CAPITULO VI
Conway llevó su caballo hacia una caballeriza cercana, quitóle la montura, le compró una buena ración de pienso, y mientras el animal comía lo limpió, aplicándole un ungüento en sus flancos lastimados. Luego fué a comprar una funda de rifle, asegurándola a su montura, y se marchó a dormir, pues quería estar bien descansado para la lucha que a no dudar se avecinaba.
Levantóse temprano, desayunó, y fue a la caballeriza. Ensilló a «Cherokee» y metió el rifle en la funda. Luego montó, y se alejó de la ciudad, enfilando el puente de la línea férrea, por donde a tan temprana hora era posible pasar sin peligro, como así lo efectuó.
Después puso rumbo hacia el Oeste, a la gran llanura bordeada por el río y la vía férrea, donde las manadas solían aguardar el embarque porque podían contar con buenos pastos.
Por todas partes veíanse grandes nubes de polvo, cada una de las cuales indicaba la presencia de una manada. A varias millas de la ciudad llegó junto a una de ellas, y uno de los jinetes que la vigilaban, mirándole recelosamente, dijo pertenecían las reses a la marca «P-doble», moviendo negativamente la cabeza cuando le preguntó por la «Bar Diamond».
Encontró tres manadas más antes de saber algo de la suya. Un atento vaquero pelirrojo no opuso reparo en contestar a lo que Jim preguntaba, y manifestó que el conductor de su carro de provisiones había visto a los animales del «Diamond» yendo en dirección Noroeste, añadiendo que a su juicio eran llevados hacia una línea baja y nebulosa de colinas que se elevaban mucho más allá. Conway agradeció sus informes, y, tras reflexionar unos instantes, emprendió el regreso a la ciudad.
Nada ganaría lanzándose en seguimiento de la manada y tratando de resolver las cosas por sí solo. De hacerlo así, lo más probable era que lo liquidaran a tiros sin compasión. Para obrar sin ayuda, tenía que pensarlo muy bien antes… y mientras, los animales podían esperar.
De vuelta en Hutchinson, dejó a «Cherokee» en la caballeriza y se encaminó luego en busca de cow-boys que, ahora que habían quedado libres, quisieran trabajar para él en la tarea de ir a buscar las reses del «Bar Diamond». Pero no tuvo éxito en esto, pues todos los vaqueros parecían más interesados en gastar su dinero en la ciudad que en ponerse a trabajar en otra cosa. Así, regresó al hotel un tanto desalentado.
Estaba cerca de él cuando oyó ruido de disparos y vió a un grupo que se apartaba de prisa de las puertas del «Fancy Saloon», volviendo a apiñarse cuando cesaron. Conway habría pasado de largo, a no haber oído que alguien decía excitado:
—Dos hombres de Floyd Ashley han acribillado a unos vaqueros de una manada que ese Ashley ha conseguido con una de sus tretas. ¡Y hay algunos muertos en el interior!
Sin vacilar, Conway abrióse paso entre la concurrencia. Cuando trasponía la puerta alcanzó a oír una voz chillona y aguda por sobre el barullo allí reinante: la voz de «Happy» Tom, el cocinero del «R-7».
—¡No me apartaré de aquí! — estaba gritando a más no poder—. No tengo ninguna arma, pero no me moveré. Mataste a Ted Harlow, y también es posible que a su hermano. No vas a volver a disparar contra él cuando no puede defenderse, y antes tendrás que matarme I
Jim Conway avanzó, resuelto a todo. Luego se paró, atraído por lo que veían sus ojos.
Ted Harlow yacía ante el mostrador, tendido de espaldas con los brazos bien abiertos. Estaba muerto. A unos tres metros de distancia se hallaba su hermano Deuce, caído de costado y con la cabeza doblada sobre un hombro. La pechera de su camisa estaba tinta en sangre. Parado ante Deuce, agazapado, estaba «Happy» Tom cara a un par de hombres de rudo aspecto que lo miraban con indiferencia, dando la espalda al mostrador. Uno de ellos empuñaba dos revólveres humeantes… y apuntaba con el derecho al cocinero.
