CAPITULO X

Una vez en el campo libre, Cameron buscó el cobijo de la sombra de un árbol. Apoyando la espalda en él se quitó el pañuelo del cuello y se hizo un torniquete luego que se hubo despojado como pudo de la chaqueta. No fue tarea fácil, ni mucho menos. La bala debía haber partido o astillado el hueso, a medio camino entre el codo y el hombro, saliendo luego y dejando un buen orificio por el que la sangre escapaba a raudales. Sentíase mareado y sabía que se trataba de una herida seria. Si no lograba que alguno de los habitantes de Coyote le echara una mano, su plan de acabar con los vagabundos quedaría deshecho y ellos recuperarían la iniciativa.

Había sido mala suerte la suya al tropezárselos de repente. Y tuvo mucha suerte en hacerlo a una distancia que restó toda eficacia a la escopeta de cánones cortados. La culpa había sido suya, por subestimarlos.

—Hasta las ratas luchan cuando se las acorrala...

Estaba seguro de haber matado al de la escopeta y tal vez alcanzado a otro. Eso significaba que aún quedaban dos sanos y acaso, uno herido. Demasiados, ahora que él tenía un brazo lisiado y un balazo en el cuerpo.

Se apretó cuanto pudo el torniquete, ayudándose con los dientes. Luego dejó el rifle junto al árbol. Ahora no podía usarlo. Su revólver tendría que bastarle.

Recargar el revólver tampoco fue tarea fácil. Una vez conseguido echó a andar de nuevo hacia el interior del pueblo. Calculaba que había pasado cerca de una hora desde que abandonó el campo de batalla al enemigo. Los Grogan lo habrían abandonado, también, a buen seguro, una vez descubrieron su marcha. Probablemente lo sabían herido. Era muy difícil, ahora, adivinar qué actitud seguirían los tres supervivientes del quinteto.

Así, avanzó con el máximo de precauciones. Calculaba que debía estar próxima la medianoche. Parecía mentira que sólo hubieran transcurrido doce horas desde su llegada a Coyote.

El viento había calmado casi por completo. Hacía fresco, casi frío. Por las colinas aullaban los coyotes. Las altas y brillantes estrellas iluminaban vagamente los callejones entre los “adobes”. Todo estaba a oscuras y en silencio en éstos. Y, no obstante, poca gente debía dormir en el pueblo, sabiendo que unos hombres estaban peleando entre sí por las calles y que al menos la sobrina del asesinado sheriff se encontraba en poder de una gavilla de granujas.

De repente, cuando ya llegaba a la plaza, le pareció sentir un ruido. Pegándose a la pared, alistó el revólver. Tendió el oído y descubrió que alguien se acercaba, con premura. Al parecer, una sola persona. ¿Quién sería?

Quien fuese, venía en su dirección. Esperó, conteniendo el aliento. El factor sorpresa estaba de su parte. Si los Grogan lo andaban buscando para rematarlo, al menos éste que venía a su encuentro no lo conseguiría.

El que llegaba no parecía tomar muchas precauciones y sí traer prisa. Dobló la esquina, a dos pasos de Cameron. Y éste iba a apretar el gatillo cuando descubrió que era una mujer.

La mujer se detuvo en seco y emitió un grito entrecortado de pánico. Un instante quedó parada. Luego hizo un gesto de huida hacia atrás...

Cameron la había reconocido. La llamó.

—¡Espere, señorita Maxwell!

Lena cortó su gesto y quedó mirándolo con inmenso alivio.

—¡Usted!

Los dos estaban por igual sorprendidos y aliviados por el encuentro. Durante unos segundos permanecieron asimilándolo. Luego, él la apremió:

—¿Cómo ha podido escapar? ¿Y la .señora Dale?

—La volvieron a capturar. Yo salí corriendo y ellos fueron en otra dirección... ¿Es cierto que está herido?

—Sí. Creo que me han roto un brazo y tengo un balazo en el pecho. Iba en busca de ayuda, sin muchas esperanzas.

Ella estaba pensando aprisa. El hombre que tenía delante podía ser un fuera de la Ley, lo había afirmado; pero era el único que se estaba enfrentando con los asesinos y violadores. No tenía ninguna otra opción.

