CAPITULO III
Parr se levantó de un salto. Al otro lado del arroyo, se veía a un hombre tambaleándose desesperadamente, con un rifle en las manos. Hizo un frenético esfuerzo y se volvió, tratando de levantar el arma, pero sonó otra detonación y cayó de espaldas a las aguas, levantando un gran chorro de espuma.
El joven agarró a Lou por una mano y la llevó tras un árbol. Parr estaba desarmado y ello le hacía sentirse muy inquieto. La víctima yacía inmóvil dentro del arroyo, que no tenía la fuerza suficiente para arrastrarlo del lugar en que había caído.
Un hombre surgió de pronto entre la espesura y agitó la mano.
—¡No teman! No voy a disparar contra ustedes —gritó.
Se acercó al caído, lo contempló unos instantes y luego cruzó el arroyo, sin cuidarse de mojar el calzado. Parr observó que vestía una chaqueta con flecos y llevaba barba de varias semanas. A la cintura portaba un revólver y un enorme cuchillo de caza.
Además, mascaba tabaco. Lanzó un escupitajo de color marrón y Lou volvió la cara a un lado, asqueada. Parr apretó los labios.
—Soy Fred Staunton —se presentó el sujeto. Sacó una placa del bolsillo de su chaqueta—. Agente del gobierno, como usted lo fue en tiempos, Parr.
—Ah, me conoce —dijo el joven.
Staunton asintió.
—No nos hemos visto nunca, pero sabía que estaba aquí —respondió.
—Diríase que me ha seguido la pista... Disculpe, debo presentarle a la señorita Peacock.
—Ah, Lou Piernas de Oro —sonrió Staunton—. Te vi actuar en el Melodeón de Wichita, en el Belle Union de Hays City...
—Será mejor que deje de evocar tiempos pasados, señor Staunton —cortó el joven fríamente—. ¿Podemos saber por qué disparó contra ese tipo?
Staunton sacó una pastilla de tabaco y le arreó un buen mordisco.
—Iba a disparar contra usted —contestó, al cabo de unos momentos—. Luego, seguramente, habría asesinado también a Lou...
—Para usted, señorita Peacock —dijo Parr— Téngalo siempre presente, señor Staunton.
—Bueno, hombre, como quiera; pero los tratamientos no podrán alterar lo que fue esa dama en tiempos.
Parr crispó los puños y dio un paso hacia adelante. Staunton levantó el cañón del rifle y lo apoyó en el pecho del joven.
—Cuidado —advirtió duramente—. He venido en son de paz, les he salvado la vida a los dos, y no pienso tolerar que por decir lo que pienso quiera alguien saltarme los dientes de un puñetazo.
—Nat, déjelo —pidió Lou—. No merece la pena de que se ponga en conflictos por mi causa.
Staunton soltó una risita burlona.
—Eso ya está mejor —dijo—. Bien, como decíamos antes, el tipo quería liquidarlos a los dos. Yo venía siguiéndole? hace tiempo y, por fortuna, pude intervenir antes de que consiguiera sus propósitos.
—Pero, ¿quién demonios era el muerto? —exclamó Parr. De pronto, concibió una horrible sospecha y creyó que se le detenía el corazón—. No irá a decirme que era Yarrel...
—¿Yarrel? Hace muchos años que no se sabe nada de él. Seguramente, ha muerto; desde que hizo aquello en Blackwaters Gulch, no se han vuelto a tener noticias suyas. Bueno, el muerto era Bick Wallace, el compinche de Ladkin en el asalto a la diligencia.
—Tenía entendido que fue sólo un hombre el que cometió el robo.
Parr se volvió hacia la joven, como si le pidiera explicaciones.
Lo siento —se disculpó Lou—. No hablé lo suficientemente claro, aunque sabía que Ladkin no había actuado solo. Pero ignoraba el nombre de su compinche...
—De acuerdo. Bien, comisario, ¿y a qué viene todo esto, si puede saberse?
—Puede —respondió Staunton, tras un nuevo escupitajo—. El botín ascendía a sesenta mil dólares en oro y billetes. Ese dinero no ha aparecido y se supone que Ladkin lo escondió en su rancho.
