CAPITULO II

Le pareció como si estuviese saliendo de una espantosa pesadilla. A sus oídos llegaba el mugido de los cornilargos y murmullo de voces. Algunas manos estaban tocándolo.

—Probablemente — dijo alguien — pertenece a un equipo que ha estado cruzando el rio aguas arriba. Es difícil de creer… aún está vivo… ¿Qué habrá sucedido?

Oyóse otra voz seca, pero musical.

—Llevadle al carro, envolvedlo en mantas y hacerle beber un poco de whisky y café caliente.

Se sintió levantado y conducido hacia algún sitio, y poco después oía el chisporrotear de los leños en et fuego, experimentando la sensación agradable de las mantas con que lo cubrían. Luego, alguien le puso en los labios una taza, haciéndole beber un trago de whisky que quitó el sabor de agua fangosa de su boca y garganta, seguido por unos sorbos de café caliente, después de lo cual le envolvió una ola de sueño.

Cuando despertó, experimentó una extraña sensación de azoramiento. Incorporóse sobre un codo y el esfuerzo le hizo emitir un gemido. Tan doloridos tenía todos los músculos. Todo en torno suyo era obscuridad, la obscuridad de la noche. Percibió el ruido sordo y continuo de la lluvia, pero él estaba seco y caliente. Sobre su cuerpo, en lo alto, se tendía el toldo de lona de un carro.

Sentía la mente pesada y nublada. No le parecía que valiera la pena entregarse a divagaciones, y así volvió a hundirse entre las mantas, dejando que el sueño le envolviera de nuevo.

La próxima vez que despertó, era ya de día. Una mañana húmeda y gris. Alguien le estaba sacudiendo, teniéndolo cogido por un hombro. Al abrir los ojos, vió una cara barbuda, del color de una silla vieja de montar, en la que brillaban dos ojos azules.

—Ciertamente debiste tener una ruda lucha con el Canadian, ¿eh, compañero?—dijo el de la cara barbuda y ojos amistosos—. Al primer vistazo que te eché, creí que estabas listo. Pero aparte de un chichón en la nuca, pareces estar bastante completo y si te sientes con fuerzas, podemos andar un poco, hasta el desayuno. Miss Kay y los muchachos se fueron ya con la manada. Tú podrás seguir conmigo en el carro de las provisiones. Vamos a ver si puedes vestirte…

—Creo que sí podré — contestó Conway, buscando una sonrisa—. Y voy a hacerlo.

Le costó algún trabajo, no obstante, pues se sentía como si hubiese sido apaleado de pies a cabeza, pero luchó para ponerse las ropas que se habían secado junto al fuego, y una vez vestido, se sintió mucho mejor, casi en estado normal, aparte de una cierta rigidez en los miembros. Mientras, el cocinero había ido a buscarle el desayuno y le trajo un buen trozo de jamón frito, pan caliente y café humeando, que le devolvieron todas sus fuerzas.

—Bien, compañero, ¿qué tal te sientes ahora?

—Completamente nuevo. ¿A quién debo agradecer todo esto? Yo soy Conway, Jim Conway, del Concho.

—Y yo, «Happy» Tom. Chócala… Bueno, pues creo que principalmente a Kay Rutland, porque todo esto es suyo y nosotros formamos su equipo. ¿Y cómo fué, compañero, que te apresó el río?

Jim contrajo el rostro, mirando por la abertura del carro a través de la lluvia incesante.

—Estábamos conduciendo una manada, aguas arriba —explicó—. Las cosas se pusieron malas al llegar a la mitad de la corriente, perdí mi caballo y me vi arrastrado por el río y obligado a pelear con él. Aun no puedo comprender cómo me venció.

—Has tenido de veras suerte, sí, señor. El Canadian es cosa seria cuando crece. Ibais hacia Kansas. ¿Verdad?

—Justamente. ¿La manada de ustedes halló un buen vado?

«Happy» Tom mordió un pedazo de tabaco de mascar, lanzando luego un diestro salivazo sobre un guijarro con increíble puntería.

—Sí. No creo que hayamos perdido ni una cabeza — dijo, sonriendo—. Tuve un poco de trabajo con este carro, pero al final, todo se arregló bien. Espero que no tengamos otras aguas malas que cruzar.

—Aún queda el Cimarrón, que siempre es bastante malo y más en esta época.

—¡Hum! Parece que has hecho otras veces esta ruta.

—Este es mi tercer viaje.

—Ya… Bueno, tenemos que ir en busca de la manada. Esta maldita lluvia no lleva trazas de parar.

Entre ambos hombres engancharon el tiro al carromato, y luego, con el toldo de lona como protección contra la lluvia, emprendieron el camino hacia el Norte, siguiendo las huellas de la manada. Conway había visto grabada en uno de los tablones del carro la marca «R-7» y como unas dos horas más tarde alcanzaron la retaguardia de una manada que llevaba la misma marca. Cuatro jinetes la iban arreando y uno de ellos se acercó al carro, mientras «Happy» Tom lo detenía.

—Este es Jim Conway, Miss Kay — manifestó—. Dice que ha andado antes por estos lados y me parece que podrá dar todos los detalles respecto a esta senda.