—En Coyote no hay sino cobardes —jadeó—. Venga conmigo.

Cameron también pensaba aprisa. Era una gran suerte para él que Lena Maxwell hubiera conseguido escaparse. Ella tenía muchos motivos para prestarle ayuda. Y podría curarle las heridas de modo más completo que un hombre.

Caminaron aprisa por la calleja, en silencio, tendiendo el oído.

—¿Cuántos la siguieron?

—Dos. Si conseguimos llegar a mi casa estaremos a salvo.

No hablaron más, conscientes del peligro que se cernía sobre ellos. Y cinco minutos después llegabas a la casa de Lena.

—Dejé la puerta entornada cuando fui detrás de mi tío. Si podemos escurrirnos sin que ellos nos descubran...

—Lo intentaremos.

La plaza seguía silenciosa y a oscuras. No parecía haber movimiento y tampoco luz en el saloon. Avanzaron tan aprisa como pudieron hacia la puerta y no sonó ningún disparo. Lena empujó la puerta, abriéndola, y entró, seguida de Cameron. Luego, la joven cerró y buscó la mano sana de su acompañante.

—Venga. Lo guiaré para que no tropiece.

El obedeció. Y al tomar aquella mano pequeña, fina y fuerte, sintió un calor y una emoción inesperados.

Lena, por su parte, sintió como un escalofrío recorrerle las venas. Y de repente comprendió que se hallaba a solas en su casa con un desconocido que podía ser cualquier cosa, pero, que, indudablemente, era ahora su único sostén.

Atravesaron la habitación principal y entraron en la cocina. Allí, Lena se soltó y buscó a tientas el quinqué, encendiéndolo. La luz llenó la habitación. Rápidamente, la muchacha fue a cerrar la ventana. Luego se volvió a Cameron, que se había dejado caer en una silla, y colocó el brazo herido sobre la mesa.

Vio en su rostro la huella del dolor y el agotamiento, vio la sangre que llenaba la manga de la camisa y la mano, apretó los dientes y dijo:

—Voy a curarlo en seguida.

—Sí...

Cameron la siguió con la vista mientras se movía veloz, aprestando lo necesario. Una muchacha bonita y llena de vitalidad. Ahora, al parecer, se había quedado sola. Y probablemente, los Grogan...

Por vez primera, el pensamiento le dolió en pleno corazón. La pregunta se le escapó casi de manera insensible.

—¿Le han hecho algo los Grogan?

Lena entendió lo que pedía. Volvióse y le sostuvo la mirada.

—No. Estuvieron a punto; pero entonces usted disparó sobre la taberna con su rifle y se olvidaron de nosotras para salir a buscarlo. A quien han ultrajado es a la señora Dale, los muy canallas. Y ahora la han vuelto a capturar...

Cameron sintió un absurdo alivio. El desgarrado corpiño del vestido de Lena le había provocado una gran aprensión. Ella no parecía advertir que llevaba los hombros y parte del busto al descubierto. Vio también la tumefacción de su boca y comprendió que la habían golpeado para reducirla. Algo más en la cuenta de la pandilla...

Lena puso sobre la mesa todo lo necesario para la cura. Tomando las tijeras cortó las mangas de la camisa y la camiseta por arriba y a todo lo largo, dejando el brazo al descubierto. Luego, la boca apretada, desató el torniquete. Los dos contemplaron la tremenda herida.

Los ojos de Lena buscaron los de Cameron.

—Tiene que estar sufriendo horrores...

El tenía la frente pálida y sudorosa, pero esbozó una fría sonrisa.

—No se preocupe. Dese prisa o me desangraré. ¿No tiene algo para beber? Me estoy mareando.

En silencio, ella abrió un armario y sacó una botella y un vaso, llenando el segando.

—Tome.

Cameron lo apuró de un trago. Luego la miró.

—Adelante.

Bebió en la misma botella un largo trago mientras ella le limpiaba los dos agujeros con rapidez y suavidad. Y siguió bebiendo para dominar el dolor, crispado el rostro, mientras Lena le curaba diestramente la herida, taponándola con algodón empapado en desinfectante. Pero no pudo evitar el desmayo.

Al volver en sí, ella terminaba de vendarle el brazo fuertemente, desde el hombro al codo. Le sonrió, seria.

