Las dos mujeres cambiaron una mirada aprensiva. La más joven le preguntó:

—¿Por qué no le ayuda usted, señor...?

—Cameron. Por una razón muy sencilla, señorita. Sólo me espanto mis propias moscas.

—Si es usted un hombre honrado...

—Pero es que no lo soy.

—Oh... —ella palideció ligeramente. Y ambas callar- ron mientras Cameron subía la escalera.

Una vez arriba, lo que hizo fue abrir las puertas de las habitaciones donde se alojaba el quinteto. Cuando salió de ellas llevaba los rifles de los cinco.

Subió con ellos al tejado, oculto por un falso frontis en ruinas a quien mirase desde la plaza. El sol comenzaba a rozar las lomas del Oeste, y todo aquel lado del cielo parecía encendido.

Clavando un largo cuchillo entre dos de los adobes de la chimenea, fue metiendo los rifles dentro de ella y los dejó colgados del cuchillo. Luego regresó a su propia habitación, tomó el “Winchester” y descendió a la planta baja, sobresaltando a la señora Dale con su presencia así.

—¿A dónde va usted?

—A cenar, si me la sirven.

—¿De veras cree que esos hombres tratarán de armar camorra y marcharse sin pagar?

—Sospecho que sí.

—Y usted es como ellos...

—Como ellos, no.

—Hum... Dijo a Lena Maxwell que lo era.

—Dije que no soy un hombre honrado. Pero entre los granujas hay categorías. Yo pago lo que adquiero. Y advierto a las mujeres que hay peligro.

—Perdone. Le serviré la cena en seguida...

—¿Quién es esa muchacha, Lena Maxwell?

La viuda le miró con recelo.

—Es la sobrina del sheriff. Hija de un sheriff que murió cumpliendo su deber.

Una leve sonrisa llena de amargura entreabrió los labios de Cameron.

—No lo dudo. Así es como mueren los sheriffs. Sesenta dólares al mes, una estrella de lata y la muerte... Esperaré la cena en el comedor, si no le importa.

Antes de meterse allí echó una ojeada a la plaza. A pesar de la hora no se veía ninguna animación. Pasaron tres hombres, todos ellos mejicanos, astrosos y pausados, mirando hacia la taberna, donde se había encendido una luz. No entraron. También había luz en la oficina del sheriff, pero no se veía a nadie...

“Pops” Martin estaba alistando una escopeta de dos cañones aserrados con manos seguras. Frente a él, su sobrina le hablaba con vehemencia.

—Es una locura y usted lo sabe. No puede enfrentarse solo con esos cinco bandidos borrachos. Llame a los demás, explíqueles lo que ha de hacerse...

—Es inútil, Lena. Conozco mi deber y también a los hombres de Coyote. Ninguno tiene arrestos para la tarea. Lo haré solo.

—Y lo matarán como mataron a mi padre...

—Tengo que cumplir con mi deber.

—¿Pero por qué no trata de reunir a unos cuantos hombres? Eso los asustaría.

—Si yo no consigo asustarles con mi estrella y esta escopeta, nada conseguiré acompañado por un grupo de hombres atemorizados, Lena. Quédate aquí.

Ella conocía a su tío. Era como su padre, un hombre recto y duro, un firme puntal de la Ley. Ningún razonamiento le detendría...

Se quedó parada en el dintel, viéndole avanzar despacio a través de la plaza casi desierta, con la escopeta colgando de su mano derecha. Otros muchos le vieron desde puertas y ventanas. Lo vio Cameron y murmuró entre dientes:

—Un viejo loco. Todos los que nos hemos plantado esa estrella encima alguna vez sólo somos locos... Y ahora lo van a asesinar, por sesenta dólares al mes.

Moone estaba atisbando tras de los batientes. Avisó, con voz silbante:

—¡Aquí llega el sheriff! Trae una escopeta de cañón cortado.

Había una botella vacía sobre una de las mesas, y otra casi mediada. Los ojos de los cinco vagabundos expresaban esa brutal fiereza que provoca el alcohol.

Lem se levantó y los otros le imitaron, sacando sus revólveres.

—Bud, y tú, Carlie, a los lados de la pared. Tú, Cal, a mi derecha. Tú, Hoosie a mi izquierda.

—¿Hay que matarle? Es un sheriff...

—Bastará con inutilizarlo, si se pone agresivo.

Martin llegó a la acera, miró hacia el silencioso interior del local y luego tragó aire, se colocó la escopeta acomodada para abrir fuego y avanzó. Con la mano izquierda empujó las batientes, dando un paso adelante.

Vio a Cal detrás del mostrador, a Lem y a Perkins sentados sobre dos mesas al desgaire. Y también a Bud y a Moone contra la pared, a ambos lados. Se mojó los labios con la lengua, comprendiendo lo difícil d« la situación.

Lem le saludó, con frialdad.

—Hola, sheriff. ¿Se le ofrece algo?

—¿Dónde está Laffey?

—Salió.

—¿Qué le habéis hecho?

—¿Nosotros? Nada.

—¡Mentira!

—Cuidado, sheriff. Se está excediendo.

—Vosotros os habéis excedido. Ya estáis pagando el gasto que hayáis hecho y tomando vuestros caballos. Vamos, soltaos los cintos.

