CAPITULO XI

 

Rossiter Braden aparecía hundido, abrumado por las noticias que acababa de recibir. Sentado en un sillón, con la cabeza entre las manos, parecía la viva estampa de la desesperación.

—Me parece mentira que Ed... —dijo un tanto incoherentemente.

—No hay duda alguna, papá. Tu adorado sobrino era el traidor, la asquerosa víbora criada en tu propio seno —exclamó Annie acaloradamente—. Es sólo un individuo repulsivo, que no merece más que nuestro desprecio, y si yo estuviese en tu pellejo, le haría salir de casa ahora mismo. ¡Para siempre!

—No puedo —se lamentó Braden.

Parr dio un respingo.

—¿Por qué? —preguntó.

Hubo un momento de silencio. Parr se dio cuenta de que el padre de Annie se mostraba reacio a dar explicaciones.

—Ed sabe algo grave acerca de usted —dijo—. Le conviene hablar, señor Braden. Y, en todo caso, las cosas se pueden arreglar diciendo la verdad. Sólo hay una cosa que no tiene solución, y es la muerte.

—Habla, papá —rogó Annie—, Nat tiene razón. Siempre fuiste un hombre enérgico y valeroso. ¿Por qué tienes tanto miedo ahora? ¿Qué te puede suceder si cuentas tu problema?

Braden respiró pesadamente.

—Annie, hija, danos unas copas —pidió.

—Está bien.

Hubo un momento de silencio. Al cabo de un rato, Braden empezó a hablar:

—Ed perdió a su madre siendo todavía un chiquillo. Su madre, claro, era hermana mía. Durante un tiempo, vivió con su padre. Matt Hasselord era un hombre poco agradable y me di cuenta de que Ed podía estropearse con el ejemplo que recibía. A fin de cuentas, Ed era hijo de mi hermana y no me gustaba lo que veía. Un día fui a ver a Matt y discutimos. Matt Se puso furioso y, además, tenía un par de copas de más. Sacó el revólver, pero yo pude sujetarle la muñeca. En el forcejeo, el arma se disparó y él murió instantáneamente.

—Bueno, eso no es como para que te consideres culpable arguyó la chica.

—Espera un momento. El suceso ocurrió estando los dos solos o, al menos, así lo creía yo. Cuando fui a informar de lo ocurrido, dije que Matt se había suicidado y mi declaración fue aceptada sin reservas. Todos le conocían; era un vago, borrachín y tenía un montón de deudas... Bien, puesto que Ed había quedado huérfano, me lo traje conmigo. Procuré educarlo lo mejor posible, quise darle el cariño que le faltaba... pero está visto que la sangre se hereda... Un día, vendió un par de reses para procurarse dinero con el que divertirse el sábado. Yo me enteré y se lo reproché. Ed se echó a reír. Se burló de mí y dijo que no le podía reprender y mucho menos acusar de nada. Entonces fue cuando supe que él había presenciado nuestra discusión...

—¿Y se lo calló tantos años? —preguntó Parr, atónito,

—Entonces tenía doce —contestó Braden—. Pasaron casi ocho antes de que me revelara lo que sabía... Fue un golpe durísimo para mí, y además, me exigió que Annie fuese su esposa...

—Pequeño demonio —dijo la muchacha rabiosamente.

Parr puso una mano sobre el hombro del ranchero.

—Señor Braden, aunque Ed revelase lo ocurrido, a usted ya no le podría pasar nada dijo.

—¿Por qué? preguntó asombrado el padre de Annie.

—Han transcurrido ocho años. Ed puede decir lo que quiera, pero sería su palabra contra la de usted. En primer lugar, se aceptó la teoría del suicidio, pero, en el peor de los casos, la acusación sería de homicidio involuntario... y ése es un delito que ya ha prescrito y por el que no puede ser procesado.

—¿Hablas en serio, Nat? —exclamó Annie.