—¿Cómo se encuentra?

—Bien... Es usted una magnífica enfermera.

—Mi padre y mi tío eran sheriffs. Tuve que aprender. Voy a lavarle el brazo y se lo pondré en un cabestrillo.

—Sí...

Lo hizo con la misma diligencia y habilidad. Al terminar, Cameron se sentía algo más repuesto. Apartó la botella, con una mueca.

—No quiero emborracharme. Aún queda otra herida que curar, pero menos sería que la del brazo.

—Dónde?

—Aquí, en el costado derecho.

Lena le desabrochó la camisa. Miró al costado, descubriendo la gran mancha de sangre, alzó la cara y pareció advertir entonces la atención con que era contemplada, porque se encendieron un tanto sus mejillas,

—Tengo que quitarle la ropa.

—Siento proporcionarle tantas molestias, señorita. Maxwell. Además, usted es una muchacha...

—Usted ha estado haciendo algo por mí. Y en cierto modo me ha salvado de algo odioso. No tiene que agradecerme nada.

—Sí, claro...

Ella tomó las tijeras y cortó la camisa por la espalda, echando fuera las dos mitades. Luego hizo lo mismo con la camiseta. El torso viril de Cameron quedó al descubierto y la joven pudo advertir las cicatrices que en él había. Pero las miró apenas, fijándose en la otra herida a curar.

Era casi un arañazo, una herida larga por sobre las costillas, de poca profundidad. Lena la limpió y vendó rápidamente mientras Cameron, más aliviado, no le quitaba ojo. Al terminar, ella se enderezó.

—¿Le importa esperar aquí? Voy a cambiarme de vestido.

—Claro que no.

Lena salió, llevándose el quinqué. En la oscuridad, Cameron alcanzó la botella y bebió otro trago.

Era un hombre de suerte. Había encontrado una excelente enfermera que lo había curado, dejándolo apto para seguir luchando. Había encontrado a una muchacha digna de que un hombre peleara por ella...

En su habitación, y mientras se cambiaba de vestido, Lena estaba pensando en el hombre al que acababa de curar. Pensando en él con una emoción y una intensidad que la asustaban.

Cuando regresó, él seguía donde lo había dejado y la miró de un modo que la turbó profundamente.

—¿Cómo se encuentra usted?

—Mucho mejor, gracias a su cura y al whisky. En cuanto haya descansado un poco proseguiré la caza de esos perros locos.

—No puede hacer tal cosa. Está malherido y ha perdido mucha sangre...

—Lo sé. Pero alguien lo tiene que hacer o ellos terminarán realizando una orgía de sangre y violaciones. Ya se han disparado y nadie los contendrá.

—Usted les conoce, ¿verdad?

—Si.

—Ellos le llaman Blaisdell.

—Es mi nombre. Matt Blaisdell.

—¿Un... bandido?

—No, exactamente. En la actualidad, y según la Ley, un homicida reclamado.

—Oh...

Aquella lenta exclamación impelió a Blaisdell a hablar.

—¿No ha oído nunca mi nombre?

—No. No creo...

—Es probable. Esto está muy lejos de Kansas y Nebraska. Pero soy bastante conocido, y también en Colorado y Texas. No como cuatrero, ni como atracador. He sido sheriff de Mortimer, en Kansas, durante dos años. Y ayudante de sheriff un año en otra población llamada Lasker. Eso fue antes de la guerra. En tal cargo capturé al padre de Lem y Bud Grogan, que fue colgado por abigeato y otras fechorías.

—Usted..., ¿fue sheriff?

—Sí. Como su padre y su tío. Sesenta dólares al mes, riesgo de muerte a diario y ningún apoyo a la hora de jugarse la vida contra los granujas. Un día me harté. He sido también oficial en el ejército federal durante la guerra y ganadero. Tuve un negocio de almacén que quebró porque no sirvo mucho para los negocios de esta clase. He matado a unos cuantos hombres que presumían de malos y de rápidos con su revólver y eso me ganó una fama. Ultimamente poseía un pequeño rancho bastante bueno en Texas. Mi única hermana estaba casada con un granjero en Kansas. Unos hombres llamados Thatcher y Carter se habían enterado de que el ferrocarril iba a seguir determinada ruta. Ellos tenían dinero, influencias y pocos escrúpulos. Comenzaron a desalojar a pequeños granjeros y rancheros de toda una vasta zona, obligándoles a vender barato. Los que se negaban sufrían “accidentes”. Mi cuñado fue uno de ellos. Una noche, algunos enmascarados atacaron su casa y le pegaron fuego. Mi hermana y mis dos sobrinos murieron abrasados.

