CAPITULO VII
Varios días más tarde, todavía inquieto y aprensivo por lo que había sucedido el domingo, decidió ir a Holcomb. Al terminar la jornada, ensilló el caballo y partió hacia la ciudad.
Cuando llegó era noche cerrada. Fue a la puerta posterior de una casa y llamó discretamente. A los pocos momentos, se abrió la puerta y un farol, sostenido por una mano femenina, alumbró su rostro.
—¡Cielos, Nat! —exclamó Lou—. No te esperaba... ¿Su cede algo?
—Sucede que tú estás en Holcomb y deseaba verte y charlar un rato contigo. ¿Es algo malo?
—Al contrario —rió ella—, es lo mejor del mundo. Pero entra, por favor...
—Además, me quedé sin tabaco y...
—Vamos, vamos, no me vengas con excusas. Por cierto, aunque he terminado de cenar, tengo todavía algo de carne fría y un poco de tarta. ¿Qué me contestas?
—No tengo apetito —dijo él.
Lou dejó de sonreír en el acto.
—A ti te sucede algo —manifestó.
Parr asintió.
—Hace días que estoy preocupado repuso.
—¿Por qué? ¿Cuál es tu problema?
—Hasselord dijo él escuetamente.
—El sobrino de Ross Braden, ¿eh?
Parr hizo un gesto de aquiescencia.
—Espera un momento —dijo Lou.
Fue a la alacena, sacó una botella y un vaso y puso en éste una buena cantidad de whisky.
—Anda, confórtate —aconsejó—. Luego me lo cuentas todo, ¿entendido?
Parr tomó un par de tragos. Luego miró a la joven. Lou aparecía terriblemente atractiva con un vestido muy sencillo, a cuadros blancos y negros, con vivos de encaje, y un escote moderado que quizá por lo mismo resultaba más incitante. Era la silueta de una mujer que ya había alcanzado la madurez, pero situada aún en plena juventud.
Ella notó la mirada y se echó a reír.
—Bueno, bueno, no me quemes con los ojos —dijo—. Suéltalo ya, Nat.
—Hasselord y yo tuvimos una agarrada el domingo. Annie me había invitado a comer... su padre también, no te vayas a creer. En casa de los Braden estaban muy disgusta dos por lo ocurrido en el Four Aces.
—A nadie le ha gustado en el pueblo —declaró ella—. Pero sigue, por favor.
—Bueno, cuando ya regresaba, Ed me alcanzó a cosa de una milla del rancho y me increpó ásperamente, prohibiéndome que viese más a Annie. Imagínate, está muerto de celos y yo no he dicho nada a Annie, ni siquiera he hecho nada que pueda dar pie a una interpretación torcida de mis acciones... Ella es una chica simpática, alegre, bonita... pero no significa nada para mí, y ese estúpido cree que quiero quitarle la novia.
—Los hombres, a veces, son incomprensibles —dijo Lou—. Nadie entiende por qué Braden quiere casar a Annie con su sobrino. La señora Braden no se siente demasiado feliz con esos proyectos, lo sé de muy buena tinta.
—Eso no lo sabía yo, Lou.
—Es un detalle que conoce muy poca gente, Nat Pero, continúa, por favor. ¿Qué más ocurrió?
—Bueno, quise mostrarme conciliador, pero él no atendía a razones, así que tuve que darle unos cuantos golpes. Lo desarmé y... Pero me parece que no he conseguido nada.
—Los tipos como Hasselord son muy duros de pelar, pero eso no es lo malo, sino que no saben atender a razones y creen que sólo ellos tienen la razón. Ese chico acabará de mala manera, te lo digo yo.
—Pero, ¿cómo es posible que Braden no se dé cuenta de la clase de hombre que es Ed? Puedo comprender que, como sobrino huérfano, lo tenga en casa, pero no su insistencia en casarlo con su hija.
—Nadie lo entiende, es verdad —respondió Lou—. Pero es un mal bicho, Nat. Te diré una cosa: por aquí se rumorea que Ed puso una carta en la manga de la chaqueta de Hodges.
Parr dio un respingo.
—¿Qué estás diciendo?
