El jinete del bayo se detuvo y echó una lenta ojeada al tablero indicador colocado donde el camino se bifurcaba. Allí, alguien había escrito con pintura negra en la tabla clavada sobre un palo retorcido hincado en la tierra amarillenta:
"A COYOTE, 3 MILLAS"
El jinete se echó hacia atrás el astroso sombrero y oteó el panorama hacia el sudoeste. Vio una inmensidad de lomas onduladas color amarillo rojizo, donde crecían la salvia, el mezquite, las chollas y los “devil fingers” bajo un sol de cobre tan implacable como el mismo infierno.
—Coyote... —repitió para sí—. Nunca he oído hablar de él. Y, por lo tanto, es probable que en él nada hayan oído nunca de mí.
Tras semejante conclusión, tiró de las riendas de su cabalgadura y la metió por el largo y poco transitado sendero.
Media hora más tarde se detenía en lo alto de una de las peladas lomas mirando a sus pies.
Un riachuelo que no debía llevar agua bastante para saciar la sed de un rebano mediano, serpenteaba por el fondo de un valle, marcando su curso con una docena de polvorientos algodoneros, algunos álamos y otros cuantos árboles. La anchura media del valle no excedía de una milla, se encajonaba hacía el nordeste entre dos cerros a unas tres leguas arriba y volvía a estrecharse unas dos más abajo, entre dos lomas abruptas. Todo lo que quedaba encerrado allí era un espacio de tierra más o menos llana, casi toda pelada, salvo unos campos cercanos al río, hacia la mitad del valle, que verdeaban promisoriamente. En medio de aquellos campos había una aglomeración de edificaciones.
Aglomeración era tal vez un eufemismo para designar a Coyote. Fijándose más podían distinguirse unas tres docenas de chozas de adobe agrupadas mal que bien alrededor de cuatro o cinco edificios un poco mayores. Eso, y una docena de granjas esparcidas por el valle, era todo.
El jinete sacó su bolsa de tabaco y escurrió lo que restaba del mismo en la palma de su mano, poniéndose luego a liar calmosamente un cigarrillo corno si el terrible sol de Arizona no le hiciera mella.
—Y esto es Coyote —murmuró—. Por lo menos, no me parece que aquí tendré que preocuparme mucho de mi espalda...
Era un hombre de acaso alguno más de treinta años, al parecer alto, ciertamente ancho de hombros y estrecho de cintura, con el rostro agradable y la piel atezada por vientos y soles. Una barba de varios días, oscura, le cubría cerradamente las mandíbulas. La boca era grande y la nariz más bien larga, un tanto afilada. Sus ojos azul-grises tenían reflejos acerados.
Vestía una chaqueta de piel de ciervo, vieja y muy usada, una camisa azul completamente desteñida por las lavadas y el sol, y unos pantalones de panilla rayada, oscuros, gastados y remendados, cuya parte inferior caía sobre tíos botas de montar también bastante usadas, con medias suelas nuevas. Las espuelas eran de acero bruñido, mejicanas. El cinto ce balas, de color rojo, con hebilla de acero. Cargaba un revólver de cachas negras, calibre 44, y su rodilla izquierda sujetaba la funda de piel de venado de un “Winchester”. Al costado izquierdo llevaba un cuchillo de caza con mango de cuerno, y la reata que colgaba de su silla vaquera era delgada, de fino trenzado. A simple vista, cualquier natural del Sudoeste habría dicho, sin vacilar, que aquel individuo podía ser un vaquero, un cuatrero, un vagabundo..., o un salteador de caminos y Bancos.
El caballo era bueno, pero estaba cubierto de sudor y de polvo y también evidentemente cansado. Su jinete le palmeó el cuello hablándole como» suelen hacer los hombres que viven a caballo.
—Por lo menos, ahí delante habrá un establo, agua y pienso para ti, amigo... Y eso ya es algo. Vamos.
Aquel era un pueblo pobre, sin la menor duda. Bastaba una ojeada para comprenderlo. Los “adobes” medio caían a pedazos. Las cinco o seis casas, mejores no eran, en realidad, otra cosa que vulgares edificaciones de las que abundaban por todos los lugares fronterizos.