Calló. Lena Maxwell escuchaba en silencio y crispé la cara al oír lo último.

—Qué horrible...

—Sí. Eran los métodos de unos hombres para enriquecerse aprisa. Cuando supe la noticia vendí mi rancho, coloqué mi dinero a un nombre supuesto en una ciudad donde no me conocían y luego cabalgué hacia el norte. Averigüé cosas porque tenía algunos buenos amigos. Maté a tres hombres que habían tomado parte en el asesinato de los míos. Uno me dijo quién les había pagado. Fui a buscarlo y le saqué los nombres de Thatcher y Carter. Luego maté a los dos.

"Ellos dos eran hombres ricos, influyentes en Independence. Y pagaban a varios guardaespaldas. Pero yo me abrí camino hasta ambos y los maté a balazos cuando estaban celebrando con un banquete la firma de un contrato con los ferrocarriles que los convertía en millonarios. Como es natural, me convertí en un homicida reclamado, aunque les había dado opción a sacar los revólveres que sabía ambos llevaban ocultos. Ellos tenían parientes poderosos, amigos influyentes. Pero yo conocía el Oeste y también contaba con amigos. Ofrecieron diez mil dólares por mi captura. Durante cinco meses he estado huyendo hacia el Suroeste. Seis hombres que manejaban muy bien la pistola y no tenían nada que perder me iban siguiendo el rastro. Al último lo maté a unas doscientas millas de aquí, hace tres semanas. Estoy seguro de haber borrado mi huella. Y precisamente ayer he tenido que llegar a tropezarme aquí con los Grogan, a quienes no había vuelto a ver desde antes de la guerra.

Se detuvo y respiró hondo, añadiendo:

—Esa es mi historia, señorita Maxwell. Por eso ayer le dije que no me metía en asuntos ajenos y que no era un hombre honrado. Estoy reclamado por la Ley. Sin embargo, cuando vi a su tío cometer aquella magnífica estupidez, y luego a usted empeorar las cosas, decidí que no podía alejarme dejando a los Grogan y sus amigos campar por sus respetos en Coyote.

Lena Maxwell había escuchado la terrible historia con silenciosa atención. Ahora habló, lenta y quedamente.

—Y yo se lo agradezco mucho, señor Blaisdell. No sé, no puedo considerarlo un matador de hombres, un outlaw. Usted ha sido sheriff y ahora lucha contra unos granujas asesinos en defensa de un pueblo de cobardes. Es lo que hizo mi padre hasta que lo mataron. Es lo que estaba haciendo mi tío, y ahora está muriéndose allí en la taberna...

—¿Es que no lo mataron?

—No. Pero está muy malherido y lo curaron de cualquier manera. Tampoco mataron a Laffey. En cambio, me da náuseas pensar lo que estarán haciendo a la pobre señora Dale.

—Sí... Pero ya es algo inevitable. Ahora usted está a salvo y yo curado. Voy a ver si consigo acabar con ellos. ¿Sabe si maté a alguno?

—Había un muerto en la cocina cuando nos escapamos. Tropecé con él. Y oí a Lem Grogan decirle al que quedó últimamente con nosotros, el más viejo, que saliera a ayudar a su primo a traer a Bud, su hermano, que venía malherido. También Lem dijo haber recibido un balazo.

—Eso significa que sólo hay dos sanos, uno de ellos Cal Grogan. Bien, iré a por ellos. Usted quédese aquí. ¿Tiene algún arma?

—Tengo. Pero usted no puede hacer gran cosa en ese estado.

Sonriendo duramente, Blaisdell se levantó. Respiró hondo, dominando una sensación de mareo. Luego dijo:

—Se equivoca. Me quedan arrestos suficientes para acabar con esa pandilla de asesinos cobardes.

Entonces, Lena hizo algo. Le puso una mano sobre el pecho y le habló, mirándole a los ojos.