—Por completo —Parr sonrió—. Conozco un poco la ley, aunque no sea abogado. Señor Braden, si Ed le amenaza con divulgar esa historia, acúsele usted del robo de ganado, menciónele la muerte de Hodges... Usted lo crió y educó como un hijo, en parte porque era de su misma sangre y en parte por remordimientos. Pero él no ha sabido corresponder y usted ya no tiene con él ninguna cuenta pendiente.

—Papá, Nat tiene razón —dijo la chica con vehemencia—. Ed no es bueno, desconoce la piedad, vive sólo para satisfacer sus instintos más bajos... Dale algo de dinero y que se vaya de casa para siempre.

—Y si tú no lo echas, Ross, lo echaré yo —dijo de pronto la señora Braden.

El ranchero se volvió.

—¡Elizabeth! —exclamó.

—Lo he oído todo —dijo la madre de Annie—. Nunca quise que mi hija fuese desdichada... Si te hubieras franquea do conmigo...

—Tienes que perdonarme, Elizabeth —dijo Braden, con la cabeza hundida en el pecho.

Annie agarró la mano del joven y tiró de él hacia la salida.

—Vamos fuera, Nat —propuso.

Salieron a la veranda. Annie se sentía muy emocionada, pero no había perdido el ánimo.

—A partir de ahora será otro hombre —dijo, refiriéndose a su padre—. Cuando Ed sepa que no puede hacer nada contra él... Nunca me fue simpático, ni siquiera cuando era una chiquilla, a pesar de que me esforzaba por sentir afecto hacia él. Debe de ser la intuición femenina, ¿no crees?

—Indudablemente —sonrió Parr—. Pero éste es un asunto que deberá resolver tu padre personalmente, y creo que sabrá hacerlo en la forma apropiada. Dile que no se confíe cuando hable con Ed; ese chico es capaz de cualquier barbaridad.

—Descuida, se lo diré.

—Ah, otra cosa más. En cuanto le sea posible, vamos, yo lo haría si estuviese en lugar de tu padre... Bueno, me iría al túnel que hay al otro lado de la ciénaga y cavaría un canal de desagüe. Puede usar algunos barrenos en la parte del suelo más dura, pero si consigue que las aguas tengan salida, la ciénaga desaparecerá.

—No es mala idea —convino Annie sonriendo. Y, en aquel momento, divisaron un jinete que se acercaba al rancho.

Cuando estaba más cerca, vieron que se trataba de un hombre joven, de aspecto agradable y sonrisa franca. Al quitarse el sombrero, dejó al descubierto el pelo, pajizo, que contrastaba grandemente con el rostro tostado por la vida al aire libre,

—Disculpen —dijo, sonriendo ampliamente—. Me llamo Fred Staunton y me dirijo a Holcomb. ¿Pueden indicarme el camino, por favor?

—¡Staunton! —exclamó el joven—. Hubo un tipo que se hizo pasar por usted, pero ya murió. Se llamaba Carey Lane...

—Me atacó a traición, dejándome por muerto —explicó el recién llegado—. Me despojó de todo, incluso de la placa, pero, ¿cómo lo sabe usted, señor?

—Soy Nathan Parr y ella es Annie Braden. En tiempo fui, como usted, agente del gobierno...

Los ojos de Staunton se dilataron.

—Ah, el famoso Parr —exclamó Staunton.

—Hombre, tanto como eso... Fred, creo que le convendría primero acompañarme a mi rancho —dijo Parr—, Sospecho que viene en busca tanto de Lane como del botín de Ladkin.

—Así es. Ahora ya sé que Lane está muerto, pero, ¿qué sabe usted del botín de Ladkin?

—Perderá el tiempo, amigo —terció Annie. Nadie sabe dónde está...

Staunton se volvió hacia la muchacha y pareció perder el habla. Parr observó el detalle y ocultó una sonrisa.

—Annie, atiéndelo, ¿quieres? —pidió—. Voy a buscar mi caballo al establo.

—Muy bien, Nat. Señor Staunton, si quiere apearse, le ofreceré con mucho gusto una taza de café.

—Acepto encantado —dijo el recién llegado.

