A medida que la oscuridad lo iba rodeando, las dudas de Llesho parecían enroscarse en las esquinas del santuario y asomarse para mirarlo con unos ojos ardientes y fieros. Los sacerdotes estaban muertos, no quedaba ninguno para llamar a la diosa con sus plegarias para que acudiese a conocer a su marido, y el santuario de la señora era pequeño y estaba muy lejos de las puertas del cielo donde habitaba la diosa. ¿Cómo iba a encontrar a su prometido, cómo sabría siquiera buscarlo, tan lejos de ella y sin nadie que anunciara su hora?
Con un esfuerzo apartó sus recelos. Solo las ratas acechaban en las esquinas, atraídas por el refugio fresco del altar de piedra. Como ellas, él también debía poner su vida en las manos de la diosa y confiar en su decisión. Sentado con las piernas cruzadas delante de la imagen de piedra, Llesho se había perdido en la silenciosa meditación de su vida pasada que conformaba la larga noche de paso de un joven que entraba en la edad adulta. Su madre, en su biblioteca del Templo de la Luna, sosteniéndolo en su regazo y su padre, sentad para dar su juicio en su trono del Palacio del Sol, los de los lados del cielo siempre en la mirada del otro al otro lado de la ciudad. La Larga Marcha y la esclavitud, Lleck hablándole desde más allá de la tumba y Lord Chin-shi desesperado por curar el mar moribundo y derramando la sangre de su pesar sobre la arena. La señora, contemplándolo mientras elegía las armas, interrogándolo al lado de su marido, enseñándole los secretos prohibidos de la Senda.
Se hundió aún más en su propia mente y tamizó los detalles de su vida. ¿Dónde había fallado y dónde se había esforzado en servir con todo lo que tenía que dar a Aquella a la que veneraba? Una vez sopesado todo, ¿aún carecía de algo o le entregaría la diosa su favor? A medianoche lo interrumpió la presencia de otra persona en el santuario: la señora, que había venido con una ofrenda de melocotones recién cogidos para la diosa.
—La paz es el don más preciado que puede ofrecernos la diosa —dijo la dama mientras sostenía una de las frutas para que brillara con un tono dorado y suntuoso bajo la luz de las velas—. Algunos dicen que es el único regalo que el hombre solo aprecia cuando mira atrás con nostalgia después de rechazarlo. Otros dicen que el regalo no tiene valor salvo cuando recompensa una lucha. ¿Tú qué crees, Llesho?
La dama le ofreció el melocotón y él lo cogió y consideró su suave exquisitez, tan distinta del blanco frío de la mujer que se lo ofrecía.
—Yo creo —dijo el joven— que cada regalo es una prueba y con cada prueba que pasamos recorremos un poco más de la Senda de la Diosa. Y no podemos saber cuál es el propósito del regalo ni de la prueba hasta que llegamos al final de la Senda.
—¿Incluso la paz? —le preguntó la dama.
Al recordar a los harn descendiendo sobre Thebin, Llesho confirmó su certeza.
—Sobre todo la paz —respondió.
La señora lo estudió durante largo tiempo, con una mirada tan penetrante como el cuchillo thebin de Llesho. Luego dejó escapar un suspiro, tan dulce que Llesho estuvo a punto de creer que no lo había oído.
—Has de saber que la diosa te ama —le dijo y le puso una mano fría sobre el corazón. Llesho inclinó la cabeza y la oyó pero no la vio cuando se levantó y se fue.
Solo de nuevo con la noche y las ratas con sus relucientes ojos rojos, intentó sumirse de nuevo en sus meditaciones pero las palabras de la dama lo habían inquietado. Quizá la diosa lo amara, como amaba todo lo que vivía en sus dominios, pero la noche se alargaba y ella no había venido.
En la más profunda oscuridad, cuando hasta la luna se había puesto, la meditación se convirtió en recuerdo y se dio la vuelta para mezclar el pasado y el presente en pautas turbulentas. Era casi adulto, como ahora, pero estaba en casa, en la ciudad sagrada de Kungol, solo y perdido en los retorcidos laberintos del Templo de la Luna. Desde cada muro imágenes recordadas de la diosa le sonreían pero ahora lucían el rostro de la señora, la esposa del gobernador. En algún lugar lejano oyó gritar a su madre pero cuando intentó alcanzarla, sus gritos parecían alejarse más en lugar de acercarse y las imágenes de las paredes parecían hacerse más frías. Entre aquellos recuerdos salpicados de sueños se entrelazaban los gritos de los moribundos y el olor del humo procedente del mercado incendiado de la ciudad.