—No se exponga demasiado, por favor.

Ella misma quedó aturdida al darse cuenta del significado de su actitud. En cuanto a Blaisdell, tragó saliva y tardó en responder. Lo hizo con una nota nerviosa en el acento.

—Procuraré no hacerlo, gracias. Y usted no salga de aquí, oiga lo que oiga.

Luego tomó el revólver y avanzó hacia la parte delantera. Pero ella lo detuvo.

—Espere. Por ahí, no.

Apagó la luz y lo tomó otra vez por el brazo sano llevándolo a la puerta, que abrió, saliendo al corral.

—Hay un portillo que da a la calle. Si ésos no andan buscándolo, estarán vigilando la plaza.

—Sí...

Lena abrió el portillo del bardal con sigilo. Oteó la calleja, no advirtió nada y dejó paso a su acompañante. Blaisdell salió. Y escuchó la renovada petición,

—Cuídese...

CAPITULO XI

Cal y Perkins no fueron muy lejos en su búsqueda de la fugitiva. La noche, con su silencio y la temida posibilidad de que Blaisdell no estuviera tan mal herido y anduviese, en cambio, rondando los alrededores, frenó sus impulsos. Además, no vieron ni rastro de la muchacha.

—Puede haberse ido por cualquier camino. Conoce el pueblo y nosotros no. Es mejor volvernos. Después de todo, tenemos a la hotelera...

Era un consuelo, aunque no fuera lo mismo. Cal decidió asentir a lo propuesto por su compinche y los dos pillastres regresaron, encontrando a Lem pistola en mano junto a la desvanecida mujer y a su propio hermano, que también había perdido el conocimiento.

—¿No la cogisteis?

—No le vimos el pelo. Y no nos atrevimos a dejarte solo mucho tiempo. Además, hay que curaros. ¿Está muerta?

—Sólo desvanecida. Maldito seas, Hoosie. ¿Cómo no las vigilaste mejor?

—No podía estar en todas partes y creí que se hallaban bien atadas...

—Está bien, no discutamos. Hay que curar a Bud y también a ti. Voy a sacar del cuarto a esos dos. Ayúdame, Hoosie.

Sacaron sin miramientos a Laffey y al sheriff, que estaba inconsciente y perdía lentamente sangre a través de los toscos vendajes, tirándolos en un rincón del saloon. El tabernero los insultó y Cal, rabioso, le pegó una feroz patada en la boca, haciéndole perder de nuevo el sentido. Luego, el propio Cal llevó al cuarto el quinqué, encendiéndolo y entre él y Perkins trasladaron allí a Bud. La señora Dale había sido vuelta a atar por Lem, pero ahora atándole las manos a los tobillos, por la espalda.

Bud había perdido mucha sangre. Lo curaron como mejor supieron y lo reanimaron con whisky. La herida de Lem no era muy grave, aunque dolorosa; y también había perdido sangre en cantidad. Fue curado asimismo por su primo, mientras que Perkins mantenía una guardia alertada en la parte delantera. La puerta y la ventana traseras habían sido cerradas y atrancadas fuertemente.

Luego, los dos primos salieron al saloon, Cal encendió una cerilla y miró a la mujer caída e inconsciente. Una sonrisa malvada abrió sus labios.

—Tengo una idea. Hoosie, ayúdame a llevarla al cuarto.

Perkins no se hizo rogar. Y entre los dos se llevaron a la desvanecida mujer.

Estuvieron de regreso diez minutos más tarde. Y traían expresiones de regodeo y Cal interpeló a su primo con una mueca soez:

—Si quieres divertirte un poco, Lem, aprovecha la oportunidad. Ya ha vuelto en sí y supongo que querrá darte las gracias por el golpe que le propinaste...

Perkins rió, al parecer divertido. Y fue a tomar la botella de sobre el mostrador, empinando el codo y luego tendiéndosela a Lem.

—Bebe, Lem. Eso te dará energía...

Lem conocía a su primo. Tomó la botella, limpió con la mano el gollete y bebió un buen trago de licor. Luego gruñó:

—Manteneos alerta.

—Descuida. Que te aproveche...

