XII

Jake llegó a «El Pelícano Dorado» con una cartera en una mano y el brazo de Elyn en la otra. A indicación de Jake, Elyn se había ataviado de un modo recatado, pero sus piernas, que quedaban visibles hasta quince centímetros más arriba de las rodillas, constituían un blanco inevitable para las miradas de los hombres.

Se acercaron al mostrador. Nina Frank dominaba a la clientela con su enorme humanidad, y pocos clientes había que se atreviesen a gastarle bromas acerca de su voluminoso corpachón.

—Hola, Nina —le saludó Jake—. Estás hecha una sílfide.

—A otro hombre le hubiese roto un sifón en la cabeza inmediatamente —contestó ella, riendo—. La sílfide es esa nena que llevas al lado. ¿De dónde has sacado al bombón?

Elyn enrojeció vivamente, mientras Jake reía con expresión bienhumorada.

—De un sitio donde se quedaron sin el único ejemplar —contestó—. Pero no hablemos de nosotros, ni de tu faja ni de tus frustrados métodos de adelgazamiento. ¿Has empleado el método del tazón diario de guisantes?

—¡Me moriría de hambre! —protestó Nina.

—No, si no tienes que comértelos. Derrámalos por la habitación y luego, sin ponerte de rodillas, recógelos uno a uno…

—Jake —rio la mujer—. te estás ganando el botellazo. Y desde aquí veo a Bob que se está impacientando en aquel rincón.

Jake sacó un billete y lo puso sobre el mostrador.

—Para tu hermana —dijo.

—No tengo hermanas —contestó Nina.

—Un día de éstos irás a un cirujano y sacará dos mujeres de ti. La otra será tu hermana, ¿no?

Elyn rio argentinamente. Jake tiró de su brazo y se la llevó a la mesa donde ya les aguardaba el hombre a quien había citado.

Bob Collins, «El Lince», merecía el apodo. Era un sujeto delgado, de mediana estatura, nariz aguileña y ojos astutos, que no se estaban quietos un solo momento. Jake estrechó su mano y le presentó a Elyn.

«El Lince» contestó brevemente a los saludos. Luego indicó dos sillas.

—Te escucho, Jake —murmuró.

Jake puso la cartera sobre la mesa.

—«Lince», tú me debes un par de favores —empezó.

—Lo reconozco.

—Ahora te los voy a recordar, pero no quiero que trabajes en balde. Por supuesto, es un trabajo honrado.

—Sí.

—Dentro de la cartera hay doscientas fotografías.

A cada una le corresponden dos billetes de a mil solares exteriores.

—Un buen pico —aprobó «El Lince».

—Hay cien mil más. Son para ti, pero quiero resultados.

—¿Qué resultados?

—Tú conoces a mucha gente por… por aquí. Reparte fotografías y billetes. Que busquen por todas partes a los dos tipos retratados. Inmediatamente que localicen a los dos, o a uno sólo de ellos, que me avisen, sea de día, sea de noche.

—Entiendo. ¿Nada más?

—Salvo que es urgente y que aquel que encuentre la primera pista tendrá una gratificación extra de cinco mil, nada más.

«El Lince» abrió la cartera y extrajo una cartulina, en la que se veían juntos los rostros de Uno y Dos.

—Son dibujos —observó.

—Pero sumamente fieles. Por… razones que no son del caso, no se les ha podido tomar una fotografía, fidelísimo.

—Entiendo —dijo «El Lince», volviendo la fotografía a la cartera—. Se hará lo que se pueda.

—Hubiéramos venido antes, pero nos demoró tener que hacer doscientas copias del mismo cliché —explicó Jake innecesariamente.

—Claro. Vete tranquilo, muchacho.

Jake se puso en pie. Elyn le imitó.

En la calle, Elyn dijo:

—¡Qué hombre más parco en palabras!

—Precisamente porque sabe mucho, comprende el valor del silencio —contestó él.

—¿Es un asesino profesional?

—Resulta difícil explicar lo que hace, pero puedo asegurarle que no mata ni ordena matar a la gente.

