Debió de dormir, porque el cielo estaba gris y la hierba húmeda cuando lo sacudió una mano.
—¡Llesho! —lo volvió a sacudir el maestro Jaks—. Encuéntrate un arbusto y luego sígueme.
—¿Qué? —Las mañanas no le sentaban bien a su cerebro, pero el maestro Jaks le respondió como si hubiera sido una pregunta de verdad.
—La señora solicita una audiencia.
Llesho supuso que debía estar más atontado de lo que pensaba porque no detectó ninguna ironía en la voz de su profesor.
—Un momento. —Se dio la vuelta y abrió los ojos lo suficiente para ver que sus compañeros aún dormían profundamente. Lling y Hmishi se habían acercado aún más en sueños, y por absurdo que fuera dejar que ocurriera, esa visión le retorció un poquito el corazón. Al principio, por la modestia que se cultivaba entre los compañeros de buceo, Llesho se había esforzado en evitar que Lling se introdujera en sus pensamientos. Más tarde, después de la aparición del fantasma de
Lleck para recordarle su obligación, había decidido acudir a su vigilia con un corazón limpio para ofrecérselo a su diosa. Ahora, cuando él se encontraba libre de todos los obstáculos que se interponían entre ellos, era Lling la que se volvía hacia otro.
El maestro Jaks siguió la dirección de sus pensamientos con una mueca sarcástica en la boca. Llesho respondió con una mirada furiosa. Quizá algún día, cuando fuera tan viejo como su profesor, podría hacer filosofía con el tema pero ahora mismo no quería oírlo. Y tampoco quería levantarse antes de hora. Hasta Hermanito dormía, con las patitas enroscadas debajo de la barbilla y la cola ligeramente enroscada alrededor de la garganta de su dueña. Entonces no había ninguna amenaza inmediata, ni una llamada general para que montaran y corrieran; era un desastre más personal lo que lo sacaba de su petate.
Tras preguntarse por qué las catástrofes nunca parecían llegar tras un estómago lleno o una buena noche de sueño, Llesho salió tambaleándose del improvisado dormitorio para regar los arbustos. Volvió un momento más tarde, solo un poco más despierto, para seguir al maestro Jaks entre los desarrapados nudos de refugiados dormidos hasta la tienda de la señora.
Se dio cuenta de que alguien había estado preparando su huida mucho antes de abandonar Costa Lejana. La tienda era tan grande como la sala de audiencias del gobernador, con paredes de seda amarilla y un toldo de rayas rojas y azules a modo de tejado. Dentro, el suelo estaba cubierto de gruesas alfombras. Elegantes colgaduras separaban las partes privadas de la tienda de la zona pública donde estaba sentada la señora sobre un sillón elevado, rodeada de sus generales. No le sorprendió demasiado ver que el maestro Jaks ocupaba su lugar a la cabeza de estos. Validos de posición menos determinada, con los ojos opacos de espías, rondaban cerca, en esquinas cubiertas por las sombras. En la mano derecha de la señora, descansando sobre su regazo, sujetaba la antigua lanza que Llesho había visto por última vez en la Isla de las Perlas.
Como ya había ocurrido entonces, la lanza le provocó un escalofrío, y sintió una leve dislocación cuando la miró: náuseas, igual que cuando estaba en el barco de las perlas con mar de tormenta. A los pies de la dama vio un mapa que al principio había confundido con una alfombra. Intentó concentrarse en el mapa, en lugar de en la lanza, y notó que se le asentaba el estómago y que el mapa se quedaba donde estaba sin importunar su visión.
Unas mesas altas y estrechas repartidas a izquierda y derecha de la señora albergaban los restos de una comida: una tetera y varias tazas, y varios adornos que la dama acariciaba con aire pensativo antes de volver la punta de espada de su mirada hacia Llesho.
—¿Té? —preguntó la dama.