En una campaba un rótulo "Madison Store”. En otra se leía: “Albergue de la Frontera". Sobre una tercera se anunciaba: “Laffey's Saloon". Y eso era todo. Las calles eran simplemente espacios de tierra arenosa entre los edificios sembrados a voleo. Cuatro o cinco algodoneros daban sombra a lo que podía llamarse, con buena voluntad, plaza. Cada edificio tenía su propia acera de lascas de roca arenisca rojiza, alzada un palmo sobre el arroyo. La mayor parte de las de adobe, ni eso.
Era cercano el mediodía. El jinete avanzó al paso hacia el interior de la población. No había nadie a la vista. Ni siquiera un alma. En realidad hacía falta mucha necesidad para salir a la calle con aquel sol y el viento reseco que remolineaba la tierra arenosa.
Sin embargo, un chico mejicano de unos diez o doce años apareció por la esquina de un “adobe" y se quedó mirando al forastero con recelosa curiosidad. Este lo descubrió y le hizo señas de que se acercara. El chico no obedeció, pero tampoco huyó.
Acercándosele, el forastero le interpeló con suavidad, en un español bastante aceptable:
—Oye, chico. ¿Hay alguna cuadra en este pueblo?
—Sí, señor. Meramente la tiene ahí delante, al volver esa esquina...
—Gracias.
La cuadra era un cobertizo de adobes con una habitación grande para el dueño y unos establos construidos con adobes y madera de saguaro. Un hombre alto y seco, con unos pantalones sujetos por tirantes, de unos setenta años de edad, con una pipa en la mano y la mirada recelosa, salió al ver llegar al forastero. Este le saludó con suavidad.
—Buenos días. Me llamo Cameron. ¿Podría proporcionarle agua, comida y descanso a mi caballo?
El hombre asintió lentamente:
—Si, si usted tiene con qué pagarlo.
—Espero que usted no sea muy caro.
—Le cobraré cincuenta centavos por día.
—Es un buen precio. Tome un dólar. Por si estuviera aquí dos.
El hombre alcanzó el dólar en el aire, lo examinó y se lo guardó. Luego indicó al recién llegado:
—Acomode su caballo donde guste, Cameron.
—Gracias.
El forastero condujo a su caballo dentro del establo, atándolo en el lugar más resguardado. Luego le quitó la silla. Y comenzó a limpiarlo concienzudamente. Cuando el cuadrero le trajo un balde lleno de agua se lo dio al animal, que lo bebió con ansia. Examinó atentamente la brazada de heno y luego volvió a su tarea. El cuadrero, observándolo rascar al caballo, hizo una observación.
—¿Mucho camino? Parece fatigado el caballo.
Sin mirarlo ni cesar su tarea, Cameron asintió blandamente.
—Los dos lo estamos. Esta tierra es capaz de acabar con cualquiera. ¿Hay algún sitio donde pueda buscar alojamiento para mí?
—Tiene el "Albergue de la Frontera”. Por dos dólares diarios podrá alojarse en él. La señora Dale sirve muy buena comida.
No se habló más entre ellos dos hasta que Cameron dejó listo a su caballo, y entendiéndoselas con su ración de pienso.
Seguía sin aparecer nadie por la calle cuando llegó frente al “frontier Lodge”. En una ojeada había asimilado todo lo que podía averiguarse así sobre el centro de la población.
El interior de aquel edificio resultaba bastante confortable. Se componía de planta baja y un piso alto, todo de adobes reforjados con madera de algodonero y de saguaro. El vestíbulo no era grande, pero estaba adornado por manos femeninas, y también se adivinaba ellas en todo lo demás. Una chiquilla de ojos azules y pelo oscuro, de acaso doce o trece años, vestida de amarillo, le miró con sumo interés, no exento de recelo. Quitándose el sombrero, Cameron le sonrió.
—Hola, guapa. ¿Eres tú la dueña?
—No. Es mi madre. ¿Desea una habitación?
—Lo has adivinado.
Una mujer de unos treinta y cinco a cuarenta años, bastante bien parecida, vestida de oscuro, salió por una puerta sita detrás de la escalera y le afrontó con el mismo gesto receloso:
—Buenos días. ¿Qué desea?
—Buenos días, señora Dale. Si puede ser, un cuarto y darme un baño.
Ella pareció deponer un tanto su reserva.
—¿Tiene dinero para pagar?
