Image

Habiba llamó a los porteadores de la camilla y les ordenó que llevaran a Bixei a la enfermería. Cuando dejaron la oficina del supervisor con su carga de protestón aprendiz de gladiador, una joven con la nariz manchada y las sienes perladas de sudor se escurrió a su lado en la puerta e hizo una reverencia descuidada. Luego rodeó el cuello de Habiba con los brazos para un abrazo rápido. De inmediato le soltó el cuello pero se agarró a su brazo mientras le lanzaba a Llesho una rápida mirada que lo examinó de la cabeza a los pies.

—Así que lo habéis encontrado —dijo con una amplia sonrisa.

Llesho se la quedó mirando como si le hubiera salido otra cabeza al tiempo que se le subían los colores.

—Permitidme presentaros a mi hija —dijo Habiba—. Kaydu, el maestro Jaks. Y creo que ya has conocido a nuestro joven amigo.

—Así es —dijo la chica—. Arriesgaría mi dinero por su habilidad en una lucha a primera sangre pero en un combate a muerte, apostaría por su adversario, aunque fuera mi tía abuela Silla.

Como esclavo, Llesho se dio cuenta de que no debería haberle sorprendido que lo que parecía una presentación de cortesía se hubiera convertido de inmediato en un análisis de su potencial en la arena, pero le escoció. Enderezó la columna y le dio esa cierta inclinación majestuosa a la barbilla que reservaba para las situaciones humillantes. Pero el maestro Jaks le lanzó una mirada de advertencia y él bajó los ojos, castigado. Hasta que decidiera por sí mismo si estaba entre amigos o enemigos, sabía que no era seguro darles a aquel brujo de mirada penetrante y a su hija más motivos para estudiarlo de los que ya tenían. Pero el maestro Jaks puso los ojos en blanco con una ligera sacudida de la cabeza. Así que ya era demasiado tarde. Habiba ya lo había visto y en silencio había sacado sus propias conclusiones detrás de aquellos ojos perspicaces de pesados párpados.

—¿Crees que no es capaz de matar? —le preguntó el brujo a su hija, como si Llesho no estuviera en la habitación.

—Puedo oír, y hablar —les recordó Llesho—. Si quiere saber algo, pregúnteme a mí.

—Llesho... —empezó Jaks con una expresión firme y ceñuda, pero Habiba levantó una mano para detener al profesor y por un momento dirigió la intensidad ardiente de su escrutinio hacia Llesho antes de que la mirada calculadora y desnuda desapareciera detrás de una fachada de suave cortesía. Lo reprendió con un chasquido pero preguntó:

—¿Has matado alguna vez a un hombre, Llesho?

—No, pero...

—Entonces no sabes cómo vas a reaccionar cuando llegue el momento.

—Y ella tampoco...

Ante la silenciosa orden de Habiba, el maestro Jaks se había apartado un poco de la escaramuza verbal con los brazos cruzados sobre el pecho como si quisiera evitar dar su propia respuesta, llena de preocupación, al interrogatorio, pero ahora habló.

—Kaydu tiene razón, por supuesto. Al menos no mataría en los juegos, de eso estoy seguro.

—Aquí no adiestramos gladiadores, como bien sabes, Jaks. Necesitamos saber si podría matar en una batalla, para salvar su vida, o la vida de la persona que tenga a su cargo, contra unos asesinos.

Llesho habría objetado de nuevo que seguían hablando de él como si no estuviera allí, pero las palabras de Habiba lo despojaron de la capacidad de hablar. ¿Asesinos?

—No creo que ahora fuera capaz de matar en absoluto, por ninguna razón —Kaydu continuaba su valoración—. Desde luego no para salvar su propia vida, durante más de la mitad de la misma le han enseñado que no vale nada. Pero quizá sí para salvar a otra persona, aunque quizá lo destrozase si tuviera que hacerlo.

—No le han visto trabajar con un cuchillo —dijo Jaks—. Solo conoce un modo de manejar la hoja thebin tradicional; sospecho que era letal incluso a los siete años. Y no estoy seguro de que no haya matado antes aunque desde luego no desde que llegó a la Isla de las Perlas.

—Si es así, el recuerdo está enterrado en lo más profundo de su ser —dijo Kaydu—. No vi ninguna prueba de que supiera lo que es matar con sus propias manos cuando luchamos.