La luz que salía del cuarto apenas alumbraba débilmente una zona del pasillo y el fondo del local, pero era bastante a permitir a los pillastres moverse sin tropezar con sillas o mesas. Llevándose la botella, Lem llegó hasta la puerta y se agarró a la jamba con una mano, contemplando fijamente a la mujer atada de manos y piernas al revuelto y ensangrentado lecho. Una sonrisa torcida, turbia y maligna, entreabrió sus labios...

Bud estaba echado en una silla y mirando también a la mujer. Al ver a Lem sonrió de igual modo, invitándolo.

—Adelante, Lem. Buena idea la de Cal, ¿eh?

—Si —Lem se acercó a él y le tendió la botella—. Toma, pensé que te vendría bien.

—Gracias. No hay señales de Blaisdell?

—Ninguna. Seguro que lo malherimos. Andará huyendo o estará curándose. Luego saldremos a buscarlo, pero con más precauciones que antes. Ahora...

Volvióse a mirar a la mujer que los contemplaba con los ojos dilatados por la desesperación. Y se llevó las manos al cinto...

 

* * *

Una hora más tarde, Lem, Cal y Perkins conferenciaron en el saloon.

—Vamos a salir y a mantenemos apostados alrededor de esta casa. Si Blaisdell no está demasiado malherido o no escapó, tiene que venir. Vendrá, es seguro. Y no debe cogemos aquí dentro. Bud se quedará en ese rincón, con el revólver alistado. Y si Blaisdell consigue entrar le pegará un tiro antes de que pueda descubrirlo. Nosotros vamos a apostarnos en las esquinas y en el corral, en todos los lugares desde donde podamos atisbar su llegada y balearlo. Vamos. Por la parte de atrás.

Regresaron al cuarto y miraron a la mujer desvanecida con muecas turbias. Cal hizo un comentario sardónico.

—Al menos, ésta no escapó.

—Si sabemos hacer las cosas cogeremos también a la sobrina del sheriff. Muerto Blaisdell nadie aquí se atreverá a atacarnos. Vamos, Bud.

Apostaron al herido sentado en el rincón cercano a la ventana, acomodándole la pierna lisiada encima de una pila de ropas de Laffey.

—Ya sabes. Nosotros nos anunciaremos antes de entrar. Si oyes que entra alguien sin hacer quedo el canto del pájaro de la pradera, espera a tenerlo cerca y quémalo. Será Blaisdell.

—Descuidad. Pero confío en que lo cacéis vosotros.

—Ojalá...

La noche seguía calmada y silenciosa bajo las estrellas y se había levantado un viento fresco, poco fuerte. Los tres granujas salieron cautelosamente al corral tras comprobar a la saciedad que nadie parecía estar atisbándoles detrás de las bardas o desde los tejados de los “adobes” cercanos. Lem ordenó a Perkins:

—Agazápate bajo ese cobertizo. Y ya sabes. Tira sobre seguro,

—Seguro que lo haré...

Los dos primos saltaron al callejón y tuvieron un cambio de impresiones.

—Vamos a patrullar el pueblo juntos y con más cuidado que antes. Si anda cerca lo cazaremos.

—Sí...

Echaron a andar, uno por cada lado del callejón, revólveres en mano, alerta al más pequeño ruido sospechoso, sabiendo que el hombre a quien buscaban estaría alerta también y que un descuido significaría la muerte con toda seguridad.

La noche estaba serena. Las estrellas brillaban muy altas en el cielo de añil, los coyotes aullaban en las lomas del desierto que circundaba el valle. El pueblo parecía muerto y deshabitado en la alta madrugada...

Los dos primos recorrieron varias callejuelas sin encontrar ni rastro del hombre que buscaban. Hacía cerca de una hora que abandonaron el saloon. En sus mentes turbias de alcohol, brutalidad y miedo a morir, ansias de matar y recelo, se mezclaba el recuerdo de la viuda. Dale tendida boca arriba en el camastro ensangrentado, atada de pies y manos, amordazada y retorciéndose, con la visión de un enemigo implacable que rondaba aquellas mismas calles tan silencioso y peligroso como la misma muerte.

Habían llegado justo a la parte trasera del hotel. Se reunieron en la sombra y cambiaron impresiones.

—No anda por las calles. Debe de haber huido...

—O no nos lo hemos tropezado. Blaisdell no es de los que huyen después que ha empeñado una partida a tiros.

