CAPITULO V

Annie Braden detuvo su caballo y, tras desmontar, se quedó con los pies separados y las manos en las caderas.

—Es el espectáculo más asombroso que jamás he presenciado declaró.

Parr detuvo el tronco de mulas y enrolló las riendas en la mancera del arado con el que roturaba una parcela de tierra. Se acercó a un matorral, cogió la camisa y se la puso para acercarse a la muchacha.

—Annie, no me diga que jamás ha visto a un hombre con un arado y dos mulas —sonrió.

—Sí, pero no a usted, precisamente. Es la clase de hombre más alejado del tipo de agricultor común...

—¿Por qué? Necesito sembrar heno, Annie.

—¡Pero si no tiene vacas!

—Las tendré, no se preocupe.

—A eso se le llama comprar el paraguas antes de que llueva —dijo la chica, riendo de buena gana.

—Siempre es mejor que vender la piel del oso antes de haberlo cazado.

—No cabe duda, tiene usted toda la razón del mundo, Pero eso se compagina muy poco con lo que pasó hace un par de días en Holcomb.

—No tuvo nada de agradable, Annie.

—Me lo imagino. Fue usted más rápido que el otro.

—Tenía que defender mi vida.

Aquel sujeto le provocó tratando de vengar a su hermano...

—Jamás tuve que ver nada con nadie que se llamase Varno —contestó él enérgicamente—. Si alguna vez me equivoqué, estoy dispuesto a aceptar las consecuencias de mi error, pero jamás admitiré que me calumnien.

—Entonces, era mentira lo que dijo aquel hombre.

—Totalmente. Trató de provocarme e insistió varias veces, pero yo me resistí, hasta que advertí iba a matarme por la espalda. Eso es lo que quería: liquidarme, sin importarle los medios, ya que había fallado el truco de la supuesta venganza.

Annie pareció impresionarse por la tajante respuesta del joven.

—Pero, ¿por qué quería matarle, si usted no le había visto en su vida, ni había tenido nada que ver con su hermano muerto?

—No lo sé. Me siento desconcertado. Sólo sé que estaba decidido a quitarme del mundo de los vivos, pero, naturalmente, yo no me sentía inclinado a complacerle. Sin embargo,… —Parr movió el brazo con amplio ademán—, quizá tenga esto algo que ver con el suceso.

—¿Esto? ¿Su rancho? —se asombró la chica.

—El botín de Ladkin, más concretamente.

—Entiendo. Mientras usted esté aquí, nadie podrá buscarlo con comodidad, sin importarle el tiempo que pueda emplear en el trabajo.

—Justamente, Annie.

—Nat, ¿cuál es su opinión sobre el asunto?

—Por lo que veo, Ladkin es un tipo más astuto de lo que muchos se piensan y dejó que todo el mundo creyera que había escondido el dinero en el rancho. Así le dejan tranquilo y no lo molestan, hasta el día en que salga de la cárcel y vaya a recogerlo.

—Sí, un tipo muy listo. Nat, ¿cuándo viene a comer con nosotros? ¿El domingo?

Parr pensó en la invitación que Lou le había formulado para la noche del sábado, pero se dijo que tendría tiempo sobrado para aceptar la de Annie.

—De acuerdo —aceptó, sonriendo.

—Le esperábamos a las doce y media —Annie hizo un gesto de pesar—. Papá está muy preocupado —manifestó.

—¿Por qué?

—Anteayer le desaparecieron una docena de reses y no se ha encontrado el menor rastro.

—Por lo visto, los cuatreros siguen haciendo de las suyas, ¿eh?

—Si esto sigue así, no sé en qué parará la cosa... Bueno, no quiero estorbarle más. Hasta el domingo, Nat.

—Adiós, Annie.

Parr reanudó la labor, muy intrigado por el hecho de que doce reses hubieran desaparecido sin dejar el menor rastro. Los cuatreros, se dijo, tenían que emplear algún truco para hacer desaparecer la pista de las vacas robadas, pero lo que no hacían de ningún modo era llevárselas cargadas sobre los hombros.

En tal caso, ¿cómo realizaban el robo?