* * *

El calesín se detuvo frente a la veranda y su ocupante miró extrañada a todas partes.

No había el menor rastro de Parr. Lou se apeó, ató el caballo y se dirigió a la puerta.

—¡Nat! —gritó desde la entrada.

El joven no contestó. Intrigada, Lou volvió a salir, descendió al patio y caminó lentamente hacia el arroyo.

—Quizá esté bañándose...

El día era caluroso y se abrió un par de botones del escote, abanicándose luego con un pañuelo. Divisó a lo lejos una espesa nube de polvo, pero no le dio importancia. Alguien trasladaba una manada de reses.

Llegó al roble y se detuvo a la sombra.

—¿Dónde se habrá metido ese hombre?

—¿Te referías a mí, encanto?

Lou lanzó un gritito y se volvió en el acto. Parr estaba a dos pasos de distancia y sonreía satisfecho.

—Me has asustado, bribón...

—Lo siento, no era ésa mi intención. Te vi venir, pero estaba en el granero... ¿Ocurre algo, Lou?

—Bueno, quería tener noticias tuyas, si no te molesta —dijo ella—. En el pueblo no se comenta otra cosa que la destrucción de la banda de cuatreros y de la forma tan original que tuviste de hacerlo... ¿Cómo se te ocurrió, Nat?

—Te diré lo mismo que le dije a Annie.

—Ah, claro, lo había olvidado, Annie Braden. Pero sigue, por favor —dijo Lou sarcásticamente.

—Era una habitación con cuatro puertas. Tres estaban cerradas y sólo una abierta, pero daba a un mal camino, que no se podía utilizar. Sin embargo, había alguien que sí lo usaba. ¿Lo entiendes ahora?

—Ellos encontraron la ruta segura a través de la ciénaga.

—Exactamente. Y entonces, yo...

Parr se calló, a la vez que arrugaba el entrecejo. Un profundo trueno sonaba incesantemente, a la vez que se elevaba una espesísima nube de polvo que amarilleaba el cielo a menos de mil metros de distancia.

—¡Dios mío, una estampida! —exclamó.

Lou se volvió, aterrada. Ahora ya podía ver las reses claramente, una espesa masa de animales mugidores, llenos de pánico, que corrían velozmente en línea recta hacia el rancho.

Detrás de la manada se oían disparos. Alguien azuzaba a las reses en aquella dirección.

—Hay más de dos mil —calculó Parr.

—Huyamos, Nat —gritó la joven.

—Ya no tenemos tiempo. Nos alcanzarían antes de que pudiéramos escapar... Además, no quiero huir; voy a ver si puedo desviar la cabeza de la manada, porque, de lo contrario, me destruirán el rancho.

—Nat, dame un rifle —pidió ella—. Yo te ayudaré...

—No —rechazó él la petición—. Tú tienes que salvarte, pero no lo conseguirás con el calesín. Ven, tengo una idea...

Lou se sintió levantada por la cintura y, al comprender las intenciones de Parr, alzó los brazos.

—Un poco más —pidió.

Parr estiró los brazos, agarrándola ahora por las piernas. Lou pudo alcanzar una rama del roble y el joven empujó sus pies, hasta que ella pudo situarse en la horquilla, a cuatro metros del suelo.

Parr dio media vuelta para ir a la casa. Oyó un ligero grito de Lou, pero no le dio importancia. Segundos más tarde, tenía el rifle en las manos.

Las reses estaban a trescientos pasos. Parr soltó el caballo de Lou y corrió a los establos. Su propio caballo y las mulas escaparon, locos de terror.

Cuando regresó al roble, vio que ya no podía hacer nada. Disparó un par de tiros, derribó dos vacas, pero no había fuerza humana capaz de detener la estampida.

Sólo podía hacer una cosa para salvar la vida. El roble poseía suficiente grosor para resistir la acometida de las reses. Alcanzó la primera rama, justo cuando la enloquecida masa de cuernos y pezuñas llegaba a las inmediaciones.

