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—¡Llesho! ¿Ha visto alguien a Llesho?
La sanadora Kwan-ti sacó la cabeza de la cabaña común de paja y bambú y le echó un rápido vistazo al recinto de los esclavos. Unas olas de pálida arena dorada lamían la choza en la que los lavadores de perlas trabajaban al ritmo machacón que marcaban sus pies en el suelo de madera y de la salmodia de una canción sobre amantes y perlas, pero la voz de Llesho no estaba entre ellos. Al borde del claro arenoso en el que se levantaba el campamento, los clasificadores de perlas estaban agachados bajo las amplias frondas de las palmeras, agitando las cestas con un movimiento circular y firme, pero Llesho no estaba sentado entre ellos. No estaba acostado en la cabaña común ni lo veía en la cola del almuerzo con los cocineros y sus calderos.
No había señal alguna de Llesho. El anciano Lleck yacía moribundo en su jergón de la cabaña común, llamando enfebrecido al muchacho y no había forma de encontrar a Llesho. Reposó los ojos cansados en los bancos de nubes lejanos pero siempre presentes, allí donde el cielo se encontraba con la bahía, pero la pizarra turbia del horizonte empapado no le ofreció ninguna solución. Lord Chin-shi no se molestaba en encadenar a sus esclavos, lo que lo convertía en mejor amo que muchos, pero ella habría hecho una excepción con Llesho, que podía desaparecer con más rapidez que un mago cuando había que pagar el alquiler.
Con todo, el muchacho no podría haber ido muy lejos. La Isla de las Perlas no era mucho más que un puñado de palmeras y maleza que cubrían la suave colina de corales medio derruidos que había en el centro, pero jamás se había escapado de allí ningún esclavo. El mar, oscuro y cruel, se cernía detrás de la bahía que mecía la riqueza de la que tomaba su nombre la Isla de las Perlas. Un brazo de aquel gran mar separaba la isla del continente que se encontraba al oeste, aquella ingente, inalcanzable extensión del imperio no era nada más que una fina línea de gris más oscuro en el horizonte, a una distancia a la que solo podría llegar el ojo de un marino. Hasta un thebin como Llesho se ahogaría antes de llegar a esa costa. Kwan-ti sabía que algunas almas desesperadas buscaban el descanso en las mandíbulas del gran dragón del mar, pero Llesho, con toda su difícil arrogancia, jamás escogería tan pronto la oscura senda de la muerte y el renacimiento. Solo había visto quince veranos y la crueldad todavía tenía el poder de sorprenderlo.
Pero suponer dónde no estaba Llesho no le servía de ayuda para encontrarlo, así que Kwan-ti se volvió a meter un rizo de cabello desvaído en el moño y salió a la llovizna que mojaba el campamento.
—¿Lo has visto, Tsu-tan? —le preguntó al hombre que estaba agachado bajo la protección de un cocotero con una cesta de perlas delante.
—Se está ocupando de los yacimientos —Tsu-tan no se molestó en levantar la vista de la cesta plana en la que clasificaba las perlas por tamaño—. No verás a Llesho en tierra firme hasta que se haya acabado este cuarto de tumo.
—Entonces será demasiado tarde —Kwan-ti se alisó .as faldas de tapa con gesto preocupado. Aunque era imposible que viera los lechos de perlas, Kwan-ti miró fijamente hacia allí como si pudiera conjurarlos... a ellos y al muchacho, Llesho. Y quizá pudiera, si quisiera darse un chapuzón con un yunque atado al cuello. Pero a Chin-shi, el Señor de la Isla de las Perlas, no le agradaba la magia, así que nadie sabía con seguridad si Kwan-ti tenía ese tipo de poderes o solo seguía las recetas de las medicinas de su madre como buena isleña que era.
—Siempre demasiado tarde —murmuró en voz muy baja.
Tsu-tan, al tiempo que agitaba la cesta en suaves círculos, prestaba atención a los rezongos de Kwan-ti, aunque fingía lo contrario. No sabía lo que quería decir la mujer, en qué otro momento había llegado Llesho demasiado tarde, o si es que la anciana pensaba que había ido demasiado tarde a llamar al muchacho o a curar la fiebre del viejo. Con todo, era una pista más. La ocultó con las demás en la caja del rompecabezas de su mente que reservaba para la búsqueda de brujas, que era su verdadera vocación.