—¿Aquí? se asombró el joven.
—Sí. ¿Por qué, si no, cree que Wallace quería asesinarles?
—Bueno, la verdad es que llevo ya bastantes días en el rancho y no he visto nada sospechoso.
—Debe de estar muy bien escondido —supuso Staunton—, Parr, recuérdelo; la Wells & Fargo ofrece el cinco por ciento de recompensa para el que encuentre el botín. Tres millones de dólares, me parece, le irían muy bien a un hombre que ha consumido casi todo su capital en la compra del rancho.
—No me vendrían mal, en efecto, pero no vaya a creer que me voy a pasar los días cavando por todas partes. Poner en marcha el rancho es mucho más importante para mí —dijo Parr.
—Como quiera. Bien, yo no voy a llevar ahora el cuerpo de Wallace al pueblo, para entregárselo al sheriff —Staunton sonrió turbiamente—. Ofrecen quinientos dólares por su captura, vivo o muerto.
Lou sintió un asco invencible al ver los amarillentos dientes del comisario. Cuando Staunton se hubo marchado, dijo:
—Ese hombre me ha revuelto el estómago. Perdone la expresión, pero he estado a punto de vomitar.
—Sí, es un tipo verdaderamente repulsivo —convino Parr.
Sobrevino un momento de silencio. Desde allí, vieron a Staunton arrastrar el cadáver de Wallace, mientras canturreaba una cancioncilla entre dientes. Lou reconoció la melodía y se estremeció.
—Nat —dijo de pronto.
El joven se volvió hacia ella.
—¿Sí, Lou?
—Ha oído a Staunton, supongo.
—No se mordía la lengua, precisamente.
—Demasiado hablador, aunque me imagino que si yo no tuviese pasado, no tendría de qué avergonzarme...
Parr puso una mano en el antebrazo de la joven.
—Lou, podría sentir vergüenza si no hubiese tenido fuerza de voluntad suficiente para abandonar aquella vida —dijo afectuosamente—. En lo que a mí se refiere, puede estar seguro de mi silencio.
—Gracias, pero me temo que Staunton hable de más... Conozco a los tipos de su clase. Llegará al pueblo, se emborrachará... soltará la lengua y empezará a ufanarse de lo que ha hecho, mencionará testigos y...
—No se preocupe, Lou. Staunton no hablará.
—¿Cómo puede saberlo? —se extrañó ella.
Parr sonrió.
—No le digo que terminemos la comida, porque ninguno de los dos tenemos ya apetito. Lo que sí puede hacer es recoger todo. Luego yo me vestiré adecuadamente y, si no le importa, la acompañaré hasta el pueblo.
—Será un placer, Nat —accedió ella sonriendo.
Parr no quiso añadir más, porque, realmente, su interés en ir a Holcomb estribaba en sostener una conversación privada con el sheriff, de quien tenía las mejores referencias. Una vez que llegaron al pueblo, dejó a Lou en su casa y luego buscó a Staunton.
Como Lou había supuesto, Staunton se hallaba ya en un mostrador, aunque todavía sereno. Parr se lo llevó aparte y, sin más preámbulos, le dijo:
—Staunton, voy a hacerle una advertencia. Hable todo lo que quiera, diga lo que le parezca y charle con quien sea hasta por los codos, pero no mencione para nada a la señorita Peacock o le partiré la cabeza. ¿Me ha comprendido?
Staunton sabía leer en los ojos de los hombres y se dio cuenta de que Parr estaba decidido a cumplir su promesa. Muy serio, hizo un gesto afirmativo y contestó:
Puede estar seguro de mi discreción, Parr.
—«Señor» Parr —corrigió el joven.
—Sí, señor.
—Eso es todo. No lo olvide o le haré comerse su placa. A continuación, Parr fue en busca de Don Drury, sheriff de Holcomb.