El roble se estremeció cuando varias vacas chocaron contra su tronco. Por un momento, Parr llegó a temer que derrumbasen el roble, pero resistió, en medio de un estruendo infernal, que apagó incluso el ruido que hacían los edificios al derrumbarse como simples castillos de naipes.

La manada pasó y la atmósfera empezó a aclararse. Desde la rama en que se había refugiado, Parr contempló sombríamente los montones de ruinas en que se habían convertido los edificios del rancho.

Una estampida de semejantes dimensiones no se producía espontáneamente, al menos en aquellas circunstancias. Parr sospechó inmediatamente del autor. Era una forma muy hábil de eliminar a un enemigo, sin correr riesgos.

Varios jinetes llegaban a todo galope y se descolgó al suelo. Annie llegó casi la primera.

—¡Nat, Nat! ¿Estás bien? —gritó ansiosamente.

—He tenido suerte —contestó él ceñudamente—. Al menos, he salvado el pellejo...

—Nat, me encargaré de indemnizarle por los daños padecidos y haré que le reconstruyan los edificios destruidos —dijo Braden—. En cierto modo, es por mi culpa...

—¿Lo ha hecho Ed, señor?

—Sí. Esta mañana tuvimos una discusión violentísima y acabé echándolo de casa. Tenía algunos cómplices entre mis vaqueros y ellos fueron los que provocaron la estampida.

—Se habrán marchado —opinó el joven—. Por aquí no he visto a nadie...

Staunton formaba también parte del grupo y se inclinó sobre el cuerno de la silla.

—Nat, el otro día me pidió que aguardase un poco —dijo—, ¿No le parece que ha llegado ya el momento de pasar a la acción?

—Desde luego, Fred.

Repentinamente, Parr recordó algo.

—Dios mío... Lou estaba conmigo... La hice subir al árbol, pero...

Las piernas le temblaron súbitamente. Lou no había dado señales de vida. Sin duda, se habría caído de la rama, cuando el roble fue sacudido por las reses y, arrastrada primero, habría sido pisoteada después y su cuerpo convertido en pulpa,

—Pobre mujer —dijo Annie—, No sabes cuánto lo lamento, Nat,

El joven no contestó. Sonaban disparos por algunos sitios, pero eran los hombres fieles del Ten Croas, que remataban a las reses malheridas.

El roble pareció cobrar vida súbitamente. Una voz cavernosa surgió de su interior.

—¡Nat... Nat...!

Annie respingó.

—¡Fantasmas! —chilló.

—¡Sácame de aquí...! —dijo la voz.

—¡Es ella! —gritó Parr—. Ayúdeme, Fred.

En pocos segundos, los dos hombres estaban en la horquilla del roble. Izada por dos pares de poderosos brazos, Lou emergió a la superficie, despeinada, con el vestido desgarrado por algunos sitios y la cara tiznada.

—No sé qué me pasó... El suelo falló de repente...

Braden y sus hombres ayudaron a bajarla al suelo. Parr, sin embargo, quedó en la horquilla, mirando hacia el interior del hueco tronco del árbol.

De repente, vio algo y, con grandes precauciones, se deslizó al interior del roble.

 

CAPITULO XII

 

Cuando saltó al suelo, llevaba en las manos una bolsa de lona. Estaba también manchado de polvo y moho, pero sonreía.

—Ladkin es un tipo sumamente listo —dijo—. Sabía que el tronco del roble estaba hueco y metió el botín en su interior. Luego tapó el agujero con unas tablas y puso tierra encima. Con el tiempo, han crecido hierbajos y... ¿quién iba a sospechar que eso no era natural en un árbol que tiene, quizá, más de cien años?

—En resumen, si no me caigo dentro, no hubiéramos encontrado jamás el botín —dijo Lou.

—Te corresponde la recompensa del cinco por ciento —sonrió Parr.

Ella hizo una mueca.

—Eso no me importa en absoluto. Pero, ¡mírenme qué aspecto tengo! —se lamentó—. Estoy llena de polvo de los pies a la cabeza, tengo el vestido roto por un montón de sitios...