Tras volver a la cabaña común que servía de alojamiento de esclavos en las pesquerías de perlas, Kwan- ti se dirigió al jergón que había instalado en la esquina para el anciano. El muchacho llegaría demasiado tarde, por supuesto. La piel del anciano ya se había puesto grisácea y polvorienta por el calor seco que lo abrasaba por dentro. Pellizcaba inquieto la manta y sus ojos, vidriados desde mucho tiempo atrás por las duras conchas blancas de las cataratas, se paseaban por su cabeza como si pudieran encontrar al muchacho y verlo una vez más antes de intercambiar esta vida por la siguiente de la rueda.
—¿Llesho? —La voz de Lleck le raspaba la garganta. Luchaba por respirar, agotado por el esfuerzo que le suponía llamar al muchacho. En cuanto pudo, lo llamó de nuevo—. ¡Llesho! ¡Tienes que encontrarlos!
—¿A quién, Lleck? —le preguntó Kwan-ti con suavidad—. Dime a quién debo encontrar. —La voz de Llesho aún no había adquirido el tono grave definitivo y la mujer esperaba que el anciano confundiera su voz con la del muchacho al que llamaba de una forma tan lastimera.
—A tus hermanos —Lleck le agarró la mano y luego la volvió a apartar, buscaba los dedos más largos y las yemas callosas del muchacho—. Debes encontrar a tus hermanos.
—Lo haré, viejo amigo —Kwan-ti le cogió la mano con firmeza y lo tranquilizó, luego le acarició la frente que ardía con aquel calor seco—. Los encontraré.
—Que la diosa vaya contigo. —Con un último aliento apenas susurrado, el anciano abandonó la concha de su cuerpo agotado y dejó a Kwan-ti con un montón de preguntas: ¿qué hermanos tenía el joven Llesho, y qué males podía poner en movimiento sin darse cuenta si le daba al muchacho el mensaje de su mentor?
Aquellos dos no habían llegado juntos al campamento. Thebin, en lo más alto de las montañas del continente, criaba un pueblo bajo y fornido acostumbrado al aire frío y ligero de las alturas. Los niños, si se los entrenaba con cuidado en la atmósfera más rica que había cerca del mar, tenían la resistencia suficiente para permanecer bajo el agua hasta media hora sin volver a la superficie para llenarse los pulmones. Para los ignorantes, aquella habilidad era señal de que los niños tenían poderes mágicos, nacidos de un mar que los dioses habían elevado por encima de las montañas de Shan para crear la puerta del cielo. Los perleros sabían que los thebin eran tan humanos como cualquiera, pero con un talento para respirar que les daba la eficiencia necesaria para sacar de la bahía las ostras que proporcionaban las perlas.
Llesho había llegado a la Isla de las Perlas con un cargamento de niños thebin comprados a los traficantes de esclavos harn para que los entrenaran como buceadores. Por aquel entonces el muchacho tenía siete veranos y una expresión asombrada que pronto indicó que había perdido el juicio. No hablaba nunca y, aunque seguía las instrucciones bastante bien, ni siquiera sabía comer sin que alguien le dijera que levantara la cuchara y luego que la volviera a levantar. Pero desde el principio caminó por la bahía sin miedo, así que el capataz Shen- shu consideró que valía la pena intentar entrenarlo.
De forma gradual, Llesho había vuelto a ser consciente de lo que lo rodeaba. Luego, un día se rió de uno de los chistes de Lling y su recuperación de aquello que lo había aturdido pareció completa. Si levantaba la cabeza con un ángulo demasiado arrogante o si sus ojos en ocasiones brillaban con una luz demasiado dura y oscura para su juventud, un chiste o una maldición le recordaban de inmediato cuál era su lugar. Con el tiempo empezó a pasar desapercibido, solo otro niño thebin más, un esclavo con sal en el pelo y arena entre los dedos.
