CAPITULO IV

El carro de provisiones del «R-7» llegó a Hutchinson al día siguiente, a media tarde.

La ciudad se hallaba enclavada en el centro de una gran planicie, como colgando de la línea férrea igual que una cuenta de un hilo. El ancho Arkansas pasaba junto a ella, hinchado por las lluvias recientes y sólo cruzado por el puente del ferrocarril. La ciudad quedaba al norte del río, y los corrales y vías de empalme al sur, siendo allí donde reinaba día y noche un pandemónium de ruidos.

El incesante mugir de miles de cornilargos encerrados en estrechos corrales, parecía ir subiendo de tono por instantes, y a esos mugidos se sumaban los agudos gritos de los vaqueros. Oíase también el silbar de las máquinas y los chirridos de los vagones al tomar los desvíos. Sobre todo aquello, el polvo se elevaba en densas nubes.

El carro avanzaba bajo los quemantes rayos del sol. «Happy» Tom, con los ojos un poco inflamados, trataba de observarlo.

—¿Cómo puede resistir un hombre tanta confusión? — murmuró.

Y Conway repuso mordazmente:

—Eso es algo que Deuce Harlow podrá acaso decir. Yo habría podido ser de alguna ayuda para ustedes, pero cada vez que abro la boca, él me ordena cerrarla.

—Sí, eso es muy de Deuce — asintió «Happy»—. Es un poco cabeza dura, y no lo sabe. Crea que me gustaría ver que Miss Kay no le escucha tanto… Lo que ahora me preocupa es saber dónde vamos a encerrar a nuestros animales. No me parece que sea posible meter una cabeza más en estos corrales…

—No lo parece — convino Conway —Los del ferrocarril no hacen distingos, desde luego. Se tiene el nombre en la lista de embarque y cuando llega el turno se hace la carga. Un buen comprador se ocupa de todo esto para el que vende. Si no…, bueno, hay que esperar turno, llevando el ganado al otro lado de las vías, junto al río. Se desmejora mucho, pues no hay pastos buenos como no se retrocedan quince o veinte millas. Las cosas son así.

—No sé, realmente, lo que hacer — dijo «Happy», rascándose la cabeza—. No soy nada más que un cocinero y encargado del carro de provisiones. Nada sé de estos inconvenientes…

Conway puso una mano sobre el hombro del afligido «Happy».

—Esto es lo que puedes hacer, viejo. Yo retrocedería hasta la manada y diría a la gente cómo están las cosas. Luego podrás dejar que Deuce se inquiete… Y ahora, yo me voy a ir después de darte las gracias por haberme traído. Y añadiré que es un placer estrecharte la mano.

—Bueno, muchacho — repuso «Happy», sintiéndose algo afectado—. No fué nada lo que hice. Mucho me gustó haberte conocido. Hasta la vista, y suerte.

—Igual te digo, viejo. Cuida de Miss Rutland.

Mientras «Happy» hacía doblar a sus caballos, llevando el carro de nuevo hacia el Sur, Conway rodeó los corrales de embarque, esperó a que cruzase una larga hilera de vagones cargados, y luego siguió por la vía, dirigiéndose hacia el «ferry» y tomando pasaje en él para la otra orilla.

Revuelto con una multitud de gente, vaqueros recién llegados en su mayor parte, miró desde la borda el paso de las pardas aguas. Iguales a aquellas eran las que estuvieron a punto de acabar con su vida, allá en el Little Canadian… ¿Dónde estarían Linton y los otros ahora? Tal vez en Hutchinson averiguara algo. Tenía algunos amigos en la población…

El «ferry» atracó a la orilla, y el torrente de pasajeros se volcó sobre ella, diluyéndose entre la muchedumbre que iba y venía a lo largo del muelle y en la ancha calle principal. Por todas partes se notaba gran animación y movimiento, y el bullicio era enorme.

Conway caminó con ojos bien abiertos, buscando por doquier a Linton, o cualquier otro del equipo «Bar Diamond». Pero no vió ni rastro de ellos.

Cansado y decepcionado, se dirigió al «Longhorn Hotel», donde conocía a uno de los camareros, para solicitarle unos informes. Y cuando atravesaba el vestíbulo, alguien le llamó fuerte desde atrás.