—¡No! —su propia voz rompió el hechizo que se había impuesto y en que lo había sumido la meditación, pero los sonidos de dolor y rabia permanecieron. Los gritos de los centinelas llamando a la guardia y el golpeteo de los pies que corrían eran reales. Aquí, ahora, en los propios jardines del gobernador, estaba ocurriendo otra vez.
Llesho se levantó con torpeza, las rodillas y los tobillos protestaban tras tantas horas pasadas en una postura forzada. Agarró el cuchillo del altar de la diosa y cojeó hasta la puerta del santuario.
El fuego soltaba chispas en los tejados de las casas de madera del recinto que estaban más cerca de la carretera. Una soldado que llevaba la cadena y las muñequeras de la guardia del gobernador pasó corriendo a su lado y solo se paró el tiempo suficiente para apartarlo de un empujón de la puerta abierta poniéndole una mano en el pecho.
—Vuelve dentro —le dijo la joven—. ¡Nos están atacando!
—¡Sé luchar! —le respondió Llesho y levantó el cuchillo para demostrar que estaba armado. Una flecha le pasó rozando la oreja como un látigo y él se agachó cuando la saeta se clavó en el grueso dintel.
—Encuentra tu escuadrón, entonces —le dijo la soldado y corrió para unirse a la refriega.
Llesho se deslizó fuera del santuario, medio agachado, con el cuchillo firmemente sujeto en el puño firme. Esta vez no era ningún niño; tenía tanto la habilidad como la fuerza necesaria para defenderse. Pero la soldado tenía razón, tenía que encontrar a su escuadrón. El maestro Jaks los había adiestrado para luchar como una unidad y se sentía desnudo sin sus amigos a su lado.
Agachado entre las sombras de los juncos y las plantas que bordeaban los céspedes y los canales, volvió a la casa que compartía con los otros novatos. Pero antes de que pudiera traspasar el umbral, oyó muy cerca una voz que odiaba.
—¡Buscad por todas partes... quiero al thebin! —El insistente grito del supervisor Markko provenía de una masa más sólida de sombras a solo unos pasos de distancia, destacada por las llamas, cada vez más elevadas—. ¡Está aquí, en alguna parte!
Llesho se quedó inmóvil, paralizado por aquella voz. El maestro Markko había pasado al servicio de Lord Yueh tras la muerte de Lord Chin-shi, ¿pero qué había inducido al ejército de Yueh a atacar el recinto del gobernador? ¿Por qué lo buscaba el maestro Markko? ¿Para matarlo directamente o para encadenarlo otra vez? ¿Qué sabía, o sospechaba el supervisor, o su nuevo señor, sobre la verdadera identidad de Llesho para que lo buscaran en medio de la batalla?
Llesho no tenía tiempo para reflexionar sobre las respuestas a todas esas preguntas; los sonidos de la batalla se acercaban. De repente, una mano salió serpenteando de la ventana de su casa, lo cogió por el brazo y lo metió en la gran habitación. Bixei, Lling y Hmishi se encontraban espalda contra espalda en el centro de la habitación con los cuchillos desenvainados. Kaydu no estaba.
—¿Dónde has estado? —siseó Bixei.
—En el santuario del jardín —le respondió Llesho con otro siseo—. ¿Dónde creías que estaba? ¿Abriéndole las puertas a Lord Yueh?
Bixei no tenía que decir nada; su rostro dejaba claro que aquella acusación lo conmocionaba y lo ofendía.
—¿Entonces, qué? —preguntó.
Se miraron y quedó claro que los dos tenían preguntas sin respuestas. La guardia armada de Lord Yueh no estaría destrozando el recinto del gobernador para encontrar a un simple esclavo pero todos habían oído al maestro Markko ordenarles a las tropas que buscaran a Llesho.
—¿Quién eres? —Bixei exigía una explicación a pesar del peligro que corrían todos—. ¿Qué quiere Markko?
Llesho emitió una única maldición en thebin. Pretoria no saber qué tipo de rumores se habían extendió por el recinto.
—Podemos hablar sobre eso más tarde. —Y si re había un más tarde, las explicaciones tampoco importarían demasiado—. Si queréis vivir, vamos a tener que luchar o correr ahora.
El ataque se había producido por la entrada principal, la única forma de salir o entrar que conocía Llesho.
—¿Dónde está Kaydu?
Hermanito eligió ese momento para descolgarse del tejado por la cola y entrar de golpe por la ventana abierta reprendiéndolos a chillidos por la tardanza. Lo seguía su joven instructora.
—Estoy aquí. Vamos. Jaks tiene caballos esperando —y volvió a desaparecer.
Llesho corrió a la ventana y habría sido el primero en salir, pero Bixei lo contuvo.