Annie contuvo una sonrisa. Verdaderamente, el aspecto de Lou era lamentable, pero cómico, al mismo tiempo.

—Lo siento —dijo Parr— No puedo ofrecerte mi casa para que te arregles un poco.

—Volveré al pueblo... pero tampoco tengo mi carruaje...

—No se preocupe, señorita —intervino Braden—. Yo le prestaré con mucho gusto un caballo. Y si antes quiere venir por mi casa, encontrará ropas de mi mujer...

—Papá —protestó Annie—, le sentarán grandes.

—Ya me cambiaré en el pueblo —dijo Lou, en el momento en que Parr ponía la bolsa con el dinero en manos de Staunton.

—Guárdelo, Fred —dijo.

—¿Por qué? Son ustedes los que han recuperado el botín  —contestó el agente.

Parr no dijo nada, pero se volvió hacia el ranchero.

—Tomaré uno de sus caballos, si no tiene inconveniente, señor —dijo.

Braden asintió.

—Desde luego, muchacho.

Uno de los vaqueros desmontó. Parr sonrió.

—Se lo trataré bien —aseguró.

Instantes después, partía a todo galope. Bruscamente, Annie corrió hacia su caballo.

—¿Adónde vas? —gritó Braden.

—No puedo quedarme aquí, mano sobre mano, sin saber qué ocurre —respondió la chica.

Lou apretó los labios. Había visto a Annie casi colgándose del cuello de Parr y en aquel instante supo que sus esperanzas se habían desvanecido. Notó que las lágrimas afluían a sus ojos y se esforzó por mantener la serenidad.

—Señor Braden, usted mencionó antes un caballo —dijo con voz opaca.

—Sí, señorita Peacock, y si no tiene inconveniente en aceptar mi compañía hasta el pueblo...

—Será un placer —respondió Lou.

Mientras cabalgaba hacia Holcomb, pensó que sus sueños se habían convertido en humo. No obstante, supo ser imparcial consigo misma. Era completamente lógico, se dijo. Annie era una muchacha encantadora y con una magnífica situación económica. Para su padre, Nat sería el yerno apropiado que un día tomaría las riendas del rancho...

Pero ella no lo vería, se propuso. Liquidaría el negocio y se marcharía muy lejos. Y... ¿quién sabía? Piernas de Oro podía resucitar...

 

* * *

—Estará satisfecho —dijo Hasselord—. Parr está eliminado y usted podrá dormir tranquilo por las noches.

—Has hecho una buena labor, chico —sonrió Randolph Te lo agradezco de veras.

Hasselord se sentó con aire negligente en un ángulo de la mesa.

—¿Por qué no me lo agradece de un modo, digamos, más práctico —sugirió, a la vez que sonreía con aire de suficiencia.

—Claro, claro...

Randolph abrió uno de los cajones de su mesa y sacó una libreta con tapas negras. Pasó unas cuantas hojas y luego puso el índice en una de ellas.

—Ed, me debes, en total, cuatro mil ochocientos noventa dólares —dijo fríamente—. Te pedí trescientas reses que, a dieciséis dólares por cabeza, habrían supuesto cuatro mil ochocientos dólares. Los precios del mercado de ganado están muy bajos ahora en Chicago, ¿sabes?

Hasselord frunció el ceño.

—¿Quiere decir que no me va a dar nada? —preguntó.

—La deuda sigue en pie, muchacho. Si me hubieras conseguido esas trescientas reses, el saldo a mi favor habría que dado reducido a noventa dólares, que podría haberte perdonado sin dificultad. Pero no tengo esas reses y. por si fuese poco, ha sido descubierto el truco de la ciénaga y ya no podré usarlo más.

—Está bien —vociferó Hasselord—. Paso por lo del gana do que no pude conseguir, pero Parr está eliminado, ¿no? Además, lo he hecho de una forma que nadie sospechará de usted...

