Capítulo X
TODAVÍA tendido en el suelo, Baxter estudió el rostro de Tony, en el que se advertía una nota de desconcierto. Ella vestía pullover de cuello alto y pantalones oscuros, lo que le había facilitado notablemente la acción de contraataque.
—Empiezo a pensar que quiere las joyas para usted y no para devolvérselas a su dueña —dijo Tony, al cabo.
Baxter se levantó de un salto.
—Entonces, ¿no acepta?
—No.
De nuevo sobrevino otra pausa de silencio. Súbitamente, Baxter, concentrando en la acción toda su energía, lanzó un poderoso Kiai, sin gritar demasiado, no obstante.
Tony, sorprendida, vaciló. Había sentido algo incomprensible, una especie de impacto invisible, un poder impalpable, que había golpeado su cuerpo como si fuese un soplo emanado del tórax de su oponente. Era el Kiai demoledor que sólo los verdaderos maestros de las Artes Marciales eran capaces de conseguir. Tony creyó ver, incluso, durante una fracción de segundo, una neblina que le hizo ver borrosos los contornos del joven.
Antes de que pudiera reaccionar, se sentía ya en brazos de Baxter. Forcejeó, pero volteó por los aires, aunque logró caer de pie, revolviéndose velozmente. Saltó casi dos metros y alargó el pie derecho, buscando la mandíbula de su adversario. Dos manos asieron su tobillo y continuaron el impulso hacia arriba. Tony giró en el aire y cayó de cabeza, si bien pudo parar el impacto con las manos y la flexión de los brazos.
Pero antes de que pudiera revolverse, dos manos asieron sus tobillos de nuevo y la colocaron cabeza abajo. Baxter se echó a reír.
—Yo no soy un ladrón de bolsos —dijo.
—¡Suélteme! —gritó ella, muy furiosa.
—¿Dónde están las joyas?
—No se lo diré, aunque me torture…
—Preciosa, mi especialidad no es torturar a las damas. Quiero las joyas… o se verá en un serio compromiso.
—No hay pruebas.
—La máscara.
—¿Llamaría a la Policía?
—Sí.
—Eso no es una prueba…
—Han recogido muchas herramientas en casa de Arrowhead. ¿Cuánto tiempo tardarían en relacionar la máscara con las fotografías de que se valió Arrowhead para reproducir la cara de Thea von Kappera?
—A pesar de todo, no se lo diré. ¡Suélteme!
—¡Suéltela o disparo! —sonó, inesperadamente, una voz de hombre.
Todavía con los tobillos de Tony en las manos, Baxter volvió la cabeza. En la puerta había un hombre, apuntándole con un revólver de calibre desusado.
—¡Ah, el ilustre Peter Jones! —sonrió Baxter—, ¿O debo llamarle por su verdadero nombre, Edgar Sanders?
Impasible, el recién llegado amartilló aquella venerable pieza de museo, que, sin embargo, podía disparar con tanta efectividad como el día en que salió de la fábrica Colt, casi cien años antes.
—No se lo diré más —habló Sanders, fríamente—. Puede que yo me vea en un buen lío, pero tengo derecho a disparar contra un intruso en casa de mi hija. ¿Lo ha entendido?
Baxter abrió las manos y retrocedió un par de pasos. Sanders se apartó de la puerta, a la vez que movía el revólver.
—¡Salga! —ordenó fríamente.
—Sí, señor.
La mano de Baxter se apoyó en el pomo.
—Señor Sanders, personalmente no creo que sea usted el autor de tres asesinatos, pero habrá de permitirme que le diga una cosa: usted ideó un plan para vengarse de Etta Haldane y se ha aliado para ello con personas sin escrúpulos, que le están utilizando para conseguir sus propósitos. Fallaron en una ocasión, es decir, cuando Tony estaba ya en la terraza, pero no cejarán hasta conseguir las joyas.
Miró a la muchacha.
—Yo no la hubiese torturado, por supuesto; pero ellos lo harán, créame. Y no les importará someter a ambos a las mayores vejaciones —concluyó.
Padre e hija permanecieron silenciosos. Baxter cerró y se encaminó hacia el ascensor.
«Están locos», gruñó, mientras el ascensor le conducía a la planta baja.
Sanders no había sabido digerir su fracaso. Lo malo era que había complicado a su hija en el asunto, haciéndole creer cosas inciertas. Tony se sentía ahora tan resentida como su padre.
Pero aún había algo peor y era que no se daban cuenta de que, siendo autores de un plan muy bien elaborado, había otros sujetos sin escrúpulos que, a la larga, resultarían los auténticos beneficiarios.
Baxter pensaba que era injusto que una muchacha como Tony viese en peligro su porvenir, por los disparatados pensamientos de su padre. Pero, en cierto modo, y, aunque la idea le disgustaba, no se sentía culpable de lo que le pudiera pasar a la muchacha.
