CAPITULO XV
Después de comprobar que Lem Grogan había dejado prácticamente de ser peligroso para nadie, Matt Blaisdell regresó despacio al saloon sin encontrar rastros de Cal Grogan. Atravesó la plaza derechamente y entró en el local, donde las dos mujeres, ya curada la señora Dale y algo más repuesta de su estado de nervios, velaban al moribundo sheriff, al que su sobrina y el tabernero habían llevado al lecho. Lena, también, había intentado contener la hemorragia taponando las graves heridas, aunque bien sabía que nada iba a impedir la muerte de su tío.
Blaisdell se acercó en silencio al sheriff y examinó el trabajo que estaba terminando Lena, la cual, así como la viuda, lo interrogaban con la mirada.
—¿Vive aún?
—Sí. Pero...
—¿Qué fue ese tiroteo?
—Lo que había imaginado. Encontré a Lem Grogan caído en medio de upa calleja y agonizando, con un balazo en el pecho. Ahora sólo queda uno: Cal Grogan.
Las dos mujeres cambiaron una mirada. La viuda inquirió, con voz tensa:
—¿No lo ha tropezado?
—No. Pero lo encontraré. Necesita robar un caballo para escapar. Y sospecho que está muerto de miedo.
Voy a regresar a la calle. Creo, señora Dale, que usted debería regresar a su casa y acostarse. Cierre bien la puerta y no abra si no nos oye a mí o a Lena Maxwell»
Lena apoyó a Blaisdell.
—Sí, Sally. Debe ir a echarse y descansar. Ya ha pasado bastante y no puede ayudarnos en su estado.
La viuda asintió, con profundo suspiro.
—Sí...
—Vamos. La acompañaré.
Salieron despacio, la mujer apoyándose fuerte en el brazo sano de Blaisdell. Pero, ya en la acera, se soltó y dijo:
—Puedo ir sola. Usted necesita tener el brazo libre.
—No creo que Cal Grogan ronde ahora la plaza. Debe sospechar que yo estoy por aquí y creer que he conseguido ayuda de otros hombres. Y sabe que por aquí no hay caballos, que es lo que necesita.
Pero ella insistió y él la dejó hacer. Poco a poco, atravesaron la plaza solitaria bajo el viento y llegaron a la puerta del hotel. Allí, Blaisdell dijo, despacio, a la mujer:
—Ahora váyase a la cama y trate de no pensar en lo ocurrido.
Ella lo miró a los ojos trágicos.
—¿Usted cree que podré olvidarlo nunca?
—Tendrá que hacerlo. Piense que fue una pesadilla. Tiene dos hijos, necesita vivir para ellos.
—Usted me vio...
—Yo marcharé mañana, pasado a lo más tardar. Y no volveré nunca por Coyote. Mi consejo es que venda cuanto pueda y se traslade con sus hijos a una población mayor, donde puedan tener más protección que en ésta.
—Sí... Tendré que hacerlo. Me será imposible permanecer aquí, con el recuerdo de esta noche clavado en la memoria...
Se estremeció con violencia. Blaisdell la sujetó fuerte por el brazo.
—Cálmese. Y ahora...
Se volvió, siguiendo la mirada de la mujer.
Lena Maxwell llegaba a través de la plaza.
—Algo ha ocurrido...
La misma joven se lo comunicó al llegar a su lado, con voz quebradiza, pero con entereza.
—Mi tío acaba de morir.
—Oh...
—Lo siento.
—Ya no hay remedio. He pensado que usted, Sally, me necesitará quizá. Muerto mi tío no me queda nada su hacer en la taberna. Además, Laffey va a cerrar. Si ese asesino superviviente anda suelto por el pueblo siempre estaremos mejor las dos juntas que separadas cada una en su casa.
—Tiene razón. Bien, vayan para adentro y cierren la puerta. Si consigo acabar con Cal, o si descubro que consiguió huir, regresaré a advertírselo. Ahora me marcho.
Lena le puso una mano sobre el brazo sano, mirándole a los ojos.
—Ya sólo queda uno y usted está herido y agotado. No se arriesgue más de lo necesario, Matt.