 

* * *

El sábado por la tarde fue a Holcomb. Dejó el caballo en un establo de alquiler y se encaminó hacia la casa de Lou. De pronto vio la muestra del saloon de Randolph y decidió que una copa le sentaría bien.

Entró en el local, que ya aparecía muy animado. Cuando se acercaba al mostrador, divisó a Edwin Hasselord sentado a una mesa de juego.

Había varios hombres, todos mayores que él. Hasselord tenía el ceño fruncido y daba la sensación de no tener demasiada fortuna con las cartas.

Era un muchacho demasiado impulsivo, difícil de refrenarse por sí mismo. «Como no rectifique a tiempo, acabará mal, pensó.

Randolph le acogió afectuosamente y se empeñó en invitarle a la primera ronda. Después de un par de sorbos, Parr miró al sujeto y sonrió.

—Tiene usted un magnífico local, señor Randolph —elogió,

—No puedo quejarme. He conseguido superar a las otras cantinas de Holcomb y eso sin hacer nada extraordinario. Como no sea servir siempre bebidas de la mejor clase a buenos precios. Eso, a la larga, lo nota la gente y corresponde.

—Sí, es una buena táctica —convino el joven—. Sin embargo, echo en falta algunas atracciones...

—¿Chicas? —Randolph se echó a reír—. No traen más que complicaciones y disgustos. Cuando un vaquero que ha trabajado duro toda la semana baja a la ciudad, se emborracha y luego ve a una mujer atractiva... otro la ve también al mismo tiempo y es rara la ocasión en que la disputa no se salda a tiros. No quiero que pase eso en mi local, señor Parr.

—Hace usted bien. Y la gente acude aún más cuando ve que se trata de un lugar donde las pendencias se producen muy raramente.

—Es lo que siempre he procurado —contestó Randolph.

En aquel instante, se acercó alguien a la pareja. Parr vio a Hasselord muy preocupado. Randolph se dispuso a salir a su encuentro.

—Perdóneme —se excusó—. ¡Hank, sírvele otra de lo mejor al señor Parr!

Randolph llegó junto al muchacho y ladeó un poco la cabeza para escucharle mejor. Luego sonrió, pasó el brazo por los hombros de Hasselord y se lo llevó a su despacho privado.
—Su copa, señor Parr —dijo el barman.

—Gracias, amigo.

Parr tomó el whisky a pequeños tragos, preguntándose qué tendrían que tratar Hasselord con Randolph. De pronto, dirigió la vista hacia la mesa de juego y vio el sitio vacío de Hasselord, en donde no quedaba una sola moneda.

Terminó la copa y se dirigió hacia la salida. Situado en un lugar discreto, esperó unos minutos.

Hasselord reapareció de nuevo y ocupó su puesto en la mesa de juego. Sonreía satisfecho al colocar un fajo de billetes sobre el tapete verde.

Parr ya no quiso ver más. Sacó el reloj, consultó la hora y, de repente, echó a correr como alma que lleva el diablo.

Lou le acogió con gran afecto, aunque muy sorprendida al verle llegar casi sin aliento.

—No importaba un retraso de cinco minutos —sonrió la joven.

—Estaba haciendo algo... pero luego le explicaré —dijo Parr.

—Muy bien. La mesa está puesta. ¿Qué le parece si empezamos?

—Completamente de acuerdo, Lou.

 

* * *

Tras la cena, ella le sirvió café, licor y le dio un cigarro, que el joven saboreó, sentado en un diván. Lou se colocó frente a él en una butaca.

—Antes dijo que tenía algo que explicarme —le recordó.

—Oh, sí. Claro que quizá usted piense que es meterme en asuntos que no me importan... pero lo vi por casualidad y no pudo por menos que llamarme la atención.

—¿De qué se trata, Nat?

—Ed Hasselord, el sobrino de Braden.

Ella dejó de sonreír.

—Un muchacho lleno de vicios —contestó sin vacilar.

—¿De veras?

—Tengo buenas pruebas de ello, aunque, realmente, sólo sería mi palabra contra la suya. Hace algunos meses, quizá porque yo me mostraba amable con él, pensó que le permitiría algo más que una sonrisa. Tuve que pararle los pies en seco, ¿me comprende?

—Bueno, eso pasa a veces. Un hombre joven puede perder la cabeza fácilmente por una mujer hermosa como usted.