—Pero si lo malherimos...

—Se las habrá arreglado para que alguien le cure y volverá a buscarnos pelea. Sigamos. Terminaremos la ronda y veremos qué nos...

Se calló en seco. Un disparo de revólver había roto el silencio nocturno. Y casi al instante otros dos que sonaron tan juntos como si fueran uno solo. Luego, el silencio nuevamente. Un silencio terrible.

Los dos primos se miraron, tensos, nerviosos.

—Ha sido en el saloon...

—Sí. Y el primer tiro lo disparó mi hermano.

—¿Crees que Blaisdell lo ha matado?

—Maldito sea, es casi seguro. Vamos allá.

Cal lo sujetó por una manga.

—¡Espera! Si ha matado a Bud queda Perkins. Pero Blaisdell puede creer que todos, excepto Bud, estamos buscándolo. En tal caso se parapetará en el saloon, y si nos ve aparecer en la plaza nos baleará a su gusto. Demos un rodeo y reunámonos con Perkins.

Lem estaba sintiendo la muerte de su hermano, que daba por segura a manos de Blaisdell, como un hierro al rojo. Pero temía a su terrible enemigo lo bastante para aceptar la solución de Cal. Se dejó llevar.

* * *

Dentro de su casa, Madison, que no se había acostado, atisbaba por una ventana a la desierta plaza.

—Siguen tiroteándose, luego Cameron vive... Ojalá termine con todos ellos...

Timmins, en el lecho, se había sentado al escuchar los tiros. Y dijo a su mujer:

—Siguen peleando. Y alguien acaba de morir.

—Si fuera Cameron...

—Esperemos que no sea él...

Merkel, Langdon, todos los demás habitantes de Coyote estaban despiertos en el interior de sus refugios. Y pensando lo mismo. Ojalá no le hubiera tocado caer a Cameron.

En la casa de Merkel, los hijos de la viuda Dale tampoco podían dormir. La niña murmuró:

—Dios mío, que no le ocurra nada a mamá...

—Esos criminales pueden hacerle daño si descubren que está sola en casa, ¿verdad, señora Merkel?

—Tranquilizaos, hijitos. No pueden saberlo y ella habrá cerrado bien para evitar que puedan entrar...

Lena Maxwell había encontrado el revólver de su padre donde lo tuviera guardado, en el fondo de su arcón de ropa. Había guardado aquella arma con odio, porque era una especie de símbolo. Pero ahora la podía necesitar. Era demasiado pesada para su mano, sin embargo. De todos modos, la cargó y empuñó, dispuesta a utilizarla si alguno de los asesinos que estuvieron a punto de ultrajarla volvía a aparecer ante sus ojos.

Con ella en la mano se encontraba parada tras de la ventana de su habitación, completamente a oscuras, mirando hacia la plaza. Hacía largo rato que se marchara Matt Blaisdell, malherido y con un brazo inútil, a seguir luchando con tres o cuatro asesinos sin entrañas en medio de la noche. Y Matt Blaisdell se había convertido de repente para ella en alguien de suma importancia, alguien que merecía el fervor de sus rezos y por cuya vida estaba rezando casi sin darse cuenta.

Oyó el primer disparo y acto seguido los otros dos. Habían sonado allí enfrente, no podía saber si dentro o detrás de la taberna. Luego el silencio...

Su primer impulso fue salir y correr a averiguar lo sucedido. Luego recordó que su irreflexión había dado al anochecer muy malos resultados y aguardó. Se dijo que el primer disparo debía haber provenido de alguno de los granujas ocultos en el saloon y que, por tanto, los otros dos fueron de Blaisdell. Si era así, “él” seguía vivo...

Y entonces vio surgir a dos sombras humanas, furtivas, silenciosas, por la esquina de los Mortimer. Les vio aproximarse lentamente al saloon y supo que se trataba de dos de los bandidos, tal vez tratando de sorprender a Blaisdell.

Alzó el revólver y lo colocó sobre el alféizar. Empuñándolo con ambas manos lo movió, siguiendo a los dos granujas. Y cuando estaban llegando a la otra esquina de lo de Madison, cuando salieron de la sombra del porche y por un momento fueron algo más visibles, apretó el gatillo.