—Por si hay una emboscada —le dijo y salió como un rayo por la ventana tras Kaydu. Llesho lo siguió y se volvió en redondo cuando Lling y luego Hmishi se descolgaron de la casa de los novatos. Kaydu no dijo nada pero les hizo un gesto para que mantuvieran la cabeza baja mientras se arrastraban por el costado de la casa, ocultos por los juncos y los arbustos.
Kaydu se movía en tan absoluto silencio que a Llesho le sorprendió oír el estruendo de unos pies más pesados cuando Bixei la siguió sobre el puente. Él intentó imitar el silencio de Kaydu sin mucho éxito pero tuvo que darse la vuelta para asegurarse de que Lling seguía detrás de él. Lo estaba, con Hmishi a su lado. Hmishi tropezó y se incorporó otra vez con una espada en la mano. Ya había pasado una batalla por aquí, dejando atrás sus muertos y las armas de estos esparcidos por el terreno. Lling buscó a su alrededor hasta que, ella también, tuvo una espada en la mano derecha, así que cambió el cuchillo a la izquierda. Bixei recogió una lanza y una espada corta que se incrustó en el cinturón.
Llesho recordó el cuchillo que llevaba en la mano y se dio cuenta, ¡maldita sea!, de que se había dejado la funda al lado de la cama junto con las pocas posesiones que había adquirido mientras estaba en el recinto del gobernador. Otra vez partía de cero. Pero partía vivo. Llesho rebuscó también entre los muertos y encontró una lanza corta que cogió con la mano libre. Había empezado a pensar que encontrarían el paso franco cuando oyó algo a su derecha seguido por el llamear de unas antorchas.
Las pantallas de pergamino engrasado de una casita estallaron envueltas en llamas. Un grito se elevó del fuego y unas sombras se formaron a su alrededor, convertidas bajo la luz en hombres que iban a pie. Los hombres de Yueh, destacados contra el fuego que los iluminaba desde atrás, habían visto el escuadrón de Llesho. Los soldados corrieron hacia ellos blandiendo sus armas. Bixei cogió al primero por las costillas con el extremo de madera de la lanza, giró la larga arma de inmediato y terminó al hombre con un cuchillada en el pecho.
Lling y Hmishi se colocaron a ambos lados de Llesho, con las espaldas en alto y los cuchillos apuntando hacia abajo. Se unieron a la batalla con un frenesí de choques de espadas y derrotaron a sus atacantes, que huyeron con gritos en los labios que los habían vencido unos demonios. Llesho lanzó una triste carcajada, pero no cantó victoria demasiado pronto. Un caballo surgió de la oscuridad. Su alto jinete obligó a la bestia a levantarse de las patas de atrás para golpear a los thebins con los afilados cascos delanteros.
Con un aullido de rabia, Hmishi saltó a defenderlo, y enterró la espada en el jinete. La espada atravesó al hombre, que lo tiró a un lado y lanzó una carcajada que sonó igual que un trozo de hielo cuando se rompe. El maestro Markko (Llesho lo reconoció a pesar de la oscuridad) no sangraba por ninguna herida, aunque la estocada de Hmishi debería haberlo partido en dos.
—¡Eres mío, thebin! —El mago señaló a Llesho con una lanza corta y un terror frío le traspasó el corazón. Muerto de miedo, no podría haberse movido, salvo por la calidez que irradiaba la lanza corta que sostenía en la mano. Levantó el arma y la interpuso entre los dos, parecía relucir bajo la luz de aquella luna plateada.
—¡Nunca más, brujo! —gritó y la lanza de Markko ardió y se rompió en mil pedazos. El mago gruñó, incapaz de expresar su rabia con palabras, y le dio la vuelta al caballo para atacar, pero el animal corcoveó y cayó, chillando, con la punta de una lanza enterrada en el flanco.
—¡Muévete! —gritó Bixei, mientras Hmishi lo empujaba y Lling sacaba su cuchillo del gaznate de un soldado que miraba al cielo con los ojos vacíos y muertos.
Kaydu se acercó silenciosa como un fantasma a Llesho y le susurró.
—Por aquí, Jaks tiene los caballos. —Habían entrado en el melocotonar y el olor dulce a fruta madura cubría el hedor nauseabundo a sangre y carne quemada, a sudor y miedo. Llesho siguió la dirección que le señalaba la chica, internándose en la esquina más oscura del bosquecillo.