—No se trata solamente de lo que me quiso hacer a mí, sino de otras cosas. Ha provocado un sinfín de pendencias y en una ocasión estuvo a punto de matar a un hombre, sólo porque le había mirado, según él, con ojos atravesados. ¿Conoce usted La Casa de las Flores, de Ma Wilkes? Está a la salida del pueblo, hacia el Norte...

—La he oído nombrar, pero no he estado allí nunca —sonrió Parr.

—A Hasselord ya no le permiten la entrada en aquel lugar. Este chico acabará mal, si no se corrige, Nat.

—Es joven. Sentará la cabeza, Lou.

—Lo dudo mucho, pero, en todo caso, no es mi problema, a menos que intente otra vez... Pero, ¿qué es lo que ha visto esta noche?

—Perdió el dinero en la mesa de juego y se fue con Randolph al despacho de éste. Luego volvió con un fajo de billetes y reanudó la partida.

—Randolph le habrá prestado dinero. No es el primer cliente al que facilita fondos para que puedan continuar jugando.

—Sí, pero, ¿qué tiene Ed para responder de esos préstamos?

—¿Annie?

—Claro, su prima. Todo el mundo da por sentado que un día u otro acabarán por casarse. Créame, Randolph presta sobre seguro. Es como sembrar trigo sobre una tierra fértil, con la seguridad de que no habrá plagas ni lluvias inoportunas ni pedrisco... Llega el tiempo de la cosecha, se siega y... ¿Continúo, Nat?

—Oh, no, en absoluto —rió él—. Se la entiende por completo, Lou. Pero a mí me parece que Annie no se siente muy inclinada a convertirse en la señora Hasselord.

—Cuando su padre se lo ordene, se casará con Ed.

—A mí me parece una muchacha muy independiente...

—¿Ha hablado con ella?

—Sí, un par de veces. Pero claro, puedo estar equivocado y cuando llegue el momento apropiado, Annie se someterá a la voluntad de su padre,

Parr apuró la copa de coñac, dio una chupada al cigarrillo y luego miró sonriendo a su bella anfitriona.

—Lou, creo que me estoy portando como un tonto, hablando de cosas que no tienen nada que ver con nosotros —dijo—. Le ruego me disculpe...

—Oh, no se preocupe. Usted sentía curiosidad por ciertos asuntos y yo la he satisfecho. Dígame, ¿cómo marchan sus asuntos en el rancho?

—Todavía tardaré un tiempo en tenerlo todo listo. Entonces habrá llegado el momento de comprar una punta de reses.

—No quiere volver a su antiguo oficio, ¿eh?

—Lou, en la vida de un hombre llega un momento en que debe detenerse y buscar un sitio donde echar raíces —contestó él sentenciosamente.

—Sí, es cierto.

—Desistió de la venganza.

No se puede vivir siempre con el alma llena de rencor. Eso lo destruye a uno y, además, ya no podía volver a la vida a mi prometida.

—Hizo bien. Tenía que pensar en usted mismo... La amaba, supongo.

Parr meditó unos instantes.

Ahora no puedo contestarle. Entonces, había momentos en que me sentía loco por ella, pero a veces flaqueaba y me preguntaba si estaba realmente enamorado. Ya nunca podré despejar mis dudas, Lou.

Ella sonrió.

—No estaba verdaderamente enamorado —dijo.

—Es posible.

Parr se puso en pie.

—Lou, ya la he molestado demasiado —sonrió.

—¿Quiere marcharse ya?

—Bueno, he disfrutado de su hospitalidad... Hemos conversado un rato y ha sido una velada sumamente agradable. Lo correcto, ahora, es despedirse y...

Lou se había puesto en pie y le miraba de una forma extraña. Parr fijó la vista en el amplio escote de su vestido, que permitía ver el arranque de los senos, espléndidos, marmóreos. Ella tenía los labios entreabiertos y había un brillo especial en sus hermosas pupilas verdes.

Parr se acercó a la joven. Durante unos segundos, se contemplaron fijamente. Luego, él, muy despacio, alargó los brazos y rodeó su cintura. Un segundo después, las dos bocas se confundían en un ardiente beso, estallante de pasión.