Cuando él respondió:
—Sí, por favor .—Ella puso la lanza a un lado y sirvió con sus propias manos el té en dos cuencos desiguales. Uno estaba hecho de jadeíta, tan fino que la luz de aquellas primeras horas de la mañana se filtraba por el intrincado relieve de su diseño y dejaba dibujos de luces y sombras en la mesa. El otro era de una porcelana delicadamente tallada, con el borde dorado y decorada con un retrato de una dama en un jardín.
La dama esperó, como si esperara algo de él y Llesho dudó, con las manos colocadas sobre la taza de porcelana. Pero el cuenco de jadeíta lo llamaba con el susurro de viejos recuerdos que Llesho sabía que no eran suyos. Poco a poco, dejó que su mano flotara sobre él y trazó con suavidad los diseños tallados con las puntas de los dedos.
—Conozco esta taza —dijo. La sonrisa que le estiró los labios le parecía extraña en su boca. No tenía forma de saber que era la sonrisa de un hombre que llevaba mucho tiempo muerto, pero cuando la señora se asomó a sus ojos, el melancólico suspiro que lanzó le sonó muy raro, como si durante un momento ella viera en él un recuerdo que él no compartía.
Cuando el joven se terminó el té, la dama le indicó a un sirviente con un gesto que envolviera la taza de jadeíta para que estuviera segura durante el viaje. Luego cogió el paquete y se lo tendió.
—Llévalo contigo. Guárdalo para tus hijos.
—No podría —respondió él y dejó el objeto en la palma extendida de la dama.
—Es tuyo. Siempre lo ha sido. —Le metió el hatillo con cuidado entre los pliegues de la camisa—. El gobernador está muerto —le informó y Llesho se preguntó cómo podía mantener aquel control, beber té con un principito caído en desgracia con la herida de la muerte de su esposo todavía viva en su alma—. Yueh se mueve contra la Provincia de los Mil Lagos, con el maestro Markko a su derecha. Habiba cabalga por delante de nosotros, para advertir a mi padre de la tormenta que se avecina. Ojalá tuviéramos más tiempo pero nuestra fortuna está echada y no podemos más que jugar con lo que dicen las varillas.
Tras coger la lanza que había dejado a un lado, la dama lo miró con unos ojos inmersos en el frío y siniestro misterio que lo hacía refugiarse en el caparazón de su propio cuerpo. Se permitió relajarse un poco cuando la dama se volvió hacia el mapa que había entre ellos.
—Háblame otra vez sobre los harn.
Se le secó la garganta. Había pensado que la dama le preguntaría por Lord Chin-shi, o Yueh o el supervisor Markko, pero en lugar de eso la dama estudiaba con
fervor el mapa que tenía ante ella en busca de un peligro más lejano. Llesho le lanzó una mirada al maestro Jaks, que no dijo nada pero que tampoco se mostró sorprendido por la pregunta. No habría escape por ese lado.
—Yo no era más que un niño. —¿Qué podría saber él que tuviera valor para la dama del gobernador?—. No entiendo lo que quiere que haga.
—Eres príncipe, y el amado de la diosa —le tocó con un solo dedo el pecho y él sintió que aquel punto ardía, se hundía en unos ojos grandes y negros como la perla que le había entregado Lleck en la bahía.
Como si al pensar en ella despertara a la perla de su escondite, ésta empezó a latir como si quisiera intentar recuperar su tamaño original. Aquel pequeño dolor lo distrajo y se apartó, le molestaba lo fácilmente que caía bajo el embrujo de la mirada de la dama.
Esta asintió, como si hubiera algo en su respuesta que despejaba las dudas que pudiera tener.
—Cuando llegue el momento, actuarás según tu linaje y naturaleza.
El joven sabía por las acciones de la dama que el tiempo elegido no era ningún error, que no le hablaba al buscador de perlas ni al gladiador novato, sino que se dirigía al vástago de una casa tan noble como la suya. A pesar del agotamiento, enderezó la columna, levantó la barbilla y le devolvió la mirada uniforme, apenas consciente de que el dolor de la mandíbula había remitido.