—Te lo estoy diciendo nuevamente, viejo idiota — decía con voz despectiva—. Te largas a un costado sin demora, o de lo contrario te enviaré a hacer compañía a esos dos. Uno aún está vivo y cuando yo y Matt nos ponemos a disparar, sabemos terminar la tarea, ¡Fuera, he dicho!
Pero el obstinado «Happy» Tom no pensaba hacer nada por el estilo. Se mantuvo en el mismo sitio, desafiante y resuelto, cubriendo a Deuce con su cuerpo.
—Tendrás que matarme a mí antes que puedas disparar contra un hombre indefenso — replicó con voz chillona.
Desde su sitio, Conway había notado la decisión de matar en la voz del hombre que empuñaba los revólveres. Vió ahora cómo sus labios temblaban ligeramente, apareciendo en sus ojos un brillo homicida… y no dudó que aquel asesino a sueldo estaba dispuesto a todo… incluso a disparar contra «Happy» Tom…
Obró entonces con súbita rapidez, corriéndose a un costado para cubrir su espalda con el mostrador. Y sus propios revólveres estaban listos en sus manos al lanzar la orden restallante:
—¡Tira esos revólveres! ¡Aprisa!
Las cabezas de los dos pistoleros se volvieron sorprendidas hacia él; y Conway remarcó, apuntándoles:
—¡Abajo, he dicho… y bien altas las manos! ¡Pronto, u os envío al infierno a los dos!
Hubo un instante de vacilación mientras el matador sopesaba sus probabilidades y veía que no le quedaba ninguna.
Luego soltó las armas, y elevó los brazos, al igual que su compañero.
—¿Quién diablos te ha dado baza en este juego? — gruñó, con rencor.
—Yo mismo. No me gusta ver asesinos como vosotros dos disparando contra gentes indefensas.
—Hablas muy alto…
—Aun hago más ruido cuando disparo.
Alguien dijo, desde el grupo de espectadores:
—¡Es el individuo que mató a Van Sintair ayer tarde I
Los ojos de ambos pistoleros se entrecerraron.
—¿Es verdad eso? — inquirió el de los revólveres.
—Lo es. ¿Algo que alegar? ¿Eres acaso amigo suyo?
—Eso es cosa mía…
En este instante llegaba el sheriff Eckman, abriéndose paso entre la multitud. Y frunció el ceño al contemplar la escena, encarándose con Jim.
—¿Conque otra vez haciendo de las tuyas, eh? — le interpeló enojadamente—. Me parece haberte dicho ya una vez…
—Vale más que aprenda a usar mejor la cabeza y los ojos — le interrumpió Conway, secamente—. Esos dos de ahí son quienes han disparado. Y no hago yo otra cosa que tratar de que no asesinen a un viejo desarmado y a un hombre malherido y sin defensa.
Eckman gruñó algo por lo bajo, y luego preguntó a los presentes:
—¿Qué hay de verdad en todo esto? ¿Cómo empezó la pelea?
Fué uno de los camareros quien contestó:
—Esos dos que están ahí caídos entraron aquí en busca de camorra, Joe. Floyd Ashley estaba parado junto al mostrador, echando un trago con Matt Fleicher y Spud Page. Los tres hablaban tranquilamente de cosas suyas, pero los recién llegados empezaron a insultarlos con malas palabras, y sacaron sus hierros. No sé el motivo de todo, pero sí que Floyd, Matt y Spud no fueron quienes iniciaron la cosa.
Eckman se volvió a «Happy» Tom.
—¿Qué tienes tú que ver con todo eso, hombre?
La cara barbuda de «Happy» se contrajo con un gesto de pesar.
—Estos dos muchachos… son amigos míos, y…
—En tal caso, fuera de aquí — interrumpióle Eckman, secamente.
Pero Conway entró entonces en acción.
—¡Un momento, sheriff 1
Eckman se le revolvió con mal humor.
—¿Qué te pasa a ti ahora?
—Muchas cosas. Y para empezar, vaya tragándose esos modales. Yo no soy un viejo indefenso.
