CAPITULO VIII
Lou tiró de las riendas y el caballo que arrastraba el carruaje se detuvo frente a la veranda.
—¿Hay alguien en la casa? —gritó.
Parr apareció en la puerta, en mangas de camisa.
—¡Lou! exclamó alegremente.
—Hace un montón de días que no sé nada de ti. Aquí hubo un jaleo imponente y tuve que enterarme por otros de lo que pasó. ¿Te parece bien?
—Preciosa, si supieras el trabajo que he tenido...
—Me lo imagino, pero, como de costumbre, he traído una cesta con comida. Hace un día estupendo y estaremos bien a la orilla del arroyo.
—Costumbre, ¿eh? Sólo fuimos una vez y la cosa acabó mal.
—Pero no siempre van a interrumpirnos de forma tan poco agradable, Nat. Anda, ven y comeremos y hablaremos...
—Aguarda un momento, por favor.
Parr volvió a entrar en la casa y salió con el sombrero puesto, el rifle en la mano y el revólver a la cintura.
—Esta vez no me pillarán desprevenido —aseguró.
—Nat, tienes un rancho verdaderamente bonito, pero eso de que en alguna parte haya escondido un gran botín... Bueno, al menos a mí, me quitaría el sueño, te lo digo francamente.
—Tengo cosas más importantes que pensar que en el botín —contestó él muy serio.
—Y otros piensan de forma distinta, pero, en fin, no vamos a discutir este tema. Has estado lo menos diez días sin aparecer por el pueblo y ha ocurrido algo que debes saber.
—Ed ha vuelto a jugar. Esta vez perdió una bonita suma. Casi cuatro mil dólares.
Parr silbó.
—Pero, ¿de dónde diablos saca ese chico el dinero? Lou se echó a reír.
—Se lo presta Randolph, hombre.
Habían llegado ya a la orilla del arroyo y Parr se apeó, para procurar que el caballo estuviese en un lugar adecuado. Lou se aprestó a preparar el mantel.
Sentados en la hierba, comieron casi en silencio. Al terminar, ella le dirigió una penetrante mirada.
—Annie te salvó la vida —dijo.
—No sería honesto si no lo reconociese, Lou —respondió él.
—Una chica valiente. En Holcomb se la admira muchísimo.
—Yo también la admiro. Pero...
—¿Sí, Nat?
—Sólo la admiro, Lou,
—Por algo se empieza dijo ella sentenciosamente.
—Eso es cierto sólo cuando se desea seguir adelante.
—A veces, se sigue adelante aunque uno no quiera pararse, Nat.
—Lou, ¿estás celosa?
Si quieres que te sea sincera, no me siento demasiado feliz —contestó la joven con vez tensa.
Parr movió la cabeza pesarosamente,
—Me gustaría darte pruebas...
—No, no te molestes. A fin de cuentas, Annie es una chica preciosa, joven...
Parr alargó la mano y tocó un mechón de los brillantes cabellos de su hermosa interlocutora.
—¡Es espantoso! —dijo.
—¿Qué pasa? —chilló Lou, alarmada.
—Horrible, increíble... Tienes todo el pelo blanco... La cara llena de arrugas... Te faltan unos cuantos dientes, hablas con voz cascada, te falla la memoria a veces y necesitas un bastón para ayudarte cuando caminas...
—No me gastes esa clase de bromas, me has asustado —se quej6 ella.
Parr se echó a reír.
—¿Te consideras ya una vieja, cuando apenas has cumplido los veinticinco años?
—Bueno... —Lou remoloneó un poco—. Pero Annie es mucho más joven...
—¡No digas tonterías! —se enfadó el joven—. Repito que no hay nada entre ella y yo.
—Pero puede haberlo...
Parr se puso en pie de un salto.
—Lou, si te sientes celosa, será mejor que dejemos el tema. No se puede razonar con una mujer celosa, porque se empeña en ver cosas que no son ciertas y, además, quiere que los demás las vean también. Ya te he dicho lo que pasa y no pienso cansarme repitiéndotelo una y otra vez.
Lou pareció sentirse impresionada por aquella inesperada reacción y bajó la cabeza humildemente.
—Perdóname, Nat, pero es que... Bueno, lo que hice contigo... no lo había hecho jamás... Quiero decir en Holcomb... Hace muchos años, tuve un novio... íbamos a casarnos, pero él se burló de mí; consiguió lo que... Imagínate, Nat. Logró que yo cediese y unas semanas más tarde...
Parr sonrió y, arrodillándose, tomó las manos de la joven entre las suyas.
—Lou, una vez te dije que es preciso olvidar el pasado o algo por el estilo. Tú querías a ese hombre y si te engañó, no tienes nada que reprocharte, ¿me entiendes?
Ella sonrió a través de las lágrimas que habían humedecido repentinamente sus ojos.
—Nat, ¿de veras piensas así? —preguntó.