Sin advertencia previa, el maestro Jaks se llevó atrás la mano derecha y sacó con suavidad una hoja thebin de una vaina que llevaba en la nuca. La lanzó, la trayectoria iba dirigida al centro del corazón de Llesho. Por puro instinto, Llesho ajustó su posición y cuando se le acercó el cuchillo, ya se había ladeado y apartado de su camino. Con el mismo movimiento, arrancó el cuchillo del aire y lo mandó girando hacia el lanzador. Jaks estaba preparado para esa respuesta, pero aun así el filo le hizo un corte en medio del bíceps antes de clavarse en una viga de madera que había en la pared. Si Jaks no se hubiera movido en ese momento, el cuchillo le habría perforado el corazón, el mismo objetivo al que había apuntado él.

El maestro Jaks se apretó la herida del brazo derecho con los dedos de la mano izquierda.

—Den ha estado trabajando con él —dijo—. Pero vino a nosotros con ese y otros movimientos igual de letales en su bolsa de trucos. Por lo que veo, con un cuchillo solo sabe matar.

Horrorizado, Llesho se quedó mirando fijamente la sangre que le chorreaba a su profesor por el brazo. Jamás, durante todas las semanas que había durado la instrucción de Den, había derramado sangre con el filo. Había adquirido tanta seguridad en las prácticas que había dejado de pensar en ello como adiestramiento de armas: había trabajado con el cuchillo como si fuera otra postura más, como las oraciones, algo que había que perfeccionar por perfeccionar. Matar era una parte de la vida del gladiador que nunca había considerado cuando decidió seguir ese camino para conseguir la libertad. Y el maestro Jaks podría haber pagado con su vida el descuido. La mente de Llesho rechazaba aquel pensamiento insistente y molesto que le decía que la hoja que había arrojado el maestro Jaks podría haberlo matado a él. El profesor había sabido lo que ocurriría y aun así había puesto su vida en las manos de Llesho. Y Llesho casi se la había arrebatado.

—Lo siento —tartamudeó, luego se llevó la mano a la boca de golpe—. Voy a vomitar.

—¡No! —Kaydu lo cogió del brazo y salió corriendo con él de la oficina del supervisor, hasta una esquina de la casa atestada de crecientes cosas verdes—. Ahora ya puedes, no te verá nadie y no serás el primero que rinde honores a estos arbustos. Pero no se te ocurra profanar su casa. Llevaría semanas volverla a purificar y ese tiempo nos costaría muy caro.

La chica le hablaba ahora como si fuera su igual, y el joven se preguntó si se habría granjeado su respeto bajo falsos pretextos. No había matado a nadie y solo pensarlo ya lo dejaba agachado entre los arbustos vomitando hasta la primera papilla, como si fuera un bebé. Pero ella se acuclilló a su lado y le sacudió el brazo para llamar su atención.

—No hay nada de qué avergonzarse —la chica señaló con un gesto del hombro los arbustos sobre los que había vertido sus bendiciones—. No pienso luchar con un hombre que haya estado tan cerca de matar a un amigo y haya permanecido impasible.

Llesho suponía que pretendía consolarlo pero las palabras de la joven tuvieron el efecto contrario. Había estado a punto de matar al maestro Jaks; solo el hecho de que el profesor sabía que él reaccionaría con un contraataque mortal había preservado la vida de Jaks. Llesho empezó a estremecerse. Le castañeteaban los dientes con los espasmos de la mandíbula apretada que le atrapaba la lengua y se la mordía hasta dejarla en carne viva.

—No —dijo mientras se mecía para calmar los temblores con los brazos rodeándole la tripa que amenazaba con volverse de nuevo del revés—. No, no, no, no, no.

—Conmoción —le informó Kaydu y lo obligó a ponerse en pie. Consiguió seguirla poniendo un pie delante del otro, aunque ya era incapaz de sentir los brazos o las piernas. La joven lo llevó de nuevo a la puerta de la oficina del supervisor pero no entró.

—Necesita beber algo caliente y unas diez horas de sueño —informó a los dos hombres que había dentro.

—Llévatelo, desde luego, e instálalo —dijo Habiba—. Ya explicaré yo de algún modo su ausencia de la audiencia con el gobernador.