El le sostuvo la mirada para contestarle:
—No lo haré.
Luego, las mujeres entraron y Blaisdell se metió por el primer callejón, prosiguiendo su caza nocturna.
Lena juntó las puertas y buscó a tientas la llave donde sabía que estaba. La tomó y cerró, echando las fallebas de hierro que la reforzaban. Mientras, la viuda se había llegado al mostrador y encendió el quinqué que allí había.
Se miraron.
—Vamos. La ayudaré a subir y a acostarse.
—Gracias, Lena. Tu compañía me hará mucho bien. Tenía miedo a quedarme sola, a enloquecer...
—Vamos, tranquilícese. Ha debido ser horrible, pobrecilla. Pero ahora casi todos están muertos. Sólo queda uno, y Matt Blaisdell lo matará si se lo encuentra.
—El más odioso, el que más me ultrajó... Créeme, Lena; daría algo por poder pegarle un tiro, por ver correr su sangre y verlo muerto...
—Me hago cargo. Yo pensaría igual de haber pasado por su experiencia de esta noche. Pero ahora vamos, tiene que echarse y descansar.
—No. Vamos primero a comprobar si está cerrada la puerta que da al callejón y la del corral.
—Iré yo. Espere aquí.
Tomando el quinqué, Lena se encaminó hacia la cocina.
Cal estaba curándose aún la herida cuando oyó ruido de voces y el de cerrar la puerta delantera. Tan rápido como pudo apagó la vela que había encendido para alumbrarse, colocándola de modo que no pudiera distinguirse desde fuera, tomó su revólver y se aprestó a escapar hacia el callejón. Pero cuando ya iba a abrir oyó pasos pesados afuera y se quedó quieto, bañado en frío sudor. Le habían descubierto y le iban a cazar allí dentro...
Unos segundos permaneció allí. Luego distinguió el débil resplandor procedente de la parte delantera y las voces de las dos mujeres. Y una súbita idea lo acosó. ¿Sería posible que ellas hubieran venido a refugiarse al hotel mientras los hombres, con Blaisdell al frente, lo buscaban por las callejas? De ser así, aún le quedaba una oportunidad de salvación...
Entonces oyó acercarse pasos femeninos y el resplandor. Rápido, se movió, pegándose a la pared.
Lena venía desprevenida, sin sospechar su presencia. Mas apenas la luz del quinqué alumbró la cocina advirtió los trapos sangrientos sobre la mesa, la botella vacía, y comprendió que allí se habían estado curando los bandidos. Podía ser antes y también ahora. Había señales como si alguien hubiera tenido que dejar repentinamente la cura...
—No se mueva o disparo.
La orden, dicha en tono bajo y ronco, le llegó casi al mismo tiempo. Miró, veloz, y distinguió a Cal Grogan, a un par de metros de distancia y apuntándola.
El siguió hablando, mientras la miraba con ojos de lobo.
—Entre. Y no grite o haga ningún ruido, porque la mataré... ¿Quién más está en la casa?
El cerebro de Lena trabajaba muy aprisa ahora, dándose cuenta del grave peligro en que se hallaba. Contestó con voz baja y tensa:
—La señora Dale ha subido a acostarse. Pero Matt Blaisdell, con otros cuatro hombres que le han seguido, están buscándolo por los alrededores. Si dispara vendrán corriendo y lo cazarán antes de que logre abandonar la casa.
Vio cómo se lo creía. Mientras hablaba, ella había estado mirando fijo a Cal y retrocediendo lentamente hacia el centro de la cocina, cosa que él consideraba conveniente, por lo que no se lo impidió. Ahora, como nerviosa, la otra mano de la joven subió a coger el quinqué. Y sus dedos tomaron el botón que regulaba la mecha.
Cal no lo advirtió. Estaba sopesando la información de la joven. Tal vez no fueran cuatro, pero, desde luego, dos sí habría con Blaisdell. Demasiados, de todas maneras. Y no le convenía disparar. Tenía ahora a las dos mujeres en su poder. ¿Por qué no dejar sin sentido a ésta y...?