—Prometen riquezas y poder para atraer a sus espías. —No sabía por qué le decía lo primero que sabía o suponía sobre los harn. Cuando la dama cerró los ojos y bajó la cabeza, el joven se dio cuenta de que era lo que temía pero había esperado. Yueh. Tenía sentido. Los harn eran un pueblo de las praderas que cabalgaban con más frecuencia que andaban y que no estaban
hechos para las ciudades. Gobernaban de forma indirecta, ponían a los traidores de un pueblo cautivo en las posiciones de poder de las tierras capturadas a otro pueblo, para que ningún sentimiento de afinidad pudiera crecer entre los conquistados y sus supervisores. Los harn iban y venían a su antojo, cogían lo que querían en vidas y riquezas y volvían a las tiendas redondas y lisas que surgían, como setas envueltas en cuero, por donde pasaban.
La señora señaló con un gesto el mapa que tenían a sus pies. Llesho se arrodilló para estudiarlo más de cerca y sintió el aliento que el maestro Jaks inclinaba sobre su hombro, siguiendo el juego de los dedos de Llesho por el mapa. Reconoció trocitos de cuando lo había estudiado en la escuela de Thebin, pero eso había sido años antes y buena parte de lo que no había olvidado, había cambiado.
—Thebin —la dama señaló con la punta de la lanza corta que tenía en la mano una mancha de un color naranja atezado apenas mayor que dos de sus dedos juntos—. Harn en sí... —Una gran extensión de color verde por las praderas que ocupaba, pensó Llesho, lamía las fronteras de Thebin por el norte y alcanzaba un cuadrado amarillo, quizá un poco más grande, en el este. El amarillo dominaba la parte oriental del mapa hasta llegar al azul que Llesho se imaginó que representaba el mar.
—Y el Imperio Shan —indicó él.
Shan era el nombre de la capital y del imperio que dirigía. Él sabía que las rutas comerciales siempre habían recorrido la extensión amarilla (el Imperio Shan), habían atravesado Thebin y se habían adentrado en la extensión roja que representaba los reinos desconocidos que había al final de las carreteras comerciales que llevaban al oeste. El tráfico de productos subía y bajaba por aquella carretera durante los tres meses de verano y se volvía a detener cuando la nieve bloqueaba los pasos de montaña que atravesaban Thebin durante los diez meses de invierno. Llesho había vivido siete veranos en Kungol, la capital de Thebin y su ciudad sagrada, y todavía contaba los años de su vida por el imaginado flujo y reflujo de las caravanas que atravesaban los pasos.
Dieciséis veranos y la mayor parte pasados lejos de su hogar. Pero las imágenes y los olores de las caravanas y el bullicio de los centros de comercio, todavía permanecían con él. Los pasos de montaña habían hecho rico a Thebin, pero todo eso había cambiado cuando llegaron los harn. Ahora los jinetes controlaban el extremo occidental de la ruta comercial y vio lo que no había percibido antes. Marcada sobre el mapa, la ciudad de Shan descansaba a menos de cien li de la frontera entre Harn y el Imperio Shan. Tan al sur de Shan como lo estaba al oeste de Costa Lejana, la Provincia de los Mil Lagos, esbozada con puntadas rojas sobre el mapa, yacía como una joya resplandeciente sobre las Montañas de los Mil Picos. Y en el lado occidental de esas montañas se encontraba la extensión verde de los harn.