Cuando Llesho cumplió los diez años, apareció Lleck. Chin-shi había adquirido al envejecido thebin porque afirmaba comprender los achaques especiales de los buscadores de perlas. Lleck se hizo útil de inmediato en el campamento; atendía no solo a los thebins sino también a los isleños de las perlas dispuestos a aceptar los consejos de alguien que, según se susurraba, había aprendido el conocimiento secreto de la vida eterna que se podía encontrar en las lejanas montañas. Desde su primer día en el campamento, Lleck se había tomado un interés especial por el joven Llesho, le había enseñado a leer y escribir utilizando un palo en la arena húmeda, y le había mostrado qué hierbas debía utilizar para sanar a los thebins. Algunos tenían la sensación de que Llesho debía de pagar tanta atención con su cuerpo, pero la cabaña común no ofrecía ninguna privacidad y las cópulas de todo tipo resultaban visibles y audibles para cualquiera que tuviera una cama cerca. Nadie había visto jamás a Lleck visitar al joven Llesho en la oscuridad y tampoco se había visto a Llesho hacer visitas nocturnas a Lleck.
Las mujeres, en su mayor parte, pensaban que Lleck debía de ser el verdadero padre del muchacho. Lleck, razonaban, había seguido a su hijo a la esclavitud para proteger y criar al chiquillo aunque eso le hubiera costado su propia libertad. Admiraban tal devoción entre padre e hijo y, aunque algunas se sentían celosas de aquellos dos, en general el vínculo entre ellos permaneció oculto, una de las pequeñas conspiraciones que todos los recintos de esclavos alimentan para desafiar a sus amos. Y ahora Lleck estaba muerto. Kwan-ti recordó la arrogancia y la amargura que yacían latentes en el corazón del joven Llesho y un mal presentimiento la hizo estremecerse. "Encuentra a tus hermanos". ¿Qué estaba desatando el anciano con su mensaje? ¿Cómo podría el chico, atado a los lechos de perlas y a la isla de por vida, obedecer la extraña orden de su mentor?
En ese mismo momento, Llesho había terminado su media hora de descanso en el barco recolector de perlas y volvía a la bahía para su siguiente media hora en el agua. Desnudo, como todos los buscadores de perlas, se sentó en la cubierta pintada de color rojo del barco cosechador y se colocó los grilletes de hierro alrededor de los tobillos. La cadena del cuello que lo ataba al barco no se soltaba nunca durante el cuarto de turno, pero los grilletes de los tobillos los llevaba por propia elección. El peso extra lo ayudaba a estabilizarse cuando caminaba por el fondo de la bahía. Al final de su tumo de media hora debajo del agua, cuando ya no tenía aire suficiente en los pulmones para llegar a la superficie por sí mismo, metía la cadena por los grilletes y dejaba que el cabestrante lo subiera por los pies. El primer día que pasó en la bahía, Llesho había despreciado los grilletes, pero solo le había hecho falta que lo subieran al barco por el cuello una vez para darse cuenta de lo útil que era utilizar la cadena de los tobillos.
Con los grilletes ya puestos, se puso de pie al borde del barco y esperó a que el capataz le diera la herramienta que utilizaría este tumo. Una bolsa significaría que iba a recolectar las ostras que más probablemente ocultaran perlas, pero esta vez Shen-shu le entregó un rastrillo de lodo. Con el utensilio en la mano aspiró profundamente una, dos, tres veces y saltó por el costado del barco. Cuando tocó el agua con los pies, levantó los brazos por encima de la cabeza con el rastrillo pegado al costado y se hundió como una flecha hasta el fondo de la bahía. Lling ya estaba allí, cercando su trozo de los lechos de ostras y protegiéndolo de los equipos usurpadores que trabajaban a su alrededor. La chica levantaba el fango con el rastrillo para que los nutrientes llenaran el agua de una nube irritante. Hmishi los siguió poco después y aterrizó casi encima de los hombros de Lling. Muy pronto, los dos compañeros de Llesho habían convertido la tarea en un juego de tridentes, entrechocando los rastrillos en una batalla fingida mientras Llesho los contemplaba desde una distancia suficiente para excluirlo del juego. Ya al principio de su adiestramiento, su naturaleza contemplativa y silenciosa le había granjeado el miedo y la suspicacia de sus compañeros de esclavitud. Pero no hablaba con el capataz y los guardias más de lo que lo hacía con sus compañeros de buceo, y al final estos aceptaron esa distancia como parte de su personalidad. Mejor eso que preguntar por las sombras oscuras de sus ojos que en ocasiones hacían desaparecer el aquí y el ahora. Aquella creciente aceptación de sus compañeros de cautividad parecía enterrarse con sigilo en los huesos de Llesho y convertirlo en parte de ellos.