Todavía estaba muy furioso al llegar a la calle. Aunque no era su costumbre, ya que ordinariamente sabía controlarse a la perfección, decidió tomarse un whisky, para ver de aplacar sus nervios.
No lejos del edificio de los Apartamentos Pennyson vio un local elegante. Entró, buscó un taburete y pidió un doble de buen escocés, mientras lo tomaba a pequeños sorbitos, trató de pensar el sitio en que los Sanders podían haber escondido las joyas.
Al cabo de un rato, estimó que había llegado la hora de regresar a casa. Entonces, una mujer, sentada a su lado, le pidió algo:
—¿Fuego, caballero, por favor?
Baxter accedió. Sacó el encendedor y arrimó la llama al cigarrillo que la desconocida sostenía con los labios. Era una mujer joven, de figura escultural, muy rubia y de rostro encantador. Vestía con gran elegancia y usaba un perfume suave y discreto.
De pronto, le pareció que había visto aquella cara en alguna parte.
—¿No nos conocemos, señora? —preguntó.
—No, lo siento mucho —respondió ella.
—Dispense.
En otro momento y con mejor talante, Baxter habría intentado la conquista de la hermosa, pero ahora no se sentía con humor para ello.
* * *
De pronto, dos días más tarde, leyó en uno de los diarios que Ellie May Horn había regresado de un viaje al extranjero. La señora Horn era lo suficientemente hermosa y rica, como para que los diarios citasen su vuelta al país.
Aquella misma tarde, Baxter, armado con un monumental ramo de rosas, llamó a una puerta. Una doncella abrió, expresó sus deseos y poco después entregaba las flores a la destinataria.
La señora Horn contaba treinta y tantos años, era muy rubia y poseía una figura con numerosos encantos, buena parte de los cuales “quedaban a la vista, gracias a su indumentaria: una especie de peto de mecánico, cuyas perneras parecían cortadas a ras de las caderas. El peto cubría mal los senos, de los que las malas lenguas aseguraban conocían ya la cirugía plástica, pero, en cambio, dejaba el resto del torso al descubierto. Ellie May celebró mucho la visita, besuqueó a su visitante, hizo una vanidosa ostentación de su físico y acabó sentándose a su lado en el diván, después de preparar dos vasos bien cargados de whisky.
—¿De dónde sales? ¿Qué haces? ¿Te has casado? ¿Piensas casarte? ¿Hay alguna candidata a tu mano? Si es así, ¿la conozco yo?
Baxter se echó a reír.
—Me ametrallas con tus preguntas, pero ninguna de ellas ha dado en el blanco, salvo, quizá, la primera. Salir, salgo de Nueva York, que es donde resido habitualmente. En cuanto a lo que hago… Ellie May, ¿tú conoces a un tipo llamado Tyler Camden?
Ella se puso seria, de repente.
—Ese condenado… Budd, si me aprecias en algo, no vuelvas a mencionar, en mi presencia, el nombre de ese bastardo —contestó.
—Lo siento mucho, pero tienes que contestar a mi pregunta. Por favor, tómalo como algo muy confidencial. Me interesa enormemente saber si ha habido algo entre Camden y tú.
—¿Puedo saber los motivos, Budd?
—En otro momento. Ellie May, no es que yo quiera presumir, pero creo que de todos los hombres a quienes has conocido, soy el único que no te ha pedido nada que no fuese… tu cariño.
—Tienes razón —murmuró la mujer—. Todos han resultado ser unos egoístas. Se comprendería si fuese fea, pero, vamos, no estoy tan mal y todavía tengo mucho que mirar y mucho que dar a un hombre… y, sin embargo, todos venían por la pasta…
—Incluido Camden.
—Duró tres meses y me sacó casi cincuenta mil dólares. Un día lo vi con otra, gastándose alegremente mi dinero…
Baxter tomó las manos de Ellie May y les dio unas palmaditas afectuosas.
—Creo recordar que hubo un tiempo en que vivías en el dos mil trescientos de Park Avenue —dijo.
—¡Claro! La casa es mía, la heredé de mi madre…, pero acabé por cansarme y ahora resido habitualmente en la villa de Long Island.
—Camden estuvo en Park Avenue más de una vez.
—Y más de diez —contestó ella.
Baxter besó la mejilla de la mujer.
—Eso es todo lo que quería saber —dijo.
Y se puso en pie.
—¿Cómo? ¿Te marchas ya? —exclamó Ellie May—. Budd, acabas de llegar. No cometas conmigo semejante felonía. Somos buenos amigos, y no tienes ninguna prisa. ¿O es que te espera alguien?
Baxter reflexionó unos instantes. Ellie May le miró y sonrió. Luego se puso en pie y se acercó a la puerta de la sala, y llamó a su doncella:
—¡Evelia!
—¿Señora?
—Puede retirarse si lo desea; tiene libre el resto del día.
—Gracias, señora.
Ellie May se volvió hacia Baxter.
—Yo puedo atenderte perfectamente… en todo lo que deseas —dijo, con sonrisa llena de insinuaciones.