EPILOGO
Todos los habitantes de Coyote estaban reunidos en la plaza, comentando animadamente los sucesos de la noche anterior. Eran las diez de la mañana, pero nadie había ido a trabajar. Y los de las granjas aledañas, avisados, estaban allí también.
Los cinco granujas que llegaron la tarde anterior Coyote, yacían alineados en el porche de lo de Madison, cinco cadáveres ensangrentados y horribles de ver, pero que eran contemplados con una morbosa curiosidad. Laffey, algo repuesto de su paliza, estaba haciendo mucho negocio mientras contaba lo que sabía de lo ocurrido. Galantemente, omitía ciertos detalles referentes a la viuda Dale. Esta yacía en su lecho, cuidada por su hija y unas vecinas que sólo sospechaban toda la verdad. El sheriff había sido conducido a su casa, limpiado, afeitado por Ah Shing y vestido con ropas nuevas. Ahora estaba acostado en su lecho, en espera de que le terminaran el ataúd.
Matt Blaisdell había desaparecido de la circulación sin que nadie supiera dónde se encontraba. Nadie, a excepción de dos mujeres.
Lena Maxwell salió de su casa y se dispuso a atravesar la plaza. Estaba muy pálida y ojerosa, pero había en sus ojos una extraña luz. Hombres y mujeres, así como los niños, se la quedaron mirando, pero ninguno hizo ademán de acercársele. Se sabía que ella había apuñalado por su propia mano al último de los granujas y todo lo que hizo durante la noche. Pero además, no se había mordido la lengua al juzgar públicamente la conducta de los hombres de Coyote. Y todos ellos evitaban mirarla a la cara.
Entró en el hotel y subió al piso alto, sin entrar en la alcoba donde descansaba la viuda. Allí arriba no había nadie. Llamó a la puerta de la habitación número tres. Una voz varonil le concedió paso.
Blaisdell yacía reclinado en una pila de almohadones, descalzo, pero con los pantalones puestos. Esbozó una seria sonrisa de bienvenida al verla. Ella entró y cerró a su espalda. Luego dejó sobre la mesa el bulto, al parecer de ropas, que traía.
—¿Cómo se encuentra?
—Bien. Y cómodo. Parece que hay barullo en la plaza, ¿verdad?
—Sí. Todo el mundo se ha juntado, ahora que es de día y los bandidos están muertos. Ya dije bien alto lo que opinaba sobre las gentes de Coyote. Le voy a curar las heridas, Matt. Siéntese.
El obedeció. Y mientras ella desliaba los sucios vendajes del brazo, contempló hondamente su rostro, su cabello y su perfil.
—¿Qué piensa hacer ahora, Lena? ¿Quedarse?
Alzando la vista a sus ojos, la joven replicó:
—No. En cuanto entierre a mi tío trataré de vender la casa, recogeré las cosas y me marcharé.
—¿Tiene parientes, alguien con quien ir?
—No tengo a nadie. Mi madre murió hace ocho años, mi padre hace cuatro, los que llevo en Coyote. Mi tío era mi único pariente.
Blaisdell calló unos segundos. Luego dijo, despacio:
—Yo me marcharé esta misma tarde, mientras estén enterrando a su tío. Así me ahorraré palmadas en la espalda, parabienes y todo lo demás.
Ella calló. Y él siguió, al cabo de una breve pausa:
—Pienso atravesar la frontera. Después de lo que hice en Kansas tendré que irme muy lejos, al menos por una larga temporada. Tenía pensado llegarme a Veracruz. Cuando vendí mi rancho puse el dinero a mi nombre, pero ordenando que me lo colocasen allá. No es mucho dinero, seis mil dólares. Sin embargo, tal vez sea suficiente para montar cualquier pequeño negocio que dé para vivir...
Hizo una nueva pausa. Lena había dejado el brazo al descubierto y fue a por la palangana de agua limpia, empapando un algodón en ella. Mirándola, Blaisdell siguió:
—Un hombre es siempre un hombre, en cualquier parte. Y no es nadie cuando cabalga solo por el mundo, sin una mujer que lo espere a la puerta de una casa. Pero cuando se llama Matt Blaisdell y ha matado a muchos hombres, tal vez no tenga derecho a abrigar ilusiones, a pensar en cosas como esas. ¿Usted qué cree, Lena?
Ella dejó de lavarle la herida y le miró rectamente a los ojos, seria, pero con una luz gloriosa en las pupilas.
—El hombre que yo conocí anoche, Matt, se las puede hacer.
El tragó aire con esfuerzo. Y la cogió por un brazo con la mano sana, fuertemente.
—¿Entonces...?
—Ahora te curaré y dormirás. Esta noche, cuando todos se acuesten, tomas tu caballo y haces rumbo al Sureste. En tres jornadas cortas podrás colocarte en Nogales, en la frontera. Espérame allí. Si deseas casarte conmigo, claro...
Con una seria, profunda sonrisa, Blaisdell asintió:
—Nunca hubo nada que deseara con tanto fervor, Lena...
FIN