La burlona competición de rastrillos-tridentes provocó una nube de sedimentos tan grande como si los combatientes se hubieran aplicado a la tarea con la seriedad que demostraban cuando el capataz Shen-shu se metía en la bahía para supervisarlos. Hoy, sin embargo, Shen-shu se había puesto una túnica blanca limpia y zapatos en los pies, señal segura de que los trabajadores que se habían metido en el agua no tendrían ninguna inspección sorpresa durante este cuarto de turno. Lo que dejaba a los esclavos thebins con su competición y con la tarea más difícil de hacer reír a Llesho.
Hmishi se había hecho cargo de la ofensiva y había enredado los dientes de su rastrillo entre los de la herramienta que Lling hacía revolotear como si fuera un arma. Lling perdió el control de su rastrillo y agitó la mano como señal de sumisión en este asalto. Le ardían los ojos por las maldiciones que estaban a punto de explotar de sus labios. Llesho le guiñó el ojo, le daba ventaja en el segundo asalto: quería reírse pero luchó contra ese impulso por las mismas razones por las que Lling luchaba contra su deseo de maldecir: necesitaban ahorrar aire y, de todas formas, Hmishi no los habría oído entre las burbujas que soltarían en el intento.
Todavía luchando contra la necesidad de reírse, Llesho le dio la espalda a las travesuras de sus amigos. Le sorprendió ver a un anciano que se deslizaba hacia él sobre los bajos montículos de las ostras perlíferas. El anciano vestía muchas capas de túnicas y togas que flotaban a su alrededor como un banco de peces multicolores. Tema el cabello negro y unos ojos de color azul claro que le recordaron a Llesho a un cielo lejano, tan diferente del cielo que cubría la Isla de las Perlas como esos ojos azules lo eran de las canicas blancas y duras de las cataratas de Lleck. Que aquel era Lleck, o una aparición transformada en Lleck, era seguro, y Llesho jadeó horrorizado.
Aquella repentina inhalación de aire debería haberlo matado, puesto que tanto él como el fantasma estaban flotando bajo el agua. Pero en lugar del aterrador dolor del ahogamiento, Llesho solo sintió un aire crujiente y limpio. Más fino que el aire al que se había acostumbrado al nivel del mar, el aliento que le dio aquel vigor le recordó a su hogar, las montañas, la nieve, aquel frío abrumador. El espíritu del agua se acercó un poco más y Llesho sacudió la cabeza, se negaba a creer la verdad que esta aparición imponía: Lleck estaba muerto.
—Perdonadme por abandonaros, mi príncipe. —El juvenil espíritu se dirigió a él con la voz de Lleck y utilizando el título que Llesho no había oído desde que los ham habían invadido Thebin y vendido al principito como esclavo. Llesho oía aquellas palabras con toda claridad, como si estuviera en la alta meseta de Thebin, recibiendo sus lecciones en el jardín de la reina y no entre las criaturas marinas de la bahía. Se preguntó si él también había pasado al reino de los muertos.
—Tenía la esperanza de vivir hasta veros crecido, hasta saber que habíais vuelto al lugar que os corresponde. Pero la edad y la fiebre no respetan los deseos de un anciano. —¿Tenían remordimientos los espíritus de los muertos? Daba la impresión de que el ministro del rey parecía sentirlos, pero Lleck le sonreía, un irónico reconocimiento de que ya había dejado atrás la vida, todas sus esperanzas y preocupaciones.
—A mí no me corresponde ningún lugar —respondió Llesho con amargura. Sus palabras eran tan claras como las del espíritu y no sentía que le faltara el aire para seguir razonando—. Soy el último descendiente de una casa antigua y vencida, destinado a morir en el fondo de la bahía.
—No sois el último —le dijo Lleck—. A vuestro padre lo mataron, sí. Pero vuestros hermanos aún viven, fueron llevados a provincias lejanas y vendidos como esclavos. A cada uno se le dijo que se había asesinado a los demás.
Dado que eso describía el destino de Llesho, le resultó difícil negar las palabras de su mentor. Un nuevo sentimiento se encendió en su pecho, tan distinto de toda su experiencia que Llesho no reconoció en él la esperanza.