—Aún no me han cazado, guapa —gruñó—. Deja el quinqué sobre la mesa. Tú y yo tenemos una partida a medio jugar... ¡Maldita perra!
Lena había hecho girar velozmente la rueda y metió la mecha dentro, soplando con fuerza al mismo tiempo por la boca del quinqué. La llama se apagó casi de golpe. Y la joven, de inmediato, disparó el quinqué contra Cal, que se le echaba encima.
El quinqué le dio en la cara y la cabeza, aturdiéndole y cortándole con los cristales rotos. Le faltó muy poco para disparar. Y no lo hizo porque a su espalda, en el pasillo, sonó la voz súbitamente alarmada de la viuda Dale.
—¿Qué pasa, Lena?
Lena estaba siguiendo su plan de acción. Había saltado para ponerse junto a la mesa y alargó la mano, tanteando hasta atrapar el cuchillo que allí encima viera al entrar. Avisó a su amiga, entonces:
—¡Cuidado, Sally! ¡El está aquí!
Cal maldijo y avanzó, dispuesto a atraparla y castigarla duro, pero sin atreverse a disparar. Le dolían los cortes de la cara y estaba medio aturdido. Cuando su cadera herida chocó contra la mesa volvió a jurar. Oyó cómo Lena se escabullía hacia la puerta y trató de atraparla...
La joven estaba tratando de ganar la puerta, en efecto. Y la señora Dale venía por el pasillo, con lo primero que semejante a un arma había hallado a mano. Un atizador de hierro.
Cal consiguió interponerse entre la puerta y Lena. La muchacha chocó contra él al avanzar cautelosa en la oscuridad. Cal la atrapó por la pechera del vestido y levantó el revólver con intención de golpearle en la cabeza y dejarla sin sentido.
Rápida como el pensamiento, Lena lo sujetó también por la camisa con la mano izquierda y disparó su diestra armada, clarándole el cuchillo hasta la empuñadura entre las costillas bajas del costado izquierdo.
—¡Mal...di...ta!... —barbotó Cal al sentir la hoja de acero -penetrar profundamente en sus carnes. Descargó el golpe, pero su brazo ya había perdido fuerza en el corto trayecto y, además, Lena había tironeado, al mismo tiempo que él mismo, instintivamente, la soltaba para llevarse la mano a la grave herida. La joven recibió el golpe entre el hombro y el cuello, y se tambaleó, con un gemido, cayendo de rodillas y de lado.
Eso la salvó cuando Cal, ya seguro de su fin, disparó sobre ella. La bala le pasó a un palmo de la cabeza. Y el fogonazo descubrió a la viuda Dale dónde estaba el hombre a quien ansiaba matar.
Le vio una fracción de segundo, encogido, sujetándose el cuchillo que tenía clavado hasta la empuñadura, revólver en mano. Y vio también a Lena caída de rodillas y con una mano en tierra. Creyó que Cal la había herido. Alzó la mano con el atizador y lo descargó con toda la fuerza nerviosa que le daba el recuerdo de lo que había sufrido a manos de Cal Grogan y sus compinches.
Cal recibió el golpe en el cráneo. Pero en realidad, estaba ya cayéndose. Gruñó sordamente, soltó el revólver, cayó de rodillas, trató de sostenerse sobre la mano derecha ya de modo inconsciente y luego se derrumbó hecho un ovillo sobre el piso, al lado de Lena.
—¡Lena! ¿Estás herida?
Incorporándose, la joven denegó, mientras se llevaba una mano al punto donde recibiera el golpe.
—No. Sólo mareada. Me dio un golpe en el cuello con su revólver, pero yo le clavé un cuchillo...
—Yo le di en la cabeza con el atizador...
—Espere. Voy a encender...
Un par de minutos más tarde, la luz del quinqué reveló a las dos mujeres, pálidas y alteradas, y a Cal
Grogan caído en tierra entre ellas, con la cabeza abierta y un hilo de sangre escapándole por la boca contraída en el último espasmo de dolor. Había ofendido a muchas mujeres en su vida. Y a manos de mujeres había muerto.