CAPITULO VI

 

Edwin Hasselord contempló con mirada sombría el enorme montón de billetes que tenía el sujeto situado frente a sí, en la mesa de juego. Su puesto en cambio estaba casi vacío.

Era la última jugada, se dijo. O ganaba ahora o...

Pujó su resto. El otro aceptó y enseñó sus cartas: dos ases y dos nueves.

Hasselord sólo tenía una pareja de reyes. Con el corazón latiéndole furiosamente dentro del pecho, meditó unos segundos, mientras dejaba que su contrincante barriese la mesa.

De pronto, con voz aparentemente tranquila, dijo:

—Creo, señor Hodges, que ha hecho trampa.

En la mesa de juego se produjo un movimiento unánime de sorpresa. Hodges respingó.

—Muchacho, no sabes lo que estás diciendo —gruñó—. He ganado lealmente...

—Insisto en que ha hecho trampas —dijo Hasselord fríamente.

Hodges se enfureció.

—Ed, eres sobrino de un buen amigo mío, pero no por eso voy a tolerar que me insultes. Retira esas palabras ahora mismo, ¿me oyes?

—No las retiro ni pienso retirarlas. Digo y sostengo que ha hecho trampas, y lo declaro delante de todo el mundo.

Sobrevino un momento de silencio. Todos los espectadores, incluso los que formaban parte de la mesa de juego, se apresuraron a separarse de los dos adversarios. De repente, Hodges echó mano a su revólver.

Debajo de la mesa sonaron dos estampidos, muy seguidos.

Hodges se incorporó convulsivamente, con el terror pintado en su rostro. Luego dio un violento salto hacia atrás y cayó de espaldas.

Hasselord se levantó rápidamente, rodeó la mesa y se arrodilló junto al caído, instantes después, enseñaba una carta.

—Hacia trampas —dijo triunfalmente.

Parr y Lou oyeron dos lejanos estampidos y se sobresaltaron. Luego, ella abrazó al joven en la oscuridad del dormitorio.

—A veces, los sábados, algún borracho rompe una lámpara a tiros —dijo.

—Tienes experiencia, ¿verdad? Oh, perdón, no quise enojarte... Lo dije sin pensarlo...

Lou se apretó contra el cuerpo de Parr, rebosante de vigor.

—Sí, tengo experiencia —contestó.

—Lou, te juro que no quería...

La joven mordisqueó los labios de Parr.

—Eso ya pasó —dijo ardientemente—. Además, estoy segura de que no lo dirías en público.

—Por supuesto.

—Y si tuve que hacer algunas cosas poco agradables, era porque debía vivir. La vida, a veces, es dura, muy dura. Nat.

—Pero en otras ocasiones resulta muy dulce —contestó él, al mismo tiempo que la atraía con fuerza hacia su pecho.

De nuevo se sumieron en el éxtasis de la pasión, ajenos a todo, aislados de cuanto sucedía a su alrededor.

 

* * *

Parr llegó al rancho de los Braden poco antes de las doce y media y vio a Annie, elegantemente vestida, que salía a darle la bienvenida. Pero al mismo tiempo, observó una expresión de inusitada seriedad en el rostro de la muchacha y se sintió preocupado.

—¿Sucede algo, Annie?

Ella le tendió una mano.

—Es mi primo... Anoche hubo una pelea en el Four Aces. Ed acusó de hacer trampas a un buen amigo de papá y le mató cuando el otro quería demostrar que jugaba honestamente.

Parr recordó en el acto los disparos que había oído desde la casa de Lou.

—¿Cuál de los dos tenía razón? —preguntó.

—Ed. Sacó una carta de la manga de la chaqueta del señor Hodges, después de haberle dado muerte. Papá dice que es imposible, pero lo vieron muchos y...

—Usted se siente disgustada, ¿verdad?

—No estoy muy contenta, si he de serle sincera, Nat.

—Querida prima, ¿le estás hablando mal de mí a nuestro invitado? —sonó de pronto la voz chirriante de Hasselord—. Anoche hice lo que cualquier hombre habría hecho en mi lugar, después de haber sido «desplumado» con trampas. ¿No opina usted lo mismo, señor Parr?

El joven se volvió hacia la veranda, en la que acababa de aparecer el primo de Annie. Hasselord sonreía con aire de suficiencia y Parr captó en su rostro el orgullo de haber sido más rápido con el revólver que su adversario.

—No lo sé —contestó—. Nunca me hicieron trampas.

—Sería porque siempre jugó con hombres honestos.

—No he tocado un naipe en mi vida.

A pesar del disgusto que sentía, Annie tuvo que taparse la boca con una mano para no soltar el trapo de la risa. Por un momento, Parr se sintió tentado de mencionar el préstamo que Randolph había hecho a Hasselord, pero se dijo que no tenía derecho a inmiscuirse en problemas familiares que no le afectaban directamente.

Los ojos del chico emitieron un destello de cólera, pero no hizo ningún comentario. Annie asió el brazo de su invitado.

—Entremos, Nat —propuso—. Ya conoce a mi padre, pero me gustará presentarle a mi madre. Siente mucha curiosidad por conocerle...

La señora Braden resultó ser una mujer encantadora, todavía muy atractiva, que acogió al huésped con verdadero afecto. Pero, al igual que Annie, se sentía también un tanto afligida por lo ocurrido la víspera.

Parr observó el mismo sentimiento en el dueño del rancho. Ninguno de ellos se sentía a gusto, dedujo, salvo Hasselord.

—Es fácil de comprender —dijo Annie, después de la comida, en un aparte que tuvo con el joven—, Hodges era uno de los mejores amigos de papá y no puede sentirse satisfecho con lo sucedido.

Sin embargo, parece demostrado que Hodges hizo trampas.