Tras él, Llesho oyó los gruñidos de los sirvientes y el crujido de la seda que se bajaba y doblaba y el sonido más denso de las alfombras al enrollarse. El sol debía de estar ya alto. La idea le cruzó la mente y con ella la certeza de que pronto debían cabalgar, o morir. Pero no podía quitar los ojos del mapa. Extendió la mano hacia él, se deslizó de la silla para arrodillarse y tocó con las yemas de los dedos la línea de las montañas bordadas que se curvaban como una media luna a lo largo del borde occidental del Imperio Shan. Se detuvo cuando sus dedos llegaron al color naranja atezado de Thebin. El mapa no podía mostrar cómo se elevaban las montañas hacia las nubes, ni la falta de aire que había en aquellas altas cumbres, ningún hombre salvo un nacido en Thebin podía viajar por ellas. Hijos del Cielo, se llamaban a sí mismos, solo ellos podían alcanzar los palacios ajardinados de los dioses cuyas semillas habían fructificado en el suelo del pueblo thebin. Los forasteros se quedaban en las altitudes relativamente más pequeñas de la capital y seguían los tres pasos principales que atravesaban las montañas. Llesho anhelaba volver a las alturas.
—Es como si estuvieras viendo a Dios —susurró la señora y Llesho levantó la vista para mirarla con una diminuta sonrisa, compartían el secreto.
—Yo soy Dios. —O debería haberlo sido. No pudo mirarla a los ojos al pensarlo. Su ritual había fracasado.
El maestro Jaks no se molestó en ocultar el bufido de escepticismo pero la señora asintió, como si aquellas palabras no la sorprendieran.
—¿Puedes salvarnos? —le preguntó.
Llesho sacudió la cabeza.
—Ni siquiera puedo salvarme a mí mismo. La diosa no vino. —El joven pensó que ella no entendería la explicación pero la dama le cogió por la barbilla con la curva de los dedos, le levantó la cabeza y depositó un beso en cada párpado cerrado para defenderse de su penetrante mirada.
—Sí —dijo la señora—. Sí que vino. Estás vivo.
Fría como una diosa, la dama lo aterrorizaba. Pero su beso prendió una hoguera en su cuerpo, haciendo surgir el deseo al sentir el contacto de sus labios. El joven estiró una mano para acariciarle la piel y enrojeció de vergüenza cuando ella se retiró a su silla.
—Lo siento —dijo él después de un largo silencio. «No soy un hombre. No sé lo que hacer». No lo dijo, ni él mismo sabía a cuál de la miríada de cosas que debía
sentir se refería: ¿a la muerte de su marido o porque no podía salvarla de su propio destino? ¿Por extender la mano hacia ella o por no saber qué hacer si ella se hubiera rendido a su caricia en lugar de alejarse?
Llesho podía sentir el ejército de Lord Yueh entrando en las colinas tras los cansados refugiados, podía oír el ritmo de los cascos distantes sobre las praderas y sabía lo que inquietaba a la señora porque de la misma forma había empezado en Thebin. Viajeros acosados en el camino, pequeñas incursiones en las granjas más alejadas, espías sobornados con promesas. Yueh presionando por el este, los harn presionando por el oeste y la Provincia de los Mil Lagos entre los dos, pacífica, fértil, libre. Pero ninguna de aquellas cosas duraría mucho. Se volvió para dejar a la señora con la certeza de la perdición que la acechaba, pero ella lo detuvo con una palabra.
—Coge esto —le tendió la lanza corta. El joven se estremeció pero no la cogió—. Al igual que la taza, te pertenece.
—Me mató una vez —refutó Llesho, aunque desconocía cómo lo sabía. De forma instintiva se envolvió con los brazos la cintura y sintió la taza de jadeíta acurrucada en su envoltorio debajo de la chaqueta—. Creo que pretende matarme otra vez.
—Yo ya no te la puedo guardar más. —La dama se la tendió, contemplándolo con unos ojos que no albergaban esperanza, sino una mirada calculadora y eterna, así que cogió la lanza, aunque estaba convencido de que hubiera estado más seguro aceptando una víbora de su mano. Entonces ella le ofreció lo que él más deseaba en el mundo.
—Ahora eres libre, de todo salvo de tu misión. Encuentra a tus hermanos.
