II

Al quedarse solo, Jake examinó pensativamente el fajo de billetes que le habían entregado sus extraños visitantes.

Sopesó el dinero. Una fortunita… pero el encargo no tenía nada de fácil.

Debía hallar a los asesinos… pero, ¿no sería mejor encontrar antes a Dikreia-11?

—Y, ¿qué diablos hay en esa caja de caudales que la protegen de tan extravagante manera? —masculló rabiosamente.

No sabía por dónde empezar. De pronto, se puso en pie y caminó hacia un rincón del despacho, donde tenía algo que parecía un enorme armario de dos cuerpos.

En la mitad superior había una gran pantalla lectora. En la inferior una especie de cuadro de mandos, con botones de distintos colores y numerosas lamparitas piloto. Jake tocó unos cuantos botones y luego, con voz clara y distinta, dijo:

—Informe sobre la muerte del ciudadano de Lroimos, Tkimos-30.

La máquina era un transmisor de noticias, con los suficientes circuitos para ir almacenando las más importantes. Un selector desechaba las que Jake no utilizaría corrientemente.

Transcurrieron algunos segundos. Luego, se oyó un altavoz:

—Tkimos-30, de Lroimos, historiador, 50 años terrestre, habitante en Ciudad Capital, fallecido por colapso cardíaco en su domicilio, Avenida de Saturno, 12.379. Fecha del fallecimiento: 9 de abril de 2377.

Jake paró la máquina. No le daría más detalles.

—Colapso cardíaco —murmuró—. Y ellos han dicho que murió asesinado. Claro que un ataque al corazón puede simularse…

Encendió un cigarrillo y se paseó por el despacho, mientras reflexionaba, a veces en voz alta.

—De modo que murió hace casi una semana… y han tardado todo ese tiempo en venir a buscarme… Claro, habrán querido hacerlo por sí mismos y se habrán dado cuenta de que les resultaba imposible.

Miró de nuevo el fajo de billetes.

—Hay como para tomarse unas buenas vacaciones —sonrió.

De pronto, se dijo si le resultaría conveniente visitar el apartamiento donde Tkimos-30 había hallado la muerte.

—No me estorbará —convino al cabo.

Fue a su dormitorio, para concluir su atuendo. Entonces vio en un rincón un impermeable oscuro y unos zapatos para la lluvia.

—Anoche llovía, pero yo no salí —murmuró, mientras recogía las prendas y las volvía a su sitio.

De pronto se quedó parado.

—¿No salí? ¿Y la borrachera que pesqué? En casa no fue, desde luego…

Se sintió muy afligido al darse cuenta de la gran cantidad de alcohol que había ingerido.

—¡Mira que no acordarme de que había salido!

Momentos después, estaba en la terraza de la casa donde vivía. Montó en su automóvil, un pequeño vehículo de dos plazas, y partió de inmediato, por el canal aéreo más corto, en dirección a la Avenida de Saturno.

La ciudad, vasta, inacabable, compuesta por millares de altísimos edificios, entrecruzados por innumerables niveles para la circulación inferior. No tardó en encontrar la casa que buscaba.

Descendió en la terraza. El portero no le puso el menor inconveniente.

Era un rascacielos de doscientos veinte pisos. La terraza medía ciento treinta metros de lado y en diferentes cotas y, lados de su fachada, tenía numerosos accesos, aparte de las puertas situadas al nivel del suelo. La llegada y partida de gravimóviles era cosa normal.

El ascensor le llevó hasta el piso donde estaba el apartamiento que había ocupado Tkimos-30. Metió la mano en el bolsillo y sacó algo que le había hecho un rufián agradecido a un favor que le había prestado en tiempos: una llave universal.

Le habría costado la licencia y un par de años de cárcel, si se la hubiesen encontrado encima. En toda la ciudad, no habría arriba de una docena de llaves universales y todas ellas en manos de las autoridades. Las llaves universales no se podían usar sino con mandamiento de un juez. Si Jake hubiese querido comprarla, suponiendo que hubiera podido hacerlo, la recompensa ofrecida por los de Lroimos, aun siendo exorbitante, habría parecido ridícula.

