Capítulo III

AL atardecer, Baxter entró en el cuarto de comunicaciones, se sentó ante uno de los televisores y presionó la tecla de conexión. Momentos después, veía la imagen de Gray, con unos papeles en la mano:

—Esa Miss Fantasma es toda una artista en su género —dijo el director de la Digest Press—. Escucha atentamente.

Baxter se había arrellanado en el sillón. Lo que veía y escuchaba era una reproducción del mensaje enviado por T.V.

—Te daré las cifras, traducidas a dólares, y lo comprenderás muy pronto —siguió Gray—. Número uno, Anneliese von Worstuck, Berlín, trescientos ochenta y cinco mil dólares en joyas. Número dos, Chantal du Moudun, París, cuatrocientos veinticinco mil dólares, también en joyas. Número tres, Cayetana López Segovia y de Linares, Madrid, cuatrocientos diez mil. Número cuatro, Chiara di Pontenuovo, Roma, quinientos once mil. Número cinco, Millicent Mawrer, Londres, trescientos noventa mil. Y número seis, Olga van Rendstijk, Amsterdam, cuatrocientos setenta mil. Si añadimos los cuatrocientos noventa mil, dólar más o menos, de tu amiga Etta Halden, tenemos que Miss Fantasma ha conseguido la friolera de dos millones seiscientos once mil dólares en joyas, ella sólita, sin cómplices, al parecer.

La cifra, desde luego, era mareante. Más de dos millones y medio de dólares.

—¡Tómate una copa para reponerte! —rió Gray. En realidad, aquella carcajada había sido emitida un par de horas antes—. ¡Ah!; y en sobre aparte, por correo, te envío fotocopias de todos los recortes de prensa que hablan de los casos citados. ¡Buena suerte y buena caza… y buena factura a la perjudicada!

Baxter apagó el televisor. Siete mujeres muy ricas habían sido despojadas de sus joyas, en siete ciudades distintas y en distintos países. De repente, se le ocurrió que, precisamente, aquella característica —parecía como si no hubiese relación alguna entre las perjudicadas—, ofrecía la sensación de que hubiese algo en común entre ellas.

Había otro detalle más a tener en cuenta. Las joyas, en efecto, valían aquella enorme suma. Pero solamente en manos de sus poseedoras. Una persona que las tuviese ilegalmente, debería venderlas a un precio notoriamente inferior.

—A menos que se trate de una mitómana —se dijo.

Tal vez a Miss Fantasma le gustaba contemplar su colección de joyas, entrar en algún cuarto secreto, levantar la tapa de una gran caja y creer que era el cofre del tesoro de un pirata.

La mente humana era insondable. Miss Fantasma disfrutaría tanto en la contemplación de las joyas, como con el pensamiento de que las propietarias ya no las tenían. Pero, en el fondo, esto era menos importante que conocer la identidad de una mujer con el valor suficiente para descolgarse desde treinta metros de altura.

Abandonó el cuarto. Koye le entregó el periódico.

—Una noticia muy interesante, señor —informó—. Ha sido detenido el piloto del helicóptero que recogió a Miss Fantasma después de que ésta hubiese cometido su fechoría. Ella le pagó con dinero falso y el tipo fue detenido en el momento de cambiar un billete de cien dólares.

—¡Demonios! —se sorprendió Baxter—. Además de ladrona, falsificadora. ¿Es que no tiene bastante con robar joyas?

Koye sonrió ladinamente.

—Algunas mujeres son insaciables, señor. Pero hay más: el piloto se ha enfurecido por lo que estima un engaño de Miss Fantasma y ha dado una descripción de su aspecto personal. El periódico trae una reproducción de la foto robot hecha de acuerdo con las indicaciones del piloto.

La fotografía estaba en páginas interiores. Baxter parpadeó al ver el rostro horriblemente desfigurado.

—¡Es un monstruo! —exclamó, sin poder contenerse.

* * *

La joven estaba sentada ante una mesa. En el cenicero había ya varias colillas. Su pie derecho golpeaba el suelo con frecuencia, síntoma indudable de la impaciencia que la poseía.

Un hombre entró en el bar y miró distraídamente a todas partes. Luego, con aire displicente, se acercó a la mesa y se sentó frente a la joven.

