CAPITULO X

 

La puerta amenazó con salte r bajo los fuertes golpes que alguien le propinaba desde el exterior. Lou cruzó el almacén, anudándose el cordón de la bata.

—Ya voy, ya voy... —gritó—. No sé a qué vienen tantas prisas cuando he tenido abierto durante todo el día...

Descorrió el cerrojo, levantó la barra que cruzaba la puerta y luego abrió. Hasselord apareció en el umbral, con la mano derecha junto a la culata del revólver.

—Perdone, señorita Peacock, pero necesito unos cigarros...

—Randolph tiene. ¿Por qué no se los pide a él? —contestó la joven.

Los ojos de Hasselord recorrían suspicazmente el interior de la tienda.

—Prefiero los suyos —contestó.

—Está bien, pase, pero es la última vez que le despacho después de haber cerrado.

—Otras veces cierra más tarde...

—Usted no tiene que indicarme el horario de trabajo

—cortó Lou fríamente.

Fue al otro lado del mostrador, sacó una caja de cigarros y la puso delante del muchacho. Pero a Hasselord no parecía importarle demasiado el tabaco.

—He visto afuera la carreta de Nat Parr —dijo, con aire trivial.

—Sí, andaba por ahí. Creo que necesitaba madera para hacer reparaciones en el rancho. No sé más ni me importa.

De repente, se movió una cortina. Hasselord desenfundó rápidamente.

—Eh, ¿qué está haciendo? gritó la joven.

—¡Déjeme en paz! —gruñó Hasselord.

Avanzó hacia la cortina. De pronto, se oyó un bufido y un gato salió de debajo, maullando irritadamente, con el rabo enhiesto.

Lou soltó una alegre carcajada. Hasselord se volvió y la miró con ojos furiosos. Luego avanzó unos pasos más y abrió de golpe una puerta.

—Hola, Ed —dijo Parr tranquilamente.

Estaba en una cama, con el torso desnudo y sonreía.

—¿Puedo serle útil en algo? —consultó el joven cortésmente.

Hasselord apretó los labios. Luego sonrió, dio media vuelta y regresó al mostrador, mientras reía enseñando los dientes. Cogió un par de cigarros, sin mirarlos siquiera, dejó una moneda y se marchó.

Lou corrió al dormitorio. Parr estaba sentado en la cama.

—Siento haberte manchado las sábanas —se disculpó.

Al saltar fuera, Lou vio que tenía puestos los pantalones y las botas. Acto seguido, empezó a ponerse la camisa.

—Venía dispuesto a usar su revólver —dijo ella.

—Yo le tenía encañonado debajo de las sábanas —contestó Parr tranquilamente—. Lou, ese hijo de perra divulgará la historia, pero yo lo arreglaré, para que no padezca tu buen nombre.

—¿Cómo. Nat?

Parr se hebilló el cinturón con la pistola.

—¿No eres capaz de imaginártelo? —Se puso el sombrero agujereado y la besó fuertemente en los labios—. Si no tienes imaginación, ya vendré a decírtelo dentro de muy pocos días. Ahora sólo puedo darte las gracias por haberme salvado de un grave contratiempo.

—No sé si ese idiota se habrá quedado convencido —dijo ella.

—Puedes estar segura de que sí —afirmó Parr. Volvió a besarla y salió a la calle.

 

* * *

Annie llegó junto al estanque y contempló estupefacta la labor que realizaba Parr. Por un momento, creyó que el joven se había vuelto loco.

—¿Para qué es eso, Nat? —preguntó.

Parr se echó a reír.

—No tenía tiempo para construir una barca, aparte de que no habría sabido, de modo que decidí recurrir a este procedimiento, muchísimo más fácil.

—Pero... no comprendo el objeto...

—Estoy terminando. Lo sabrás antes de un cuarto de hora.

—Muy bien, esperaré, pero me gustaría saber una cosa dijo la chica.

—Pregunta, Annie.

—¿Qué hay entre tú y Lou Peacock?

—¿Te importa mucho, encanto?

—Ed ha contado a todo el que quiere oírle lo que vio la otra noche en casa de Lou. Te encontró en su cama...

—Es cierto, Annie.

Ella se puso colorada.

—No lo desmientes —exclamó.

—¿Se puede desmentir la verdad?

—Bueno, no sé qué decir...

—No digas nada, es mejor.

