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Dos semanas después de hacer la caminata que lo sacó de los lechos de perlas y lo llevó al recinto de los gladiadores, Llesho ocupó su lugar en los barracones con un grupo de jóvenes que no demostraron ningún interés en darle conversación ni ninguna otra cosa. Había adquirido una gran habilidad en el uso de la fregona y el caldero, y las oraciones empezaban a resultarle más fáciles.

A medida que Llesho empezaba a entender las posturas, su respeto por su profesor también crecía. Con la constitución de una montaña y la calidez del sol de verano en los ojos, el humilde lavandero era la viva imagen del Dios Riente, que, según se decía, ya llevaba muchas generaciones sin caminar por la tierra. Y tampoco pensaba volver mientras los harn controlaran las puertas del cielo.

La atención de Den parecía estar en todas partes; mientras su cuerpo y su alma se concentraban en la acción, hundía el peso en el suelo para las posturas de tierra y fluía a través de las posturas de agua. En las posturas de aire casi daba la sensación de que echaba a volar, cosa que debería parecer absurda en un cuerpo tan grande, pero no era así. Cuando marcaba las posturas de agua, Llesho vislumbraba, como si tuviera doble visión, a Kwan-ti en su mesa de trabajo. La mujer mezclaba elixires y daba forma a pequeñas pastillas en su imaginación a medida que Den iba cambiando de postura. Llesho sabía que podía confiar en las casi-visiones que dejaban ciertas impresiones, como una intuición, a su paso. La experiencia le había enseñado a guardarse esas imágenes para sí, pero decidió vigilar al profesor atentamente y encontrar consuelo en el recuerdo superpuesto en los movimientos del lavandero.

Se había dado cuenta durante aquel primer día tan humillante de que las oraciones le exigían libertad. Su cuerpo no podía elevarse con el corazón y el alma atados al tajo de esclavo y sus cadenas. Para hacerlo bien tenía que liberar la parte de él que pertenecía a los dioses. Así que cada mañana, cuando los estudiantes formaban con los menos expertos delante, encontraba de inmediato su lugar. Cerraba los ojos y se tomaba un momento para imaginarse en casa, entre las montañas que se levantaban sobre Kungol, la capital en la que había nacido. Su hermano. Adar, tenía una clínica en esas montañas. Llesho recordaba el aire frío y diáfano que obligaba a los seres humanos a moverse con cautela tan cerca del cielo, y los movimientos medidos y suaves del sanador. Se imaginó a Adar a sus espaldas, guiándolo a través de los movimientos de las oraciones; pronto realizaba sin esfuerzo todos los ejercicios, envuelto en la calidez de la sonrisa de Adar.

 

Al final del primer mes que pasó en el recinto, y justo cuando estaba empezando a pensar que seguiría siendo el esclavo de la fregona para siempre. Den lo llamó después de las oraciones.

—Lo estás haciendo muy bien —dijo, Llesho hizo una pequeña reverencia, recibiendo así el cumplido con humildad—. ¿Te encuentras cómodo en los barracones?

—Sí, señor, maestro Den. —Llesho había aprendido cuál era la forma correcta de dirigirse a su profesor la utilizaba mientras esperaba a que el maestro desvelara sus motivos. Sabía que se le notaba demasiado el alivio que sentía al haber escapado del control del supervisor, y quizá también demasiada impaciencia, porque el maestro lanzó una risita.

—Y supongo que te estás preguntando de qué sirven las oraciones y la fregona para convertirte en gladiador.

—Sí, maestro Den. —Se enfrentó a los ojos de su maestro con una mirada desafiante.

—Corta eso ahora mismo, muchacho, a menos que quieras pasarte el resto de tus días en las garras de Markko. —El maestro Den se las arregló para fruncir el ceño sin siquiera cambiar de expresión, cosa que Llesho no entendió, pero bajó los ojos y revolvió el serrín con el pie sumido en la confusión que lo embargaba.

El lavandero lo estudió durante un momento antes de lanzar un suspiro.

—Muy bien —dijo respondiendo a la silenciosa petición—. Después de tu turno de trabajo puedes reunirte con los novatos en el adiestramiento de combate cuerpo a cuerpo. Pregúntale a Bixei el camino.

El maestro Den sabía que Bixei odiaba al recién llegado y desafió a Llesho con una arruga de buen humor en los ojos.

«Sé agradable con tu enemigo esta vez», parecía decirle esa mirada, «o sigue siendo esclavo de la fregona para siempre».