A su alrededor estaban montando las tropas, demasiados soldados para que Llesho calculara el número en la oscuridad pero daba la sensación de que la casa entera estaba ensillando para huir. Oculto por una espesa vegetación de árboles y setos, el maestro Jaks los esperaba con sus monturas. Por fortuna, sus caballos de guerra eran inteligentes y estaban entrenados para la batalla; las criaturas se agitaban inquietas por el olor a sangre que había en las manos y ropa del escuadrón de Llesho, pero no se plantaron cuando los jóvenes cogieron las riendas y montaron. Llesho notó con satisfacción que alguien le había atado a la silla su arco corto de caballería y un carcaj de flechas. La dama del gobernador había cumplido su palabra y su escuadrón ya sabía montar y disparar desde la silla tan bien como a pie. Quizá lo necesitaran antes de que se terminara la noche.
Kaydu se puso a la cabeza de su pequeño grupo y encontró su sitio en el centro de una comitiva más larga de monturas y animales de carga que atravesaban el bosquecillo en silencio y en fila india. Llesho permitió que su caballo siguiera el paso de ella, con sus tres compañeros detrás. Cuando vio hacia donde se dirigían, hacia un lugar de sombras más espesas en el muro del jardín, se preguntó si era una trampa.
—¡Maestro Jaks! —Llesho se dio la vuelta en la silla para lanzar un susurro a las tinieblas negras, pero no recibió respuesta. No les esperaba un sexto caballo; Jaks se quedaba allí. Llesho olió la sangre y vio el rostro de su profesor en el cadáver de su guardaespaldas y supo que Jaks moriría si no venía ahora. Sin pensarlo, comunicó su angustia a su caballo, que tembló bajo él, temeroso de la noche y sus sombras, y de las oscuras emociones que embargaban a su jinete. Llesho colocó una mano tranquilizadora en el cuello del caballo mientras sus pensamientos giraban como un torbellino. Sabía en lo más hondo de su ser que aquella visión-recuerdo era verdad. El tiempo mismo saltaba fuera de control, el pasado y el futuro chocaban en la visión del maestro Jaks, muerto. La guardia de la casa no podría defender el recinto contra los fuegos de los atacantes y el maestro Jaks daría su vida para mantener a raya a los atacantes y darles tiempo para escapar.
—No he terminado contigo todavía —murmuró para sí. Llesho sacó a su montura de la columna, dio la vuelta y se dirigió a los fuegos bajos que marcaban el lugar donde las gráciles casitas habían salpicado aquel espacio húmedo.
—¿Adónde vas, muchacho? —Un escolta cogió su caballo por la brida y lo detuvo, mirándolo fijamente a los ojos hasta que comprendió quién era Llesho—. ¡La puerta de medianoche está por el otro lado! —Le dio la vuelta al caballo para llevar a Llesho por donde había venido, pero este tiró de las riendas para detener al caballo.
—¿Dónde está el maestro Jaks? —dijo utilizando su mejor imitación de su padre.
El escolta dio una sacudida a la cabeza para señalar el recinto ardiendo pero siguió empujando el caballo de Llesho hacia el fondo del huerto.
Llesho clavó los talones y se negó a moverse.
—Yo no me voy sin él. —Mantuvo la mandíbula firme con la esperanza de que el hombre no viera cómo le temblaban las manos en la oscuridad.
—La dama me cortará la cabeza —murmuró el escolta pero le dio la vuelta al caballo—. Se fue por ahí... Te llevaré.
Volvieron cabalgando y se metieron en el caos y el fuego, rumbo a un apretado nudo de cuerpos que gruñían y espadas que chocaban entre sí. La lucha era a pie y el escolta lo solucionó con rapidez. Se metió en la refriega con un grito de batalla capaz de helarle la sangre a cualquiera, derribando de una estocada a un atacante y barriendo a otro bajo los cascos de su montura. Luego metió el caballo entre el maestro Jaks y los fuegos que iluminaban cien batallas como la que acababa de librar.
El escolta se deslizó del caballo y le entregó las riendas.
—Su excelencia quiere a ese chico fuera de aquí y el chico dice que no se irá sin usted. —Y con eso desapareció, perdido entre la refriega.
Jaks se subió a la silla mientras con suavidad lanzaba todo tipo de tacos para sí.
—¿Y ahora. Su Alteza? —preguntó. Aquellas palabras chorreaban sarcasmo pero aun así les sirvieron de recordatorio a los dos.
Llesho ladeó la barbilla con el ángulo exacto necesario para recibir su título, haciéndole saber de esa manera al maestro Jaks que leía todos los niveles posibles de rabia y sumisión en sus palabras. Pero si lo iban a utilizar para llevar a cabo sus propios planes, tendrían que aceptarlo con su rango y no como un simple peón más de su juego. No acudiría en silencio a la matanza de nadie.
El maestro Jaks bajó la cabeza.
—Lo sé —dijo, y Llesho pensó que quizá él también lo sabía.
