CAPITULO VIII

Cesaron en seco todos los ruidos, excepto un rumor de pies apresurados y sillas corridas. En un instante, quedó abierto ancho pasillo hasta un punto del mostrador donde cuatro hombres bebían, en grupo solitario. Los cuatro se volvieron lentos hacia Conway. Eran Ashley, Spud, Matt, y posiblemente el llamado Oaxie.

En medio del silencio, Conway avanzó hacia el mostrador, parándose a cinco metros escasos del pálido Ashley. Los tres pistoleros de éste no se habían movido.

—Ashley, di a tus perros de presa que se aparten a un lado — habló fríamente—. He de ventilar una cuenta contigo.

En vez de hacerlo, Spud y Matt se adelantaron un poco, con gesto hosco.

—Es con nosotros con quienes vas a ventilarla primero, Conway — dijo Spud—. Esta tarde nos ganaste la mano a traición, pero ahora vas a demostrarnos si eres capaz de hacerlo cara a cara.

—Ya me suponía que Ashley es demasiado cobarde para dar la suya. Pero esta vez no va a valerle.

—¡Habla menos, y obra!

Casi en el mismo instante, las manos de ambos pistoleros se movieron veloces a sus costados. Conway, seguro de que sus amigos le guardaban las espaldas, no se había preocupado más que de los dos que tenía delante. Leyó en sus ojos la orden del cerebro a las manos, y movió las suyas una fracción de segundo antes que ellos, disparando desde las caderas.

Un trueno de estampidos repercutió en la sala. Jim sintió pasarle una especie de saeta ígnea entre el codo y la cadera, que le cortó el cuero de la funda del revólver, al mismo tiempo que una bala se clavaba en el suelo junto a su bota izquierda, y otra le mordía en el costado, produciéndole un vivo dolor. Pero vió cómo la cara de Spud se contraía al tiempo que soltaba los revólveres llevándose las manos al vientre y caía de cabeza, mientras Matt tropezaba con algo invisible que le envió hacia atrás, contra el mostrador, desde donde resbaló al suelo lentamente. Y al mismo tiempo, oyó a su espalda las voces enérgicas de sus amigos.

—¡Quietos todos!

—¡Que nadie se mueva!

Ni Floyd ni Oaxie lo habían hecho. El primero porque, con toda evidencia, no esperaba aquel resultado. El segundo, por una inexplicable apatía, que contrastaba con el acerado brillo de sus ojos color pizarra.

—Un buen trabajo, Conway — dijo con voz fría y sin mover las manos de los bolsillos de su cinturón.

Conway le miró.

—¿Quién eres tú?

—Me llamo Glenn Oaxie. Tal vez hayas oído hablar de mí.

—Seguro. Y te creía uno de los hombres de Ashley.

—Lo soy.

—¿Por qué, entonces, no has intentado «sacar»?

—Creí que esos dos se bastarían para liquidarte.

—Ya has visto que no…

—Sí. Y también que alguien te puso sobre aviso. Me alegro de ello.

Su afirmación resultaba, cuando menos, sorprendente. Así lo debió imaginar Ashley, ahora pálido de rabia y miedo.

—¡Mátalo, Glenn! ¡Para eso te pago!—rugió.

—Me pagas para que te proteja, Floyd — fué la helada respuesta—, pero no tienes dinero bastante para hacerme disparar contra un hombre a traición. Ya te lo dije. No me has hecho caso… y mira el resultado.

La voz de Leith se alzó a espaldas de Conway.

—Estaban esos dos apostados ahí, Jim. Yo liquidé al de la cicatriz cuando te disparaba, y Ken al otro.

Conway se encaró con Ashley.

—Vigilad a Oaxie vosotros. Floyd, no sólo eres un estafador, un ladrón y un cobarde, sino también un asesino traicionero. Te prometí hacértelo pagar si jugabas una mala pasada a Kay Rutland, y se la jugaste. Ahora te voy a sacar la piel a tiras. ¡Oaxie, levanta las manos!

—¡Mátalo, Glenn!—chilló Floyd.

Pero el pistolero movió las manos hacia arriba, lentamente.

—No soy un suicida, Floyd. Ahora es de ellos la ventaja. Así que apechuga con tu parte.

—¡Cobarde!

Se ensombreció la cara del pistolero ante el insulto

—Cuando haya ajustado cuentas con Conway, iré a pedírtelas de esto, Floyd — dijo suavemente.

Conway se guardó los revólveres, tomando el látigo que le alargaba uno de sus compañeros, y avanzó hacia Ashley. Este se encogió, llevando la mano a su revólver, pero en el mismo instante que lo empuñaba, el látigo silbó en el aire como una serpiente furiosa, y su punta se le enroscó en la mano haciéndole gritar de dolor y soltar el arma, que rodó al suelo. Casi en el acto volvió a silbar la delgada tira de cuero, cruzándole la cara y arrancándole un aullido. Saltó de costado, protegiéndose como podía con las manos alzadas, e intentó recuperar su revólver. Un nuevo latigazo, enroscándose a su pecho, se lo impidió.

—Voy a cumplir lo que te prometí, Ashley — advirtió fríamente Conway, mientras le azotaba—, y vale más no te hagas ilusiones.

—¡Me las pagarás! ¡He de…! ¡Ay!

—¡Quieto todo el mundo! ¡Quietos, he dicho!

Deteniéndose en su tarea, Conway se volvió hacia la puerta.

En ella estaba el sheriff con uno de sus ayudantes. Y ambos empuñaban sendos rifles, con los que cubrían el local.

—¿Qué pasa aquí?

—Una agradable reunión familiar, sheriff — dijo sarcástico, Oaxie, mientras bajaba las manos, apoyando los codos en el mostrador—, que, como de costumbre, has venido a estropear.