Llesho inquirió. Bixei no estaba muy contento y Llesho se preguntó si no sería otro truco cuando el chico dorado lo sacó del gran patio central de prácticas donde se entrenaban los gladiadores experimentados. Y estuvo más seguro que nunca cuando entraron en la lavandería, pero Bixei siguió adelante, salió por la parte de atrás, atravesó los patios de secado hasta una esquina donde los esperaban los otros novatos.

Radimus, que pertenecía al grupo de jóvenes del barracón de Llesho, lo saludó con un gesto.

—Pei —dijo a modo de presentación del cuarto novato—. Antes era pastor, hasta que su amo lo vio luchar en un combate de barracón.

De cerca, Pei era aterrador, casi tan grande como el maestro Den pero con un cuerpo más duro y lleno de cicatrices. Llesho nunca había visto un combate de barracón, los buscadores de perlas arreglaban sus diferencias de otro modo, y el maestro Markko sería capaz de desollar al hombre que sacara a un gladiador de la competición por una disputa personal. Pero había oído los chismorreos y sabía que algunos amos apostaban en los combates a muerte de sus propios esclavos. El antiguo pastor devolvió la mirada de Llesho, llena de curiosidad y asombro, con una mirada triste que ni amenazaba ni daba cuartel; Llesho se imaginó que aquel era el único «hola» que iba a escuchar.

Sibien acababan de llegar a las luchas de gladiadores, Radimus y Pei ya eran hombres hechos y derechos y el maestro Den los emparejó para las prácticas, lo que dejaba a Bixei libre para practicar con Llesho. Mientras se levantaba del suelo por la que parecía la milésima vez esa tarde, Llesho dio las gracias al cielo de que nadie salvo su pequeña banda de principiantes pudiera ver su torpeza ni sus repetidas derrotas a manos de su rival.

Den nunca lo reñía por sus tan poco atractivos esfuerzos, sino que repetía las instrucciones con patencia. Enseñaba eficiencia antes que espectáculo, elegancia en la sencillez, le cogía la mano a Llesho y la ponía así, le daba un golpecito en la rodilla para Mocarla en la postura adecuada y expresaba su aprobación con un gesto cuando lo hacía bien. Luego demostraba cómo se podían decorar aquellos movimientos tan limpios y letales para impresionar a las multitudes que acudían a la arena sin infligirle demasiados daños al oponente. Llesho se dio cuenta pronto de que, si bien Bixei parecía comprender el propósito mortal que subyacía al entrenamiento, la idea de no causar daños al adversario no parecía entrarle en la mollera. Mientras la habilidad de su oponente siguiera siendo superior a la suya, Llesho supuso que se pasaría las tardes con la cabeza en el polvo y los brazos hechos un nudo a la espalda.

Las cosas no mejoraron mucho hasta las oraciones de una mañana, al final de la primera semana que pasó Llesho adiestrándose en el cuerpo a cuerpo. Su cuerpo pasó por todas las posturas bajo la mirada vigilante de Den hasta que, en medio de «Agua que Fluye», tropezó. Su cuerpo estaba intentando realizar dos movimientos completamente diferentes en ese momento del ejercicio, y al darse cuenta se paró en seco en medio de la postura.

Den lo vio; los músculos de su rostro se relajaron en una sonrisa que nunca se asomaba a sus labios y Llesho supo que tenía razón. Las oraciones y el combate cuerpo a cuerpo eran una sola cosa, las dos salían del mismo cuerpo, de la misma naturaleza, pero llegaban a diferentes conclusiones: la paz o la guerra. El movimiento con el que había tropezado adquirió entonces sentido: había llegado al punto de la postura en el que un hombre debía escoger entre un camino u otro y, al llegar a ese punto.

Llesho no había sabido qué camino tomar. Pero ahora sí. Completó las oraciones de la mañana sin más incidentes y por la tarde, a la sombra del patio de secado, tiró a Bixei de espaldas por primera vez. Como advertencia, puso el canto de la mano peligrosamente cerca de la garganta de su enemigo, luego cambió a un estilo más elaborado que no haría ningún daño. A la mañana siguiente, mientras guardaba la fregona y el cubo, Bixei vino a llamarlo de parte de Jaks: debía ir a la sala de armas. ¡Por fin iba a ser gladiador!

 

Conocía el camino pero Bixei insistió en que le habían dicho que lo acompañara, cosa que hizo.

