Capítulo VIII

AQUÉLLA era la casa donde vivía Leslie Arrowhead, el competidor del gobierno en la fabricación de billetes de Banco. Era un edificio de planta y piso, rodeado de un pequeño jardincito; la casa propia de un hombre de aspecto apacible y morigerado, según le había descrito Frisco Bill, un caballero de mediana edad, ya retirado de los negocios, que pasaría buena parte de su tiempo dedicado al cuidado del jardín. Otra parte de su tiempo estaría empleada en el grabado de las planchas de imprimir billetes de Banco.

Avanzó a lo largo del jardín y llamó a la puerta. Esperó un minuto largo. Arrowhead no daba señales de vida. Tal vez estaba en el sótano, «trabajando» en su especialidad.

Insistió de nuevo. Un poco harto, asió el pomo y lo hizo girar. La puerta no estaba cerrada con llave. Empujó ligeramente y vio una sala en penumbra, con las cortinas corridas.

Avanzó un paso. Entonces, algo muy duro golpeó su cráneo, vio todas las estrellas del firmamento y cayó al suelo sin sentido.

Despertó más tarde, con un fuerte dolor de cabeza, maldiciéndose a sí mismo por haber sido tan descuidado. En cuanto se sintió un poco mejor, consultó el reloj; por fortuna, su desvanecimiento no había sido demasiado largo. Había estado sin conocimiento durante unos quince minutos.

Al cabo de unos momentos, se puso en pie. Cruzó la casa, fue a la cocina y se mojó la cabeza, para acabar de despejarse. De mal humor, comprobó que tenía en el lado izquierdo un bulto de dimensiones más que regulares.

Cuando se sintió algo mejor, empezó a recorrer la casa. Sí, había un sótano y, en él, evidentes trazas de que el dueño del edificio era falsificador de moneda. Lo había sido hasta aquel mismo día, hasta el momento en que una bala en medio de la frente puso fin a sus actividades.

Arrowhead yacía en medio del sótano, con los brazos extendidos. Ahora ya no podría saber cómo había entrado en relación con Miss Fantasma.

Inclinándose un poco, tocó la mejilla del muerto con dos dedos. La piel estaba fría, lo cual era síntoma de que el disparo se había hecho un par de horas antes, por lo menos. Tal vez se había utilizado un silenciador… aunque era de suponer que habiéndose disparado un arma en aquel lugar, la detonación no podía ser oída desde el exterior.

Pero todo estaba en orden. Resultaba un tanto ilógico. El asesino debería haber buscado algo, aunque cabía la posibilidad de que lo hubiese encontrado sin esfuerzo. Una cosa, no obstante, era segura: el asesino había estado escondido tras la puerta. Quizá esperó que el visitante se marchase, pero al ver que entraba, había decidido atacarle a fin de escapar sin ser reconocido.

En todo caso, Arrowhead ya no le diría nada. Y él ya no tenía por qué continuar en un lugar, expuesto a un compromiso que no le beneficiaría en nada.

De pronto, cuando ya se disponía a marcharse, vio algo sobre una mesa, que llamó considerablemente su atención.

Era un busto de madera, sin facciones, semejante al empleado en peluquerías y tiendas de modas para colocar las pelucas de señora. Aquel objeto, en la casa de un falsificador, resultaba incongruente.

Se acercó a la mesa, invadido por la curiosidad. Había un par de cajones y los abrió. En el segundo encontró algunas fotografías. Todas ellas se referían a una misma persona: Thea von Kappera.

Durante unos momentos, permaneció inmóvil. Luego, sin tocar nada, borró sus huellas dactilares, procurando recordar los sitios en que sus manos habían estado en contacto con diversas superficies. A continuación, emprendió el regreso a su casa.

* * *

Levantó el teléfono y marcó un número. Tuvo que esperar un poco, pero, al fin, Frisco Bill dejó oír su voz.

—Soy Baxter. Necesito que me hagas un favor —dijo.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—¿Tienes algún amigo que quiera ganarse cien pavos?

Sonó una risita.

—Amigos de esa clase los tengo a montones —contestó Frisco.

