CAPITULO IV
“Pops” Martin le habló al verle entrar.
—¿Ha visto a esos hombres recién llegados, Cameron?
—Sí.
—¿Alguno de ellos es el que usted busca?
—No.
—¿Qué le parecen?
—Morralla. Pero pueden convertirse en peligrosos.
—¡Hum! ¿Usted cree?
—Es usted el sheriff, yo no. Me pidió mi opinión y se la he dado. Póngame un trago, Laffey.
Se encaminó a la mesa situada más al fondo, sentóse de cara a la puerta y se echó ligeramente el sombrero sobre los ojos. Laffey cambió una mirada con el sheriff y luego llenó un vaso, llevándoselo y dejándolo sobre la mesa. Cameron lo tomó y bebió un sorbo del líquido. Luego recostó la silla contra la pared y se puso a liar con calma un cigarrillo.
Cinco minutos más tarde sonaron pisadas fuera, se abrieron los batientes y aparecieron en grupo los recién llegados.
El sheriff estaba con los codos sobre el mostrador, el tabernero a su espalda y Cameron fumando. Ninguno se movió.
Lem Grogan paseó la mirada de uno a otro. Luego, con una mueca, avanzó. Y los demás lo siguieron en silencio.
Se reunieron delante el mostrador, dando cara al sheriff, y sin perdérsela a Cameron. Lem pidió con voz seca:
—Sírvanos, usted. Whisky para todos. Una botella; y también naipes.
El sheriff se movió lentamente. Y habló con severidad:
—Un momento, muchachos. Quiero hacerles unas preguntas.
Mientras Bud y Perkins no quitaban ojo a Cameron, los otros tres encararon al sheriff. Lem inquirió, con ironía:
—¿De veras? ¿Y a qué viene esa curiosidad?
“Pops” Martin apretó el ceño.
—Eso es asunto mío. ¿De dónde vienen, quiénes son y por qué están en Coyote? Contesten.
Los interrogados cambiaron una mirada entre sí. Lem llevaba la voz cantante y contestó, fríamente suave, también despectivo.
—Muy bien, sheriff. Somos vaqueros sin trabajo, vamos de paso y hemos caído aquí por mera casualidad. Ni idea teníamos de que existiera este agujero polvoriento. ¿Satisfecho?
—No del todo. Sin embargo, les daré un margen de confianza. Tengan mucho cuidado con armar peleas. No las tolero. ¿Comprendido?
Con torcida sonrisa, Lem se volvió a su primo y a Moone.
—Ya lo habéis oído. El sheriff no quiere peleas.
Cal esbozó una sonrisa burlona.
—Pierda cuidado, sheriff. Somos muy pacíficos si no se nos buscan las cosquillas.
Martin los contemplaba con el ceño fruncido de malhumor.
—Bien —dijo—. Ya estáis advertidos. Lem, si me necesitas échame una voz. Estaré en la oficina.
—¿Tanto trabajo por nosotros, sheriff! —se mofó
Lem, ganándose una severa mirada.
—Tú y tus amigos tenéis tiempo para echar un trago, comer y forraje. De noche se cabalga mejor por el campo.
—¿Quiere decir que nos echa del pueblo? —silbó Lem, encogiéndose ligeramente.
Cal añadió, a su vez:
—No tiene motivos, sheriff. Y sospecho que tampoco fuerza. De modo que déjenos en paz y nosotros le dejaremos también.
Martin tragó aire. Luego respondió:
—Si no salís de aquí al ponerse el sol veréis si tengo o no fuerza para meter en cintura a un hatajo de vagabundos. Hasta luego, Lem.
Salió, dejando un vacío penoso. Lem se volvió al tabernero, con el ceño hosco.
—Le hemos pedido una botella y naipes. ¿Donde están?
—¿Dónde está su dinero?
Cal disparó su diestra y atrapó al tabernero por la pechera de la camisa, abocándoselo.
—Nos están cansando tantos recelos y malas caras —le dijo—. Sírvenos y cobrarás a su debido tiempo. ¿O prefieres comenzar a cobrar... de otra manera?
Fue a gritar, pero Lem le cortó, con fría advertencia mientras ponía la mano sobre su revólver:
—No haga tonterías. No queremos disgustos, pero si nos provocan vamos a por todo. ¿Comprendido?
Laffey fue proyectado hacia atrás. Tragó saliva y tardó un cuarto de minuto en reponerse. Para entonces, algo ocurrió.
Cameron se tomó su licor, levantándose despacio. Bud y Perkins se pusieron en guardia, echando mano a sus armas, pero sin tocarlas. Cameron no pareció advertirlo. Pasó por su lado lentamente, sacó un níquel y lo tiró sobre el mostrador, diciendo con calmosa sequedad:
—Lo mío, Laffey. Buenas tardes.
Los Grogan y sus amigos se confiaron. En realidad, creyeron que el otro se arrugaba. Lem le cerró ostensiblemente el paso, interpelándolo con petulancia:
—Un momento, Cameron, o como se llame. Tenemos que hablar.
—Tú no tienes nada que hablar conmigo —fue la fría réplica—. Sepárate de la salida.