—Buena suerte —murmuró en la puerta y luego desapareció caminando tan deprisa como pudo sin parecer que corría en dirección a los barracones. Para llevar el cuento, supuso Llesho, que abrió la puerta y entró solo.

La sala de armas era larga y estrecha, con un magullado suelo de tierra y una única mesa que la recorría entera. Unas abrazaderas colocadas en las cuatro paredes sujetaban armas de asta larga: picas, garrotes y tridentes, lanzas delgadas con cabezas relucientes tan largas como su mano y otras más gruesas enganchadas al extremo de la hoja. Sobre la mesa, todo tipo de espadas, cuchillos, martillos y hachas esperaban al lado de las redes y los látigos de cadenas. El maestro Jaks se encontraba muy rígido a la derecha de la puerta que llevaba a la herrería y los talleres en los que resonaba el clamor del martillo en el bronce y el hierro. Llesho no lo había visto desde su primer día en el recinto, pero parecía más aterrador y cruel de lo que Llesho recordaba, aunque solo la ocasional flexión de las bandas tatuadas en la parte superior de los brazos demostraba la tensión que parecía sentir. Una vez que Llesho hubo realizado la reverencia de rigor, Jaks se volvió hacia la puerta y dio dos enérgicos golpes.

Den entró por la puerta el primero y se instaló a la izquierda de la jamba. Lo seguía una mujer. Llevaba las ropas sencillas de una criada cubiertas por un abrigo con unas mangas muy anchas que quedaban sueltas a la altura del codo. Llesho supuso que era un disfraz. Se comportaba con seguridad y arrogancia, exigiendo un grado de deferencia que los profesores del muchacho no le ofrecerían a una mujer de su aparente juventud y baja posición. Los rasgos móviles de Den, cubiertos por una capa de hielo, le indicaban a Llesho que la presencia de la mujer lo inquietaba profundamente. También inquietaba a Llesho.

—¿Sois una diosa? —quiso saber, y se preguntó si se podía ser más estúpido, atraer la atención de la mujer con una pregunta que lo hacía parecer un tonto ignorante, o bien un thebin criado en el centro de una cultura religiosa. Un esclavo joven como él no sabría nada de las puertas del cielo, ni de los dioses y diosas que las atravesaban cuando visitaban la tierra.

—Es impertinente —le dijo la mujer al maestro Den, pero volvió los estanques oscuros y pensativos de sus ojos hacia Llesho y este vio en ellos no su edad sino historia, y un conocimiento muy, muy profundo, eterno.

La mujer se volvió hacia Jaks y tocó con un dedo la banda más elaborada de los tatuajes que tenía en el brazo, como si quisiera recordarle un secreto.

—Examínalo —dijo, y ocultó la mano en la voluminosa manga. Jaks no pronunció ninguna palabra que pudiera identificar a la mujer pero hizo una profunda reverencia y se adelantó. Sonrió para mitigar la inquietud de Llesho.

—No te preocupes, muchacho. Nadie te va a hacer daño. En el combate armado ayuda comenzar con una inclinación natural, si la tienes. Estamos aquí para averiguar cuál podría ser la tuya.

—Sí, señor —dijo Llesho con tanta firmeza como pudo para demostrar que lo entendía y que no tema miedo, aunque nada de eso era verdad. El concepto tenía sentido, claro está, pero la presencia de la mujer sugería que allí había algo más que una simple prueba de aptitud.

Jaks hizo un sencillo gesto con la cabeza para aceptar la respuesta, aunque el brillo de sus ojos le decía a Llesho que comprendía mejor esas dudas de lo que daba a entender.

—Empezaremos con las armas largas —dijo Jaks y señaló con un gesto las paredes que los rodeaban—. Tómate tu tiempo. Escoge lo que te atraiga. Dale una oportunidad, pero si no estás cómodo con ella en la mano, déjala en su sitio.

Den lo interrumpió entonces con toda la explicación que iba a recibir.

—No nos mires a nosotros para encontrar la respuesta, muchacho. La respuesta correcta para Jaks o para mí seguro que es la equivocada para ti.