El maestro Jaks no dijo nada pero bajó los ojos cuando Llesho lo miró. Antes de que pudiera ocultar sus sentimientos, Llesho había percibido pesar pero no una disculpa en los ojos del profesor. De algún lugar de los aterrorizados fragmentos de su pasado, surgió una enseñanza thebin. «No puedes forzar el conocimiento de uno mismo. Solo puedes crear la oportunidad para que aquel que lo busca lo encuentre por sí mismo». ¿Era eso lo que había estado haciendo el maestro Jaks con semejante truquito? ¿Creando una oportunidad para que Llesho supiese que era un asesino, adiestrado para serlo desde la cuna, homicida de un amigo? No quería saberlo, se negaba a aceptarlo como parte de su persona. No pensaba, no quería, matar. Kaydu ya lo había dicho y Habiba había estado de acuerdo con su hija. Solo su profesor distinguía en él alguien capaz de quitar la vida. Solo el hombre que lo había adiestrado y vigilado, y que lo conocía.

Si el estanque que había bajo el puente que cruzaban hubiera sido lo bastante profundo, se habría tirado y se habría ahogado. Pero el agua era poco profunda y estaba repleta de juncos; solo conseguiría humillarse y destrozar la única ropa que tenía. Así que siguió a Kaydu a una casa baja sobre unos cortos pilares, con un tejado verde y enroscado y ventanas de papel abiertas a la luz que ya se desvanecía. La casa tenía una sola habitación y pocos muebles: cuatro camas estrechas, cuatro sillas, un pequeño hogar que se había enfriado durante la tarde y una serie de cestas colgantes con la ropa blanca y demás suministros de la casa.

Dos de las sillas estaban ocupadas cuando Llesho entró. Sus ocupantes levantaron la vista de lo que parecía una alegre discusión sobre zurcidos y dejaron escapar chillidos gemelos de sorpresa y alegría.

—¡Llesho!

Lling fue la primera en levantarse de un salto e ir a darle un abrazo antes de arrugar la nariz.

—Necesitas un baño.

Hmishi la siguió y se agolpó a su alrededor.

—¡Hoy en la cocina dijeron que venciste a Kaydu con el tridente! —dijo y Kaydu le dio una colleja.

—Porque me dejé —respondió con una carcajada.

—No es verdad —Llesho consiguió esbozar una sonrisa—. Le enseñé una cosa o dos de mi propia cosecha y lo dejamos en tablas.

—En realidad ganó él —lo contradijo Kaydu—. Pero no deberíais dejaros impresionar por una cosa tan pequeña como una victoria. Fue un golpe de suerte.

Llesho sabía que solo estaba bromeando y que pretendía que sus amigos supieran que lo había hecho bien en la arena, pero estaba demasiado cansado para intercambiar chanzas y la parte de su mente que estaba procesando la tarde en la oficina del supervisor exigía cada vez más atención.

—Tengo que echarme —dijo—. ¿Qué camas están cogidas?

—Has de quedarte con esa —dijo Kaydu y señaló la cama más alejada de la puerta y apartada de la pared.

El chico asintió y se acercó a ella arrastrando los pies, se desabrochó el cinturón y se quitó la túnica de cuero por la cabeza. Dado que todavía no sabía dónde guardar su equipo, lo dejó caer a los pies de la cama y él se lanzó detrás, hundiéndose en una oscuridad más espesa que la sabia de un árbol.

 

Cuando volvió a despertar, la luz tenía un sabor dulce. La mañana se filtraba a través de las ramas de un sauce llorón que se mecían con la brisa fuera de la ventana y pintaban sombras salpicadas de manchas en las paredes. Hasta el aire olía a renovación. Y a jabón. Alguien lo había lavado mientras dormía y lo había cubierto con una manta blanda. En el centro de la habitación oyó unas sandalias que se arrastraban y el ruido metálico de la vajilla, el sonido del agua y luego el vapor acre del té que se elevaba bajo la luz del sol. Cuando se incorporó sobre los codos, Lling estaba agachada al lado de su cama con una mirada de preocupación frunciéndole el ceño.

—Está despierto —le dijo a su compañero, y cuando Llesho graznó «Té, por favor», la chica sonrió y corrigió la noticia—: y vivo.

—Nos empezábamos a preguntar si te ibas a despertar alguna vez —Hmishi le pasó una taza de té humeante y luego la estabilizó con una mano servicial cuando tembló entre los dedos de Llesho. Esperó hasta que Llesho hubo bebido y luego respondió a la mirada de curiosidad con una sonrisa de alivio—. Has dormido el día entero y otra noche. Ni siquiera te despertaste cuando Habiba te lavó. Es el sanador de por aquí, además del supervisor. Nos dijo que te dejáramos dormir, que necesitabas curarte, aunque ni Lling ni yo vimos nada malo por fuera.

