.

—Fue un golpe muy audaz, Budd. Pero, ¿por qué tenía que morir Holbrook? —preguntó Etta.

—Era quizá un punto débil en la cadena o tal vez un elemento que ya había dejado de ser útil. Es probable, también, que su muerte fuese una especie de castigo por el fracaso de los hombres que aguardaban a Miss Fantasma en la terraza.

—Pero si tenían que entrar aquí, ¿por qué aguardaron en la terraza? ¿Por qué no vinieron directamente a mi apartamento?

—Etta, cuando haya hablado con Calhoun te lo diré —respondió Baxter—. A decir verdad, yo también me siento muy intrigado por saber cómo dos hombres, que tenían el paso libre a medio millón en joyas, decidieron esperar allá arriba, a treinta metros sobre nosotros.

Baxter apuró la taza de café y se puso en pie.

—He de continuar mi trabajo —sonrió.

Etta alzó una mano.

—Budd, hay algo que me tiene muy intrigada —dijo—. ¿Viste a la mujer?

—Sí, pero, ¿cómo identificarla? Un pañuelo de color rojo oscuro, que ni siquiera dejaba ver el pelo, grandes gafas negras, traje oscuro, cerrado de cuello y mangas… A no ser por la estatura, ella era algo más baja; tú misma podrías haberlo hecho y yo no sería capaz de acusarte.

Etta sonrió, mientras se tocaba, con las manos, el pecho opulento.

—¿Qué me dices de esto? —preguntó.

—¡Psé… me pareció corriente… Etta! Yo miraba mucho más al revólver.

—Sí, me lo imagino. Pero, si suponemos que lo hizo Miss Fantasma, es preciso tener en cuenta que ayer violó una norma que en ella parecía inquebrantable: derramar sangre ajena.

—Pensaré sobre este detalle —dijo Baxter—. ¡Ah, y gracias por no despedir a Millie!

—Lo hago por ti, pero me dan ganas de echarla a patadas…

—Déjala que siga una temporada; nos conviene.

—Está bien, como quieras.

Cuando se disponía a salir, apareció Millie.

—Señor Baxter, muchas gracias —murmuró la doncella, con los ojos bajos—. Creo que me volví loca cuando accedí a participar en este asunto.

—Trate de olvidarlo, Millie; todos estamos expuestos a cometer errores. ¡Ah, por cierto! Usted ha tenido relaciones con Holbrook durante cierto tiempo.

—Unas cuantas semanas, en efecto, hasta que me convenció…

—¿Le oyó hablar, alguna vez, de un tal Calhoun?

Millie pareció concentrarse en sí misma.

—Calhoun… Una vez estábamos cenando en el Golden Bridge y se nos acercó un tipo… Roy le llamó Frisco Bill y éste le dijo que Calhoun quería verle. Es la única vez que he oído hablar de Calhoun, se lo aseguro, señor Baxter.

—Será cosa de probar la cocina del Golden Bridge —sonrió el joven, a la vez que abría la puerta.

* * *

La camarera tomó nota del pedido del cliente y se alejó con gran contoneo de caderas. Baxter la contempló, preguntándose si después de su horario de trabajo se buscaría ingresos extras por otros procedimientos.

El Golden Bridge era un restaurante barato, pero limpio y discreto. Baxter pidió un menú sencillo, encontrándose con la agradable sorpresa de que estaba bien cocinado y que los alimentos eran de la mejor calidad. «Será cosa de volver por aquí», se dijo, mientras tomaba un sorbo de rojo vino de California.

Una mujer entró, a poco, y se sentó en una mesa no demasiado distante. Era joven, entre veintiséis y treinta años, elegante y distinguida, aunque vestía muy discretamente. El pelo era castaño, abundante, peinado en dos mitades, reunidas en un gran moño. Pidió un aperitivo y dijo que esperaba a un amigo.

Pero era sorda, observó Baxter. Al menos, llevaba un audífono, cuyo cable surgía del pelo y se perdía en un bolsillo de su vestido, hecho con tal elegancia, que apenas se notaba. Baxter dejó de ocuparse de la joven, porque, en aquel momento, entró el hombre que le interesaba.