Llesho asintió y empezó a recorrer el perímetro de la habitación. Al principio mantenía las manos cruzadas con fuerza a la espalda, pero pronto olvidó su reticencia y cogió las armas. Las picas lo irritaban. Probó varias astas de diferentes tamaños pero las cabezas le parecían demasiado grandes y torpes. Los garrotes los manejaba bastante bien pero perdió el interés por ellos de inmediato. El tridente le encajó en la mano con la facilidad que da la práctica. Después de unos cuantos torpes pases se centró, pensó en el agua, realizó varias estocadas suaves y unas cuantas fintas e hizo girar el arma describiendo un amplio círculo alrededor de una mano antes de lanzarla y enterrar los dientes en lo más profundo de la tierra que había a los pies de Jaks.

Jaks arrancó el tridente del polvo con una sonrisa irónica.

—Tampoco es una sorpresa, supongo. ¿Algo más?

Llesho se encogió de hombros y continuó su circuito por la habitación. Se acercó a las lanzas con curiosidad, pero una con una vara más corta que las otras lo atrajo con una fascinación tan fuerte que miró a su alrededor para asegurarse de que nadie de la habitación lo había embrujado. Qué estupidez. En el feudo de lord Chin-shi nadie se atrevería a practicar la magia en público de esa manera. Pero las intensas expresiones dibujadas en las caras de sus tres examinadores le hicieron preguntarse hasta qué punto era pública esa ocasión. Estiró una mano para cogerla y dio la sensación de que la habitación entera aguantaba el aliento. Aquella arma parecía vieja y Llesho casi podía oír el viento tenue de las alturas de Thebin silbándole en los oídos cuando la tocó.

Le producía una sensación de... comodidad. No le resultaba conocida, como el tridente, que le recordaba al rastrillo que utilizaba en las batallas de la bahía. Cuando cerró las manos alrededor del mango de la lanza sintió el chasquido de un alma que halla su plenitud, una mano que se encuentra con su gemela. Mía. Sabía que jamás había sostenido un arma así, igual que sabía que no iba a renunciar a ella de buena gana ahora que la había encontrado. Ni aunque se muriese. Recuerdos mucho más antiguos que el cuerpo que utilizaba se agitaron en el fondo de su mente, rodando en el lodo del tiempo y el terror. Esa parte de él que estaba aquí, ahora, un esclavo de quince veranos, no podía desprenderse de la angustia que le atenazaba el estómago; la lanza estaba envenenada, le susurraba un viejo recuerdo. La arrojó lejos de él, estremecido de asco aun cuando un anhelo que no entendía lo empujaba a cogerla otra vez.

Obligado por aquel aterrador deseo, Llesho se agachó para recuperar la lanza. Sereno pero ya seguro de que la prueba era, en realidad, una trampa que se acababa de cerrar sobre su cuello, apretó el puño y solo agarró aire. El maestro Den lo contemplaba con unos ojos llenos de un dolor profundo, pero Jaks cogió la lanza de donde la había tirado Llesho y señaló la mesa con ella.

—Tridente, pero reservaremos la lanza corta —dijo con su tono más eficaz mientras le pasaba la lanza a la mujer, que se la metió en la manga—. Ahora prueba las armas de corto alcance.

La mujer contemplaba a Llesho con la fascinación hipnótica de una cobra, y más o menos con la misma emoción. Llesho le lanzó a Den una mirada suplicante pero la máscara inexpresiva de su profesor no cambió.

—Nadie va a hacerte daño —lo animó Jaks—. Solo queremos saber cómo tenemos que adiestrarte para asegurarte el éxito.

Eso solo era la mitad de la verdad. Llesho no sabía dónde se encontraba la otra mitad pero sabía que no podía ver el camino entre los secretos que nublaban el aire que los separaba. Siguió la dirección que indicaba Jaks con la cabeza ladeada y consideró las armas extendidas por la mesa. Allí descansaba un cuchillo, más antiguo que los otros, con un mango de aspecto extraño entre las hojas esparcidas. Extendió la mano, sintió cómo el peso se asentaba, lo hizo girar hasta agarrarlo en el aire y lo levantó sobre la cabeza, cambiando de postura en un ejercicio que le recordaba a las oraciones que Den dirigía por la mañana. Cuchillo y mano eran una sola cosa, fluían juntos hasta el brazo, él describía la postura con pasos cortos y una lenta elegancia para luego repetirla con movimientos bruscos y una velocidad tal que lo sorprendió incluso a él. Cuando por fin descansó, Jaks le quitó el cuchillo de la mano y lo posó en la mesa.

—Nada de cuchillos —dijo con firmeza—. ¿Qué más te va bien?

Pero esta vez Llesho no pensaba rendirse. Ese cuchillo formaba parte de él y quería, necesitaba saber cómo.

