IX
Miró hacia abajo. Estaba a varios miles de metros de altura y los objetos de la superficie: Casas, árboles, caminos, etc., aparecían apenas distinguibles.
El gravimóvil estaba detenido. Jake pensó que no podía arriesgarse a descender en pleno día.
Uno y Dos debían de tener secuaces que les ayudaban. Alguno de ellos estaba vigilando la casa. Miró el reloj y se desesperó; apenas habían dado las once de la mañana.
Hasta que llegase la noche, faltaban nueve horas largas. En nueve horas, se dijo, Elyn podía sufrir muchos daños… posiblemente, más mentales que físicos.
Descendió un millar de metros. Estaba a unos dos mil quinientos y no parecía probable que los secuestradores creyeran que él podía llegar durante las horas diurnas, dada la facilidad que entonces tendrían para divisarle.
Muy abajo distinguió una casita rodeada de árboles, con una chispita brillante en uno de sus lados, que debía de ser la piscina de natación. En general, el paisaje era frondoso en vegetación, tanto como rico en cemento en las grandes ciudades.
El principal cuidado del gobierno terrestre era hacer que no quedase un solo palmo de tierra desnudo: cemento o vegetación. No había eriales y, fuera de las ciudades, para compensar la desnudez arquitectónica, se compensaba en una abundante vegetación, adecuada a cada lugar.
Jake decidió descender a un par de kilómetros de distancia. Había más casas en las inmediaciones y ello no extrañaría a los secuestradores, caso de que le vieran, calculó.
Minutos más tarde, el gravimóvil se posaba en el suelo, al otro lado de un pequeño altozano cubierto de árboles y hierba. Jake saltó al suelo y, sin pérdida de tiempo, inició la aproximación a la casa.
Media hora después, tendido de pecho en el suelo, divisó la ambulancia en el patio de la casa. Un individuo se ocupaba en repintarla, borrando el blanco y las cruces rojas.
La casa era grande, de una sola planta, prácticamente tejado y vidrio. Iba a resultar muy difícil acercarse, pensó.
El pintor era terrestre. Un pandillero alquilado, pensó.
—Y es que hay tipos para todo —dijo.
Reptó una veintena de metros y se situó tras un arbusto, a siete u ocho pasos del pintor.
De pronto, se puso en pie.
—Eh, amigo —llamó a media voz.
El hombre se volvió y miró a Jake extrañado.
—Acérquese, por favor —pidió el joven.
El pintor vaciló un instante, pero acabó por acceder. Cortó la corriente que ponía en funcionamiento la pistola de pintar, dejó ésta en el suelo y se acercó a Jake recelosamente, con la mano cerca del bolsillo posterior del mono.
—¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Quién le ha dado permiso para entrar aquí? ¡Esto es una propiedad privada!
—Ya lo sé, pero estoy sin trabajo, tengo hambre y…
El puño de Jake se disparó súbitamente.
Soñó un chasquido. El pintor se derrumbó como una masa inerte.
Jake lo agarró por el cuello y lo arrastró al otro lado del arbusto. Segundos después, salía con el mono puesto y una pistola en el bolsillo posterior.
La pistola disparaba proyectiles paralizantes.
—Se ve que son unos gangsters de buen corazón —comentó.
Llegó junto a la ambulancia. Alguien salía de la casa en aquel instante.
—¡Eh, Tim!
Jake empuñó la pistola de pintar y fingió no haber oído nada.
—¡Tim! ¿Estás sordo? —gritó el individuo.
Se acercó al joven a grandes zancadas.
—¡Vamos, deja eso ahora! ¡Te necesitan dentro de la casa! —exclamó enérgicamente.
—¿Sí? —contestó Jake. Y de pronto, volviéndose, lanzó un chorro de pintura pulverizada al rostro del hampón.
El hombre lanzó un rugido de rabia. Jake tiró la pistola a un lado y mientras el otro intentaba limpiarse la cara, que se le había vuelto azul de repente, le disparó un fenomenal golpe al estómago.
La nuca del hampón quedó indefensa. Jake lo remató con un toque del filo de su mano derecha. Luego, para mayor seguridad, le disparó un proyectil paralizante, como había hecho con el pintor.
Caminó hacia la casa, con la visera de la gorra caída sobre los ojos. ¿Le habrían visto?, se preguntó.
Atravesó el encristalado vestíbulo y vaciló unos segundos. Las habitaciones interiores, por supuesto, tenían mamparos opacos, pero todas las que daban al exterior tenían las paredes de vidrio.