—Yo lo necesito de una clase especial: que sepa abrir una puerta sin llave y que, en cuanto lo haya hecho, se olvide instantáneamente, y para siempre, de que la ha abierto y de que ha estado conmigo.

Frisco meditó un segundo.

—Harry Miller —dijo.

—Muy bien. Cuando hayas hablado con él, llámame para concertar la hora en que debemos reunimos.

—¿Dónde?

—En la puerta del Golden Bridge. Yo pasaré a recogerlo con mi coche.

—Está bien.

Baxter dejó el teléfono. Koye se inclinó sobre la mesa, para servirle una taza de café.

—Observo al señor muy pensativo —dijo.

—En efecto, Tim, así es.

—Las cosas no marchan bien.

—Están un poco complicadas, pero acabarán por verse claras.

—A mi entender, y perdone el señor la inmodestia, la solución está en la alpinista austríaca, que no está en Europa y cuyo paradero se desconoce.

Baxter miró a Koye con asombro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Elemental, señor: los periódicos no la mencionan para nada. El robo de las joyas de la señora Haldane ha hecho mucho ruido, precisamente por sus características. Si estuviese en Europa, ya se tendrían noticias de ella y no es así.

Baxter se pellizcó el labio inferior.

—Puede que tengas razón —convino—. Pero ella no ha sido.

—¿Cómo?

—No, no lo hizo.

—Pero…

—Tim, alguien se aprovechó de su fama, eso es todo. Incluso copió el muñequito adhesivo que Miss Fantasma deja siempre en casa de sus víctimas. Empleó sus mismos procedimientos, pero quien lo hizo es una chica que se finge sorda y que, en tiempos, era apodada La Mosca.

—¡Asombroso! —calificó Koye.

—Pero, a la luz de las evidencias conseguidas hasta ahora, lógico.

Un par de horas más tarde, llamó Frisco.

—He hablado con nuestro hombre. Está de acuerdo —informó.

Baxter consultó su reloj de pulsera.

—Esta noche, a las nueve —decidió.

—De acuerdo.

El teléfono sonó segundos más tarde. Baxter lo levantó.

—Diga.

—Budd, soy Etta. Estoy aburrida. ¿Por qué no vienes a tomar una copa conmigo?

—No podré estar mucho rato, hermosa. Tengo que encontrarme con un amigo…

—Me has hecho pensar mucho con lo que dijiste acerca de mis intemperancias. Creo que tienes razón y… ¿No quieres venir un rato?

Baxter se estremeció. Etta pareció adivinar sus pensamientos y rió estridentemente.

—No seas mal pensado, hombre; sólo quiero charlar un rato con un buen amigo. No temas, no intentaré seducirte.

—Sí, te comprendo perfectamente. Bien, iré, pero a las ocho tendré que dejarte.

—¿Una cita?

—Exactamente.

—Algunas tienen mucha suerte…

—La cita es con un hombre, Etta. Y es en tu propio interés.

—¡Ah… bueno!; no tardes, cariño.

Baxter dejó el teléfono sobre la horquilla, un tanto preocupado por la que estimaba insólita llamada de Etta. Pero quizá ella se sentía deprimida y necesitaba que alguien levantase su ánimo con unos minutos de charla.

A fin de cuentas, Etta era una buena amiga y merecía que la ayudase.

* * *

Cuando salió del ascensor al pasillo cubierto de espesa moqueta, vio a dos sujetos ante la puerta del departamento de Etta. En el primer momento, no concedió importancia al hecho, y siguió adelante. Los dos individuos parecían salir de uno de los apartamentos vecinos. Pero, de repente, uno de ellos le cerró el paso.

—No siga —dijo.

Baxter le miró de hito en hito. Era un individuo recio, de facciones graníticas y mirada insolente. Entonces se dio cuenta de que el otro maniobraba para situarse a su espalda.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Tiene que acompañarnos —respondió el sujeto.

—Podría negarme…

—Lo dudo mucho —intervino el otro—. Hay una pistola apuntándole a los riñones,

Baxter se echó a reír, para sorpresa de los dos hampones.

—No van a disparar aquí, ¿verdad?

—Si es necesario, ¿por qué no? ¿Qué le hace suponer que no soy capaz de apretar el gatillo?