* * *
Empezó a cavar en silencio, muy despacio, procurando evitar hacer demasiado ruido. Incluso se había arrodillado en el suelo, para actuar con más comodidad. No había encendí do ninguna luz, porque había luna en creciente y el resplandor bastaba para mover el pequeño pico de que se había provisto.
De cuando en cuando, sacaba la tierra con una pala. Pasados unos treinta minutos, el pico chocó con algo más blando que la tierra.
Lanzó un gruñido de satisfacción y empezó a apartar la tierra con las manos. Luego agarró la bolsa que estaba enterrada allí y tiró con fuerza. En el mismo instante, sonó una voz conminatoria:
—¡Deje eso ahí!
El hombre se agitó, vivamente sorprendido.
—¡Parr, podemos repartirlo...!
—No soy Parr, aunque está presente también. Soy Drury, sheriff de Holcomb. Supongo que se imagina los motivos de mi presencia aquí.
—Desde luego, aunque no me imagino cómo lo adivinaron...
—Usted remató a Wallace a sangre fría, cuando lo más lógico habría sido respetarle la vida, para obligarle a que le dijera dónde está el botín. Eso me hizo recelar, como puede comprender.
—Y entonces vino a verme y yo empecé a hacer algunas averiguaciones. Usted no es Staunton, aunque lleve una placa de agente del gobierno. No conozco a Staunton, pero sé que es un hombre íntegro —dijo Drury—, En resumen, usted es Carey Lane, licenciado de presidio hará unas pocas semanas. Da la casualidad de que Ladkin está en la misma cárcel y, seguramente, le sonsacó el lugar donde había escondido el botín, ¿verdad?
—Acordamos que lo sacaría y él me daría la mitad, a condición de que le ayude a fugarse —explicó el sujeto.
—¿No confiaba Ladkin en Wallace?
—Había perdido todo contacto con él. Yo era su último recurso —respondió Lane.
—Muy bien, pero Ladkin continuará en la cárcel y usted volverá allí, acusado de la muerte de Wallace y de intento de robo —dijo el sheriff.
Hubo un instante de silencio. Súbitamente, Lane se puso en pie de un salto, sacó el revólver y empezó a disparar hacia la zona en sombras desde la que llegaba la voz de Drury.
Los fogonazos taladraron la oscuridad con rápidas intermitencias, a la vez que la noche era sacudida por los estampidos. De repente se oyó un trueno espantoso.
La doble llamarada de la escopeta recortada casi alcanzó a Lane. El forajido dio un tremendo salto y cayó de espaldas, muerto instantáneamente.
—Esperaba que hiciera algo semejante —dijo Drury—. Lane podía resignarse a perder el botín, pero no a volver de nuevo a la cárcel.
—Sí, yo también me imaginaba algo por el estilo —repuso Parr.
Estaba junto a la casa y entró para encender un farol, con el cual volvió a salir al patio. Drury estaba junto al cuerpo tendido en el suelo.
La cabeza del sheriff se movió en un inequívoco gesto de disgusto.
—Señor Parr, nunca me han amenazado con una escopeta recortada, pero si un día llegara a suceder, le juro que no movería una sola pestaña, aunque estuviese rodeado por un enjambre de abejas furiosas.
Parr contempló unos instantes la horrible herida que Lane tenía en el pecho. Luego volvió los ojos hacia el saco que el forajido no había tenido tiempo de abrir.
—Bueno, al menos, ahí tenemos el botín del robo —dijo—. Habrá que devolverlo a la Well & Fargo, claro.
—Yo me ocuparé de ello y haré que le abonen la recompensa —contestó Drury—, Pero antes, vamos a comprobar si realmente fueron sesenta mil dólares el importe del botín.
Drury cargó con el saco y entró en la casa, dejándolo sobre una mesa. Luego desató los nudos del cordón que cerraba la boca y abrió el saco, volcándolo a continuación.
Los dos hombres, simultáneamente, lanzaron una exclamación de sorpresa. Luego, Drury, un poco más calmado, dijo:
—Una broma pesada de Ladkin, no cabe duda, ¿verdad?
Parr asintió.
—Ciertamente, Ladkin es un sujeto altamente dotado del sentido del humor concordó.