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JUEVES, 4 DE MARZO DE 2010
Conduje los cuarenta kilómetros hasta Götene con el disco de la muerte en el reproductor de CD. Dejé que la letra de las canciones me empujara lentamente hacia delante. Me lo tomé con calma. Me detuve junto a todas las cámaras con radar que había en la carretera y apunté en mi cuaderno de las magdalenas dónde estaban y cuál era el límite de velocidad en ese tramo. Había recorrido ese trayecto miles de veces, pero si había algo que no pensaba hacer era arriesgarme a que una cámara de tráfico me sacara una fotografía con mi padre anestesiado en el coche.
Cámara 1: hipódromo de Axevalla. 70 kilómetros.
Cámara 2: salida de Eggby. 50 kilómetros.
Cámara 3: junto al desguace de las afueras de Lundsbrunn. 70 kilómetros.
Cuando por fin llegué a la residencia Helenagården en Götene sonreí.
Allí estaban. Tal y como las recordaba.
Dos sillas de ruedas a la entrada para los visitantes que quisieran sacar a dar un paseo a sus familiares.
Mi abuela materna había pasado sus últimos días en la sección de demencia senil de Helenagården. Yo fui muchas veces a visitarla y utilizaba una de esas sillas cuando la abuela y yo salíamos a hacer pequeñas excursiones por los alrededores de la residencia. El personal de Helenagården, atento y confiado, dejaba las sillas allí, sin más, en todo su esplendor. ¿A quién se le iba a ocurrir robar una silla de ruedas de una residencia de ancianos? ¿Podría haber alguien tan cruel?
Miré a mi alrededor. No vi a nadie. Cogí una silla de ruedas y la llevé rápidamente hasta el aparcamiento. Abrí el maletero del coche, plegué la silla, la cargué y cerré el maletero. Me volví. Seguía sin haber nadie por allí.
Noventa minutos más tarde estaba tarareando en mi cocina y mirando de reojo el reloj. Él estaba a punto de llegar.
Sentía cómo me burbujeaba el estómago. La silla de ruedas estaba plegada debajo de la cama y, además, había sacado tiempo para buscar en Google el analgésico que utilizaba Dexter Morgan, la etorfina.
La etorfina la desarrollaron Bentley y Hardy en 1963. Al parecer, su efecto analgésico es entre mil y tres mil veces más potente que el de la morfina y se utiliza a menudo para inmovilizar elefantes y otros mamíferos que pesan varias toneladas. Cinco miligramos eran suficientes para dormir a un rinoceronte.
Prensé dos dientes de ajo sobre la crema de leche y rallé el queso parmesano. «En la serie parecía fácil», pensé.
Dexter se acercaba sigiloso por la espalda. Introducía la aguja en el cuello de la víctima e inyectaba el líquido, y ya estaba. La víctima se dormía en dos segundos. En realidad, la historia, evidentemente, era más complicada. Pero ¿no es todo más complicado a la hora de la verdad?
Removí el beicon que tenía en la sartén, subí la potencia del extractor y añadí más crema de leche, el maíz, la soja y el queso, antes de volver a mirar de reojo el reloj. Hora de poner la pasta. Añadí generosamente sal gorda al agua hirviendo, recordando el consejo de mi madre: tiene que ser salada como el mar, y agregué tres raciones de espaguetis mientras repasaba una vez más el texto de la página especializada Fass que había resumido en forma de puntos importantes en mi cuaderno de las magdalenas.
Según la página Fass, especializada en productos farmacéuticos, esta droga la utilizaban únicamente los veterinarios y su uso estaba «estrictamente regulado por la ley». Lo importante era controlar las dosis. Una gota de etorfina de la potencia que empleaban los veterinarios podía matar a una persona en dos minutos si le caía en la piel.
Me di cuenta de que el agua de la pasta empezaba a salirse de la cazuela y bajé el calor de la placa de inducción. Después puse la mesa y encendí las velas. Había consultado en internet un montón de páginas, pero las clínicas veterinarias que había en Skövde sólo atendían «perros, gatos y otros pequeños animales domésticos». Doblé las servilletas y me sentí animada por haber recordado un artículo del periódico en el que se hablaba de la clínica veterinaria Blå Stjärnan, de Skara. Acababan de instalar una máquina descomunal para realizar resonancias magnéticas a los caballos. Entré en su página web y me enteré de que la clínica de Skara era la más grande de Suecia en su especialidad.
Cuando llamó a la puerta, abrí con una sonrisa. Mi novio entró y se dejó llevar por el olfato.
—¡Oh! Mi plato de pasta favorito. ¿Qué celebramos?
Continué sonriendo y me encogí de hombros.
Pronto el hombre que tenía delante de mí estaría al otro lado del globo.
Pronto robaría la droga.
Pronto mi padre estaría muerto.
Y debajo de la cama había una silla de ruedas.
—Que existes —contesté mientras me inclinaba y le daba un beso.
»Celebramos que existes.