—No se puede probar, pero todos conocíamos a Hodges y sabíamos que era un hombre honesto, de una integridad a toda prueba. Después de disparar contra Hodges, Ed se levantó rápidamente, corrió a su lado, se inclinó y luego levantó una carta. Puede que fuese él quien la tuviese escondida en la manga y luego acusara al muerto de unas trampas inexistentes, ¿comprendes?
—Lo hizo porque perdía y se sentía furioso. Y por los dos mil y pico de dólares que Hodges había ganado y que se quedó. Pero apenas si le quedan veinte.
—¿Qué?
Lou soltó una risita.
—Sus deudas con Randolph son la comidilla del pueblo —contestó—. Es un secreto a voces y a Randolph no le importa prestarle dinero, porque sabe que un día u otro será el dueño del Ten Cross.
Parr hizo un gesto de pesar con la cabeza.
—Tendría que decírselo a Braden, pero, ¿cómo hacerlo? ¿Me creería siquiera? Además, sería tanto como meter las narices donde no me importa...
—Lo que le pase a Ed no es cuenta tuya, mientras no te afecte a ti directamente —exclamó Lou—. Bien, ¿qué me dices de la cena?
—No tengo apetito, gracias. Tengo que volver al rancho...
—Nat, ¿a qué has venido? —preguntó Lou—. Te sentías preocupado y querías desahogarte con alguien de tu confianza, ¿verdad?
—Sí, es cierto. Necesitaba hablar con alguien...
—Conmigo.
—¿Con quién mejor que tú? —sonrió él—. Pero ahora ya me siento un poco más tranquilo...
Lou agarró su mano y tiró de él suavemente.
Además de charla, necesitas otra cosa —dijo.
—Lou, no quiero que pienses que vine solamente por... por eso..
—No lo pienso, pero ya que estás aquí...
Ella sonreía hechiceramente. Parr suspiró.
Buscó los labios de la joven. Lou se colgó de su cuello y le besó con furia devoradora.
* * *
Annie también se sentía inquieta y desasosegada, y después de unos días de tensión y nerviosismo, ensilló su caballo y partió en dirección al South 3.
Cuando estaba a unos trescientos pasos de distancia, oyó un disparo.
La muchacha se detuvo en el acto. Miró a su alrededor, pero no vio nada sospechoso.
Delante de ella había una pequeña elevación que le ocultaba la vista de los edificios del rancho. Desmontó, y con el rifle en las manos, corrió ladera arriba hasta situarse en la cumbre, arrodillada detrás de unos arbustos.
Entonces presenció una escena asombrosa.
Dentro de la casa se oían gritos destemplados. Un hombre arrojó algo a través de una ventana, sin molestarse en abrir la. Los cristales volaron hechos pedazos bajo el impacto de la silla.
Annie se preguntó qué hacía Parr para impedir aquello que parecía un saqueo de su casa. Entonces vio al joven y sintió que perdía la respiración.
Parr estaba atado a un árbol con la cabeza doblada sobre el pecho. A pesar de la distancia, pudo captar una mancha roja en su rostro. Pero, de pronto, vio que movía la cabeza y sintió una enorme alegría al saberlo vivo.
Annie se preguntó quién podía haber atado a Parr al enorme tronco del viejo roble que estaba en el centro del patio. Entonces divisó a un individuo que salía de la casa y se dirigía corriendo hacia el granero.
Otro se asomó a la puerta del granero y cambió unas pa labras con el recién llegado. Apareció un tercero, que se unió a los dos y Annie pudo apreciar que estaban conferenciando, como si discutiesen algún asunto de importancia.
Después, el pequeño grupo se disolvió y cada uno de los hombres empezó a buscar por un sitio distinto. Annie comprendió entonces las intenciones de los desconocidos.
—Están buscando el botín de Ladkin —murmuró.
Por un momento, pensó en ir a pedir ayuda al rancho, pero desistió de la ¡dea. Perdería demasiado tiempo y podía resultar fatal para Parr.
Sin embargo, podía hacer algo para ayudarle. Tomada la decisión, se retiró de la loma silenciosamente.
* * *
La cabeza le dolía, aunque el dolor ya iba en disminución. Notaba la sangre en la mejilla derecha, pero sabía que la hemorragia procedía de un corte sin importancia.
