CAPÍTULO PRIMERO

VESTIDA enteramente de negro, con un traje de una sola pieza que parecía una segunda piel de un cuerpo realmente escultural, la mujer se deslizó silenciosamente por la terraza del rascacielos, hasta alcanzar el borde. Entonces se inclinó y miró hacia abajo.

Las luces de la ciudad se habían amortiguado un tanto, dado lo avanzado de la hora. La circulación de vehículos se había reducido considerablemente. Desde la terraza a la calle había, casi, cuarenta pisos.

Nueve plantas más abajo, había una serie de apartamentos, cada uno de ellos con su terraza individual. La mujer había ido debidamente preparada y una larga y delgada cuerda serpenteó en el vacío.

En torno a su esbelta cintura había un ancho cinturón, del que pendían un par de bolsitas. Comprobó que la cuerda había quedado bien sujeta y luego, sin la menor vacilación, empezó a deslizarse hacia la terraza situada treinta metros más abajo.

La mujer actuaba con la habilidad de un consumado alpinista. Sus pies no hicieron el menor ruido al tocar el suelo de la terraza, en la que abundaban las plantas. De puntillas, se acercó a la cristalera y lanzó una mirada al interior del apartamento.

Estaba a oscuras. Entonces, ella descolgó de su cinturón un aro de metal, pintado en negro mate, y se lo puso en torno a la frente. En la parte delantera del aro había una pequeña lámpara eléctrica.

Muy lentamente, descorrió la puerta vidriera, hasta dejar el espacio justo para que pudiera pasar su cuerpo.

Encendió la lámpara, y la orientó con los adecuados movimientos de cabeza. Al fondo de la espaciosa sala había una puerta entreabierta, de la que salían unos sonoros ronquidos.

Avanzó lenta y cautelosamente. Los rayos de su lámpara iluminaron la figura de una mujer profundamente dormida. Sobre una consola divisó algo que brillaba fascinadoramente.

Descolgó una bolsita. Dos anillos, un collar de perlas y unos enormes pendientes, llenos de rubíes, diamantes y esmeraldas, pasaron al interior de la bolsa. Pero la ladrona no estaba contenta.

Ella sabía que faltaba algo. Su cabeza se movió en todas direcciones, orientando la linterna. De pronto, se encaminó hacia un armario ropero y lo abrió sin hacer el menor ruido.

En el estante superior, había un maletín de fin de semana. Lo abrió y sus labios se distendieron en una sonrisa de satisfacción. La diadema que había en el maletín pasó, igualmente, a la bolsa.

Acto seguido, la ladrona corrió hacia la terraza. Al llegar a una consola situada junto a la vidriera, dejó algo. Luego salió fuera y alargó las manos para asir la cuerda.

Inmediatamente, empezó a trepar. De cuando en cuando, se detenía para descansar, apoyando los pies en alguna ventana. Finalmente, alcanzó el borde superior y quedó a caballo del parapeto.

Miró a todas partes. Le pareció ver, a lo lejos, un destello intermitente de color rojo, pero, en el mismo instante, algo duro y frío se apoyó en su sien.

—Bien, preciosa, veo que hemos acertado —dijo el hombre de la pistola.

Otro individuo surgió de las sombras. Ella, sin mostrar el menor temor, descabalgó y puso los pies en el suelo.

El segundo asaltante alargó sus manos. Ella se estremeció ligeramente al sentir, en sus senos, el contacto de las manos del sujeto.

—Creí que buscaba otra cosa —dijo heladamente.

—¡Oh, sí, claro…!

Las manos bajaron hacia la cintura. De súbito, ella inició el contraataque. Con movimiento velocísimo, dio un paso hacia su izquierda, de modo que el hombre que iba a registrarla, quedase entre ella y el de la pistola. Luego movió el brazo derecho fulgurantemente y el filo de su mano golpeó el cuello del sujeto, justo bajo la oreja.

El hombre cayó, fulminado. Entonces, el de la pistola saltó hacia adelante, con la mano en alto, dispuesto a golpearla con el cañón del arma.

La ladrona elevó ambas manos y asió la muñeca del sujeto. Luego cayó de espaldas y, al mismo tiempo, metió los pies. El pistolero se sintió izado primero en el aire y luego proyectado al vacío.

Un horrible alarido brotó de su garganta al ver que entre él y la calle situada a ciento cuarenta metros más abajo, no había nada. El viento rugió en sus oídos, mientras descendía con creciente rapidez. Más arriba de la terraza, se oyó el paleteo de un helicóptero.

El aparato se detuvo unos segundos a cinco metros de la terraza. Su piloto hizo descender una eslinga, dotada de una especie de estribo, en el que la ladrona metió su pie derecho. Luego, el motorcito auxiliar empezó a actuar y ella se sintió izada hacia la cabina, mientras el piloto, con la palanca de gas, hacía que el aparato se elevase raudamente en el aire.