Ella estaba bien plantada en su montura, recta y vigorosa, con un «slicker» amarillo que le llegaba abotonado hasta el cuello. Del ala de su sombrero goteaba la lluvia, cayéndole gotas por las curvas de su cara tostada, una cara que expresaba determinación y firmeza, sin dejar por ello de ser muy femenina. Sus ojos pardos eran claros, grandes, de firme mirar. Y jugosa y pequeña su boca.

—No es mucho lo que se necesita saber, aparte la distancia — dijo, con voz armoniosa.

—Bueno, pues… según a dónde se dirijan ustedes.

—A Hutchinson

—Hasta allí, quedan aún sus buenas trescientas millas. Hay que atravesar el Cimarrón y luego algunos ríos pequeños. También puede que encontremos partidas de indios.

—No nos asustan.

—Entonces, creo que es cosa de un mes de camino, con algunos buenos pastizales a lo largo de él. Pero puedo decirle, Miss Rutland, que nos hallamos sobre el más condenadamente malo de todos los caminos.

Ella sonrió, y la sonrisa dió luz a su rostro.

—No es malo saberlo — dijo—. ¿Cómo se siente usted?

—Bastante bien. Si pudiera disponer de un caballo y una montura, un impermeable y un sombrero, mucho me gustaría pagarles mi deuda ayudando a llevar el ganado hasta Hutchinson.

—No es necesario. Tengo bastantes vaqueros. Pero usted podrá ayudar a «Happy» a preparar el campamento y hacer acopio de leña para el fuego.

—Lo haré con mucho gusto.

—Entonces, voy a regresar con el ganado. Con esta lluvia será mejor que interrumpamos la marcha y aprovechemos el descanso para secarnos.

Alejóse ella, y «Happy» volvió a empuñar las riendas, disponiéndose a adelantar a la manada. Al hacerlo, Conway calculó que no pasarían de setecientas cincuenta cabezas. Y Kay llevaba con ella diez hombres.

—¿Qué hay de Miss Rutland, «Happy»?—pregunté al cocinero.

Este sonrió, haciéndole un guiño picaresco.

—¿Te ha gustado, eh, compañero? Pues espera a verla sin impermeable. Pero no hay nada que hacer, te lo advierto…

—No me refería a eso. Quiero decir a lo de dirigir una manada. Es muy poco frecuente que una chica conduzca ganado por la senda, capitaneando un grupo de vaqueros.

—Bueno, es que tú no conoces a Miss Kay. Es tan buen jinete y sabe tanto de cornilargos como el que más.

—Pero, aun así, resulta raro. Es puesto para un hombre, no para una muchacha, por entendida que sea.

—Te diré una cosa, compañero. Ningún capataz de la ruta se hará obedecer de sus muchachos como Miss Kay de los suyos. Su padre sabía lo que estaba haciendo cuando le confió el ganado.

—No lo dudo. ¿De qué parte son?

—Del condado de Burnet. Su padre tiene un buen rancho cerca del lago Buchanan y algunos miles de cornilargos. Hubiera venido él mismo, o desde luego, su capataz Mac Clinton, pero ambos resultaron malheridos en una pelea contra los hombres de Sam Pass, que asaltaron el Banco de Burnet hace diez semanas. Y como el dinero hacía falta, consintió en que su hija subiera con el ganado a Kansas.

—¡Ajá!—Conway se quedó pensativo. Recordaba haber oído hablar del atraco de la banda de Sam Bass al Banco de Burnet. Y aquella muchacha había partido con una manada casi por las mismas circunstancias que él, aunque con mayor suerte—. Pues me alegraré de que puedan conducir su ganado sin tropiezos y obtengan un buen precio por él.

—Eso esperamos. La verdad, creo que al viejo le hace falta. Algo de un préstamo o cosa así.

Al mediar la tarde, cesó la lluvia, pero el cielo continuó nublado y amenazador. Llegaron a un trozo de terreno liso y con abundante pasto, donde «Happy» detuvo el carro y se dispuso a preparar la cena.

—Tú puedes ir recogiendo leña, compañero. Cuando llegue el ganado quiero tener preparada a los muchachos una buena comida.

Conway asintió, poniéndose a recoger ramas secas bajo los diseminados algodoneros. La tarde anterior, en el río, había perdido los revólveres. Y en las bolsas de su caballo «Cherokee» llevaba varios cientos de dólares para los gastos, dinero que le diera John Roswell para abonar los jornales de la gente cuando llegasen a Abilene y atender a otros gastos pequeños. También eso estaba perdido.

Pero lo peor de todo era la pérdida de la manada. En su primer viaje por la senda como capataz de ruta, había perdido todo cuanto se le confiara, un fracaso completo. Y todo ello porque no fué lo bastante astuto como para pesar correctamente las malignas intenciones de Nick Linton.

No era suficiente excusarse diciendo que había sido víctima de una faena traidora. Cuando uno conducía reses en calidad de capataz, se sobreentendía que iba a llevarlas hasta el final, pasase lo que pasase. Las excusas no podían ser aceptadas. Eran los resultados lo que había de tenerse en cuenta. Y el suyo no podía ser peor.