El dolor y la pérdida de sangre eran perfectamente soportables. Lo que ya resultaba verdaderamente desagradable era encontrarse atado al roble, impotente para evitar el saqueo que los tres forajidos estaban llevando a cabo.
Intentó soltarse, pero las ligaduras resistieron. Maldijo entre dientes; aquellos granujas, se dijo, le quemarían luego el rancho...
De pronto, notó que se aflojaban las cuerdas.
—Nat, no se mueva —oyó una voz al otro lado del roble—, Estoy cortando la soga.
—Annie —dijo él, pasmado de asombro.
—Le vi desde la lomita que hay frente a la casa...
—Estoy sin armas —murmuró Parr.
—He traído mi rifle y un revólver, Nat.
—Muy bien. Annie, en cuanto esté suelto, déme el rifle. Luego escape a la carrera.
—Me gustaría ayudarle...
—Conozco a uno de los asaltantes. Se llama Mitch Awkins y es una bestia salvaje, que no respeta absolutamente nada. Si la ve, disparará contra usted con la misma frialdad que lo haría contra un conejo. Déme el rifle y busque un lugar seguro.
—Ya lo he encontrado —dijo Annie.
Las ligaduras cayeron al suelo. Parr sintió el consolador contacto del rifle en las manos. Dio la vuelta al roble y aguardó unos momentos.
Awkins y los otros dos aparecían en aquel instante por una de las esquinas de la casa.
—El dinero no aparece —dijo Awkins—, pero yo le haré hablar a ese tipo obstinado. Hay madera de sobra para arrimársela a los pies...
El forajido se calló de pronto. Los otros se detuvieron no menos estupefactos al ver que Parr había desaparecido.
—¿Qué diablos ha pasado aquí? —bramó Awkins.
Entonces se dejó oír la voz del joven:
—Awkins, levante las manos. Sus amigos, también. Dispongo de un rifle y...
Awkins lanzó una horrible blasfemia, a la vez que desenfundaba su revólver. Sus compinches le imitaron en el acto.
Parr apretó el gatillo. Uno de los asaltantes se desplomó en el acto.
Awkins y el otro se separaron, buscando una buena posición para contestar al fuego del joven. Awkins encontró el abrevadero, se arrodilló detrás y empezó a disparar.
Su compinche corría agachado, dando un rodeo, a fin de sorprender a Parr por retaguardia. Parr no se dio cuenta de la maniobra; estaba muy ocupado vigilando los movimientos de Awkins. Este suspendió el fuego para recargar su revólver.
Parr lo advirtió y entonces vio que el pie derecho del sujeto asomaba fuera del abrevadero. Tomó puntería y apretó el gatillo.
Awkins lanzó un horrible chillido y se incorporó convulsivamente, sin darse cuenta de que se ponía al descubierto. El siguiente balazo de Parr lo derribó exánime al suelo.
Entonces, Parr oyó un disparo sobre su cabeza.
Asombrado y desconcertado, pero también prevenido, se dejó caer de espaldas. A quince pasos, un hombre se tambaleaba, con las manos en el pecho.
Parr le encañonó con el rifle, pero no tuvo tiempo de disparar. El sujeto se desplomó de bruces y ya no volvió a moverse.
La voz de Annie sonó inesperadamente por encima de la cabeza de Parr.
—¡Nat, estoy aquí!
El joven se levantó de un salto. Annie, a horcajadas sobre una rama, le miraba sonriendo, todavía con el revólver humeante en la mano.
—Ese tipo quería sorprenderle por la espalda —informó.
—Te dije que te escondieras...
—¿No es éste un buen escondite? —rió la chica—. Anda, ayúdame a bajar.
Parr alargó los brazos. Annie se dejó caer y pegó su cuerpo joven al suyo.
—Ha sido una buena pelea, ¿verdad? —dijo, con los labios casi juntos a los de Parr.
El joven percibió claramente el tumultuoso movimiento de los firmes senos de Annie. Ella le miraba provocativamente y Parr pudo darse cuenta de que estaba dispuesta a todo.
Pero él no quería complicaciones, aparte de que no era el momento más apropiado. Hizo un esfuerzo y se separó de la muchacha.