—Respiro aliviada —sonrió Elyn.

—No trato yo con asesinos —contestó Jake. Y añadió con dureza, pensando en los dos hombres de Lroimos—. En todo caso, lucho contra ellos.

* * *

Elyn se paseaba impaciente.

—Jake —dijo, deteniéndose de pronto—, y han pasado tres días y no tenemos aún la menor noticia de «El Lince».

—Lo sé. —Tendido en el diván, Jake lanzó un dardo y lo clavó a pocos milímetros de la diana.

—¿Y si mientras tanto ellos descifran la clave?

Jake lanzó otro dardo.

—¿Quiere que le sea franco, Elyn?

—Por supuesto.

—Verá, hablando desde una perspectiva terrestre, no me importa que descifren la clave. Tengo la sensación que es un problema de política interna de Lroimos.

—Desde luego.

—Por lo tanto, es un asunto que no me concierne…

El dardo hizo diana. Elyn fue hacia el blanco y lo descolgó de la pared.

—Me está poniendo nerviosa —dijo.

—Jake se levantó, le quitó el blanco y lo colgó del mismo clavo. Luego arrancó todos los dardos y se los puso en la mano.

—Esto es ideal para tranquilizar los nervios —dijo.

—Estábamos hablando de la clave —protestó ella.

—Lo sé, y le dije que es un asunto que no me concierne, pero lo que sí me afecta directamente es haber sido forzado a cometer un crimen. ¡Lo vi con mis propios ojos… me vi a mí mismo sofocando a Tkimos-30…!

Elyn se acercó al joven y le puso una mano en el brazo.

—Cálmese, Jake —rogó—. Usted fue solamente el arma, el instrumento mortífero, tan irresponsable como el cuchillo o la bala. Ellos son los verdaderos autores del crimen, los que imbuyeron en su mente la idea de matar. No se torture más, se lo ruego.

Jake la miró y sonrió.

—Yo me pregunto qué habría hecho si no la hubiese encontrado a usted —dijo.

Elyn movió la cabeza.

—Desde el momento en que Uno y Dos fueron a verle, tenía que encontrarme. Estaba escrito.

—Sí, con trazos imborrables. —Jake se acercó a ella y la cogió por los hombros—. ¿Volverá a Lroimos cuando todo esto haya terminado?

Los labios de la joven temblaron.

—Pues…

Elyn no pudo seguir hablando.

—El visófono —dijo Jake, al oír el sonido del zumbador de llamada.

Soltó a la muchacha, giró en redondo y se abalanzó sobre el aparato.

—Habla Jake Díaz —casi gritó, apenas dio el contacto.

El rostro de un sujeto desconocido apareció en la pantalla.

—Soy amigo de Bob Collins —dijo.

—Comprendo. ¿Algo nuevo?

—Sí, señor Díaz. Sus… amigos están en una casa de campo situada a dos kilómetros al oeste de la Perspectiva Bickrey. Se llega por un camino secundario y la casa es inconfundible: tiene las ventanas pintadas de azul y amarillo. Han querido imitar un estilo centroeuropeo, ¿comprende?

—Entendido. Vea luego a Bob; él le dará de mi parte los cinco mil solares extra.

—Gracias, señor Díaz.

Jake cortó la comunicación.

—Bueno, nos ponemos en campaña —dijo.

Los ojos de la muchacha brillaban.

—Ya los hemos encontrado, Jake —dijo.

—Sí. Y le aseguro que esta vez no me encontrarán desprevenido. —Consultó el reloj—. Son las siete de la tarde; sin correr demasiado, podemos encontramos allí antes de una hora. Otra Cosa, usted viene de Lroimos, un país donde, a lo que parece, el uso de los cronomóviles es más frecuente que aquí.

—Sí, es cierto, aunque su empleo está severamente reglamentado.

—¿Sabe manejarlos?

—Por supuesto.

—Entonces, no se hable más. —Cogió su mano y tiró de ella hacia la puerta—: ¡Al ataque!