Conway conocía bien cómo eran Abilene, Hays, Hut-chinson, Ellsworth… Poblaciones montadas sobre las rutas del ganado, con docenas de manadas que iban y venían y miles de cabezas que se cargaban en los trenes. Ciudades bulliciosas, llenas de dinero y de toda la desordenada licencia y violencia que brindan el mucho dinero derrochado por cow-boys que llegaban hartos de las penalidades y peligros de la ruta. Llenas también de esos buitres humanos que siempre se congregan en tales lugares para aprovecharse de la ignorancia de los demás y hacérsela pagar bien cara. Ciudades llenas de tugurios, tabernas y saloons, de hombres reclamados por la justicia, pistoleros y ladrones, compradores de ganado honestos… y de los otros, y todo cuanto se pudiera uno imaginar.

Muchos eran los compradores en cualquiera de aquellas ciudades, que no vacilarían un instante en hacer negocio con reses robadas, siempre que pudieran sacar una buena ganancia con la transacción. Y Nick Linton lo sabía también. Tanto él como el resto del equipo sabían que era fácil encontrar un mercado clandestino para la manada procedente de robo… Y esto es lo que harían. Llevar el ganado al punto más cercano, dar con el necesario comprador, hacer el trato, cobrar el dinero y desaparecer. Entonces ya nunca más se volvería a saber en Texas de ellos. Estaba fuera de toda duda que creerían a Conway ahogado… y con motivos. Pues sólo un milagro podía hacer que un hombre que había perdido su caballo saliese con vida de las turbulentas aguas del Little Canadian. Y habiendo sido golpeado hasta quedar sin sentido, como ellos pensaban, que saliera con vida sería un verdadero imposible. Ciertamente, a estas horas le daban por muerto y en adelante obrarían partiendo de esta seguridad.

«Bueno — se dijo Conway amargamente, pensando en ello—. En la actualidad, estoy muy lejos de ser un cadáver y tanto Linton como los demás, vais a tener tiempo de comprobarlo antes de que termine con vosotros».

La manada llegó al llano en medio de la penumbra, llenando el aire de mugidos. Y el cansado grupo de vaqueros, tras hacerlos tender para la noche, se reunió junto al carro cocina, devorando las provisiones como lobos hambrientos. Luego, tras de ellos, partieron para la primera guardia y el resto se acomodó alrededor del fuego, fumando y bebiendo café.

La mayoría eran hombres jóvenes y curtidos, aunque un par de ellos pasaban la treintena. Todos se portaron con él de un modo entre curioso e indiferente, aunque no hostil. Por su parte, Conway procuró mantenerse en lo posible fuera de su círculo.

«Happy» le había presentado al grupo cuando llegaron.

—Muchachos, este es Jim Conway, un buen nadador.

—Yo creí que se llamaría Jonás — dijo un jinete joven, de cara risueña, alargando la mano—. Cuando le encontramos junto al río parecía un pescado sucio. Me llamo Baker. Estos son Deuce Harlow y su hermano Ted. Aquel de allá, tan largo y lleno de huesos que el impermeable parece colgar de una percha, es «Fatty» Skelton.

De esta guisa, Conway los fué conociendo a todos y estrechando su mano. Luego volvió a repetir su historia acerca de cómo cayó al río. Y después de un rato de charla, los cansados vaqueros comenzaron a alejarse del fuego, buscaron sus mantas y se acomodaron para descansar. Las jornadas de la ruta eran demasiado duras para entretenerse y perder sueño.

Jim tuvo tiempo de sobra para pensar en Kay Rutland. En toda su experiencia a lo largo de años en las rutas, esta era la primera vez que recordaba haber visto a una mujer conduciendo una manada de vacunos. Resultaba más extraordinaria la cosa viéndola desprovista del impermeable y el sombrero, sentada junto al fuego con las piernas cruzadas y el limpio pelo castaño enmarcando su rostro atractivo. Era muy joven… y ciertamente, muy bonita.

Su principal confidente y al parecer el segundo en el mando, era aquel muchacho de anchos hombros llamado Deuce Harlow, que se sentaba junto a ella y con quien cambiaba de vez en cuando frases en voz baja. Deuce tenía algo de tosco, pero no podía negarse que sus negros ojos, su mentón prominente y la línea de sus labios denotaban cierto temperamento.

«Happy» Tom, una vez terminadas sus tareas, sentóse al lado de Conway y se puso a chupar pausadamente su vieja pipa.

—¿Miss Rutland tiene ya comprador en Hutchinson, «Happy»?—preguntó Jim.

—Aún no. Sin embargo, no creo sea difícil. Llevamos buen ganado.

—Sí. Pero no todos son buenos compradores.

—¿Te refieres a los que estafan y todo eso?

—Exacto.

—No tienen nada que hacer con nosotros, muchacho. Ya lo verás.

Conway no replicó. Pero se dijo para sí que si alguno robaba su ganado a Miss Rutland… tendría que vérselas con él. Tenía una gran deuda que pagar.