Abrió un par de puertas, sin encontrar otra cosa que unos dormitorios vacíos. De súbito, oyó una voz a sus espaldas.
—¡Eh, usted, venga aquí!
Jake se puso rígido.
Tenía buena memoria auditiva. La voz que acababa de escuchar era la de uno de los hombres de Lroimos.
—Le estamos aguardando —gruñó Uno—. ¿Dónde está su compañero?
Jake se volvió. Ya tenía la pistola paralizante en la mano.
—Durmiendo en el jardín —contestó amablemente, en el momento de oprimir el gatillo—. Lo mismo que su compañero… y lo mismo que usted.
Uno abrió los ojos desmesuradamente, pero apenas si tuvo tiempo de emitir un quejido. La acción del narcótico era prácticamente instantánea.
Jake corrió hacia la puerta, saltando por encima del cuerpo desvanecido del hombre de Lroimos y cruzó el umbral.
Elyn estaba sentada en un sillón, al cual había sido sujeta por unas fuertes ligaduras. Dos se inclinaba hacia ella, tratando de convencerla para que hablase.
Elyn meneó la cabeza. De pronto, vio al joven y lanzó un agudo grito.
—¡Jake!
Dos se incorporó, volviéndose velozmente. Jake cerró la mano izquierda, se la llevó a la boca y simuló el sonido de una trompeta.
—¡Tararí! ¡Llega la Caballería! ¡A… la carga!
Y disparó su cuarto proyectil.
Dos cayó al suelo como un plomo. Jake guardó la pistola y se acercó a la muchacha.
—Me alegro de llegar a tiempo para desatarla del poste del tormento —dijo, sonriendo ampliamente.
Ella sonrió también.
—Tenía razón; querían secuestrarme.
—Ya dije yo que su forma de actuar no era la más adecuada para unos raptores. —Jake hablaba mientras quitaba los nudos—. ¿Dónde está su tía?
Elyn lanzó un profundo suspiro.
—¡Eso es lo que yo quisiera saber, Jake!
Se puso en pie y se frotó las muñecas. Jake estaba atónico.
—¿Cómo? ¿No… está aquí?
—Al menos, yo no la he visto y, por lo que he podido deducir, ellos tampoco.
Hubo una corta pausa de silencio.
—Vamos a registrar la casa —propuso él finalmente.
El registro resultó inútil.
No había el menor rastro de Dikreia-11.
—Estoy segura —dijo Elyn—, que mi tía les dio esquinazo… Bueno —se sonrojó—, hablo ya como una terrestre, Jake. Ella se «olió» lo que iba a pasar y desapareció.
—Entonces, por eso la raptaron a usted, creyendo que habría de saber el paradero de su tía.
—Así opino yo. Bueno, no sé mucho más, porque hace poco que me he despertado, Jake.
El joven reflexionó unos instantes.
—Ese rapto tenía alguna motivación más honda —dijo.
—¿Cuál?
—Recuerde mi detector de mentiras. Se estropeó cuando iba a contestarme a una que le formulé.
—Sí, es cierto.
—Ellos, me refiero a Uno y a Dos, lo saben. Por eso la trajeron aquí. Aparte, claro, de querer que les dijera dónde está su tía.
—Pues lo siento mucho, pero no tengo la menor idea. ¿Qué haremos, Jake?
El joven reflexionó unos instantes.
—Tenemos que averiguar cuál es la respuesta a dicha pregunta —contestó al cabo—. Pero no podemos utilizar mi máquina, porque tiene influenciado uno de los circuitos. Uno y Dos estuvieron allí, previendo que podía venir a visitarme. Luego, cuando se convencieron de que Dikreia-11 no iba a aparecer, la raptaron.
—Entonces, ¿dónde iremos?
—Sé dónde encontrar un detector de mentiras que no puede ser influenciado… pero habremos de ir durante la noche.
—¿Por qué?
—Porque pertenece al gobierno y por el día está funcionando continuamente y muy vigilado, además.
—Entiendo. ¿Nos vamos ya?
—Desde luego.
Elyn dirigió una mirada al cuerpo de Dos, quien continuaba inmóvil.
—Esos le ordenaron a usted que matase a Tkimos-30 —murmuró, estremeciéndose.
—Y lo hice y ya no se puede modificar lo que ha ocurrido —contestó Jake—. Aunque sí castigar a quienes me forzaron a convertirme en asesino.
—¿Ahora?
Jake meneó la cabeza.