Juntos entraron en las sombras que cubrían el fondo del melocotonar y atravesaron una verja oculta que se abría al campo al noroeste de la ciudad. Los escoltas galopaban ahora por toda la línea y cuando los últimos del grupo atravesaron la verja, la orden de cabalgar al galope llegó con las palmadas que le daban los escoltas a las grupas de los caballos de cola. Por un momento, Llesho se sintió arrancado del tiempo, volvía a ser un niño pequeño y Jaks llevaba el uniforme ensangrentado de su guardaespaldas muerto y las ropas de viaje manchadas de la larga marcha.
Pero los caballos se agitaban inquietos, recordándole que ni estaba solo ni indefenso. Tenía un ejército a sus espaldas. Y, si estaban huyendo en plena noche, al menos estaban corriendo en busca de ayuda y no hacia un peligro mayor. Llesho azuzó a su caballo para que apretara el paso y pronto volvió a encontrar a su escuadrón.
—Cabalgamos hacia la Provincia de los Mil Lagos — les informó Kaydu—. Rezad para que no sea demasiado tarde.
Poco a poco, los escoltas fueron apiñando a los refugiados en un grupo más apretado y fácil de defender que caminaba despacio hacia el interior del continente. Llesho se impacientaba angustiado por el paso que llevaban. Una vez que se había tomado la decisión de huir y se había llevado a cabo, quería poner tanta distancia como fuera posible entre su improvisada caravana y las tropas de Lord Yueh. Pero los escoltas los mantenían a un paso que protegía a todos los habitantes de la casa y los sirvientes que habían huido a pie. Sin embargo, poco a poco el cansancio fue devorando la desesperada necesidad de correr que le corría por las venas.
Costa Lejana se encontraba en una llanura arenosa, pero tras los límites de la ciudad, al oeste, las colinas se extendían hacia el norte y el sur hasta donde alcanzaba la vista. Llesho sintió que el camino subía hacia las colinas y se inclinó sobre el cuello de su caballo para equilibrarse para el ascenso. Le dolían las piernas de cabalgar y su caballo bajaba las patas con esa pesada indiferencia que hablaba del agotamiento con más claridad que cualquier palabra que pudiera pronunciar su jinete.
—¿Cuánto hay hasta la Provincia de los Mil Lagos? —le preguntó a Kaydu.
La joven sacudió la cabeza, tenía los ojos tristes y envolvió con una mano a Hermanito, que cabalgaba apretado contra el cuerpo de su ama, aferrándose con los brazos a la parte superior de la silla.
—Demasiado. Más de quinientos li.
Llesho miró a su alrededor, contempló la horda que arrastraba los pies para volver a ponerse en fila india sobre aquel camino de montaña. Arrugó la nariz, asaltada por la calidez húmeda de animales y seres humanos, el miedo mezclado con el polvo del camino en una provocación acre de sus senos nasales. Recordó otra larga marcha, tambaleándose a través de la noche hasta que unos brazos extraños lo levantaron y lo pasaron mientras el camino se extendía en un contorno borroso sin fin de luces y sombras, de hambre y sed. De los recuerdos que durante tanto tiempo había intentado hundir surgieron imágenes de cuerpos que caían al borde del camino, golpeados en el suelo por los cascos de los caballos de los harn. Tan poderosas eran aquellas antiguas sensaciones que Llesho se preparó para la sacudida y el titubeo de un caballo que tropieza con un obstáculo humano durante su marcha.
«No puedo hacerlo otra vez», pensó. Pero dijo:
—Cuando Yueh se dé cuenta de que el gobernador ha escapado, nos seguirá su ejército.
—El gobernador no escapó —dijo Kaydu, con la voz ahogada por las palabras—. Se quedó allí, para mantener a Yueh ocupado en la capital. Nos guía la señora.
Llesho se preguntó si su padre también se había quedado atrás. La expresión determinada de Kaydu no invitaba a hacer preguntas y Bixei lo miraba como si le hubieran pegado.
—¿Qué te hace pensar que fue Lord Yueh el que atacó?
—Oí gritar al maestro Markko —empezó a responder Llesho justo cuando Kaydu lo interrumpió.
—Hay un lugar de descanso tras ese paso, con hierba para los caballos y un arroyo para tener agua. Las colinas nos ocultarán de los exploradores y espías de Yueh. La señora parará para pasar la noche cuando lleguemos allí y podremos hablar.
Lling cabalgaba al lado de Llesho, escuchando en silencio su conversación. Al oír mencionar el descanso, suspiró pero no relajó la vigilancia sobre el camino y la colina que se elevaba a su lado.
—Sabrá que ha escapado al menos parte de la casa del gobernador. ¿Mandará un ejército para perseguirnos?