Entró en el piso sin dificultades. Olía a habitación cerrada.

—Naturalmente, si no está habitado, no funcionan los sistemas de aireación —murmuró.

Empezó a revisar la casa, palmo a palmo, buscando algún rastro del asesino. Uno y Dos ni siquiera sabían quién había podido ser.

Al cabo de una hora, pisó una alfombra y le pareció que había algo irregular debajo. Llevaba un calzado de suela muy blanda y ello le permitió notar el bulto con toda facilidad.

Separó el pie, se agachó, levantó la alfombra y cogió con dos dedos el objeto que había llamado su atención.

Era un vulgar gemelo de oro, con dos iniciales: J. D.

Largo rato permaneció Jake contemplando el gemelo.

Era suyo.

No cabía la menor duda. Seis meses atrás, se lo había regalado un cliente agradecido, con sus iniciales grabadas.

¿Se lo habían robado para dejarlo allí como prueba acusatoria en contra suya?

De pronto recordó la pesadilla que había tenido durante la noche.

Había soñado que asesinaba a una persona. No tenía la menor idea de quién podía ser la víctima, pero se veía a sí mismo tapando la cara del… —¿hombre? ¿mujer? —con algo que le impedía respirar. No había sido un asesinato sangriento ni con detalles morbosos, pero los resultados finales habían sido los mismos: la muerte de la víctima.

Pero él no había conocido jamás a Tkimos-30 ni siquiera había oído su nombre hasta que los de Lroimos fueron a visitarle.

En cuanto al gemelo de oro, sencillamente, no lo usaba. Era un regalo de poco gusto, pero tampoco pudo rechazarlo cuando se lo ofrecieron.

Y ahora aparecía allí… en una casa en la que estaba por primera vez.

¿Era él el asesino?

De pronto, oyó pasos en la estancia contigua.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó alguien.

Jake guardó el gemelo presurosamente.

—¡Eh, oiga! —dijo la misma voz.

Jake dio dos pasos hacia la puerta. Ésta se abrió y una hermosa joven apareció ante sus ojos.

—¡Oh! —exclamó ella—. Dispense si le molesto…

—De ninguna manera —contestó Jake—. Ya me iba…

Ella miró en torno suyo.

—Buscaba al inquilino —manifestó.

—No lo encontrará nunca —dijo Jake.

Los ojos de la muchacha se oscurecieron.

Jake la contempló en silencio. No cabía la menor duda: era de Lroimos.

La tez tostada de su rostro, brazos y piernas, así lo indicaba. Pero si bien la mayoría de las mujeres de Lroimos tenían el pelo intensamente negro, el color del de la muchacha era de un tono leonado, brillante, singularmente atractivo.

—¿Ha muerto? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué le ocurrió?

—Colapso cardíaco.

—¡Cuánto lo siento!

—¿Era pariente suyo? —preguntó Jake.

—No… Simple conocido.

A Jake no se le escapó la leve vacilación de la chica.

—Comprendo —dijo—. Tengo entendido que era un profundo historiador.

—Por eso vine a verle. Yo soy estudiante de Historia Galáctica.

—¿Ha llegado hace mucho de Lroimos?

—Un par de semanas. Pero estuve antes visitando algunos de los lugares más atrayentes de la Tierra. Un planeta muy interesante, señor…

—¡Oh, perdón! —sonrió el joven—. Díaz, Jake Díaz.

—Yo me llamo Elyn Ta.

—¿Elynta? —repitió él.

—No. Ta es el apellido, Elyn es el nombre.

—Entiendo. Bien, creo que no puedo hacer más en su favor… a menos que necesite un guía.

—Gracias —contestó ella—. Tengo buenos libros sobre la Tierra y me gusta ir un poco al azar.

—Como prefiera, señorita.

Ella se volvió para salir. Jake apreció la rectitud de su espalda, la esbeltez de su cintura y la espléndida línea de sus piernas. Aun sin tacones, era casi tan alta como él y no resultaba construida desproporcionadamente, antes al contrario, le pareció llena de gracia y armonía físicas.

—Adiós, señor Díaz.

—Adiós, señorita Ta.