—Tenemos algo más urgente que hacer. Por ejemplo, buscar un sitio donde comer. ¡Estoy desfallecido de hambre!
—Pues a mí, el secuestro y, más que nada, el no encontrar a mi tía, me han quitado por completo las ganas de comer.
—Su tía tiene que estar bien —dijo Jake en tono de absoluta seguridad—. Ella no me preocupa en absoluto…, al menos por ahora. ¡Vamos!
Agarró a la muchacha por la mano y salieron de la casa a todo correr. Mientras se dirigían hacia el gravimóvil, Elyn dijo:
—Ha llegado usted a tiempo, Jake. Esos dos tipos tenían que ir ahora a por no sé qué máquina…
—Sí, una que les permitiese explorar su cerebro y sacarle todo lo que tiene dentro. ¿No es cierto que le estuvieron haciendo numerosas preguntas en tono amenazador?
—Sí, pero yo me resistí a contestar.
—En cierto modo, hay que darles las gracias por no haberla torturado. A propósito, ¿tiene usted ropas negras?
—Trajes de fiesta… ¿Por qué lo dice? —preguntó Elyn, extrañada.
—Un vestido de fiesta no sirve. Compraremos lo que yo deseo en una tienda de la ciudad. —La miró de arriba a abajo—. Y le aseguro que quedará guapísima.
Ella se puso colorada, pero no dio ninguna respuesta a las palabras del joven, que le agradaron extraordinariamente, sin saber a ciencia cierta la causa.
* * *
Elyn vestía ahora un traje negro de una sola pieza, cerrado de cuello y mangas, que parecía una segunda piel adherida a sus formas seductoras. La malla tenía una capucha del mismo color, que sujetaba sus cabellos dejando únicamente al descubierto el óvalo de su rostro.
Jake vestía asimismo de negro: «pullover» de cuello alto y pantalones ajustados. Bajo el «pullover» llevaba un cinturón con una linterna y algunos otros adminículos que estimaba podían serle necesarios.
La puerta del edificio estaba vigilada por un guardián que paseaba melancólicamente arriba y abajo. Jake sacó la pistola, apuntó con cuidado y disparó.
El centinela cayó fulminado. Jake corrió hacia él, le agarró por debajo de los brazos y lo arrastró hasta un banco cercano, en el que lo dejó sentado, con la cabeza apoyada en el respaldo.
—Cuando despierte, creerá que se ha quedado dormido —murmuró.
La casa, como departamento oficial del gobierno, destinada a un fin específico, estaba aislada de la cercana avenida, de la que le separaba un amplio espacio cubierto de césped y arbustos. Jake registró al centinela y le quitó un pequeño manojo de llaves.
Momentos después, y tras algunas pruebas, abría la puerta. Cogió a Elyn por un brazo y la hizo cruzar el umbral.
Cerró a sus espaldas. Desenganchó del cinturón una linterna y exploró el ambiente.
—Por allí —dijo, señalando una escalera que conducía al piso superior.
—Parece que conoce bien el edificio —observó ella.
—Sí, estuve cuando solicité adquirir un detector. Primero me probaron con el del gobierno y, cuando estuvieron convencidos de la sinceridad de mis preguntas, me instruyeron en su manejo.
—Comprendo.
Momentos más tarde, estaban en la sala donde se hallaba el detector.
La máquina era enteramente análoga a la de Jake. A una indicación del joven, Elyn se tendió en el diván y dejó que Jake le sujetara muñecas y tobillos.
Alumbrado únicamente por la linterna, Jake puso la máquina en funcionamiento, una vez tuvo dispuesta a la muchacha. Le entregó su micrófono y él empuñó el suyo.
—Elyn, ¿recuerda lo que estábamos hablando cuando se estropeó mi máquina?
—Sí, perfectamente.
La línea amarilla corrió con trazo rectilíneo. Jake sonrió satisfecho.
—Le hice una pregunta —continuó—: Era ésta: ¿Recuerda si antes del viaje a la Tierra, pocos días antes, uno o dos, su tía y usted estuvieron hablando confidencialmente en su casa de Lroimos?
—Espere… Creo recordar…
Jake contemplaba ansiosamente a la muchacha. Por fin, se dijo, iba a confirmar su hipótesis.
Elyn prosiguió:
—¡Sí, estuvimos hablando de…!
¡CRAAASH!
Jake se volvió y contempló con ojos estupefactos la pantalla rota y humeante.
Elyn chilló.
—¡Jake!
El joven cortó la corriente.
—Esos tipos se nos han adelantado de nuevo contestó con acento sombrío.