—Has tardado mucho, Roy —se quejó ella.

—Millie Murphy, me ha sido imposible venir antes. ¿Qué quieres?

—Algo marcha mal —dijo Millie—. Yo le puse el narcótico aquella noche, como me dijiste, pero no he visto un solo centavo…

Roy Holbrook sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca.

—Tower se mató —dijo.

—He leído los periódicos. Pero yo estaba abajo…

—¡Maldición, Millie!; las cosas no salieron como esperábamos.

—Roy, tú dirás lo que quieras o se te antoje, pero tienes que cumplir lo prometido. Mañana espero la respuesta. O te enterarás de quién es Millie Murphy.

La joven se levantó y agarró el bolso.

—¡Podíamos habernos forrado, imbécil! —se despidió secamente.

Holbrook quedó en el mismo sitio, rascándose pensativamente la mejilla con el pulgar. Millie tenía un genio de todos los demonios… pero él conocía a alguien que aún lo tenía peor.

La doncella de Etta Haldane se había convertido repentinamente en un problema. Algo habría que hacer para resolverlo, pensó.

* * *

Etta Haldane puso dos cubos de hielo en el vaso y se lo entregó a su visitante.

—La Policía sigue sin averiguar nada —dijo—. Miss Fantasma ha desaparecido como si de veras fuese un espectro.

Baxter tomó un sorbo. Cruzó las piernas y miró críticamente a la mujer que tenía frente a sí.

—Etta, Miss Fantasma ha robado a seis mujeres, antes que a ti. El monto total asciende a dos millones seiscientos mil dólares. Ahora bien, yo pienso que esos robos tienen algo en común… todos han sido cometidos contra mujeres de tu edad, aproximadamente, y todas ellas son viudas o divorciadas. ¿Conoces a alguna mujer que tenga algún resentimiento contra ti?

—Más de una, pero todas las que conozco son mujeres de mineros. En aquel pueblo de la sierra yo tenía mucho éxito con los hombres. Pero, créeme; ninguna de ellas tiene dinero suficiente para comprarse un anillo de metal dorado con un trozo de culo de vaso más o menos tallado.

—¡Eres pintoresca! —rió Baxter—. De modo que las que podrían considerarse como tus enemigas no son ricas.

—No, absolutamente no.

—Alguna, tal vez, pudo casarse con un hombre rico…

—Budd, Mis Fantasma ha robado en el extranjero antes de empezar en este país. Ninguna de las mujeres que yo conocí era extranjera. Todas, absolutamente todas, habían nacido aquí, en Estados Unidos.

—Quizá alguna se marchó del país…

—¡Hombre, no digas tonterías! Mis enemigas me romperían una botella en la cabeza, me pegarían un tiro a lo sumo… ¡pero si Miss Fantasma se descolgó desde treinta metros y, ahora, todas aquellas prójimas son más viejas y están más gordas que yo…! No, decididamente, mi caso no tiene nada que ver, en absoluto, con lo que Miss Fantasma haya podido hacer en Europa.

—Bien, dejemos esto por el momento. Etta, tú dormías cuando ella te robó.

—Sí, como un leño.

—¿Habías bebido?

—Un par de tragos, pero no lo suficiente para considerarme embriagada, ni mucho menos.

—Ella encontró rápidamente las joyas. Tuvo que pasar algunos minutos, sin embargo, en tu departamento… ¿Cuándo te enteraste del robo?

—Bueno, a la mañana siguiente…

—¿A qué hora te despiertas, habitualmente?

—Muy temprano, a menos que me haya pasado la noche en vela. Y esa noche, antes de la una de la madrugada, ya estaba dormida. Debería haberme despertado entre siete y ocho…

—Y no fue así.

—No. Calla, la muchacha entró a las nueve, extrañada de no verme en pie…

—¿Tomaste algo antes de acostarte?

—Sí, un vaso de leche fría. Millie lo había preparado ya.

Etta abrió los ojos.

—Oye, no irás a sospechar de mi doncella. La contraté con unos magníficos informes —exclamó.

—¿Notaste algún sabor raro en la leche?

—¿Cómo? ¿Es que sospechas que me puso un narcótico? ¡Si esa zorra estaba de acuerdo con Miss Fantasma, te juro que…!