—¿Qué es? —le preguntó a Jaks, había cogido el cuchillo y lo levantaba lleno de confusión—. ¡Conozco este cuchillo! Pero no recuerdo...

La mujer extendió el brazo a través de la mesa y le tocó la muñeca con los mismos dedos acariciadores que habían rozado el tatuaje del brazo de Jaks.

—Y a lo recordarás —dijo con algo parecido al anhelo en la voz. Envolvió los dedos alrededor de la hoja del cuchillo y se lo quitó de las manos con un leve tirón. Llesho lo soltó de inmediato, quería apartarse de aquellos dedos blancos y fríos que no sangraban aunque el cuchillo debería haberles producido profundos cortes. Una vez que la hoja desapareció tras la lanza en la manga de la mujer, Jaks lo cogió por el hombro y lo empujó otra vez hacia la mesa.

—Prueba otra cosa.

Llesho lo miró furioso. Quería respuestas que pudiera entender, pero la mano que le apretaba el hombro desencadenaba uno de esos estallidos de casi visión, imágenes confusas, como recuerdos de cosas que nunca había visto. Esta le mostraba el brazo de Jaks, pero limpio de las marcas que lo rodeaban. Por alguna razón, aquella visión estaba relacionada con la mujer y el cuchillo.

—Su brazo —señaló con un gesto los tatuajes del brazo que le sujetaba el hombro—. ¿Qué significan los tatuajes? —No podía creer que hubiera hecho esa pregunta, pero las visiones lo empujaban con su propia necesidad, así que rechinó los dientes y esperó el siguiente estallido o que su profesor lo derribara al suelo por su impertinencia.

Jaks se negó a responder pero su expresión se hizo pétrea.

—Son sus presas. —La misteriosa mujer respondió a su pregunta y él se estremeció, ojalá también hubiera hecho caso omiso de él—. Cada una significa una muerte.

—¿En la arena? —Llesho se volvió para mirar a Jaks, quería que se lo explicara su profesor, no la fría amenaza que habitaba en la voz de la extraña. Y quería que la respuesta fuese «sí, muertes limpias, en combates imparciales».

La mujer sacudió la cabeza una vez, con lentitud, sus ojos de cobra lo devoraban con una mirada fría.

—Asesinatos —dijo—. Las bandas más sencillas por los objetivos de menor rango, las bandas más complejas por los objetivos de rango superior —sonrió—. Jaks destaca en su profesión.

Llesho se puso a temblar. Estaba fuera de su ambiente, muy lejos, y así llevaba desde que el espíritu de Lleck se le había aparecido en las aguas de la bahía.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó, aunque temía la respuesta. Había sido víctima de un intento de asesinato a los siete años y no se imaginaba haciéndole eso al hijo de otra persona. Antes prefería morirse, aunque con ello hundiera los planes que tenía el ministro Lleck para él.

La mujer sonrió y algo se suavizó en sus ojos, que no cobraron vida pero dejaron al menos de envolverlo en la negra oscuridad de su alma.

—Supervivencia —dijo ella, aunque él no supo de quién ni por qué.

—¿Continuamos?

Jaks se volvió hacia la mesa de las armas y cogió dos espadas cortas.

—Prueba esto.

Ninguna de las otras armas desencadenó una respuesta parecida a la del cuchillo o la lanza corta, pero, en general, Llesho se encontró cómodo con las armas de coja y torpe con los martillos y las hachas, más inclinado a tropezar con su propia red que a atrapar a su contrincante; y por algo que no podía expresar con palabras, pero que era como si los órganos externos de su cuerpo quisieran abrirse camino con las garras, no quería, no podía tocar el látigo de cadenas. Pasó por encima de él tres veces y, gracias sean dadas, Jaks no lo presionó para que lo cogiera. Cuando terminaron, la mujer lo cogió por la barbilla y sonrió:

—Tenemos ante nosotros una perla de gran valor, maestros. Cuidémonos de que no termine siendo comida para cerdos.

El cuerpo entero de Llesho quedó helado bajo la mano femenina. ¿Sabía algo del tesoro que le había dado Lleck, ese tesoro que en ocasiones le palpitaba en la boca como un dolor de muelas? ¿O acaso aquel comentario cabía aterrizado como un virote perdido disparado al aire con una ballesta? Dudaba mucho de que la dama hablara alguna vez sin pensar. Sin embargo, la mujer lo soltó sin decir nada más y se inclinó ante los maestros antes de desaparecer por donde había venido.