Eckman enrojeció, adelantándose con el arma preparada.

—¿Quién mató a esos hombres?

—Yo mismo.

Los ojos de Joe Eckman se fijaron coléricos en Conway.

—¿De modo que tú? ¡Te dije…!

—Lo que usted diga o deje de decir, es cosa que me tiene sin cuidado. Esta es una ciudad donde uno ha de arreglar sus asuntos por sí mismo, pues la Autoridad es sólo un fantasmón con pocas ganas de complicarse la vida. Tengo algo que arreglar, y lo estoy haciendo a mi manera.

—¿Ah, sí? Pues vas a saber quién manda aquí. ¡Tira ese látigo, y andando para la prisión!

.Una sonrisa helada curvó los labios de Conway.

—¿Quién me va a llevar allí, y por qué?

—¡Yo te llevaré! ¡Y por asesinato!

—No desbarre, sheriff. ¿Por qué no pregunta cómo fué la cosa?

Eckman parpadeó. En realidad, no estaba seguro de pisar terreno firme ni tenía madera de héroe. Se encaró a la concurrencia.

—¿Alguno de vosotros puede decirme la verdad de lo ocurrido?

—Yo mismo te la diré, Eckman — habló un viejo ganadero de grises mostachos y firme voz—. En realidad, no puede decirse que hubiese ningún asesinato…, más bien una trampa fallida. Ashley se la tenía preparada a este muchacho, él se sabrá por qué. Había apostado dos hombres a los lados de la puerta, y tenía a Oaxie y a esos dos del suelo con él. Todos sabíamos que este muchacho había lanzado un reto y esperábamos se presentara a cumplirlo, como lo ha hecho. Cuando entró, preguntó por Ashley bien alto, pero esos dos se pusieron por medio y echaron mano a los hierros. Entonces los de junto a la puerta, intentaron «madrugar» a traición a los recién llegados. Alguien se lo impidió, dejándoles secos en buena hora. Y añadiré que de todo el grupo, sólo uno se portó decentemente: Oaxie.

—Gracias, viejo — dijo, burlón, el pistolero.

—No hay de qué. No me gustan los pistoleros, pero nada tengo contra los que pelean dando la cara. En cuanto a los que recurren a traiciones… — escupió despectivo hacia el lívido y silencioso Ashley— cuanto antes los barran de Hutchinson, antes se convertirá la ciudad en un sitio decente.

—Nadie te ha preguntado tu opinión, Sheldon — gruñó el sheriff, ganándose una mirada fulminadora del veterano.

—Ni yo necesito que me la pidan para darla, Eckman — replicó agriamente—. Sé bien dónde me aprietan las costuras desde hace mucho tiempo, y te voy a decir otra cosa. Si intentas detener a este muchacho por lo de ahora… bueno, creo que la ciudad habrá de elegir pronto un nuevo sheriff, lo que, después de todo, no estaría nada mal.

Sonaron algunas risas en la concurrencia que volvieron a sacar los colores al indigno representante de la Ley.

—Siempre tuviste suelta la lengua, Sheldon.

—También las manos, Eckman. Y si quieres comprobarlo, no tienes más que tirar ese rifle.

—¡Basta ya! Andando todos para la prisión. Allí resolveremos este asunto. Que alguien cargue a los muertos.

Pero la resolución estaba ya tomada. Nadie le hizo mayor caso, y tuvo que contentarse con lanzar una sarta de amenazas verbales que los interesados oyeron como quien oye llover. Se limitaron a acompañarle a la oficina, para la formalización del atestado.

—Este Eckman no es el sheriff que precisa la ciudad, desde luego — comentó el viejo Sheldon, cuando salían de allí—. No sé en qué pensaba la comunidad cuando lo eligió.

—¿No estará confabulado con los tipos como Ashley? — sugirió Jim.

—¿Quién, él? Es demasiado flojo para eso. No, simplemente se trata de un hombre a quien le viene ancho el cargo.

—Pues ese es un mal asunto para todos…

—Desde luego. Bueno, yo me voy. Y ustedes harán bien en abrir los ojos allá en su campamento. Ashley no es hombre que deje impune una faena como la que esta noche le han hecho.

—Estaremos alerta. ¿Qué me dice de Oaxie?

—Que es muy rápido y sin nervios. No se equivoquen por lo de esta noche. No teme a nadie. Pero es un asesino limpio.

—A usted puede causarle disgustos su actitud…

—Ninguno. Ashley es lo bastante listo para saber que el día en que se meta conmigo, será el último que pase en Hutchinson. Aunque, de todos modos, no creo pasen muchos ya. Le han puesto demasiado en evidencia.

En el hotel, y mientras Kay Rutland le curaba tas dos leves heridas de bala, Jim Conway le hizo un somero relato de lo sucedido.

—Con esto creo que le hemos metido el resuello en el cuerpo, Kay. Ahora lo pensará un poco antes de mover el ganado, sabiendo que nos opondremos.

—Sin embargo…, otra vez puede no tener tanta suerte.

—En ese caso, será azar del juego. Ahora váyase a dormir tranquilamente. Nosotros nos volvemos al campamento.

Pero él mismo no estaba tan tranquilo como quería aparentar. Lo demostró al llegar al campamento. ,

—Muchachos, Ted y Deuce ya están vengados. Pero no creemos por eso que ya está todo hecho. Ashley no dejará el golpe sin respuesta. Le va en ello la reputación.

—¿Crees que nos atacará?

—Seguro. Esta noche, mañana…, no puedo saberlo. Pero lo hará. Así es que, en adelante, montaremos guardia y tendremos los ojos bien abiertos. No combatimos contra gente leal, sino contra traidores. Y esos no dan la cara.