CAPITULO X

Lejos, hacia el Noroeste, aullaba un coyote. Mucho más cerca, el murmullo de las aguas del Arkansas invitaba a dormir.

Pero Conway no tenía sueño esta noche. Llevaba más de dos horas acostado, y sus párpados se negaban a cerrarse. Una rara sensación de recelo le envolvía. Era como un aviso premonitorio de que algo iba a ocurrir aquella noche. Desde la anterior habían tenido demasiada paz. Después de la pelea en el «Firefly», Ashley y sus compinches parecían haberse esfumado en el aire. Y era precisamente esto lo que no le gustaba, aunque sus compañeros creyesen de buena fe que habían ya vencido en toda la línea. No conocían a Ashley como él…

Debía estar tramando algo en alguna parte. Qué, no lo sabía. Tal vez un ataque por sorpresa al campamento… Si así fuese, serían bien recibidos los agresores. Uno de los hombres del «R-7» montaba guardia vigilante, y por orden suya el resto dormía entre los álamos. Junto al fuego, mantas y sombras convenientemente colocados sobre piedras, imitaban bultos humanos, para dar una engañosa sensación.

Era frío el viento nocturno. Tal vez eso le mantenía despierto… Intentó conciliar otra vez el sueño, sin lograrlo. Junto a su cabecera, los revólveres estaban preparados. Allí al lado dormía Leith. Masón un poco a la derecha…, los otros, cerca. Ken estaba de guardia, junto al carro…

La luna se habla puesto un poco antes, pero brillaban claras las estrellas en un cielo limpio. Un sinsonte cantó en la espesura… y sin saber por qué, Jim encontróse pensando en Kay Rutland.

Ella estaría ahora durmiendo tal vez confiadamente, segura de que él, Jim Conway, iba a cumplir su promesa de devolverle el ganado que le robaran. Y Conway sabía que lo haría así… aunque fuese la última cosa que hiciera…

Un rumor leve, como de roce de ropas contra ramas, le envaró de pronto, haciéndole aguzar el oído mientras se incorporaba ligeramente, tomando los revólveres.

Durante un largo minuto, nada oyó. El coyote debió de alejarse. Y el frescor nocturno aumentaba por instantes.

Luego ocurrieron tres cosas.

Volvió a oír el rumor, esta vez distinto, cual si una espuela hubiese tropezado contra piedra, tal vez cincuenta pasos al Norte, entre los árboles. Calló bruscamente el sinsonte, dejando un hondo silencio… y por el otro lado del carro de provisiones sonó un corto y escalofriante «¡Aaagh!», apenas perceptible.

Un segundo más tarde, Conway estaba alerta, de rodillas y acercándose a Leith, al que sacudió.

—¡Chisst! Despierta, Leith.

El vaquero se incorporó rápido.

—¿Qué ocurre? — inquirió en voz baja.

—Creo que estamos rodeados y se han cargado a Ken. Despierta a los demás sin hacer ruido, y que se preparen.

Ahogando un reniego, Leith obedeció, arrastrándose hacia Masón. Conway oyó el susurro de sus voces mientras volvía a su petate, y apretando las mandíbulas examinó sus armas.

Estaba convencido de que allí enfrente, al otro lado de la escasa claridad del fuego, y también por entre los árboles del soto, avanzaban silenciosos y traicioneros los hombres de Floyd Ashley. Aquel sonido ahogado que escuchara al otro lado del carro, sólo podía significar una cosa: Alguien había apuñalado a Ken por la espalda. Quedaban ocho hombres, contándose él. ¿Contra cuántos? Imposible saberlo, ni cuándo o cómo atacarían.

Se agazapó junto al tronco del álamo. Desaparecida la luna, las sombras eran más densas bajo los árboles, pero pudo distinguir las figuras silenciosas de sus compañeros poniéndose alerta para resistir la probable emboscada. Si él no hubiese estado despierto…

Leith se le acercó sin hacer más ruido que una lagartija sobre la arena.

—Todos preparados, Jim — le murmuró al oído—. ¿Por qué crees que nos tienen rodeados?