—Si hubiese querido hacerlo, ya estaría muerto.

Hubo un instante de silencio. Luego, Baxter, que tenía un oído finísimo, percibió el inconfundible rumor de una aspiración de aire.

La mano armada se levantaba para golpearle en la cabeza. Baxter elevó sus dos manos hacia atrás, asió una muñeca y, girando un cuarto de vuelta a la derecha, metió el hombro. Luego flexionó la rodilla izquierda y, haciendo palanca con la pierna derecha, elevó el cuerpo.

El pistolero se sintió arrancado del suelo y voló por los aires, dando una vuelta completa antes de caer de espaldas al suelo. Su compañero dudó un segundo, pero cargó en el acto, dispuesto a emplear “los puños.

Baxter paró el primer golpe con el brazo izquierdo. Luego, el canto de su mano derecha golpeó el costado izquierdo de su adversario.

Se oyó un gruñido de dolor. La cara del hampón se contorsionó violentamente. Baxter lo agarró por las hombreras de la chaqueta y se dejó caer de espaldas. El individuo se sintió irremisiblemente arrastrado hacia adelante. Luego notó que unos pies presionaban sobre su estómago, haciéndole elevarse en el aire, para terminar aterrizando a unos metros de distancia.

El hombre de la pistola se había incorporado. Sabía luchar, porque saltó hacia adelante, adelantando los dos pies hacia el rostro de Baxter. Este se ladeó y luego, con ambas manos, empujó a su adversario por el costado, lanzándolo contra una de las paredes. El pistolero chocó con terrible violencia, cayó al suelo y se quedó inmóvil.

Baxter se volvió, a continuación. El otro individuo, aterrado, había emprendido la huida. Baxter decidió habérselas con el de la pistola, que se quejaba sordamente en el suelo.

Inclinándose sobre él, lo agarró por la chaqueta y le levantó.

—Tenemos que hablar —dijo.

—No sé nada…

Sujetándolo con la mano izquierda, Baxter lo agarró por los pelos con la derecha y le echó la cabeza hacia atrás. Hizo fuerza y la nuca del sujeto golpeó la pared.

—Puedo repetirlo indefinidamente, hasta que los sesos se te vuelvan agua —dijo.

—Sé su nombre, es todo lo que puedo decirle… Nos pagó quinientos a cada uno…

—¿Por asesinarme?

—¡No, diablos! Sólo teníamos que llevárnoslo fuera de Nueva York y abandonarlo en algún lugar solitario, cuanto más lejos mejor, sin ropas, sin dinero…

—Ya, un hombre compasivo —dijo Baxter, sarcásticamente—. ¿Cómo se llama?

—Peter Jones.

Baxter meditó unos segundos.

—¿Cómo os pagó? —quiso saber, al cabo.

—Billetes de cien…

—¿Has cambiado alguno?

—Todavía no. ¿Por qué lo pregunta?

—Voy a darte un consejo: quema esos billetes. Son falsos.

El hampón se quedó con la boca abierta. Baxter lo soltó.

—Podría quitarte ese dinero, pero no lo haré —agregó—. Tú tienes, seguramente, amigos expertos en dinero. Haz que alguno de ellos examine esos billetes. Si quieres verte metido en un buen lío, cámbialos; tendrás a los agentes del tesoro sobre ti como si fuesen buitres hambrientos. Supongo que Jones no te habrá dado su dirección, ¿verdad?

—¡No! —barbotó el sujeto—. Si la supiera, iría a buscarle y le metería cuatro balas en su asquerosa barriga…

—Lo mejor será que te olvides del asunto, muchacho. —Baxter se echó a reír—. Has trabajado para nada y, además, te han dado unos cuantos golpes. No se puede decir que el día haya resultado fructífero para ti.

Echó a andar hacia la puerta del departamento de Etta. De pronto, se volvió.

—¡Ah! —exclamó—. Busca pronto a tu socio y evita que cambie los billetes o te verás metido en un buen lío.

Baxter lanzó una alegre carcajada al ver que el hampón salía disparado. Llegó ante la puerta deseada, se arregló un poco la chaqueta y tocó el timbre.