—Sí, tienes razón —convino el otro fríamente—. Enviar a Varno fue un error y no volví a repetirlo. Bien, Ed, ¿sabes cómo se paga normalmente un trabajo como el que has hecho hoy?

—Usted tiene más experiencia que yo —contestó Hasselord—. Dígamelo, por favor.

—Con mucho gusto.

Randolph metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas de oro, que lanzó sobre la mesa. Los ojos del muchacho se inflamaron de cólera.

—¿Sólo eso? ¿Doscientos miserables dólares? —barbotó.

—Es el precio corriente por la vida de un enemigo, salvo cuando es preciso enfrentarse a él con un revólver. Entonces, se paga más, pero hay que tener renombre... y a ti te falta mucho para llegar a la altura de ciertos pistoleros profesionales.

Hasselord hizo crujir las mandíbulas.

—Señor Randolph, ahora mismo voy a demostrarle que soy tan hábil con las pistolas como el que más fama pueda tener. —Desenfundó velozmente uno de los revólveres—. Ahí, en el cajón central, tiene dinero. Démelo todo o juro que le mato aquí mismo.

El otro respingó, aunque se serenó en el acto.

—Claro, claro, muchacho... Cálmate, no te pongas así... Te daré todo el dinero.,. Hay más de dos mil dólares y...

Randolph abrió lentamente el cajón y metió la mano. Tocó muy despacio el revólver que guardaba allí y luego metió también la mano izquierda, sacándola con un grueso fajo de billetes.

La vista del dinero distrajo un instante a Hasselord. Randolph disparó sin sacar el revólver del cajón.

La bala salió entre astillas y se clavó en el vientre del muchacho. Randolph hizo fuego por segunda vez.

—Maldito —jadeó Hasselord, con la mano izquierda crispada sobre el estómago.

Fríamente, sin demostrar la menor emoción, Randolph hizo un nuevo disparo. Hasselord dio un salto hacia atrás y cayó de espaldas.

Randolph se incorporó Haciendo un supremo esfuerzo, Hasselord recuperó el revólver y apretó el gatillo.

Se oyó un grito ahogado. Randolph cayó sentado sobre el sillón, con la mano derecha en el hombro del otro lado. Luego, al ver que Hasselord se movía aún, apretó los dientes y volvió a empuñar el revólver.

Esta vez, el arma disparó fuera del cajón. Hasselord recibió el balazo en la mandíbula, ya tendido en el suelo, dio un brinco y se quedó inmóvil.

Randolph lanzó el arma a un lado, maldiciendo entre dientes. La puerta se abrió bruscamente y algunos empleados entraron en el despacho.

—Ese hijo de perra quería robarme... Me ha herido... —se quejó—. Llamen a un médico inmediatamente...

—Si, llamen a un médico —sonó la voz de Parr en aquel instante.

El joven entró en el despacho. Randolph alargó la mano hacia el revólver, situado a un lado de la mesa, pero desistió al ver que Parr le encañonaba ya con el suyo.

—Yarrel, hemos llegado al final del camino —dijo.

Hubo un momento de silencio. Los dos hombres se contemplaban recíprocamente, mientras que los espectadores se sentían desconcertados, porque no comprendían lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

—¿Cómo lo ha adivinado, Parr? —preguntó el otro por fin.

—Lo supe la noche que escuché su conversación con ese pobre tonto que yace ahí —contestó el joven—. Ha cambiado mucho en ocho años, Yarrel. Está mucho más gordo, se dejó la barba y hasta se portó honradamente durante un tiempo, hasta que decidió volver a las andadas y dedicarse al robo de reses.

—Resultaba productivo —contestó el forajido.

—Indudablemente, sobre todo, cuando eran otros los que hacían lo más duro y peligroso. Yarrel, ¿cómo se le ocurrió la idea de llevar las reses a través de la ciénaga?

—En tiempos fue el escondite de la banda. Me lo enseñó el hombre que la formó hace lo menos doce años, antes de que los Braden se establecieran en la comarca.

—Entiendo. Bien, ya no hay más que hablar...

