CAPITULO IX

 

Braden y Annie estaban presentes, más Decourt, el capataz, y algunos vaqueros. De Hasselord no había el menor rastro.

El ranchero tendió su brazo, a la vez que describía los accidentes del terreno.

—Nat, como puede apreciar, mi casa queda al Nordeste. Ahora bien, el arroyo fluye de Norte a Sur casi exactamente —dijo—. Las reses desaparecen en este punto, pero no pasan al otro lado es decir, al Oeste, ni tampoco se dirigen al Este. Se podría pensar que, para borrar los rastros, las llevan al Norte, caminando por el arroyo, que nunca tiene la profundidad suficiente para que una res se hunda completamente. Pero en ningún punto hemos hallado rastros que nos permitan suponer que las reses han salido del arroyo más arriba de este lugar.

Parr señaló la masa de agua que había a poca distancia.

—¿Qué me dice de esa charca? —preguntó.

—Imposible —respondió Braden tajantemente.

El joven calló unos momentos. En aquellos parajes, las aguas del arroyo se estancaban, formando una pequeña laguna de unos ciento cincuenta metros de anchura y forma aproximadamente circular. Más allá, se veía un espeso bosque, con profusión de plantas acuáticas, al otro lado del cual se divisaba una barrera de colinas rocosas, que parecían ser el dique que contenía finalmente las aguas del riachuelo.

—¿Por qué? —preguntó al cabo.

—La charca se puede vadear, es cierto, pero al otro lado está el pantano y hay lugares con arenas movedizas. Hace menos de un año, uno de nuestros jinetes se arriesgó a perseguir una res desmandada y entró en la ciénaga con el caballo. Estuvo a punto de morir y se salvó gracias a que había gente en las inmediaciones y oyeron los disparos que hacía para llamar la atención. Le echaron un par de lazos, pero la vaca y el caballo se hundieron y no han vuelto a ser vistos jamás.

—Muy bien —dijo el joven—. Señor Braden, supongo que usted me da carta blanca para investigar.

—Por supuesto, y si necesita hacer algún gasto...

El ruido de los cascos de un caballo se oyó en aquel instante. Hasselord llegó un tanto sofocado.

—Perdóname, tío; se me pegaron las sábanas... Hola, Annie, ¿cómo te encuentras? —saludó efusivamente.

Braden contestó con un gruñido. Annie levantó la barbilla con gesto claramente desdeñoso.

—Ah, está aquí el famoso Parr, antiguo sabueso y terror de forajidos y salteadores —comentó Hasselord con aire burlón—. ¿Va a solucionar tus problemas, tío?

—Al menos, lo va a intentar, cosa que no se puede decir de ti, Ed —respondió Braden de mal talante.

—He perdido noches enteras vigilando para sorprender a los cuatreros, sin conseguir nada —se defendió Hasselord—. Al menos, podrías reconocer mi buena voluntad, tío.

—Está bien, dejémoslo. ¿Qué dice usted, Nat? —preguntó Braden.

—Tendré que estudiar un poco más el asunto. Ya le contestaré cuando tenga algo positivo dijo Parr un tanto evasivamente.

—De acuerdo. Bueno, volvamos al trabajo. Ed, vámonos.

—Sí, tío. ¿Vienes, Annie?

—Me quedo —dijo la chica secamente.

Parr observó en los ojos de Hasselord un chispazo de odio, pero él se mantuvo impasible. Era evidente que al muchacho no le agradaba la decisión de su prima, pero no parecía estar dispuesto en aquellos momentos a provocar un conflicto.

—Muy bien, como gustes se despidió.

Parr y Annie guardaron silencio hasta que el grupo de jinetes se hubo alejado un par de cientos de metros. Entonces, él se volvió hacia la chica.

—Quieres decirme algo, ¿verdad?

—Sí —admitió Annie—. ¿Qué opinas de los robos de ganado?

—Verás... esto me recuerda a una habitación con cuatro puertas. Tres están cerradas con llave y sólo una se puede abrir. Precisamente, la que da a un mal camino.

—¿La ciénaga?

Parr asintió.

—La ciénaga —confirmó.

—Pero... es imposible... Las reses perecerían...

—Quizá dentro de un par de días pueda demostrar lo contrario, pero, mientras tanto, quiero que me prometas guardar secreto absoluto. No lo repitas a nadie, ni siquiera a tu padre. ¿Me has oído?

—Te lo prometo, Nat. ¿Puedo preguntarte si sospechas de alguien?

—Por ahora, no puedo contestarte con certeza. Pero yo sí quiero que me digas una cosa. ¿Sabes si Ed conoce algo grave ó deshonesto que haya podido hacer tu padre?

—Dios mío, no —exclamó Annie vivamente—. ¿Cómo se te ocurre decir tal cosa?