—Es probable —admitió Kaydu. La chica no dijo en voz alta lo que Llesho ya sabía por experiencia: no podrían escapar al ritmo que viajaban. Los muy pequeños y los menos endurecidos de la casa ya sufrían las consecuencias del viaje.
—Pero se quedó allí un número suficiente de la guardia de la casa para que Yueh no se dé cuenta de que nos hemos escapado hasta que haya buscado nuestros cuerpos entre los muertos. Con un poco de suerte, nos han dado un poco de tiempo para reagruparnos y hacer planes. Si nuestros exploradores nos informan de que nos siguen, quizá tengamos que huir pero la señora querrá que todos descansen mientras puedan.
Si al final lo que había era una rebatiña a medianoche, los que fueran a caballo quizá tuvieran una oportunidad pero Llesho sabía lo que significaba estar asustado, ser débil e ir a pie. La mayor parte de las personas que durmieran esta noche en el lugar de descanso morirían mañana, o al día siguiente, o al otro, cuando quisieran huir de una captura segura para meterse en los brazos del agotamiento, el hambre y la sed. Los ejércitos no marchaban con niños y enfermos a remolque. Los que no tenían posibilidad de correr más que guerreros endurecidos y bien adiestrados.
Cuando los escoltas hicieron correr la voz de que iban a parar un poco más adelante, Llesho quiso instar a sus compañeros para que continuaran, para que dejaran atrás el alcance del ejército de Yueh. Le había impuesto un propósito el fantasma de los lechos de perlas: unos hermanos que encontrar y un país que salvar. Pero una niña tropezó al pasar él, así que la recogió y la sentó delante de él, sobre el caballo y cuando el escolta los mandó parar y los dirigió hacia una hondonada acunada en un círculo de colinas impregnada del aroma de los pinos, dejó a la niña con su madre y siguió a sus compañeros hasta la parcela llena de hierba que eligieron para levantar el campamento. Desmontaron y llevaron los caballos hasta el fondo de la hondonada, donde encontraron el arroyo que les había prometido Kaydu. Hmishi tomó las riendas de sus compañeros y siguió a los caballos que se dirigieron solos al arroyo y al agua. Una vez que bebieron todo lo que necesitaban, ató a los animales en un suave rincón lleno de hierba y empezó a quitarles las sillas.
Después de un momento en el que todos se quedaron mirando absortos cómo trabajaba Hmishi, Lling suspiró y sugirió:
—Iré a buscar madera para un fuego.
Bixei se levantó de mala gana y la siguió a un bosque cercano para ayudarla a buscar ramas caídas. Kaydu acurrucó a su animalito dormido en un columpio que llevaba alrededor del cuello y se puso a buscar piedras para colocar alrededor de la hoguera. Llesho se quedó sentado, pensando. Estaba sumido en el rompecabezas de su supervivencia cuando Kaydu lo interrumpió.
—¿Hay algo que pueda hacer por vos. Su Alteza?
—No, gracias —dijo él, tan absorto en su lucha contra el problema que tenía en la cabeza que no percibió el sarcasmo de la chica ni la indirecta de que quizá debería levantarse y ayudarlos a levantar el campamento.
—¿Te importaría explicar esa respuesta? —Bixei planteó la pregunta. Kaydu parecía incómoda, como si solo estuviera confirmando lo que ya sabía pero se dejó caer en silencio a su lado sobre la hierba. Lling y Hmishi también habían terminado las tareas que se habían impuesto y ellos también lo miraron, más asustados de lo que lo habían estado cuando lucharon por él contra el maestro Markko y la guardia provincial de Yueh.
«Ahora no», les rogó en silencio. Estaba demasiado cansado para enfrentarse a sus preguntas, demasiado cansado para ponerse en pie y encararse con ellos, pero no le apetecía intentar explicarlo mientras lo miraban desde arriba, parecía demasiado simbólico.
—No soy nadie, solo Llesho —dijo él.
—¿Dónde estabas cuando atacó el maestro Markko? —exigió saber Bixei, pero Lling lo detuvo con una mano en el brazo.
—No estaba vendiendo al gobernador a mi peor enemigo —respondió Llesho con sarcasmo. Se quedó mirando a la hierba que había entre sus pies, arrancó una brizna y la retorció alrededor del dedo mientras contemplaba con qué rapidez los amigos se convertían en extraños en presencia de un secreto—. Esta noche es la víspera de mi decimosexto verano. —Intentó hacer que no significaba nada cuando añadió—: por tradición, ese momento le pertenece a la diosa.