Lem se engalló. Sus cuatro compinches y él estaban ahora frente a Cameron, a quien la cosa no parecía importar mucho.
—He dicho que tenemos que hablar y hablaremos. No recuerdo dónde he podido ver tu cara y...
Todo fue demasiado rápido. Cameron había quedado frente a Lem, con; Cal a su derecha y Perkins a su izquierda, teniendo a Bob y a Moone un poco a sus espaldas. O sea, que estaba literalmente acorralado. Se movió hacia el mostrador, pareciendo que iba a acercarse allí. Lem y sus compinches vacilaron un instante.
El brazo derecho de Cameron se disparó y su puño pesó con fuerza en la barbilla a Moone, enviándolo al suelo sentado. Una fracción de segundo más y Bob Grogan se vio colocado entre Cameron y sus otros compinches, que ya sacaban sus revólveres entre maldiciones.
Un empellón envió a Bob, aún con el suyo a medio sacar, contra su primo. Y acto seguido todos ellos vieron cómo Cameron pegaba la espalda al mostrador mientras los apuntaba con su propia arma amartillada.
—¡Quietos! Yo mato.
Ninguno de ellos tenía aún fuera su arma, ni siquiera Lem. Se quedaron aturdidos ante la inesperada exhibición de peligrosidad. Una sonrisa fría y despectiva entreabrió los labios de Cameron.
—No os hagáis ilusiones. El sheriff, viejo y todo, vale más que vosotros cinco juntos. En cuanto a mí, no me gusta que los perros me ladren, y menos que me salgan al paso. Alejaos de la puerta y no intentéis ventajas. También soy pacífico si no se me buscan las cosquillas.
—Eres un ventajista —gruñó Lem, titubeando—. Nos has tomado de sorpresa, pero la próxima vez...
—Si tienes alguna duda, sal ahí fuera y te las quitaré. Si no te atreves, aparta a un lado.
Lem se apartó. Y los demás también. A lo largo de su vida habían tropezado con hombres como aquél, que acababa de humillarlos. Y temían enfrentarlos cara a cara.
Pistola en mano, Cameron salió por entre ellos, dominándolos con la mirada. Y ya en la puerta les dijo:
—No intentéis tirarme por la espalda. Os llevo una ventaja y es que os conozco.
Salió. Bob y Cal se lanzaron adelante con sendos juramentos, mientras Moone se levantaba, aún atontado, sacando su revólver. Pero Lem se apresuró a impedir su intento:
—Quietos. Dejadlo ir.
—¿Vamos a tolerar...?
—¡He dicho que quietos! Tú, trae esa botella.
Laffey les había perdido buena parte del miedo y cometió un error.
—Pagad antes o no hay licor. No... ¡Ough...!... ¡Oh!...! ¡Augh...!
Bob, rabioso, se le había revuelto, golpeándolo en la cara y echándolo encima de Cal, que le volvió a pegar. Al instante, los cinco vagabundos, rabiosos cómo estaban, comenzaron a descargar golpes sobre el indefenso Laffey, enviándoselo de unos a otros. El tabernero trataba de gritar, pero le rompieron la boca de un golpe, impidiéndoselo. Trató de protegerse y sólo consiguió ser derribado al suelo, donde le patearon hasta dejarle inconsciente. Entonces parecieron calmarse. Lem se secó el sudor de la frente y habló, ronco:
—Bob, vigila la puerta. Cal, tú y Carlie coged a ese tipo y metedlo donde no pueda estorbar. Luego venid.
Nadie parecía haber advertido. Cinco minutos más tarde los cinco estaban reunidos de nuevo. Perkins había llenado sendos vasos, que tomaron y apuraron. Entonces, Lem habló:
—He reconocido a ese hombre. ¿Vosotros no?
Cal denegó con la cabeza.
—No, Lem.
Bud dijo:
—Yo estoy seguro de haberlo visto...
—Es Matt Blaisdell.
Sonaron dos fuertes tacos de Cal y Bud. El segundo añadió:
—¡Ahora caigo, maldito sea...!
—Sí, lo es. El mismo que capturó a nuestro padre hace doce años. Por eso yo estaba seguro de reconocerlo. Y él, desde luego, nos ha reconocido también.
Hubo un breve silencio cargado de tensión. Perkins lo rompió:
—Matt Blaisdell... ¿No lo estaban persiguiendo por algo que hizo?
—Si. Mató a Sam Thatcher y a Joe Carter, en Wichita, hace cinco meses. Ellos murieron, pero los hermanos y primos de ambos tienen influencia en el Estado y pusieron a Blaisdell fuera de la Ley. Además, mandaron a hombres para capturarlo.
—Blaisdell es una de las mejores pistolas del Oeste. —gruñó Perkins.
Lem le afrontó con furia.
—¿Acaso le tienes miedo? Sí que lo es; pero también un solo hombre y nosotros somos cinco.
—Si nos ha reconocido estará en guardia —arguyó Cal, hosco.
—Claro que lo está. Pero debe pensar que nosotros no podemos recordar quién es. A eso se refería, sin duda. Por eso no le demostré que lo reconocía. Tengo un plan que puede valemos dinero, a más de la venganza. Escuchadme...
Se puso a hablar. Y los otros cuatro de escucharon con atención.