—El cuadrero me ha dicho que usted cobra dos dólares por día. Creo que podré costearme la estancia un par de días.
—El baño es aparte. Un dólar.
—Muy bien. Tome usted, aquí van diez dólares.
—No tengo cambio a mano,
—Ya me lo dará luego. ¿Puede indicarme mi cuarto? ¿Podría comer algo?
—Sí, desde luego. Flosie, sube y dale al señor... ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Perdóneme; no me di cuenta. Mi nombre es Cameron, Jack Cameron.
—Bien. Al señor Cameron. Y baja en seguida; hemos de disponer el baño. Cuando se haya adecentado tendrá lista la comida.
Cameron subió con la niña al piso alto y echó una ojeada al cuarto. Era pequeño, pero cómodo y limpio, con un colchón bastante blando en el lecho. No obstante, era evidente que allí no había lujos de ninguna clase,
—¿Es un pueblo alegre éste? —preguntó a la chiquilla mientras dejaba la montura en tierra.
Ella denegó con la cabeza.
—Es de lo más aburrido. Si papá no hubiera muerto de las fiebres hace dos años nosotros hubiéramos seguido a Tucson. Pero así tuvimos que quedarnos.
—Vaya, lo siento...
Una llamada de su madre sacó a la chiquilla de allí. Cameron fue a la ventana, la abrió y echó un vistazo a la calle. Vio al cuadrero encaminarse a través de la plaza hacia un edificio donde había también un rótulo: “Sheriff Office”. Y sonrió.
La bañera era, simplemente, media barrica grande llena de agua. Pero el jabón era bastante bueno, la toalla limpia y el agua tibia. Cameron se limpió a conciencia la suciedad de veinte días de cabalgada por el desierto, y al salir y secarse sintióse más a gusto. Cepilló cuidadosamente sus gastadas ropas antes de volvérselas a poner. Luego salió del cuchitril donde lo habían encerrado y se encaminó al pequeño comedor, una da cuyas cuatro mesas estaba aderezada con su almuerzo, que le sirvió Flosie. Un chicuelo de unos ocho a diez años, evidentemente hermano de ella, miraba desde la puerta de la cocina. Pero no se acercó a su muda invitación. Era indudable que por allí pasaban pocos forasteros.
El sheriff llegó cuando comenzaba a meterle mano a un plato de judías con tocino. Era un hombre ya casi viejo, de largos y caídos mostachos, mirada dura y gran nariz, que lo examinó con atención mientras se le acercaba.
—Usted es Cameron, ¿verdad? —fue su saludo.
El jinete asintió, blandamente:
—El mismo, sheriff. ¿No quiere sentarse?
—Gracias. ¿De dónde viene y qué le ha traído a Coyote?
—Vengo del Norte. Hace un par de meses, un tipo llamado Dugan me jugó una mala pasada. Hablamos cazado caballos salvajes en el Colorado. Reunimos más de un centenar, pero el último día me rompí una pierna. Tuve que quedarme en un poblacho y él siguió adelante con un par de peones contratados. Llevó los caballos a San Luis, y no regresó a darme mi parte. Supe que había venido hacia acá y le sigo la pista.
Era una historia plausible y el sheriff pareció dispuesto a creérsela.
—¿Cómo era su amigo? Me refiero a la pinta.
—Fornido, rubio, con una cicatriz encima de la ceja izquierda. Además le faltaban casi, todos los dientes del lado derecho de la boca.
—No he visto a nadie así. Por aquí pasan pocos forasteros. Este es un pueblo apartado y tranquilo. ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
—Uno o dos días. Mi caballo necesita descanso.
—Bien. Me parece persona sensata. No provoque disturbios.
—No me gustan los disturbios, sheriff.
El sheriff lo dejó y se marchó. En el vestíbulo, la viuda Dale le interpeló en voz baja:
—¿Qué le ha parecido, “Pops”?
—Puede ser cualquier cosa, aunque afirma ir detrás de uno que le robó su parte en una manada de caballos salvajes. Mira a los ojos y no titubea. De todas maneras, no tenemos Banco ni nada que pueda incitar la codicia de un "outlaw”, Sally. Creo que puedes estar tranquila.
En el vacío comedor, Cameron tenía una suave sonrisa pensativa en los labios. Las señas de un muerto pueden ser buenas siempre; al menos para un vivo que huye.