—Me imaginé que debía de ser algo parecido al encantamiento de las profundidades —dijo Lling—. Hace falta un sanador para verlo porque la herida es tan profunda que está oculta en el interior. Habiba ha venido a ver cómo estabas una docena de veces, por lo menos y Kaydu, su hija, casi lo mismo. —La voz de Lling parecía grabar el nombre de su rival en el ácido del aire.

Hmishi la interrumpió entonces con una mirada de advertencia y Llesho se preguntó si les habían dicho que no inquietaran al paciente.

—Un hombre que dijo llamarse Jaks se pasó mucho tiempo mirándote desde la esquina de la habitación. No se movió demasiado ni dijo nada después de presentarse, pero esperó durante la mayor parte del día y buena parte de la noche antes de irse por fin.

—Creo que no se habría ido —añadió Lling—, pero le dejamos muy claro que nosotros no dejaríamos de vigilarle a él mientras él te vigilara a ti. Cuando ya casi se había puesto la luna, lanzó un suspirito...

—¡Se rió de nosotros! —la interrumpió Hmishi al recordar la indignidad.

—...y nos dijo que durmiéramos un poco. Luego se fue —terminó Lling con un bostezo.

—Supongo que no tardará en aparecer —añadió Hmishi—. Si quieres vestirte, ir al cobertizo antes de que llegue...

—Dinos quién es...

—Te ayudaré a levantarte...

Llesho se dio cuenta de que estaba desnudo y se encogió cuando Hmishi estiró la mano para levantar la manta.

—Lling, quizá podría comer un bollo recién hecho de la cocina —le ofreció una sonrisa macilenta y ella se levantó, botando sobre las puntas de los pies antes de que él terminara de decirlo.

—Os dejaré a los dos para que Llesho pueda adecentarse —asintió y Llesho comprendió que no había podido ocultarle su azoramiento—. Pero primero quiero saber si tenemos algún problema con ese hombre, Jaks.

—Es mi profesor.

Lling aceptó esa respuesta aunque solo Llesho sabía lo poco que esa explicación respondía a su pregunta. Jaks tenía sus planes para Llesho, al igual, al parecer, que la dama del gobernador y su brujo. Si eso se relacionaba mucho o poco con la tarea que le había encomendado el fantasma del ministro de su padre, todavía no lo sabía.

—Primero, ropa —Hmishi devolvió sus pensamientos al presente al tenderle un par de pantalones sueltos—. Aquí cada uno tenemos un juego extra. Estos son míos pero puedes tomarlos prestados hasta que te encuentren unos. La camisa es de Lling; pensamos que te serviría pero ahora tienes los hombros más grandes que antes. Al parecer tendrás que conformarte con los pantalones.

Llesho los cogió y se embutió en ellos.

—¿Cobertizo? —preguntó y Hmishi señaló el camino. Cuando volvió lo esperaba el maestro Jaks, junto con Habiba.

—Tienes mejor aspecto —le sonrió Habiba y Llesho se preguntó a qué se refería con eso de mejor aspecto, mejor aspecto que cuándo. No le habían herido ni había estado enfermo. Pero se dio cuenta de que los nudos que tenía entre los hombros habían desaparecido y que la tensión se había desvanecido de su frente. Era cierto que se sentía mejor, aunque no terminaba de saber cómo se le habían soltado los músculos de todo el cuerpo ni por qué algo tan sencillo lo hacía sentirse mucho más libre cuando todavía llevaba la cadena de plata del gobernador alrededor del cuello.

—Ayer fue día de descanso —continuó Habiba—. Pero te lo perdiste. La señora desea que te informe que ha decidido que hoy es día de celebración por haberte recuperado sano y salvo. Utilízalo bien —luego sonrió—: y dale el anuncio de la señora a tu compañera, Lling, cuando entre. —Entonces se fue con una pequeña inclinación dirigida a Llesho que atrajo una mirada de advertencia de Jaks y una mueca de dolor le cruzó el rostro. Hmishi se volvió hacia él asombrado.

—No lo entiendo —dijo. Llesho se encogió de hombros, no le apetecía confiar sus secretos a la voz y al aire.