En Kungol, la familia real había mostrado su existencia más íntima al pueblo para honrarlo: las camareras reales colgaban en el balcón del dormitorio del celebrante las primeras sábanas marcadas del príncipe o la princesa. Las parejas reales consumaban su matrimonio mientras a su lado un coro de monjes entonaba la alabanza celestial a las familias que se unían con esa boda. Si hubiera crecido allí para enfrentarse a la víspera de su mayoría de edad en el Palacio del Sol, como sus hermanos, todos los varones de la familia real y sus sacerdotes y criados lo habrían escoltado al Templo de la Luna para que realizara su vigilia. Habrían cantado canciones irreverentes sobre su destreza con la diosa. Por la mañana, habrían sonado las trompetas con las alegres danzas del banquete de bodas mientras él atravesaba a caballo las calles para ir a desayunar a la derecha de su padre. Todo Thebin lo reconocería como marido de la diosa o bromearía sobre su suerte como hombre libre, sin dones ni esposa, pero un hombre al fin y al cabo.
En su cautiverio, la determinación de Llesho de completar los sagrados ritos de la mayoría de edad en el santuario del jardín de la señora parecía una idea absurda y engreída. Desde luego que la diosa no había acudido a visitarlo durante la noche, no lo había aceptado como hombre ni como marido del linaje real thebin. Con Kungol a mil li o más y Thebin en manos de los enemigos, Llesho no quería compartir la ceremonia de meditación y ayuno, ni su fracaso, con extraños. Le avergonzaba ahora pensar que había intentado completar solo el ritual que lo convertía en un hombre y en una tierra extraña que todavía veía en él un muchacho, una propiedad de otra persona. Lógico que encontraran en él carencias, el cuerpo que le había ofrecido a su diosa no era suyo. Pero ya había dicho demasiado. Para sus compañeros thebins, el ritual lo identificaba como príncipe de la Casa Real más que cualquier otra cosa que pudiera haber dicho. Lling y Hmishi comprendieron de inmediato la importancia de sus palabras y cayeron de rodillas con la cabeza inclinada. Precisamente lo que Llesho no quería en medio de una crisis.
Exhaló un suspiro de disgusto antes de ordenar:
—¡Levantaos! Los harn gobiernan ahora en Thebin; no tengo ningún derecho a reclamar vuestra lealtad.
—¿Qué están haciendo? —Bixei arrugó la nariz confundido, pero decidido a comprender lo que todos los demás ya parecían saber.
—Es el rey de Thebin —respondió Kaydu por él y miró a Llesho con cierta incomodidad recién hallada.
—Era príncipe —respondió exasperado—. Más recientemente esclavo y pronto muerto si las tropas de Yueh nos cogen aquí.
—Pero el antiguo rey está muerto, según dicen — Lling se atrevió a corregirlo; Hmishi todavía temblaba a los pies de su príncipe.
—Tengo seis hermanos, todos mayores que yo — respondió, se alegraba de ver que Bixei por fin se había desplomado al lado de los demás. No parecía muy convencido pero estaba escuchando—. Y cualquiera de ellos puede ser el escogido de la diosa. —No añadió que él no había sido así escogido.
Bixei echó una rama al fuego.
—Las ramas caídas están bastante secas. No debería faltarnos el fuego —dijo y añadió, cuando Llesho había empezado a pensar que se había escapado de la conversación—. ¿Es cierto? ¿Lo de ser rey?
—Príncipe —lo corrigió Llesho—. Y no desde mi séptimo verano. Ahora soy un esclavo como cualquier otro.
—Podría ser verdad. —Lling esbozó un ceño de desaprobación que por alguna razón le recordó a su madre, aunque las dos no se parecían en nada.
—Hubo un príncipe Llesho, séptimo hijo del rey y la dama-diosa de la capital. La mitad de los bebés nacidos ese año se llamaron así en su honor.
—Tiene razón —le explicó Hmishi a Kaydu y Bixei. Todavía miraba a Llesho con mucha atención, como si fuera a convertirse en dragón y echarse a volar, pero Llesho aún no había partido a nadie con un rayo, así que se arriesgó a participar en la conversación—. Yo siempre supuse que Llesho era uno de los bautizados igual pero supongo que lo mismo podría ser el príncipe que el hijo de un granjero con un nombre muy por encima de su posición.
—¿Y por eso tenemos a Yueh detrás de nosotros? — preguntó Bixei—. ¿Ya sabía lo de que era príncipe?
Kaydu se encogió de hombros.
—Quizá. Markko debe de haberlo sospechado. Llesho hizo su presencia tan obvia como la del faro de Punta Costa Lejana cuando tuvo visiones en las profundidades y luego solicitó ser gladiador. Estaba pasando algo y él querría meter las manos en lo que fuera.
—¿Creéis que hemos traído algo de comida? Estoy muerto de hambre.