—Calma, Etta, calma, no te precipites. De momento, ya tenemos una pista.

—¿A qué te refieres, Budd?

—Miss Fantasma fue recogida por un helicóptero previamente contratado, cuyo piloto debía llegar a una hora convenida. El piloto percibió cinco mil dólares, pero ella le pagó con billetes falsos.

—¡Rayos!

—En consecuencia, el piloto se ha enfadado y ha descrito su aspecto.

Baxter había llevado consigo un recorte de periódico y se lo enseñó.

—¿La conoces?

—No —respondió Etta inmediatamente—. Jamás la he visto… Pobre chica, con ese rostro, debe sentirse muy desgraciada.

Miró a su visitante.

—Pero, ¿cómo se dejó ver la cara? —preguntó.

—Ese es un punto que me intriga sobremanera. Nadie, hasta ahora, la había visto con el rostro descubierto. De pronto, lo enseña. ¿Por qué?

—Budd, ¿qué demonios te interesa a ti tanto, de este caso?

—Voy a decírtelo con toda claridad: me interesa por cuarenta y nueve mil dólares.

—Eso es la décima parte de lo que valen las joyas que me robaron.

—Sí.

Baxter se puso en pie.

—Me has defraudado —se quejó ella—. Creí que lo hacías por amistad.

—Debo vivir, Etta.

—Ya. Bueno, si recuperas las joyas, tendrás los cuarenta y nueve mil dólares.

De pronto, Baxter se echó a reír. Se acercó a la mujer, la besó en una mejilla y dijo:

—Era una broma, querida. Pero alguien me obliga a que te cobre los gastos. Es lo menos que puedo pedirte, ¿no?

Millie apareció en aquel instante.

—Señora…

Etta se volvió.

—¿Qué sucede, Millie?

—¿Desea la señora que le sirva el té?

—No. Millie, lo que quiero es un vaso de leche, bien cargado de narcótico.

* * *

Baxter se sobresaltó, mientras se producía un intenso silencio en la estancia. Miró a la doncella y la vio roja como una guinda.

Etta la vio también y saltó hacia ella.

—¡Ah, condenada puta, hija de una mula sarnosa y de un caballo tísico! ¡Conque fuiste tú…!

Las fuertes manos de Etta agarraron el pelo de Millie, tirando de ella a derecha e izquierda, unas cuantas veces. Luego se soltó la mano derecha y le propinó dos tremendas bofetadas, que sonaron como pistoletazos.

Baxter corrió a interponerse entre las mujeres. Millie chillaba frenéticamente, loca de terror por el inesperado ataque de Etta, quien, por su parte, seguía empleando un horrible lenguaje. Al fin, Baxter, comprendiendo que no conseguiría nada con palabras, hundió el codo en el blando estómago de Etta y la dejó sentada en el suelo.

—¡Budd, eres un canalla! —gritó Etta—. Ya no te considero como amigo…

—¡Cállate! —cortó el joven, de mal humor—. Es cierto que has confirmado las sospechas, pero también has cometido un grave error.

Millie, con el cabello completamente en desorden, sollozaba en un rincón. Baxter se acercó a ella.

—Millie, por favor…

La doncella sacó un pañuelo y se limpió los ojos.

—Lo siento… Yo… no quería… Me obligó…

—¿Quién? —preguntó Baxter.

—Mi… mi novio.

—¡Ah, esta zorra tenía un novio! —bramó Etta—. Será su chulo, su explotador…

—¿Quieres callarte de una vez? —dijo Baxter, malhumoradamente—. Millie, puede que la hayan obligado, pero el caso es que a la señora Haldane le han robado casi medio millón en joyas. Ella sólo trata de recuperarlas… y aunque usted haya sido cómplice de los ladrones, le pagaría una bonita cantidad si se decidiera a ayudarnos.

—¿Yo, pagar un solo centavo a esa individua? —chilló Etta—. Tiene suerte de estar donde está; en otros tiempos la habría azotado…

—Ahora está aquí y nos va a ayudar —cortó el joven secamente—. ¿No es cierto?

Millie hipó un par de veces.

—Se llama Roy Holbrook —dijo—. Mañana tengo que entrevistarme con él en un bar de la calle Ciento Veintiocho Este…