—Por ahora es sólo una mera suposición, Annie. Pero hay cosas que sí son ciertas. Hace unas cuantas noches, Ed perdió casi cuatro mil dólares. Randolph le presta el dinero, esto es sabido de sobras. Pero, ¿qué condiciones le pone para devolver esos préstamos?

Annie se tapó la cara con las manos.

—Me cuesta trabajo creerlo —declaró afligidamente—. Nunca simpaticé con Ed; aunque es trabajador, también es engreído, presuntuoso... y ahora dices que pierde en el juego...

—Y asesina, porque si Hodges no le hizo trampas, lo que hizo él fue un asesinato.

—Y mi padre lo ignora todo...

—O quizá lo sabe y Ed le obliga a aceptar todo lo que hace.

Hubo un momento de silencio. Luego, Annie esbozó una sonrisa.

—¿Qué piensas hacer ahora. Nat? —preguntó.

—Lo sabrás dentro de un par de días. —insistió él—.. Mientras tanto, por favor, guarda silencio.

—Descuida —respondió ella firmemente.

Parr emprendió el regreso a su rancho poco más tarde. Cabalgaba al paso de su montura, tratando de dar forma en su mente a la idea que se le había ocurrido para descubrir a los ladrones de ganado. Dejó la llanura herbosa y se adentró por una serie de colinas con abundante arbolado.

Repentinamente, cuando menos lo esperaba, oyó un disparo.

 

* * *

El sombrero le voló por los aires, como arrancado por una mano invisible. Parr no aguardó al segundo disparo y se ladeó instantáneamente en la silla.

Mientras caía al suelo, sacó el rifle. Estalló otra detonación y la bala rozó al caballo en el lomo, haciéndolo huir espantado. Parr, sin soltar el rifle, rodó varias veces sobre sí mismo, a la vez que buscaba el refugio de una roca cercana.

El emboscado le disparó una tonante salva de proyectiles. Cuando cesaron los estampidos, Parr se asomó por una esquina de la roca, pero ya sólo pudo ver a un jinete que escapaba a todo galope y a una distancia demasiado grande para conseguir una puntería eficaz.

Sin embargo, no lo lamentó demasiado.

—Ya te pillaré y, si puedo, con las manos en la masa —dijo a media voz.

Al cabo de unos instantes, se levantó, maldiciendo entre dientes, porque tendría que cubrir a pie el resto del trayecto hasta su rancho. Podía haberse dirigido directamente a la ciudad, pero necesitaba la carreta, ya que quería dar principio a la tarea con la menor pérdida de tiempo posible.

Al atardecer entró en el almacén. Lou le dirigió una mirada radiante.

—Vienes a que te invite a cenar dijo.

—Lo siento, no puedo quedarme. Necesito tabaco.

—Lo tengo en mi despacho —contestó ella.

—Lou, ¿me estás tendiendo una encerrona?

Ella le abrazó y le besó apasionadamente momentos más tarde.

—Hoy no quiero más, pero, comprenderás que no podía hacerlo en público —dijo.

—Desde luego. ¿Sabes?, hoy me han tiroteado Parr enseñó el sombrero. Mira indicó.

Lou se puso pálida.

—¡Querían matarte! —exclamó.

—Así parece, encanto.

—Pero, ¿quién? Ah, ya... tiene que ver con los robos de ganado...

—Lo has adivinado, cariño.

—Nat, esto no me gusta nada. Déjalo, allá se las apañen ellos... Tú debes ocuparte sólo de tu rancho...

—Tengo que hacerlo —se disculpó él—. Es una banda muy bien organizada y formada por individuos muy astutos, aunque más bien pienso que es uno solo el listo que dirige las operaciones. Pero si no acabamos ahora con los cuatreros, yo también me veré en dificultades el día de mañana, cuando tenga vacas en mi rancho. ¿Lo has comprendido?

Lou hizo un gesto afirmativo.

—Sí, pero ten cuidado...

Parr la besó en una mejilla.

—No me descuidaré un solo instante —aseguró—. Bien, ¿qué hay del tabaco?

—Lo tengo fuera —rió ella.

—Mujer astuta...

Lou volvió a besarle. Luego salieron y ella le acompañó hasta la puerta del almacén, sorprendiéndose al ver la carreta cargada de tablas largas y muy gruesas.

—¿Piensas hacer obras? —inquirió.

—Sí, necesito reparar algunos desperfectos en el granero.

—Bien, querida, no puedo perder más tiempo...

Lou se estremeció repentinamente y él lo notó en el acto.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Ed Hasselord —contestó ella—. Acabo de verle. Se ha metido en aquel callejón, que da a la trasera del Four Aces.

Parr volvió la vista un momento. Luego, de pronto, tomó una decisión.

—Voy a ver qué hace ese muchacho estúpido y sin seso —anunció.