La cara de Eckman palideció primero, y luego se puso roja.
—Me parece… — inició, aspirando fuerte.
Conway le interrumpió, seco:
—Guárdese sus opiniones para quien se las pida. Su obligación es oír a todos, en un caso como este, y va a hacerlo ahora.
—¿Qué es lo que tú tienes que decir?
—Muchas cosas. Da la casualidad que no sólo conozco la clase de sucio canalla que es Floyd Ashley, sino también la fea jugada que hizo al equipo de que forman parte esos muchachos. Y he de decir que cualquier hombre que se precie de serlo habría obrado como ellos, aun teniendo Floy guardadas las espaldas por sus asesinos.
—Estás hablando muy fuerte, hombre…
—Eso mismo me han dicho ese par de amigos da Floyd hace poco. ¿Por qué no les pregunta dónde se ha metido su jefe?
Tras de mirarle un momento con el ceño fruncido, el sheriff se volvió hacia Matt y Spud.
—¿Dónde está Ashley?
Ambos pistoleros se limitaron entonces a encogerse de hombros. No tenían ojos más que para Conway, al que miraban de un modo que no le presagiaba nada bueno. Y no parecían tener en mucho al agente de la Ley, que repitió la pregunta, dirigiéndose ahora al del mostrador.
—No lo sé — repuso éste, encogiéndose de hombros también—. Estaba aquí, como le he dicho, poco antes del tiroteo, pero no puedo saber que ha sido de él.
—Tal vez yo pueda aclararle la cosa, sheriff — dijo Jim, irónico.
—¿Ah, sí?
—Le dije a Ashley la otra noche que si hacía cierta jugada sucia yo se lo haría pagar caro. La ha hecho… y sabe que suelo cumplir mis promesas. Debió verme entrar, y su prudencia le dictó que estaba demasiado cargada la atmósfera aquí dentro.
Alguien rió entre los oyentes. Eckman hizo esfuerzos por mantener su autoridad.
—Bueno, eso a mí no me importa. Y vuelvo a repetirte que tengas menos propensión a jugar con los revólveres, forastero. — Se volvió a los pistoleros: — Está bien, Spud. Matt…, podéis iros, pero lo que he dicho ya también con vosotros.
Ambos pistoleros demostraron en sus caras lo mucho que tenían en cuenta al sheriff y sus órdenes. Spud se bajó a recoger sus armas, pero Conway lo detuvo a medio movimiento.
—Cógelas por el centro, hombre. Así será mejor.
Sin replicar, el pistolero obedeció, enfundándolos. Luego, él y su amigo se dispusieron a marchar. Pero antes, miraron malévolamente a Conway.
—Ya te tendremos en cuenta, míster — advirtió Spud ominosamente.
—Mucho que me agrada… porque yo pienso hacer lo mismo. Pero os daré un consejo. Cuando vengáis a buscarme hacedlo de frente. Si alguien me toma por blanco a mi espada, os lo cargaré en cuenta… y obraré en consecuencia.
—Nosotros no matamos a traición, forastero.
—Es posible… pero no me fío de los amigos de Floyd Ashley. Y cuando le veáis a él, decidle de mi parte que procure no le vea por la ciudad, pues donde le encuentre le sacaré la piel a tiras, a latigazos. Y ahora, ya podéis iros en su busca.
Marcharon los dos bandidos, y Joe Eckman volvió a tomar la palabra.
—Me parece que tú no eres lo que aparentas…
—Es posible. Tal vez no lo sea usted tampoco.
El insulto era bastante claro, pero Eckman se limitó a tragárselo. Conway se guardó los revólveres y se acercó a «Happy» Tom, que se había arrodillado junto a Deuce Harlow.
—¿Está muy malherido, «Happy»?
—Bastante mal, Jim. Necesita una cama y un médico en seguida.
—La cama más cercana está en mi cuarto del hotel. Lo llevaremos allá. Cógelo por las piernas.
Tomó al herido por los hombros, y entre los dos le llevaron a través del local hasta la concurrida calle.