Abajo, en la calle, algunos noctámbulos empezaban a congregarse en torno al hombre que había caído de las alturas. Alguien avisó a la Policía. Un coche de patrulla acudió.

En el helicóptero, la ladrona se cambió de ropa. Primero se quitó la capucha del traje, que tenía solamente los orificios necesarios para ver y respirar sin dificultades. Metió el traje de malla en un saco y se puso un pullover y unos pantalones.

Media hora más tarde, el piloto hizo que el aparato descendiera en un descampado. Ella le entregó un fajo de billetes.

—Aquí está lo convenido —dijo—. Cuéntelo.

El piloto miró unos instantes a su pasajera. Las luces del cuadro de instrumentos iluminaron un rostro cruzado por una horrible cicatriz que, incluso, había alcanzado al párpado izquierdo, el cual aparecía medio cerrado. La boca, por la misma razón, estaba torcida hacia el lado izquierdo. Aquella mujer, pensó el piloto, debía de haber sido muy guapa en tiempos.

—Está bien —dijo unos segundos más tarde—. Oiga, cuando necesite hacer otro viajecito…

Ella saltó al suelo.

—¡Adiós! —se despidió secamente.

El helicóptero se remontó de nuevo. Cien pasos más adelante, la ladrona encontró un automóvil escondido entre la vegetación. Sentóse tras el volante, dio el contacto, encendió las luces y arrancó.

Sentíase muy preocupada. ¿Quién y cómo había adivinado que aquélla noche iba a dar un golpe tan productivo?

* * *

—El señor está leyendo sin duda el relato del nuevo golpe de Miss Fantasma —dijo Tim Koye, mientras llenaba la taza de café.

Budd Baxter asintió distraídamente. Según el periodista, que no daba demasiados detalles, debido a la premura de tiempo, las joyas robadas alcanzaban un valor de casi cuatrocientos mil dólares. La dueña, Etta Haldane, no se había enterado de nada.

Lo más extraño del caso era que se había producido una muerte. Un tal Genny Tower, había caído de lo alto del Kendon & Security Building, estrellándose contra la acera, después de recorrer ciento cuarenta metros en el aire y sin paracaídas. Tower era un hábil ladrón profesional, pero, sin embargo, no se le reconocían habilidades escalatorias. Nadie comprendía por qué había estado en la terraza del rascacielos ni mucho menos se entendían los motivos de su muerte.

Lo único claramente comprensible era que las joyas de Etta Haldane habían desaparecido y que la dueña había armado un escándalo monumental al enterarse del robo. Pensaba demandar a la gerencia del edificio, por falta de seguridad… precisamente en un rascacielos construido por una compañía de seguros.

—Miss Fantasma —repitió Baxter, pensativamente—, Es la primera vez que opera en el país.

Koye, el sirviente japonés, miró a su amo maliciosamente.

—Apostaría algo bueno a que el señor piensa ponerse de nuevo en campaña —dijo.

—¿Cómo lo has adivinado, Tim? —sonrió Baxter.

—El caso de Miss Fantasma ha llamado su atención. Presiento que ha entendido como un reto conocer la identidad de esa famosa ladrona.

—En parte, has acertado también, pero, por otro lado, la perjudicada es una buena amiga. Aquí veo que ha convocado una rueda de prensa.

Baxter siguió leyendo el periódico. Por lo poco que recordaba de la ladrona, hasta el momento todos sus golpes habían sido incruentos. ¿Por qué, de repente, se producía una muerte?

—Tal vez compinches disputando por el botín en la terraza —murmuró.

—Una lucha a brazo partido y un hombre salta al vacío —dijo Koye—. Pero, en tal caso, resultó menos fuerte que Miss Fantasma.

—O menos hábil. Ella se descolgó nada menos que desde treinta metros de altura. Tower era especialista en cajas fuertes privadas, alarmas de mansiones ricas…, pero, probablemente, no podría subirse a una escalera de mano.

Bruscamente, Baxter dobló el periódico y se puso en pie.

—Asistiré a la rueda de prensa y hablaré con la señora Haldane —decidió—. Luego… bien, quizá haga algo… quizá no…

—La señora Haldane anda rondando ya los cuarenta años, mide casi un metro ochenta y pesa setenta kilos —dijo el criado, socarronamente.

—La amistad no tiene edad, ni se mide ni se cuenta al peso.

—La amistad sincera tiene principio, pero no fin, señor.