—¡Hola, Jim! ¿Cuántas cabezas traéis tú y Butch Deering para mí en este viaje?

Volviéndose rápido, Conway vió a un hombre delgado y pelirrojo que le miraba sonriente entre la nube de humo de su cigarro.

—¡Ed! — exclamó, sonriendo a su vez—. ¡Ed Bantry! Caramba, la misma persona que estaba deseando ver! Tengo cosas que contarte, Ed.

Bantry notó que Conway iba desarmado, y la expresión preocupada de su rostro.

—Vamos a mi pieza — indicó—. Allí podremos hablar tranquilos.

Una vez en ella, Conway hizo el relato de cuanto le había sucedido.

—Tal es la situación, Ed — terminó—. No hay que agregar que no puedo aceptarla. Haré lo imposible por recuperar el ganado y el dinero. Además, voy a hacer que tanto Linton como el resto de ese equipo de ladrones pague sus cuentas. Pero es el caso que ahora estoy sin un centavo, y…

Bantry estaba ya llevando una mano a su bolsillo.

—Quieres decir que no tenías dinero — le atajó, sacando una abultada cartera—. Toma, aquí van quinientos dólares, con lo que podrás comprarte lo necesario y poder descansar y comer durante algún tiempo. Si necesitas más, ya me lo dirás. Y si me necesitas para alguna otra cosa, no tienes más que hacérmelo saber. Hasta ahora, no he visto animales con la marca «Bar Diamond» en los corrales desde que llegó el arreo anterior. Es muy posible que Linton y sus secuaces estén reteniendo el ganado lejos de la ciudad en espera de algún comprador astuto y poco honesto. También puede ser que deriven al Oeste y carguen en Dodge City: pero entonces yo habría visto la marca al pasar los trenes por aquí. Y no es probable que los lleven a Hays, Ellsworth o Abilene con el río tan crecido, aparte de que teniendo ganado «caliente» en sus manos es difícil que se expongan a perder tanto tiempo, a menos que tengan otro recurso. No creo que hayan acampado por las cercanías.

—No me importa el lugar ni la distancia en que se hallen — dijo sombríamente Conway—. Seguro que daré con ellos. Te devolveré esto, Ed, en cuanto me sea posible.

—No te preocupes por eso.

Dos horas después, Jim Conway se sentía como un hombre nuevo. Había estado en la peluquería y en un almacén donde compró un par de «Colt» calibre 44 y un buen rifle. Esto, junto con un sombrero, botas y ropas nuevas, lo llevó a una habitación trasera del hotel que tuvo la suerte de alquilar, y tras haber tomado un baño caliente y vestir las nuevas prendas, se dispuso a la gran tarea que le esperaba.

No se hacía muchas ilusiones acerca de lo que pudiera acontecer. Nick Linton, a no dudarlo, se habría buscado el apoyo de alguna banda de malhechores para la realización de su gran robo. No podía pensar en hacer llegar la noticia a Roswell para que le enviase ayuda, pues el amor propio de Conway se sublevaba a la sola idea. Roswell le había designado como capataz. La responsabilidad de cuanto había ocurrido era, pues, sólo suya. O cumplía, o no, con la misión que se le confiara.

Tampoco existía posibilidad alguna de que la Ley le ayudara. La Ley, en los alrededores de Hutchinson, y aun en la misma ciudad, era papel mojado. Cierto que había un sheriff, llamado Eckman, pero Conway recordaba que no era más que un muñeco. No, no podía contar con nadie… excepto, acaso, Ed Bantry.

Estuvo probando sus nuevas armas, sopesándolas y viendo cómo funcionaban, hasta adquirir seguridad en su manejo. Y cuando algo más tarde descendía al piso bajo, se encontraba listo para cualquier cosa… menos para encontrarse con Kay Rutland.

Y allí estaba ella, parada junto al escritorio, hablando con el empleado. Y tanto su actitud como la del mismo empleado hicieron que Conway se parase en seco, aguzando el oído.

—¿Qué quiere decir usted…? — estaba preguntando ella—. ¿Dice que… que este cheque no es bueno?