Lou quiso retenerle, pero se dio cuenta de que sería inútil y, llena de congoja, lo vio desaparecer en la oscuridad de la calleja.

Era más bien un pasadizo, cerrado por una pared de tablas, cosa que le extrañó a Parr, pues se daba cuenta de que Hasselord no se había quedado en un lugar donde la fachada lateral del Four Aces carecía de ventanas. Pero al tantear las maderas, halló una desvencijada puerta que cedió sin dificultad y pasó al otro lado

Había allí un patio donde se depositaban algunas mercaderías, en especial barriles protegidos por cobertizos de precaria construcción. Había también algunos cajones vacíos y Parr procuró moverse con cuidado, a fin de no causar el menor ruido.

Divisó una rendija de luz y se acercó cautelosamente, dándose cuenta de que procedía de una ventana cubierta con una espesa cortina. Pegó la oreja al vidrio, pero no pudo oír nada más que murmullos ininteligibles. Entonces, hurgó en sus bolsillos y sacó un cortaplumas.

Pero no tuvo tiempo de utilizarlo. El bastidor no tenía puesto el pestillo y pudo alzarlo fácilmente. Entonces percibió la voz de Randolph con toda claridad:

—No me vengas con excusas, estúpido. Me debes más de cuatro mil dólares y tienes que saldar esa deuda, ¿entiendes?

—Puede ser peligroso —adujo Hasselord—. Ya llevé veintidós reses hace muy pocas noches...

—No te pido que lo hagas hoy mismo, sino la semana próxima. Por todos los diablos, tienes quien te ayude en el rancho y nunca dejáis huellas. Quiero esas reses antes de dos semanas, entendido.

—Haré lo que pueda…

—¡Eso no es suficiente! —rugió Randolph—. Lo harás, Ed, lo harás. ¿O te gustaría que contase a todo el mundo que fuiste tú quien puso el naipe en la manga de Hodges? ¿Sabes qué te harían las gentes de Holcomb si supieran que fue un asesinato y no un acto de justicia contra un tramposo?

Hubo un momento de silencio. Luego, Hasselord pareció recuperarse y dijo:

—Está bien, lo haré, pero a usted también le convendría que no me sucediera nada. Si cuenta lo de Hodges, yo me sentiría inclinado a divulgar su verdadera personalidad. Yo lo pasaría mal, lo admito, pero a usted no le iría mucho mejor.

—¿Qué diablos quieres decir? —barbotó Randolph.

—Hodges era un hombre que jugaba frecuentemente y casi siempre fuertes sumas, como la noche en que lo liquidé. Todavía hay muchos que se creen la historia de la carta en la manga. En cambio, usted... por vengarse de cierto enemigo mató a tres personas inocentes en Blackwaters Gulch, abrasándolas vivas. De modo que si yo he de callar, usted también debe cerrar el pico, ¿entendido?

Randolph emitió una obscena interjección. Parr no podía ver lo que pasaba al otro lado de la escena, pero se imaginó al sujeto, agarrando a la pechera de la camisa de Hasselord con ambas manos y zarandeándolo sin piedad.

—¡Maldito imbécil! —aulló—. ¿Quién te lo ha dicho?

—Los hombres que hay en el escondite...

—Hijos de perra... Escúchame bien, Ed Hasselord; cierra el pico, porque si dices algo, te arrancaré la cabeza de cuajo con mis propias manos. Te las das de hombre experimentado y no eres más que un chiquillo estúpido que acaba de dejar el pecho de su madre. No digas nada o te parecerá que el mundo se te ha caído encima.

Hubo una corta pausa. Parr se dio cuenta de que Randolph necesitaba tomar aire.

—Guarda silencio, Ed —añadió al cabo de unos segundos—. Cierra la boca y a todos nos irá bien, ¿entendido? Y, a fin de cuentas, todos tenemos nuestros propios pecadillos, incluido tu honrado tío Ross Braden.

—Está bien, pero suélteme —pidió el muchacho—. Conforme, antes de dos semanas, le llevaré las trescientas reses. Tendré que reunirías con todo cuidado...

Parr se dijo que ya había oído bastante. La cabeza le daba vueltas. El descubrimiento que acababa de hacer le había dejado anonadado. Necesitaba reflexionar y debía hacerlo en soledad, lejos de aquel lugar. Pero al retirarse, pisó inadvertidamente una tabla vieja que había al pie de la ventana, y la partió en dos, con un estampido semejante al de un disparo de revólver.

Inmediatamente, escapó a la carrera. De pronto, se le ocurrió que su carreta estaba parada frente al almacén de Lou y que Hasselord la reconocería en cuanto le pusiera la vista encima. Era preciso disipar sus sospechas, pero no se le ocurría más que una idea, por lo que encaminó sus pasos hacia la puerta trasera de la casa de Lou.