—¿Mi hermana? —Era incapaz de mirar al espíritu del ministro a los ojos por temor a lo que podría ver allí. Cuando era un principito pequeño y mimado, había odiado a Ping, la recién nacida que había ocupado su lugar en el regazo de su madre. Cuando Llesho tenía cinco años, había provocado un alboroto en la corte al salir a escondidas del Palacio del Sol con la intención, según informó al portero, de llevar a la princesita a la ladera de la montaña como regalo para los dioses. Cuando el guardia le había advertido que los tigres eran mucho más comunes en la montaña que los dioses, Llesho le había informado que un tigre serviría. Ping tenía dos años cuando se produjo la invasión; a los harn no les era útil ni como esclava ni como rehén. Pero con la sabiduría que ofrecen los quince años, Llesho hubiera dado su vida por salvarla.
Lleck, el espíritu, sacudió la cabeza.
—Golpeada y arrojada al montón de basura es lo que oí —dijo—. No encuentro su espíritu en el reino de los muertos pero no sé en qué forma ni país ha renacido.
Era una pena antigua pero Llesho se dio cuenta de que todavía le podía doler, y aún más porque en aquel mismo momento había aprendido lo que era la esperanza.
—¿Mi madre?
Una vez más, Lleck, el espíritu, sacudió la cabeza pero su ceño se frunció con expresión inquisitiva:
—Vuestra madre, la reina, no está entre los espíritus de los muertos —dijo—. Se la llevaron en la incursión que mató a vuestro padre, pero no tuve después ninguna noticia sobre ella. Dicen que ascendió al cielo como ser vivo para rogar a los dioses que tuvieran misericordia con su país, pero que su belleza tanto hechizó a las criaturas celestiales que no quisieron dejarla partir de nuevo. Yo creo que es un buen cuento pero no la historia real. Si no ha cruzado a una nueva vida, debe de ser aún prisionera de alguien.
Llesho no dijo nada. Era demasiado mayor para llorar por sus muertos, y nunca les había dado a sus enemigos esa satisfacción, ni siquiera de niño.
—Encontrad a vuestros hermanos, Llesho —le rogó el espíritu—. Salvad Thebin. La tierra misma se está muriendo y los pocos de los suyos que quedan están muriendo con ella. —El dolor brotaba de los ojos muertos de Lleck, las lágrimas de sal volvían a la salada bahía—. Habría permanecido a vuestro lado si pudiera. Ahora, ya solo puedo ofreceros esto... —El espíritu le tendió una perla tan grande como una nuez y tan negra como los ojos del capataz Shen-shu—. La perla tiene las propiedades mágicas de la larga vida y varias protecciones más. Guardadla bien pero usadla solo en caso de máxima necesidad.
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Al oír eso, Llesho se preguntó si el espíritu que tenía delante no sería Lleck después de todo, sino un diablillo enviado para engañarlo y que acudiera a la brujería.
—Un buen truco —provocó al espíritu—, pero Lleck sabría que me resultaría imposible sacar una perla de la bahía, no tengo ningún sitio donde esconderla —se señaló con un gesto el cuerpo desnudo—. Y el capataz Shen-shu registrará hoy las cavidades de nuestros cuerpos en busca de tesoros robados con tanta diligencia como después de cada cuarto de tumo en los lechos de perlas. En cuanto a tragarme una perla así de grande, si fuera posible hacerlo sin asfixiarme, ¡hasta los guardianes de Lord Chin-shi se darían cuenta de que habría un esclavo de la bahía de las perlas examinando las letrinas!
—Confiad un poco, joven príncipe.
El recordatorio de su antigua posición en los labios del espíritu de su maestro hizo brotar unas lágrimas que escocieron los ojos de Llesho, pero se negó a derramarlas. No encontraba muchas cosas en las que confiar en un mundo que le había arrebatado su último y único consuelo.
—¿Cómo puedo confiar en lo que dices, anciano? — Ante el dolor que le provocaba su corazón roto, Llesho solo era capaz de atacar su fuente—. Dijiste que te quedarías conmigo y que me protegerías. Ahora estás muerto, y si de verdad estamos teniendo esta conversación, ¡yo debo de estar muriéndome también!