—El caso es que... Bueno, Ed dice que a Lou la llamaban Piernas de Oro, que cantaba por los saloons y las cantinas y que hacía cosas... poco honestas...

—Todo depende de los puntos de vista —contestó él tranquilamente—. Pero, en cambio, ¿a que no ha dicho Ed lo que piensa hacer antes de dos semanas?

—No tengo la menor idea, Nat.

—Está entrampado con Randolph hasta más arriba de las orejas y éste le ha ordenado que robe trescientas reses.

—¡No! gritó Annie.

—Sí. Lo escuché yo, pero hice ruido y tuve que salir por pies. Y para que no sospecharan de mí, Lou me permitió meterme en su cama. Así es como me encontró tu primo, porque mi carreta estaba frente al almacén y sabía que sospecharía de mí en el acto.

—No me lo puedo creer —dijo Annie, atónita—. De modo que eso fue lo que sucedió...

—Si lo crees o no, es cosa tuya, pero yo te he dicho la verdad, incluyendo el proyecto de robar trescientas reses.

Parr tenía en la mano un martillo y dio los últimos golpes. Luego puso su rifle encima de la plataforma de tablas, que flotaba sobre las aguas del estanque y se volvió hacia la chica, ya con una gran pértiga en las manos.

—Voy a ver si encuentro el lugar donde esconden las reses que os roban.

—¡Espera! —gritó ella—. No voy a permitir que vayas solo...

Antes de que Parr pudiera impedirlo, agarró su rifle y saltó a la almadía.

—Una brillante idea —dijo, sonriendo luminosamente.

—Creo que dará resultado —manifestó él—. Hay arenas movedizas, es cierto, pero si recuerdas el símil de la habitación con cuatro puertas...

—Tres cerradas y sólo una se puede abrir.

—Exactamente. Quizá la hemos franqueado ya, pero, en todo caso, no tardaremos en pasar al otro lado.

—De acuerdo, pero ¿cómo encontrarás la ruta segura?

—Si mis sospechas son ciertas, no tardaremos mucho en saberlo —respondió Parr.

La balsa se deslizaba lentamente por la superficie de las aguas, impulsada por la pértiga que manejaba el joven. Mi ñutos después, llegaban al borde de la ciénaga.

Parr exploró los árboles más cercanos. De pronto, vio algo extraño en uno de ellos y acercó la balsa. Annie, intrigada, se dio cuenta de que el joven pasaba el índice por una mancha verde que había pintada en el tronco, a cosa de seis palmos del agua.

Parr olió la yema de su dedo, probó con la punta de la lengua y luego escupió fuertemente.

—Fósforo —dijo.

—¿Cómo?

—Roban las reses por la noche, pero tienen que seguir la ruta segura. Esta mancha de fósforo, y más que encontraremos seguramente, marcan el camino con suelo firme, a un par de palmos debajo de la superficie de las aguas.

Annie se sentía pasmada. Parr continuó manejando la pértiga, para seguir puntualmente las señales que había en los árboles y que eran relativamente fáciles de divisar.

—Por la noche, aún se verán mejor —calculó.

—Pero, ¿es posible que Ed haya ideado un truco semejante? —se asombró la chica.

—Debe de ser cosa de Randolph. Es un tipo muy astuto..

—Nunca me imaginé que Randolph fuese...

—No ha podido abandonar viejos hábitos, Annie.

—¿Era ladrón de ganado?

—Algo mucho peor.

—¿Qué, Nat? Dímelo, por favor.

El joven dudó un momento. Dos noches antes, el pasado, que había creído sumido en el olvido más profundo, había vuelto a resurgir con toda su fuerza. El hombre que había asesinado a su prometida y a sus padres estaba allí, en Holcomb,

Y le conocía y, además, estaba seguro de haberle engañado. Su apariencia había cambiado enormemente, con veinte kilos más de peso, el rostro carilleno, con una frondosa barba y un vientre prominente. ¿Quién podía reconocer al esbelto y hasta atractivo Solly Yarrel de ocho años atrás?

—Aún no es hora —contestó, al cabo de unos momentos.

Annie le miró intensamente. Presentía la verdad, pero no se atrevía a expresarlo. Un sentimiento de viva simpatía hacia el joven surgió de pronto en su ánimo y alargó una mano, para tocarle el brazo.

Parr se volvió y sonrió.

—Buena chica —dijo.