No preguntó... ella vio la necesidad en su rostro y le entregó el premio sin promesas a cambio.
—Los archivos están en Shan y también el que llaman Adar.
Adar. Llesho se inclinó. Adar. El nombre se deslizó por su mente como un rayo de sol y de paz y deseó recuperar su pasado de tal forma que le dolía con solo pensarlo. Pero no permitió que se le notara.
Los sirvientes habían desmontado la tienda a su alrededor y habían guardado la mayor parte de las alfombras, ya solo esperaban a que la señora terminara la audiencia para poder guardar el resto de los muebles.
—Nuestros caminos se separan aquí. —La dama se alejó de forma física al tiempo que ocultaba las manos en las mangas de su túnica—. Ahora vete. Que mis oraciones te acompañen y mi general, el maestro Jaks, para que te guíe y proteja en el camino.
El maestro Jaks protestó con una profunda reverencia y el ruego de hablar un momento con la señora. Llesho los dejó a los dos y encontró el campamento en un estado parecido de apresurados preparativos. Cuando llegó al lado de sus compañeros, estos habían enrollado su manta y le habían ensillado el caballo.
—Estamos listos para cabalgar en cuanto recibamos la señal —le dijo Bixei pero Llesho sacudió la cabeza.
—Nos vamos ahora —dijo y dirigiéndose a Kaydu—: ¿puedes guiarnos hasta Shan?
—Nunca he ido tan lejos —repuso Kaydu—. Mi padre tenía la esperanza de que el maestro Jaks nos acompañara y fuera nuestro guía.
—No pienso darle esa opción.
—¿Por qué no? —Kaydu lo estudió durante largo rato—. El maestro Jaks ha jurado por su honor llevarte a casa. El gobernador aceptó incluir esa deuda de honor en su contrato, negárselo sería deshonrarlo.
—El gobernador está muerto —informó Llesho a sus compañeros—. Y el maestro Jaks tiene una deuda
más grande con su señoría, debe proteger a su dama Elija lo que elija, el maestro Jaks deberá sacrificar su honor. A menos que tomemos esa decisión por él.
Kaydu cerró los ojos para ocultar su dolor pero una lágrima se escapó debajo de sus párpados y le corrió libre por la nariz.
—Ya veo —asintió y se subió con ligereza a la silla, pero Hmishi cogió las riendas de la montura de Llesho y se negó a moverse.
—¿Qué hay en Shan? —preguntó.
—El Príncipe Adar.
Lling abrió unos ojos como platos.
—¿El príncipe sanador?
—Mi hermano. Acudo para encontrarlo, y a los demás.
Hmishi se apartó entonces y juntó las manos para ayudar a su príncipe a subir a la silla. Lling trepó a su caballo sin hacer más objeciones pero Bixei se quedó donde estaba.
—No puedo irme —dijo—. Stipes...
—Lo sé —asintió Llesho. Yueh había adquirido a Stipes para la arena pero utilizaría a todos los luchadores adiestrados que tenía para invadir la Provincia de los Mil Lagos. Bixei no abandonaría a Stipes en manos del enemigo.
—Dile al maestro Jaks que si entrega a la señora sana y salva a su padre, entonces habrá saldado todas sus deudas de honor. Mi destino está en manos de la diosa. Buena suerte.
Llesho se puso la lanza corta que le había dado la señora a la espalda, aunque temblaba cada vez que la tocaba e hizo girar el caballo. Kaydu azuzó su montura con las rodillas, obligándolo a ponerse a la cabeza de la pequeña banda.
—Por aquí —dijo y los guió al fondo del claro. Hermanito los alcanzó en el arroyo, chillando indignado para que lo llevaran con su dueña. Kaydu sacó el columpio del hatillo y se lo envolvió alrededor del hombro, dejándolo abierto para que el mono pudiera subirse y ponerse cómodo para el viaje. Una vez que se acomodó, cruzaron el arroyo y entraron en el bosque que se elevaba al otro lado.