El sanador se fue bajo la atenta mirada del maestro Jaks, que luego se adelantó:

—Los jardines de la señora son uno de los lugares más seguros de la Provincia de la Costa Lejana —dijo—. Pero pronto se acabarán los sitios seguros. Aprende lo que puedas en el tiempo que tengas, pero si llega el momento de elegir, elige curarte.

—Eso dígaselo a Kaydu —lo interrumpió Hmishi.

Kaydu eligió ese momento para entrar en la casa baja con Lling detrás y al hombro un mono de cara blanca y suave y pelo marrón. El mono llevaba una camisa de prácticas atada con un nudo de guerrero y un diminuto gorro de mago en la cabeza. Abrazaba la barbilla de Kaydu mientras la cola larga y flexible se enroscaba alrededor del hombro contrario.

—No tiene que decírmelo —explicó la chica—. Y a me lo ha dicho Habiba.

El mono chilló y saltó varias veces en el hombro de Kaydu. El maestro Jaks la miró con expresión afligida, pero hizo caso omiso del mono.

—¿Es que eso te va a detener? —le preguntó y ella se echó a reír.

—No, pienso empujarlo sin parar hasta que pida ayuda o hasta que me empuje él a mí. Ese es mi trabajo. Ah, y por cierto, he atrapado a una espía. —Kaydu se llevó la mano a la espalda y metió a Lling a rastras en

la habitación, haciendo que el mono chillara otra vez y se tirara al pelo de Lling.

—¡No soy ninguna espía! —Lling retorció el brazo para librarse de las garras de Kaydu y le lanzó al mono una mirada de odio—. Estaba vigilando y no me atrapaste tú, me atrapó esa horrible criatura.

—No mucho mejor guardia que espía, ¡mira que dejar que Hermanito te encontrara! —la provocó Kaydu.

—Si hubieras querido hacer daño a Llesho, te habría matado con mis propias manos, y a tu estúpido mono también.

El mono pareció entenderla porque le volvió a gritar y a saltar en el hombro de Kaydu presa de la agitación. Llesho supuso que Hermanito aún no estaba a salvo de la ira de Lling.

Kaydu la estudió con atención y luego sonrió.

—Esta es capaz de matar.

—¿Matar? —susurró Hmishi.

Kaydu levantó una ceja con gesto de desdén.

—Su excelencia desperdició su dinero con ese, debería habérselo dejado a Yueh.

—No si quieres algo de mí —le advirtió Lling al tiempo que se ponía a la izquierda de Hmishi.

Llesho no entendía la discusión pero sabía de qué lado estaba él.

—Ni de mí —dijo, y ocupó su lugar a la derecha de Hmishi—. Somos un equipo.

Exasperada, Kaydu miró al maestro Jaks en busca de apoyo, pero este se limitó a encogerse de hombros.

—En lo que a conocidos se refiere, un buscador de perlas está al menos un escalón por encima de un mono. —Una sonrisa intentó escaparse de sus labios, firmemente apretados, y no se esforzó mucho por suprimirla. Con un último gesto de despedida dirigido a los compañeros de Llesho, bajó la cabeza y salió de la casa, dejando a Kaydu y su mono sumidos en un combate de miradas furiosas con Hmishi.

—Si haces algo mal—le dijo—, te serviré en bandeja de plata a los hombres de Yueh. —El mono chilló también con desdén antes de saltar del hombro de Kaydu y escabullirse por la ventana abierta. Tras haber dicho ella la última palabra, Kaydu siguió al maestro Jaks por la puerta. Para sorpresa de Llesho, Hmishi fue el primero en recuperar la compostura.

—¿En qué nos has metido Llesho?

Lo estaban mirando los dos. Llesho se planteó decirles la verdad: quién era, lo que el maestro Jaks pensaba que había hecho, incluso el juramento que le había hecho al fantasma de Lleck durante aquella hora aterradora en la Bahía de las Perlas. Pero todavía no había entendido por qué estaba aquí ni lo que sabían en realidad los que tramaban tanta conspiración a su alrededor. Así que se tiró en la cama, se sentó con las piernas cruzadas, los codos en las rodillas y la barbilla en las manos y se encogió de hombros:

—No tengo ni la menor idea.

—Bueno, pues genial —Hmishi se sentó a su lado, con las manos unidas sobre la frente. Lling se les unió, así que parecían los tres monos sentados en fila.

—Pues si te hace falta matar a alguien, al parecer yo soy tu chica.

Los dos muchachos gruñeron indignados pero a ninguno de los dos se le ocurrió nada que decir.