—Oí algunos ruidos raros. Y mucho me temo que hayan sorprendido a Ken, apuñalándolo.

—En ese caso, no tardarán en atacar, creyéndonos dormidos.

—Eso supongo. Que todos se parapeten lo mejor posible y no disparen hasta tener blanco seguro. Probablemente vendrán por todos lados y tal vez no les engañe nuestra propia trampa.

Leith se volvió a cumplir la orden. Pasaron dos minutos… tres… cinco… Debajo de los álamos, los hombres del «R-7» aguardaban con los nervios tensos el ataque.

El fuego estaba casi apagado, y su débil resplandor contribuía a que parecieran realmente de hombres dormidos los bultos diseminados a su alrededor. Ningún rumor se escuchaba ahora.

Al fin, un hombre surgió por detrás del carro de provisiones. Una figura furtiva, ominosa, avanzando despacio hacia la hoguera, con un cuchillo empuñado en la diestra.

Conway apretó los dientes, pero no disparó. Tenía que haber más asesinos emboscados.

Y así era. Tras la primera figura salieron otras dos. Y al mismo tiempo, oyó distintamente cómo se acercaban más entre los árboles.

El primer aparecido ya estaba cerca de los bultos que fingían hombres durmiendo. Unos segundos más y acaso descubriera la mentira.

Elevó el «Colt» derecho apuntando al estómago del asesino, que miraba recelosamente ahora a todos lados, y apretó el gatillo con fría determinación.

El estampido del arma rompió en pedazos el silencio. El hombre del cuchillo se dobló con un grito ronco, del mismo modo que si una maza potente le hubiese golpeado en el estómago, dio un traspié, soltó el arma y cayó al suelo de cara. En el mismo instante, se armó un estruendo infernal de disparos.

Los otros dos asesinos, tomados de sorpresa, habían vacilado un instante. Luego, ambos retrocedieron hacia el carro, tirando los cuchillos que empuñaban y buscando sus revólveres.

Uno fué cazado cuando aún no había completado el movimiento, por un certero balazo que lo envió al suelo tras haber saltado en grotesca pirueta. Conway disparó contra el otro cuando zigzagueaba encogido, ya casi junto al carro, y le metió una bala entre los omoplatos. El hombre se detuvo en seco, y pareció que lo estiraban bruscamente hacia arriba y atrás. En este momento le acertó otra bala, y se derrumbó como un saco de patatas dejado caer de golpe.

Varias balas zumbaron peligrosamente cerca de la cabeza de Conway, obligándole a tirarse al suelo. Venían, al parecer, de todos lados, confirmando su creencia de que les habían cercado. Y no bajaban de la docena los asesinos.

Oyó quejarse a alguien ahogadamente a su derecha, donde estaba Masón y miró hacia allí. El vaquero se había, sentado, recostándose contra el tronco de un álamo. Ya no disparaba y se sujetaba el pecho con una mano.

Rabioso, Conway buscó enemigos con la vista. Alguien disparaba contra ellos al amparo del carro. No podía verle, pero calculó la posición de sus piernas por los fogonazos, y al hacer un nuevo disparo, envió un par de balas en aquella dirección.

Oyó claramente el reniego del hombre tocado, y su instinto le dijo que acto seguido se agacharía. Así terminó de vaciar el revólver, apuntando a media altura entre el suelo y el fondo del carro. Nadie volvió a disparar contra ellos desde allí.

Parecía como si hubiesen limpiado aquella parte de enemigos. Ahora los tiros venían del soto y los flancos. Una bala aulló junto a su oreja, y algo como un punzón caliente le atravesó la parte alta del brazo, dejándoselo insensible. Rodeó rápido el tronco, escudándose tras él, y mientras recargaba sus armas penosamente, oteó alrededor.

Por lo menos cinco de sus compañeros resistían el ataque, Del otro lado, debían ser casi el doble los enemigos, a juzgar por los fogonazos. No parecía probable que se corrieran de un árbol a otro. Y como les había fracasado el plan, acaso no tardaran mucho en escurrir el bulto.