Media hora más tarde, la almadía se detuvo al chocar contra la base de una pared rocosa, que cerraba la ciénaga por aquel lado.

 

* * *

—No podemos seguir —dijo Annie, decepcionada.

Parr bajó la mirada. Había cierto movimiento de las aguas al pie de las rocas. De pronto, acometido por un repentino impulso, agarró la pértiga y la proyectó hacia adelante, como si fuese una lanza.

La pared cedió sorprendentemente. Annie lanzó un grito.

Parr sonrió y, sin cuidarse del calzado, saltó fuera de la almadía y alargó ambas manos. Parte de la pared giró sin dificultad a un lado, dejando a la vista un túnel abierto en la pared de rocas.

—Decorado de teatro —dijo—. Maderas, lona, pintura... Listos los cuatreros, ¿eh, Annie? Anda, dame el rifle, por favor.

Ella abandonó también la almadía.

—Iré contigo —dijo.

—No cometas imprudencias —aconsejó Parr.

—Descuida, Nat.

El túnel no era muy largo y el suelo ascendía suavemente, hasta que a los treinta o cuarenta pasos, pudieron caminar a pie enjuto. Un poco más adelante, salieron a una amplia hondonada, en la que pastaban apaciblemente algunas reses.

—Cielos —exclamó Annie—, Nadie conocía este lugar...

—El escondite perfecto para las reses robadas —calificó Parr.

A unos cien pasos de distancia, se elevaba la leve humareda de una hoguera en la que ardían mortecinamente algunas brasas. Un poco más allá, había un par de tiendas de campaña.

—Será mejor que nos volvamos —sugirió él—. Ahora ya conocemos el camino que siguen los cuatreros con las vacas que roban y...

Parr se interrumpió. Un hombre acababa de salir de una de las tiendas y les vio. Inmediatamente lanzó un fuerte grito, a la vez que disparaba su revólver para alertar a sus compañeros.

Media docena de sujetos aparecieron inmediatamente. Parr juzgó prudente emprender la retirada.

Los cuatreros corrían hacia allí. Puso una rodilla en tierra, tomó puntería y apretó el gatillo.

Un hombre se desplomó aullando. Los otros se dispersaron, sin dejar de hacer un fuego graneado contra la boca del túnel.

—¡Atrás, Annie! —gritó Parr— Pronto, a la otra salida...

La muchacha no se hizo de rogar. Parr quedó en el mismo sitio, tratando de detener a los cuatreros. Pronto se dio cuenta de que el número podía resultar decisivo y que le con venía escapar de aquel lugar antes de que fuese demasiado tarde.

Derribó a otro forajido y luego se lanzó a la carrera hacia la salida del túnel. Annie estaba ya en la almadía y movió la mano nerviosamente.

—¡Aprisa, aprisa!

Parr volvió la cabeza hacia atrás. No tendrían tiempo de escapar en un vehículo tan lento. Alcanzó la salida y llamó a la muchacha.

—Annie, ven.

Ella saltó de la balsa y se situó a un lado de la boca del túnel. Parr volvió a arrodillarse.

Una silueta se recortó contra el fondo iluminado de la otra salida. El disparo del joven, hecho bajo la bóveda rocosa, pareció un cañonazo.

El cuatrero se desplomó fulminado. Los otros parecieron refrenar sus ímpetus.

Parr aguardó, con el dedo en el gatillo. Una voz llegó a sus oídos con toda claridad, amplificada por la caja de resonancia que era el túnel:

—Chicos, yo me largo de aquí dijo el cuatrero—. Lo profeticé hace tiempo; tarde o temprano, descubrirían este escondite... En fin, que no tengo ganas de probar el con tacto del cáñamo en mi pescuezo.

Transcurrieron unos minutos. Todo estaba en silencio. Al cabo de un buen rato, Parr se decidió a arriesgarse a recorrer el túnel nuevamente.

—Quédate y no te muevas, Annie —ordenó.

La chica aguardó con los nervios en tensión. Parr volvió media hora más tarde.

—Hay dos cadáveres. Un tercero resultó herido, pero puede cabalgar, porque ha desaparecido con el resto de la banda —informó.

—Tendremos que decírselo a mi padre —propuso ella.

—Por supuesto. Pero creo poder asegurar una cosa, Annie: se han acabado los robos de ganado.

—Quedan otros problemas, Nat —dijo la chica con voz muy tensa.

—También encontraremos una solución para esos problemas —respondió él firmemente.