—Annie, no te olvidaré nunca —dijo—. Me has salvado la vida y eso es algo que siempre tendré presente.
—Bueno, llegué a tiempo, Nat. ¿Buscaban el botín de Ladkin?
—Desde luego.
—Nat, eres un hombre precavido. ¿Cómo te dejaste sorprender?
Bueno, uno ve a tres jinetes que van de paso, los saluda, les ofrece un poco de café, porque es preciso ser hospitalario... y luego, de pronto, reconoce a uno de ellos, pero ya es tarde, porque otro le ha arreado un buen porrazo en la cabeza. Una explicación bien sencilla, ¿verdad?
—El caso es que has salido del apuro. Nat, deja que te cure la herida...
Espera un momento. Primero quiero ver qué ha sido de esos tipos.
Dos de ellos habían muerto. Awkins respiraba todavía, pero resultaba patente que ya le quedaban sólo unos pocos minutos de vida.
Abrió los ojos y miró al joven con expresión de resentimiento.
—¿Cómo diablos se ha soltado, Parr? —preguntó.
Alguien me ayudó —dijo el joven escuetamente.
—Usted estaba solo en el rancho...
Awkins tosió de pronto y la sangre fluyó entre sus labios. De pronto sonrió.
—Parr... tenga cuidado... Yarrel vive todavía.
El joven respingó.
—No se tienen noticias de él desde hace muchos años.
—Está vivo y yo sé dónde...
La voz de Awkins se apagó súbitamente. Una horrible convulsión arqueó su cuerpo y una gran bocanada de sangre le impidió pronunciar sus últimas palabras. Movió un poco los hombros y luego dobló la cabeza lentamente a un lado.
Annie se acercó al joven y se asustó al verle con la cara completamente gris.
—Nat, ¿qué le ha dicho ese hombre?
—Yarrel está vivo.
Ella lanzó una exclamación de horror.
—Todavía vive... ese miserable...
—El caso es que Awkins sabía dónde está, pero no tuvo tiempo de decírmelo —contestó él desanimadamente.
—¿Irías a buscarlo, si supieras dónde encontrarlo?
—No, pero avisaría a mis antiguos compañeros...
Annie le agarró por un brazo.
—Entremos en la casa. Es preciso que te cure —dijo.
La herida apenas si tenía importancia. Annie ayudó a reparar los desperfectos causados por la incursión de los forajidos. Luego se dispuso a regresar a su casa.
—Ahora iré a Holcomb a avisar al sheriff —dijo él.
—No te preocupes; yo enviaré a uno de nuestros peones.,.
Parr fijó la vista en el rostro de la muchacha.
—Annie, ¿viniste a decirme algo? —preguntó.
Ella volvió un poco la cara.
—Estoy preocupada —manifestó.
—¿Ed?
—Sí. Papá insiste a toda costa en que me case con él. A mamá no le gusta en absoluto y, a veces, cuando no la ve nadie, se pone a llorar... He intentado que me hablen con sinceridad, pero ninguno de los dos quiere franquearse conmigo...
—Todo un conflicto —reconoció Parr—, Pero tu padre debería ser sincero contigo. Además, no puede obligarte...
—El otro día tuvimos una escena violentísima. Creí que le iba a dar un ataque. No sé qué le sucede... pero me parece que acabaré haciendo lo que él quiere. Y, sin embargo, podría ser desgraciada para toda la vida...
—Hay una solución —dijo el joven.
—¿Sí? —exclamó ella ansiosamente.
—No te niegues a la boda con Ed, pero procura demorarla todo lo que puedas. Si a tu padre le sucede algo, sólo el tiempo puede hacer que se conozca la verdad. Y debería saber una cosa nada agradable de Ed.
—Tiene tan pocas cosas agradables...
—En Holcomb se rumorea que Hodges no hizo trampas y que la carta que enseñó Ed la habla puesto él mismo en la manga de Hodges, después de caer al suelo. De todas formas, no le digas nada a tu padre; si se siente disgustado por algo, no aumentes sus problemas.
Annie hizo un gesto de desagrado.
—A menos que lo evite, y no sé cómo, preveo que Ed acabará trayendo la ruina a nuestra casa —dijo sombríamente.