—Justamente eso, señora. Aunque hubiera estado firmado por un comprador solvente como Ed Bantry, yo no habría podido canjeárselo. Nosotros no disponemos de tanto efectivo en la oficina. Pero tratándose de la firma de Floyd Ashley, yo no lo cambiaría ni por diez centavos. Alguien debió haberla advertido a usted, señora

Conway notó cómo la joven palidecía intensamente.

—¿Eso significa que… Mr. Ashley es…?

—Un granuja exactamente, señora—repuso firme el empleado—. La firma de ese Ashley o su palabra… no valen un fósforo apagado en esta ciudad. Mucho lo siento…

La joven so volvió, arrugando un trozo de papel entre sus dedos nerviosos. Y entonces, Conway echó a andar hacia ella.

—No destruya eso, Miss Rutland — le dijo—. Acaso más tarde pueda servir.

Kay Rutland levantó hacia él sus ojos preñados de lágrimas.

—¡Us…ted! ¡Oh!…

Ella agachó la cabeza, avergonzada y abatida.

—Y no le hicimos ningún caso… ¡Qué tonta he sido!

Estaba moralmente deshecha por el inesperado golpe. Conway vió las lágrimas resbalar por sus mejillas… y se prometió a sí mismo que Floyd Ashley había de pagar caro por ellas.

—Bueno, eso ya está pasado. Ahora hay que buscar el remedio. Y ese cheque puede servirnos de algo.

—¡Pero el empleado acaba de decirme… que no vale nada

—En cierto sentido… así es. Pero en otros no. No lo destruya. Jamás vi en mi vida un sujeto de tan mala calaña como ese Ashley que, tarde o temprano, no se cocinara en su propia salsa.

Ella continuaba con la cabeza gacha mordiéndose los labios, y Conway la oyó murmurar:

—¡Oh, padre mío… padre! ¿Qué es lo que he hecho? Confiaste en mí, y te he desilusionado. ¡Cuando esto significaba… tanto!

—Cálmese usted — exhortó él, tomándola por un brazo—. Sí, tiene que calmarse. Acaba de llegar después de un largo y duro viaje, Miss Rutland, en el cual ha demostrado tener mucho coraje…, tanto como el que más. Ahora ha cometido un error… Bueno, eso es cosa que todos hacemos alguna vez. Yo mismo cometí uno cuando me salvaron allá en el Little Canadian. Así es que no va a dejarse abatir por ello. Vamos a charlar un rato de este asunto. No va a tardar en sonar la campanilla para la cena, y mucho me gustaría cenar con usted si no la molesta. ¿Qué le parece?

—Yo… no podría comer ahora — pudo contestar ella—. Me ahogaría…

—No va a ser así — trató él de consolarla—. Y tal vez yo pueda hacerle ver todo el asunto bajo un aspecto muy diferente en media hora más. Ande, venga.

Sin esperar su respuesta, la condujo al salón comedor del hotel, hacia una pequeña mesa colocada en un rincón apartado.

—Anímese — insistió, mientras la hacía sentar. Sonrió mirándola, y se acomodaron a la mesa—. Bien, ahora permítame ver ese cheque.

Ella se lo tendió por encima de la mesa, y Conway le echó un vistazo.

—¿Conque quince mil dólares, eh? Esto significa que Floyd Ashley le ofreció veinte dólares por cabeza…

—Dijo él — asintió Kay Rutland, limpiándose los ojos de llanto — que eran dos dólares por cabeza encima de los precios corrientes, pero que esperaba una subida en el mercado, antes de que los animales llegaran a San Luis…

—La treta más vieja en los libros de Floyd — observó Conway, irónico—. Y eso que él tiene muchas. Me imagino que habrá recibido su factura de venta…

—Sí, se la entregué. ¡Qué tonta he sido! Y eso después que usted me advirtió… ¡Y ni Duce ni yo quisimos escucharle!

Jim le devolvió el documento.

—Guarde esto, Miss Rutland. Quizá podamos negociarlo con Floyd a cambio de su factura. Ese ganado no saldrá de Hutchinson por algunos días. Son muchas las manadas que se hallan delante en la lista de embarques, y tendrá que esperar. Mucho me va a agradar ver a Floyd con las orejas bien estiradas hacia atrás, y creo que esta es una buena oportunidad. De forma que no debe sentirse tan apenada por haber sido engañada suciamente. Igual me pasó a mí. Escuche…