Hacía ya mucho tiempo que Lling y Hmishi habían tirado de sus cadenas y vuelto a la superficie. Llesho sabía que era imposible que le quedara aire en los pulmones, que no podría respirar ni hablar bajo el agua y sin embargo tenía aire, estaba respirando y hablando. Con toda seguridad estaba muerto o en ese estado del ahogamiento en el que la mente le juega malas pasadas al cuerpo.
—Confiad —dijo el anciano, con lágrimas brillándole en los ojos. Le puso a Llesho una mano fantasmal en el cuello y con la otra mano levantó la perla negra. Utilizando el pulgar y el índice apretó la perla hasta que no fue más grande que un diente.
—Abrid —le ordenó, y cuando Llesho abrió la boca, Lleck dejó caer la perla en el hueco vacío de la muela que había perdido Llesho—. Tendrían que echarte un vistazo a eso uno de estos días —dijo, y luego desapareció como una nube que se dispersa en el agua.
Mientras contemplaba cómo giraba la nube en torbellinos de corrientes desordenadas, la boca de Llesho se llenó de repente de todas las cosas que quería decirle al anciano, todas las palabras de gratitud y amor que había dado por hechas durante todos aquellos años de cautividad que habían pasado juntos.
—Vuelve —exclamó, pero solo se formaron burbujas en el agua que lo rodeaba, y se dio cuenta de que terna los pulmones a punto de estallar y que se le habían entorpecido los dedos. Se le había caído el rastrillo en alguna parte pero era incapaz de verlo entre el torbellino de lodo. Luchó contra el pánico y su propia torpeza para enganchar la cadena del cuello a los tobillos y tiró, fuerte, para alertar al esclavo del cabestrante para que lo sacara. Habría dado un suspiro de alivio cuando sintió que se tensaba la cadena y su cuerpo quedaba boca abajo, pero desahogar sus emociones ahora sería invitar a la muerte en el mismo momento de su rescate. Y luego estaba fuera del agua, colgado desnudo y boca abajo sobre el barco, tosiendo y ahogándose, estornudando para sacarse el agua de la nariz.
—¿Dónde está tu rastrillo? —preguntó Shen-shu, el capataz. Llesho señaló hacia abajo, a la bahía. Vio el apuro, las expresiones angustiadas de sus compañeros de turno y luego el cabestrante que volvía a bajarlo.
—Encuéntralo. Estás perdiendo tiempo —le advirtió Shen-shu, y luego se estaba hundiendo de cabeza en la bahía casi antes de poder coger aliento, bajando, bajando. Allí estaba. Tenía el rastrillo en las manos pero estaba agotado y colgado cabeza abajo, y no podía levantar la mano para agarrar la cadena de los pies y tampoco tenía una cuerda tensa de la que tirar. Llesho se preguntó cuánto tiempo lo dejaría el capataz en la bahía y si sería capaz de sobrevivir. Unas motas negras le llenaron el campo de visión y la risa de los espíritus del reino de los muertos llenó sus oídos.
Y en ese momento Lling estaba a su lado, y Hmishi, y lo sujetaban por los hombros, intentando levantarlo. Hmishi le arrancó el rastrillo de los dedos entumecidos y nadó hasta la superficie mientras el cabestrante agarraba la cadena. Llesho subía. Lling, a su lado, le insuflaba aliento de su propia boca hasta que por fin llegaron a la superficie.
—¡No lo balanceéis! —gritó Lling mientras trepaba al barco. Hmishi y ella lo volvieron a coger por los hombros cuando el cabestrante soltó la cadena. Cayó, de pie, sobre la cubierta.
—¿Qué has visto ahí abajo? —susurró Lling, pero Llesho solo podía jadear como un pez recién pescado. Rodó sobre su estómago y vomitó agua salada por el costado del barco, se quedó allí colgado, tirado en las regalas, reuniendo fuerzas con cada aliento asfixiado e intentando ver su futuro en las ondas suaves de la bahía. Estaba tan agotado que apenas notó que el capataz le registraba el cuerpo, le sondeaba la boca en busca de perlas ocultas después de haber hecho lo mismo con las otras cavidades por el placer de una crueldad menor.
—¡Dientes podridos! —gruñó, y Llesho se dio cuenta de que sí, la perla negra era real y quizá el espíritu le había dicho la verdad después de todo. Sus hermanos estaban vivos en algún lugar del continente. ¿Pero cómo iba a encontrarlos?