Lem y Perkins se levantaron, despacio. Bud y Moone tenían las manos sobre las culatas de sus revólveres.

—No pensamos hacer tal cosa, sheriff —dijo Lem, ominoso—. Y usted no va a obligarnos a salir de aquí contra nuestra voluntad. Cuidado con lo que hace. Está cubierto y somos cinco.

Bob había sacado su pistola y le apuntaba ya con ella. Al alzar la escopeta el sheriff, Moone le apuntó a su vez. Lem siguió, aunque en su voz se advertía un leve matiz nervioso:

—No sea loco, sheriff. No queremos causarle daño, pero no vamos a dejarnos avasallar por usted ni por nadie. Sea sensato y escúcheme. Tenemos una oferta que hacerle. Hay en el pueblo un famoso pistolero y asesino reclamado en Kansas. Ofrecen por él mucho dinero. Ayúdenos a capturarlo y...

“Pops” Martin estaba pensando muy aprisa. Era solo contra cinco y aquellos cinco habían bebido lo bastante para darse valor. Debían haber golpeado o matado a Laffey. No vacilarían en matarlo si no obraba con cautela. Tenía que ganarles la mano o estaba perdido y con él la población, que quedaría indefensa bajo el dominio de aquella pandilla. Desde luego, ellos también trataban de engañarle con aquella historia, tendente a desviar su atención hacia el otro forastero...

—Tirad las armas y entonces trataremos de lo que sea —dijo, seco—. Lem denegó con la cabeza.

—Ha de ser de igual a igual, o nada, sheriff.

En aquel momento se movieron las batientes, dando paso a Lena Maxwell.

Lem, Cal y Perkins la vieron. Bud y Moone no podían, de momento. Y pensaron que llegaba ayuda para el sheriff. Estaban nerviosos y bebidos. Alzaron sus armas apuntando hacia ella, tapada por los batientes como estaba.

—¿Qué su...?

“Pops” Martin comprendió todo el mortal peligro de la situación y actuó en consecuencia. Dio un salto atrás y apretó los gatillos de su escopeta al tiempo que gritaba:

—¡Sal de aquí!

El doble estampido retumbó en el local y también resonó en la plaza. Martin no había tirado a dar, sino sólo a asustar. La carga de postas pasó por encima de Lem y de Perkins, que se tiraron al suelo mientras el primero y Cal gritaban:

—¡No tiréis, es una mujer!

Pero el aviso llegó tarde, apagado por el estruendo de la escopeta disparada. Bud y Moone hicieron fuego a quemarropa o poco menos...

“Pops” Martin había conseguido a medias su propósito. Empujó hacia atrás a su sobrina, pero recibió ambas balas en el cuerpo. Cayó pesadamente sobre ella, soltando la escopeta. Y la derribó consigo a tierra.

Un instante después, Lem y Cal salían, veloces, revólver en mano, seguidos por Perkins. Bud y Moone, aún desconcertados por el grito que diera Lena al caer, se les unieron.

Los cinco, pistola en mano, aparecieron, oteando la plaza, nerviosos y alerta.

A la luz del crepúsculo, acá y allá aparecieron gentes alarmadas. Mujeres, niños, algún que otro hombre...

Vieron a los vagabundos y se apresuraron a ocultarse. Lem chilló, con voz ronca:

—¡Metedlos dentro!

Lena Maxwell no había perdido el conocimiento al caer. Ahora trató de levantarse, miró a su tío, advirtió la sangre y gritó, con desespero:

—¡Asesinos! ¡Asesinos!

Cal y Bud se echaron sobre ella y la sujetaron, llevándosela para dentro de la taberna a pesar de su desesperada resistencia, mientras los otros tres disparaban varios tiros hacia, los otros edificios. Luego, todos se metieron dentro, y Moone y Perkins corrieron a parapetarse detrás de las ventanas.

Lem se volvió hacia la muchacha que se debatía entre sus captores insultándolos ciega de dolor.

—¡Amarradla y hacedla callar!

—¡Asesinos, canallas, bandidos...!

—¡Ya está bien, gua...! ¡Ay! ¡Cuidado, que muerde! ¡Echadnos una mano!

Entre los tres consiguieron reducirla al fin, no sin en la lucha desgarrarle el vestido malamente. Le ataron las manos y la ataron a una silla, donde quedó, jadeante, roja, despeinada, desafiándoles con la mirada Cal la miró de un modo turbio y luego le acarició la cara y los hombros con una mano.

—Guapa leona...

—¡No me toques, asesino!

—¡Déjala, Cal! Hay cosas más importantes que hacer. Sacad de la puerta al sheriff. Bud, vigila la parte de atrás, no nos vayan a tomar por la espalda.

El sheriff tenía los ojos cerrados y sangraba mucho por ambas heridas. Pero no estaba muerto. Cal lo dijo. Y Lena se olvidó de sí misma.

—¡Cúrenlo, canallas! ¡O morirán todos en la horca!

Era una posibilidad que los vagabundos conocían. Se miraron. Luego, Lem ordenó:

—Moone, Perkins, encargaos de él. Cal, vigila tú la puerta. Y tú, guapa, cierra el pico si no quieres pasarlo muy mal.

Todos obedecieron sus órdenes.