Momentos después, Baxter empezaba a vestirse. Cuando terminó, llevaba un traje gris azul algo oscuro, corbata granate y una camelia en el ojal. Sus manos estaban enguantadas, y una de ellas sostenía un bastón de ébano con puño de oro. El sombrero de ala abarquillada le daba aire de próspero ejecutivo, aunque vestido de una forma algo anticuada para su edad.

El conserje del Kendon & Security Building se precipitó hacia la portezuela del «Cadillac» cuando lo vio llegar, conducido por un chófer de uniforme. Baxter se apeó majestuosamente y se volvió hacia Koye.

—Puedes marcharte, Tim; no te necesitaré esta mañana.

El coche se alejó. Baxter penetró en el lujoso vestíbulo del edificio. Otro conserje le abrió la puerta del ascensor. Baxter agradeció el gesto.

El departamento de Etta Haldane hervía de periodista. Los flashes estallaban continuamente. Había también un par de cámaras de T.V. La perjudicada hablaba a voz en cuello. De cuando en cuando, soltaba un taco, que provocaba ruidosos estallidos de hilaridad.

Era una mujer alfa, de pechos voluminosos y rostro duro, pero todavía con cierto atractivo. Discretamente situado en un rincón, Baxter se dijo que Etta había cambiado mucho en diez años. El la conoció más delgada.

Al fin, los periodistas empezaron a desfilar. Una doncella empezó a limpiar la sala. Etta Haldane buscó tabaco y encendió un cigarrillo.

De pronto, vio a un hombre sentado en una butaca.

—¡Eh! ¿Qué hace usted ahí? La entrevista ha terminado. Lárguese a contar a su maldito periódico todo lo que he dicho de esa hija de puta que me ha robado casi medio millón en joyas.

—He leído, en la primera edición, que eran sólo cuatrocientos mil dólares, Etta —dijo Baxter apaciblemente.

—Olvidé incluir un par de joyas… Oiga, ¿quién es usted? ¿Por qué se permite esas confianzas?

—Etta, hace diez años me permitía confianzas todavía mucho mayores. Una vez, incluso, nos bañamos desnudos en el río, juntos, claro.

Ella alargó el cuello en el que ya se anunciaba la doble papada,

—Esa cara… ¡Por todos los cornudos del Universo, que son infinitos! ¡Budd Baxter en persona!

—El mismo, Etta. Qué tiempos, ¿eh?

Ella adelantó un par de pasos y le tomó las manos.

—Estás magnífico —dijo, a la vez que le besaba en una mejilla—. Te aseguro que eres lo último que esperaba ver en esta cochina ciudad.

—Bueno, resido aquí.

—Y estás hecho un maniquí… Budd; ¿no habrás cambiado de bando?

—¿A qué te refieres?

Ella hizo un ademán.

—Esa indumentaria… Cuando nos conocimos eras un toro…

—Sigo con las mismas aficiones —rió él—. No, no se me ha ocurrido pasarme a la otra acera.

—Lo celebro infinito. ¿Quieres una copa, Budd?

—Mejor café, Etta.

—Sí. ¡Millie, café para dos! —gritó la mujer.

—Bien, señora —contestó la doncella.

Baxter la miró de reojo. Era joven y muy esbelta y había una extraña malicia en sus ojos. Pero Etta le agarró por una mano y tiró de él hasta un diván cercano.

—Bien, cariño, y ahora, cuéntame. ¿Qué diablos quieres de mí?

—He leído la noticia y me ha interesado. ¿Es cierto que lo hizo Miss Fantasma?

—Según dice la Policía, ella fue. Aquí dejó una pegatina que es una silueta blanca, como de un fantasma… Por lo visto, es su sello, aunque ella también se mueve como los fantasmas… ¡Pero, demonios, Budd, se me ha llevado casi medio millón…!

—Siempre fuiste muy descuidada Etta —le reprochó Baxter.

—Estoy a cien metros de la calle. Hay treinta hasta la terraza. La puerta es casi blindada. Anoche acudí a una fiesta y ya no tenía ganas más que de meterme en la cama. ¿Quién diablos iba a suponer que Miss Fantasma tendría la ocurrencia de robarme?

Millie, la doncella, vino con la bandeja.

—¡Déjanos solos! —ordenó Etta.

—Sí, señora.

—Continúa, Budd, ¿qué estabas diciendo?

—Decía que eres muy descuidada, Etta. Claro que, por otra parte, nadie podía suponer que Miss Fantasma fuese lo suficientemente hábil y audaz como para descolgarse de lo alto de la terraza. Pero hasta ahora, que yo sepa, no se habían producido muertes en ninguno de sus golpes anteriores.

Etta se encogió de hombros.

—Eso no me importa en absoluto —dijo—. Te aseguro que si la pillase por mi cuenta, iba a tener que usar silla de ruedas para el resto de sus días. Con lo mío nadie juega a bandido generoso, ¿comprendes?