—A papá le cuesta creerlo, Nat.

—Sí, me lo imagino. Lo siento de veras, Annie. Creo que me iré ahora mismo, porque no creo discreto permanecer más tiempo en un lugar donde no hay humor para atender a los invitados. Y no les culpo a ustedes, naturalmente.

—Ha sido una lástima. Podía haber resultado una velada tan agradable... —se lamentó Annie—. Bien, espero que no nos lo tengas en cuenta. Otro día, quizá, las cosas tengan un mejor ambiente.

—Estoy seguro de ello, Annie.

Parr estrechó la mano de la chica y luego fue en busca de su caballo. Annie estaba aún en la veranda, cuando él pasaba por delante hacia la salida del patio.

Había tristeza en la cara de Annie, observó él. ¿Estaba deprimida porque Ed había hecho algo desagradable? Si era así, significaba que estaba enamorada del muchacho...

«La vida, a veces, se complica de un modo increíble», pensó. Sin embargo, Annie tenía algo valioso a su favor: la juventud.

Abstraído en sus pensamientos, no se dio cuenta de que le seguía un jinete, hasta que oyó una voz chillona a pocos pasos de distancia:

—¡Eh, usted, párese! ¡Párese en el acto, le digo!

Parr tiró de las riendas de su montura y se volvió, observando con enorme sorpresa que era Hasselord el autor de la poco cortés llamada.

Hasselord parecía muy furioso por alguna razón que no se le alcanzaba. Frunció el ceño, temiendo un conflicto con un miembro de la familia Braden, cosa en modo alguno deseable.

—¿Sucede algo? —preguntó, tratando de dar a su voz una entonación normal.

En los ojos del muchacho había un brillo casi demencial.

—Voy a darle un consejo, Parr —exclamó—. Aléjese de mi prima, no se acerque a ella o le pesará. ¿Me ha oído?

—Le he oído perfectamente, pero no es a mí a quien debe dar ese consejo, sino a Annie. Si ella se me acerca, ¿cree acaso que la voy a echar a patadas de mi lado?

—Como sea, no vuelva a acercarse. Se lo digo en serio y no soy hombre que amenace en vano.

Parr sintió que una oleada de ira le subía por el pecho arriba hasta la garganta. Sin embargo, hizo un último esfuerzo por contenerse.

—Ed, en modo alguno quiero conflictos, pero, me parece, no es usted quien puede prohibirme ver a Annie ni menos a ella verme a mí —dijo—. He tratado con hombres infinitamente más duros que usted y sus bravatas no me asustan en absoluto.

—¡No son bravatas! —chilló Hasselord—, Hablo completamente en serio y si no me cree... ¿para qué diablos lleva un revólver a la cintura?

Parr comprendió en el acto el sentido de aquellas frases. Hasselord había probado ya el gusto de la sangre, había matado a un hombre y lo había encontrado fácil y excitante. En aquel momento, las consecuencias posteriores de otra muerte no le importaban en absoluto; sólo quería sentir el placer de apretar el gatillo y ver a un hombre retorciéndose a sus pies.

Pero era preciso darle una lección, se dijo, aunque era dudoso que aquel chico tan obstinado y sin ninguna capacidad de reflexión la tuviese en cuenta. Como fuese se lo merecía y quería hacerle saber que, en punto a experiencia, tenía aún mucho que aprender.

De pronto, sonrió a la vez que movía ligeramente una mano.

—Acérquese, Ed —dijo—. Quiero decirle algo muy interesante.

El muchacho picó y arrimó su caballo al de Parr. Entonces, el joven, súbitamente, agarró a Hasselord por el brazo y pegó un violentísimo tirón.

Hasselord gritó al sentirse arrancado de la silla. Voló por los aires un instante y cayó al suelo. Antes de que pudiera recobrarse de la sorpresa, Parr se apeó de un salto, se arrojó encima del muchacho y le asestó un golpe en la barbilla.

Hasselord cayó de espaldas, aturdido y con los ojos vidriosos. Parr se inclinó sobre él, sacó sus revólveres y los tiró todo lo lejos que pudo, entre unos matorrales.

El rifle de la silla corrió la misma suerte. Cuando terminaba, vio a Hasselord, ya en pie, cargando furiosamente contra él.

—Sin los revólveres no eres nada —dijo desdeñosamente.

Disparó primero el puño derecho y luego el izquierdo.

Hasselord cayó nuevamente, perdida la respiración, aunque conservando el conocimiento.

Parr le apuntó con el índice.

—No vuelvas a amenazarme, no me digas jamás lo que debo o no debo hacer —habló duramente—. Te crees un gran hombre y no eres más que un chiquillo que todavía necesita andaderas. Estás vivo porque perteneces a la familia Braden, pero quizá la próxima ocasión, si insistes, emplee algo más que los puños.

Hasselord se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Ha empleado un truco sucio —protestó.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Advertirte de que iba a arrancarte de la silla? —se burló el joven—. Ed, abandona esas locas ideas. Recuerda a Varno, ya tenía el revólver a medio salir de la funda y yo no había tocado el mío todavía.

Hasselord pareció sentirse muy impresionado por aquellas palabras. Parr regresó junto a su caballo y montó de un salto.

—¡A pesar de todo, no quiero que vea más a Annie! —chilló Hasselord frenéticamente.

Parr ya no quiso contestar nada. Picó espuelas y emprendió el regreso al rancho. Aquel estúpido muchacho carecía en absoluto de capacidad de reflexión y, en cambio, era terriblemente obstinado.

Acabaría mal y, mirándolo con egoísmo, no le importaba en absoluto. Pero sí se sentía inquieto al pensar en que las intemperancias de Hasselord podían perjudicarle a él gravemente.