De todos modos, la situación era demasiado peligrosa para no buscarle una salida cuanto antes. Cercados en tan pequeño espacio de terreno, los enemigos podían concentrar sus tiros contra ellos, causándoles más daño que ellos podían causar. Había que terminar con aquella situación.

Guardándose uno de sus revólveres en la pistolera y empuñando el otro, se corrió hacia Leith.

—¿Cómo anda la cosa?

—Regular nada más. Se han cargado a «Small» Perkins y creo que pocos estaremos sin algún rasguño. Yo llevo plomo en un costado.

—¿Puedes moverte?

—Creo que sí. ¿Para qué?

—Tú y yo vamos a rodearlos por el flanco. Les desconcertará, desanimándolos seguramente.

—Pues andando.

Los dos hombres se arrastraron por entre las hierbas y matas con toda la rapidez posible. El brazo herido le dolía a Conway como mil diablos, pero no tenía tiempo para ocuparse de él. Necesitaban derrotar a los asesinos rápidamente, para no morir todos como ratas.

Las balas silbaban sobre ellos, peligrosamente cerca. Mas, por lo visto, los emboscados no sabían usar la cabeza bastante, ya que disparaban sólo hacia donde se les hacía fuego. Conway sonrió duramente. Pronto se arrepentirían.

Uno de ellos estaba escudado tras un grueso tronco a sólo diez yardas delante. Cinco o seis árboles más allá, había otro. Conway se detuvo, volviéndose a Leith.

—Yo me voy a por el de allá— susurró—. Tú ponte donde puedas ver bien a ese, y no me gastes más de una bala.

—Descuida, que no la gastaré.

Conway se desvió hacia el río, dando un rodeo que le llevó varios metros por detrás del primer tirador, hasta la espalda del segundo, sin que ninguno de ellos, atentos sólo al frente, lo notara. Ahora eran las balas de sus propios compañeros las que silbaban por su lado y tuvo que arrastrarse materialmente, con el revólver amartillado. Tenía una idea y quería llevarla a cabo.

Estaba sólo a tres o cuatro yardas de su víctima, cuando Leith disparó. Oyó distintamente el grito de agonía del bandido cazado, y vió como el otro se revolvía con súbita alarma hacia donde sonara el inesperado tiro. Entonces apuntó a la distante silueta y apretó el gatillo.

Alcanzado en el hombro derecho, el hombre giró sobre sí mismo con una exclamación de dolor. Cinco segundos más tarde, tenía encima a Conway.

El bandido había soltado su arma, cogiéndose el hombro herido con la mano sana. Al ver venírsele encima a Conway intentó recoger el revólver, pero Jim fué más rápido. Su bota derecha pegó duro en el cuello del otro, lanzándolo hacia atrás, y antes que pudiera reponerse, un culatazo en la sien lo dejó inofensivo.

Inmediatamente, Conway disparó hacia los árboles donde se guarecía el resto de los atacantes. Pero ya la pelea estaba decidida. Estos últimos, fracasada la sorpresa y desalentados ahora por el súbito ataque de flanco, decidieron que el lugar resultaba demasiado incómodo para seguir en él. Y tras un corto intercambio de disparos, huyeron hacia el Norte. Cinco minutos después, se oía el furioso golpear de los caballos en huida. Habían dejado el campo libre.

Los hombres del «R-7» se reunieron a la llamada de Conway. Seis en total, con él. Y todos heridos de mayor o menor importancia.

—Pero les hemos dado una buena lección — dijo Leith, con orgullo—. No creo les queden ganas de volver. Lo menos han perdido ocho hombres.

—Y un prisionero. Encended una cerilla, que le veamos la cara.

Uno de los vaqueros obedeció, mientras Conway levantaba el inanimado cuerpo del atacante. Y todos se acercaron a verle.

La luz dió de lleno en una cara pálida, de rasgos duros… y Conway emitió una ahogada exclamación.

Porque el hombre que había atrapado era Dirty Maloney, uno de los que pertenecieron al equipo «Bar Diamond».