De pronto, ella se volvió y, contemplándole con sus pupilas ambarinas, dijo:

—Aunque, ¿quién sabe? Pudiera necesitar de usted —sonrió hechiceramente—. ¿Quiere dejarme su dirección?

—Muy complacido —respondió él.

Le entregó una tarjeta de visita y Elyn la guardó en el bolso que pendía de su hombro.

—Ha sido un placer —murmuró.

—Mutuo —sonrió Jake.

Pero cuando se quedó solo, abrió la mano y contempló aquel gemelo de oro que, sin duda alguna, era suyo.

¿Era el asesino de Tkimos-30?

* * *

—Eres un inventor pobre, pero honrado y, además, no tienes sentido de la publicidad —dijo Jake.

Pete Douglas llenó dos tazas con agua caliente y las puso sobre la mesa. Luego abrió el tubito de las tabletas de café instantáneo y se lo dio a su visitante para que se pusiera a su gusto.

Jake se sirvió dos tabletas y dos terrones de azúcar. Removió todo con una cucharilla y tomo un par de sorbos.

—Todo eso que me has dicho lo sé: soy nauseabundamente honrado —reconoció Douglas—. Pero tengo alergia a las trampas, de cualquier clase que sean.

Jack terminó su taza de café.

—¿Cómo funciona tu cronomóvil? —preguntó.

—Magníficamente.

—¿Qué hace el gobierno que no te monta una fábrica?

Douglas rio agriamente.

—Cuándo fui a ver al senador de mi circunscripción para pedirle ayuda, ¿sabes lo que me contestó?

—No. ¿Algo gordo?

—Dijo que estábamos en el siglo XXIV y que la época de los brujos y los hechiceros había pasado más de mil años antes.

—Y tú, ¿qué le contestaste?

—De momento, nada. Al día siguiente, le envié una bala de alfalfa.

—Dudo mucho que comprendiera la indirecta —manifestó Jake—. De modo que tu cronomóvil funciona.

—Como un reloj.

—No hagas chistes malos —masculló Jake—. Siendo cosa del tiempo se comprende. Bueno, ¿qué necesitarías para montar una fábrica de cronomóviles?

—Primero, un cronomóvil no es un gravimóvil que lo puede usar cualquiera, métete eso en la cabeza. Solamente podrá usarse en investigaciones…

—¡Pum!

Douglas respingó.

—¿Qué?

—¡Te cacé! ¡Investigaciones! ¡Para eso lo quiero yo, Pedrito!

—Me llamo Pete…

—Lo mismo da. Has dicho investigaciones.

—Sí. Científicas, históricas…

—Y de tipo criminal.

Douglas se quedó mirando a su amigo de hito en hito.

—Olvidaba que tú eres detective privado —dijo—. ¡Pero nunca interviniste en casos de semejante índole! ¡Eso queda para la policía!

—Lo sé.

—Te juegas…

—Me juego la licencia y también algo más, Pedrito.

—¡Qué el diablo me lleve si te entiendo!

—Voy a tratar de aclarar tus dudas —dijo Jake.

—Te lo agradeceré infinito —pidió Douglas cortésmente.

—Con tu cronomóvil, una persona puede desplazarse en el tiempo y en el espacio adonde quiera, ¿no es así?

—El desplazamiento espacial es limitado, pero el temporal puede abarcar muchos miles de años.

—Me conformaré con una semana, Pedrito. ¿Manejarás tú el cronomóvil?

—Por supuesto. No quiero que cometas pifias con una cosa bastante complicada no ya de construcción, que eso se da por sentado, sino de manejo… ¡Eh, estoy diciéndote que sí y…!

Jake sonrió.

—Somos amigos y, entre amigos, no debe haber secretos. —Sacó un puñado de billetes y los puso sobre la mesa—. Una de las cosas tuyas que no constituye ningún secreto es tu falta crónica de dinero.

Douglas suspiró.

—No lo sabes bien —dijo—. ¿Qué más?

—Sencillamente, quiero comprobar, por medio de tu cronomóvil, si es cierto —desgraciadamente, empiezo a pensar que sí— maté a una persona.