Drury apareció en aquel momento.

—He oído tiros —dijo llanamente.

Parr señaló con el revólver al dueño del saloon.

—Sheriff, ahí tiene usted a Solly Yarrel. Imagino que habrá oído hablar de él.

Drury respingó.

—Sí, demasiado —contestó—. Pero, ¿está seguro de que es el hombre que ha mencionado?

—Absolutamente. Todavía conserva la cicatriz que le hice al detenerle por primera vez. Aunque está más lleno de cara, muchos lo reconocerán también, sobre todo, después de afeitarle la barba.

Enfundó el revólver y se dirigió hacia la salida. Desde allí, se volvió y miró al forajido.

—Yarrel, hace años le dije algo y entonces fue una profecía vana. Ahora no ocurrirá lo mismo. Su banda está dispersa, cuando no destruida, y ninguno de los supervivientes arriesgará el pellejo para liberarlo. Esta vez, sí, el verdugo tendrá una soga lista para usted.

Parr giró sobre sus talones y abandonó el saloon. Annie aguardaba expectante en la calle.

—Lo siento —dijo él—, Ed ha muerto.

Annie hizo un gesto de pesar.

—No podía ocurrir de otro modo —murmuró—. ¿Fuiste tú?

—Randolph... es decir, Yarrel.

—Ah, el hombre que...

Parr sonrió.

—Sí, el mismo —confirmó.

Tocó con una mano el brazo de la muchacha.

—Tengo trabajo, Annie —se despidió.

* * *

Salió a la puerta del almacén y contempló a la pareja que reía y charlaba a pocos pasos de distancia. Eran muy felices, pensó, a la vez que sentía una aguda punzada en el pecho. Annie se colgó posesivamente del brazo del hombre. Para

Lou ya no había duda de ninguna clase: acabarían siendo marido y mujer.

—Sí, creo que se casarán.

Lou se estremeció de los pies a la cabeza. Durante unos momentos, creyó que soñaba.

Luego, muy despacio, se volvió. Parr sonreía a dos pasos de distancia, apoyado en la jamba de la puerta.

Ella se ahogaba. Con la mano izquierda señaló a la pareja.

—Tú... no... Annie está ahí...

Parr se echó a reír.

—Es Fred Staunton —dijo.

—Pero... ¡De espaldas pareces tú! —chilló la joven.

—No lo puedo evitar, aunque más bien me parece que ese parecido es fruto de tu fantasía... y de unas absurdas ideas que no tienen fundamento de ninguna clase.

—¿Cómo que no tienen fundamento? Cuando te salvaste de la estampida, ella te abrazó...

—Un gesto lleno de afecto, Lou, no le busques otro significado.

—No sé... No me lo puedo creer...

—Tendrás que empezar a creerme —dijo él—. Por cierto, pronto recibirás la recompensa por haber hallado el botín de Ladkin.

—¡No quiero ese dinero! Quédatelo tú; te hará falta para reconstruir el rancho.

—Bueno, lo aceptaré como préstamo. Ya te lo devolveré, a menos que quieras participar como socio en el South 3.

—No me interesa el negocio de la ganadería —respondió Lou desabridamente—. Y perdóname, pero tengo trabajo...

—¡Aguarda un momento!

La voz de Parr sonaba harto conminatoria para que ella no se detuviese en el acto.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—He venido a hacerte una pregunta, pero parece como si no quisieras escucharme. ¿O es que no has visto ya lo que hay entre Annie y Fred?

—Desde luego. Bueno, ¿qué me vas a preguntar?

—Lou, ¿quieres...? Rayos, no, no te lo voy a preguntar. Te lo ordenaré, porque eres demasiado mandona y ya es hora de que aprendas quién va a llevar los pantalones en lo sucesivo. Así que ya lo sabes: te vas a casar conmigo y no digas que no...

Lou se arrojó al cuello del joven y le besó apasionadamente.

—Puesto que lo ordenas, no tengo más que obedecer —contestó.

F I N

 

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