Hmishi distrajo a sus compañeros con una preocupación más inmediata. Revolvió en el petate que había sacado de su caballo y sacó una espiral plana de pan tierno.
—Comida. Alguien sabía que íbamos a tener que huir.
—La señora lo sabía —les dijo Llesho.
Hmishi frunció el ceño, no terminaba de seguirlo.
—¿Que Yueh iba a atacar el recinto del gobernador?
—Creo que sí —asintió Llesho—. Y creo que sabía quién era yo antes que nadie. Vino a la Isla de las Perlas para mi primera prueba con armas.
Bixei abrió los ojos como platos.
—¿Fue?
Kaydu asintió.
—Tiene sentido. Mi padre dijo que tenía mucho interés en mantener a Llesho lejos del alcance de Yueh. Y siempre es muy astuta cuando se trata de saber qué hay que mantener oculto.
Llesho no cuestionó el comentario. La dama del gobernador tenía muchos rostros y había más gente, aparte de Llesho, que lo sabía.
—Jaks estaba esperando un ataque. Me dijo que estuviera listo para cabalgar.
—El gobernador sabía lo que tramaba Yueh —confirmó Kaydu—. Pero no esperaba que actuara tan rápido. Mi padre cree que Lord Yueh subvirtió al maestro Markko hace años, y solo esperaba la oportunidad para dar el golpe. Lord Chin-shi ya tenía deudas de juego y Lord Yueh las compró y exigió el pago. La caza de brujas de Markko sirvió para cubrir su propia magia negra; es muy probable que fuera él el que creó la plaga que mató los lechos de perlas para que Lord Chin-shi no tuviera forma de pagar sus deudas.
Lord Yueh embargó la Isla de las Perlas y sus propiedades; pero Habiba se anticipó a él e hizo sus compras en nombre del gobernador antes de la competición.
Bixei aún estaba perplejo.
—Nadie comenzaría una guerra por un esclavo, aunque sea el antiguo príncipe de un lugar del que nunca he oído hablar.
—No sé por qué lo quiere la señora —dijo Kaydu—, ni siquiera si lo quiere. Pero no piensa dejar que Yueh se haga con él.
—No importa —protestó Llesho con severidad. No le gustaban las conclusiones a las que había llegado, pero estaba bastante seguro de que tenía razón.
—Si no importa —señaló Bixei—, puedes levantar la tienda tú.
—No lo entiendes —le soltó Llesho—. Yo ya he hecho la Larga Marcha. Sé lo rápido que podemos movemos incluso cuando se fuerza el paso con látigos y chacales. No podemos escapar de un ejército adiestrado y no veo a la señora imponiéndole con torturas una marcha mortal a su pueblo.
—Pero si el gobernador está todavía en Costa Lejana... —objetó Lling, al recordar la conversación que habían tenido en la carretera.
—Yueh no puede permitir que la señora llegue a la Provincia de los Mil Lagos. Informaría de su traición y su padre tendría que ofrecer su propia guardia para rescatar al marido de su hija. Desde la Provincia de los Mil Lagos puede enviar mensajeros al Emperador y rogarle que acuda también en ayuda del gobernador. —Miró a cada uno de sus compañeros, hasta que estuvo seguro de que le prestaban toda su atención—. Lord Yueh no estará a salvo hasta que estemos muertos, o volvamos cautivos a sus manos. Y yo, por lo menos, no pienso dejar que el maestro Markko me ponga las manos encima otra vez.
—¿Qué podemos hacer? —le preguntó Hmishi.
«Correr», pensó Llesho, «correr ahora, tan rápido como podamos, y no parar, jamás». Pero volvió a inclinar la cabeza sobre la silla en la que se apoyaba y cerró los ojos.
—No lo sé —dijo, porque no podía admitir la cobardía que le susurraba al oído «Corre»—. No lo sé. Pero yo ya he hecho la Larga Marcha y no voy a hacerla otra vez. Haré que me mate primero. —No abrió los ojos pero sintió la tensión de sus compañeros.
—Es mejor estar vivo —objetó Kaydu. Kaydu, la hija de un brujo, que nunca había visto un esclavo. Si el maestro Markko tenía algo que decir, vería a su padre quemado vivo en el mismo mercado donde Yueh vendería su cuerpo.
Entonces Llesho abrió los ojos, oscurecidos por un recuerdo lóbrego.
—No —dijo—. No lo es. —Cerró los ataúdes de su alma, que piensen que estaba dormido. Que piensen lo que quieran siempre que no exijan su presencia en sus intrigas. Pero los demás se callaron y Llesho se encontró mecido por el crujir del fuego y los aromas de la noche, a hierba, a caballo y a pino, a sudor humano y a cansancio, que embotaban el hedor acre del miedo.