Era un sujeto más bien bajo y de escasa envergadura. La camarera, previamente advertida y aleccionada por dos billetes de veinte dólares, señaló la mesa ocupada por Baxter. El recién llegado miró en aquella dirección y luego, evidentemente de mala gana, avanzó hacia el joven.

—Me han dicho que quiere hablarme —rezongó.

Baxter extendió una mano.

—Siéntese, Frisco —invitó—. Pida lo que quiera.

La camarera aguardaba con la libreta y el lápiz en las manos. Frisco Bill dijo:

—Por ahora, un doble de whisky. Sin hielo.

—Sí, señor.

Baxter ofreció un cigarrillo al individuo. Permanecieron en silencio, hasta que la camarera vino con el pedido. Entonces, Frisco Bill miró inquisitivamente al hombre que estaba frente a él.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Frisco, yo no quisiera pecar de presuntuoso, pero tengo la sensación de que usted iba a tomar parte en un negocio y se le ha ido al diablo. De modo que, si estuviese en su sitio, trataría de sacar el mayor partido posible de la situación.

—No entiendo qué quiere decir…

—Tengo autorización de mi cliente para ofrecerle hasta mil dólares por una información que dé los resultados que esperamos. En este mismo momento, le daré quinientos. Los otros quinientos, cuando compruebe que sus informes son auténticos.

—Mil dólares —repitió Frisco Bill.

—Exactamente.

—Según de qué se trate…

—Calhoun.

Hubo un momento de silencio. Frisco Bill se aplicaba intensamente a saborear un buche de whisky.

—Peg Leg Calhoun —dijo, al cabo.

—Pata de Palo —exclamó Baxter, sorprendido.

—Sí. Le falta la pierna derecha, desde la mitad del muslo. Claro que lleva una buena prótesis; ya no se usan las patas de palo.

—No cabe la menor duda —sorprendió Baxter—. Bien, ¿empiezo a contar los quinientos?

—Voy a serle franco. Si el asunto es referente a las joyas de la Haldane, yo no tuve nada que ver. Soy solamente un hombre que da y recibe informes…

—Y Calhoun sí tuvo que ver.

—No estoy seguro. Sé que tenían algo grande entre manos, pero no me dijeron nada.

—Está bien, Frisco. ¿Dónde puedo encontrar a Calhoun?

Frisco alargó una mano. Baxter sonrió comprensivamente y sacó el dinero que ya llevaba preparado de antemano. Etta pagaría con gusto cuando hubiese recuperado las joyas.

—No sé dónde vive Peg Leg, pero puedo decirle dónde lo encontrará nueve veces de cada diez. Vaya a Cassie's House, calle Noventa y Dos Este. Es todo lo que puedo decirle.

—En una ocasión, Calhoun le encargó usted que buscase a Roy Holbrook, ¿no es cierto?

Frisco hizo una mueca.

—Estaba aquí, cenando con una pájara. Habían venido ya varias veces —explicó—. Yo suelo acudir porque se come bastante bien…

—Ahora puede encargar un buen menú —sonrió Baxter.

—Oiga, ¿qué hay de los otros quinientos…? ¿Cuándo me los dará?

—Primero he de hablar con Peg Leg. Cuando lo haya hecho, vendré a entregarle el dinero o enviaré a una persona de mi confianza.

Frisco Bill asintió. Baxter abonó a la camarera y se dirigió hacia la salida. La chica sorda abría la puerta, en aquellos instantes. Baxter observó que llevaba pantalones y zapatos de medio tacón.

Salió a la calle. La muchacha del audífono caminaba delante de él, con paso natural. Pendiente del hombro izquierdo llevaba un bolso de aspecto corriente.

Súbitamente, dos individuos surgieron de un callejón. Uno de ellos empuñaba una navaja automática y apoyó la punta en la garganta de la joven.

—¡Preciosa, danos el bolso! —dijo, enseñando los dientes.