—¡Pues claro, mujer! Me gustaría convencerte de mi sinceridad...
Parr se calló de pronto y Lou, un tanto intrigada, vio que el joven tenía la vista fija en un punto lejano, situado a sus espaldas. De pronto, Parr se levantó de un salto y agarró el rifle que había dejado apoyado en el tronco de un árbol.
Lou se puso en pie. Al volverse, divisó a un jinete que se les acercaba al galope.
—Nat —sonrió—, parece que sí se va a convertir en una costumbre eso de interrumpirnos los almuerzos campestres.
* * *
Parr se tranquilizó muy pronto. El recién llegado era Braden y se apeó en las inmediaciones, destocándose cortésmente al acercarse a la pareja.
—Lamento interrumpirles —dijo—. Pensaba que el señor Parr estaría solo...
El joven notó en el acto la expresión preocupada que aparecía en el rostro del padre de Annie.
—Parece que algo anda mal —observó.
Lou se alisó la falda con manos nerviosas.
—Será mejor que recoja todo y me marche. Así podrán hablar solos con más comodidad —dijo.
—Oh, no es necesario, señorita Peacock —exclamó Braden vivamente—. Lo que tengo que decirle al señor Parr no es ningún grave secreto. Pero sí me preocupa bastante.
—Le han robado más reses —adivinó el joven.
—En efecto. Veintidós y faltaron anteayer. Simplemente, no lo comprendo. Parece como si a esas malditas vacas les salieran alas en las patas...
—A veces se dice que alguien ha visto volando a una vaca, pero eso no pasa de ser una frase —sonrió Parr—. De todos modos, si los cuatreros saben borrar el rastro de los animales es indudable que son muy listos.
—Eso es lo que pienso yo —convino Braden.
El ranchero se calló. Parr se imaginó sus pensamientos.
—En resumen —dijo—, quiere que le ayude, señor Braden.
—Sí, por todos los diablos... No soy el único perjudicado hasta ahora, aunque sí el que más ha sufrido por causa de esos malditos cuatreros. Si consiguiéramos desenmascararlos, los robos de ganado se acabarían para siempre, al menos, en gran escala. Mire, Nat —siguió Braden—, a un ranchero no le importa que le roben una o dos reses... Siempre hay alguien que pasa hambre... Contamos con ello, por supuesto, aunque no nos guste. Pero esto pasa ya de la raya. En menos de dos meses, he perdido casi trescientas y el asunto no lleva trazas de acabar. Usted me comprende, ¿verdad?
Parr asintió.
—Le entiendo perfectamente contestó—. Bien, si le parece, mañana iré a su rancho y empezaré a investigar.
—Nat, le pagaré...
—No hable de recompensa A fin de cuentas, un día me puedo ver yo también en la misma situación —sonrió el joven—, A las ocho en punto me tendrá usted en... ¿Dónde se pierde el último rastro de las reses?
—A unas cuatro millas de mi casa, hacia el Sudoeste. El arroyo forma allí una pequeña laguna estancada, lo verá sin dificultad. Yo estaré también a las ocho, con algunos de mis hombres.
—Perfectamente, no se hable más, señor Braden.
Gracias Braden miró un instante a Lou—, Les dejo solos —se despidió.
Braden montó a caballo. Parr se le acercó.
—¿Hay algo que le preocupe más? —inquirió.
El ranchero inspiró profundamente. Luego hizo un brusco movimiento de cabeza.
—No, nada, muchas gracias —contestó.
Parr se quedó en el mismo sitio. Lou se le acercó y, agarrándole un brazo, apoyó su cabeza en el hombro.
—Lo niega, pero le preocupa su condenado sobrino dijo.
—Sí, y hay algo que me intriga muchísimo. Braden parece un hombre muy enérgico, además de recto e íntegro. ¿Por qué ha de tolerar el absurdo comportamiento de Ed? ¿Es que no se da cuenta de que ese chico puede ponerle un día en un serio aprieto?
—¿Y si Ed supiera algo de su tío y a éste no le conviniese que se hiciera público?
—¿Chantaje?
—Pudiera ser, Nat.
Parr calló unos momentos. Luego dijo:
—Lou, ése es un asunto entre tío y sobrino y a nosotros no nos corresponde intervenir para nada.
—Sí, tienes razón concordó ella.
Parr se volvió hacia la joven y rodeó su cintura con los brazos.
—Te voy a comer a besos —anunció.
Ella se echó a reír. Luego, bruscamente, dio media vuelta y salió corriendo hasta pasar al otro lado de unos arbustos muy frondosos. Parr trató de seguirla, pero ella se lo prohibió.
—No, espera —exclamó—. Quieto ahí... hasta que yo te llame, ¿has comprendido?
El joven sonrió. Oyó ruido de ropas que caían al suelo y se desciñó el cinturón con el revólver
La voz de Lou sonó momentos más tarde:
—¡Ya puedes venir. Nat!