Jaks se relajó de forma visible cuando la mujer se marchó. Dio un profundo suspiro y dejó escapar el aire poco a poco.

—Mañana, después del desayuno, preséntate a la práctica de armas con la clase de los novatos —le dijo a Llesho, y añadió—: pregúntale a Bixei, él te la mostrará.

Den frunció el ceño desde la puerta pero no dijo nada, casi mejor. A Llesho no le hacía falta que le advirtieran que mantuviera en secreto la presencia de aquella mujer. Quería una explicación si sus maestros esperaban que se quedara callado mucho tiempo, pero de momento no se sentía preparado para recibir ninguna de las respuestas que podrían darle. Era mejor fingir que aquella tarde no había ocurrido. Algo debió notarse en el rostro de Llesho porque el ceño de Den se suavizó y adquirió su suave falta de expresión habitual. Pero tampoco parecía muy contento, y para Llesho eso era más tranquilizador que otra cosa. Y cuando se fue, tras atravesar la puerta que llevaba a la herrería para volver a su lavandería, Jaks estaba mirando fijamente la mesa cubierta de pequeñas armas como si guardara los secretos del universo.

Llesho hizo una reverencia superficial, aunque Jaks no estaba mirando, y salió al patio de prácticas. El calor provocaba ondas sobre el serrín, pero el pequeño revuelo que vio por el rabillo del ojo era algo más que una ilusión provocada por el aire caliente. La figura que desaparecía tras la esquina de los barracones se parecía al guardia que había saludado a Bixei en la entrada interior del recinto el primer día de Llesho allí, pero lo que podría estar haciendo aquel hombre acechando alrededor de la sala de armas durante el descanso no se lo imaginaba, salvo que no confiaba en ese hombre y no había confiado en él desde la primera vez que lo había visto.

La tensa sesión de la sala de armas le había puesto los nervios de punta; sabía que aquel hombre podía ser completamente inocente de todo salvo de una disposición desagradable, pero no iba a hacer ningún daño vigilarlo un poco. Alguna conspiración se estaba tramando en el campamento. La mujer era una pista. El guardia podría ser criatura suya o bien lo habría mandado a espiarla un enemigo. Pero sabía que allí donde se agitaba una facción, no cabía duda de que había otra cerca.

Fuera lo que fuera lo que pretendieran los conspiradores, Llesho supuso que para él no era nada bueno. Era consciente de su falta de experiencia y su vulnerabilidad, estaba rodeado por asesinos profesionales, y eso le puso los vellos de punta. Cuanto antes se convirtiera en uno de ellos, más probabilidades tendría de sobrevivir. La palabra que cruzó su mente le recordó otra vez a la respuesta que le había dado la mujer cuando él preguntó: «¿Qué quieren de mí?». Como medio para llegar a un fin, creía que la mujer quería que él sobreviviera. Era más seguro, ya lo sabía, pasar desapercibido, pero si ya se estaban formando facciones en el campamento, se alegraba de saber que tenía aliados (unos aliados formidables, si se fiaba de las reacciones de sus maestros), fuera cual fuera lado del que terminara poniéndose. Y fueran cuales fueran los intereses que tuvieran para preocuparse.

Poderosa o no, sin embargo, hubiera cambiado a la mujer misteriosa por tener a Lling a su lado. Al menos emprendía las razones de Lling, podía anticiparse a Lía. No le preocupaba que decidiera que él no era tan valioso como había pensado y mandara un asesino para deshacerse de él mientras dormía.

No se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado en la sala de armas hasta que el olor de la cena mecida por la brisa del atardecer le recordó que tenía hambre, Stipes, que descansaba en el largo porche que había delante de los barracones, lo saludó con un alegre gesto del brazo y lo invitó a unirse a ellos, cosa que Bixei aceptó con solo un brillo pasajero de resentimiento en los ojos. Llesho se dejó caer en una mesa e intentó que no se dotara la inquietud que le había despertado aquella extraña tarde ni la emoción que sentía al convertirse por fin en gladiador.

—Jaks me va a iniciar mañana en las armas.

Un destello hambriento se instaló entonces en la expresión de Bixei.

 

—Eso será divertido. —Esbozó una amplia sonrisa de tiburón llena de dientes y promesas. Llesho esperaba que Jaks no permitiera que el otro chico lo matara, al menos el primer día.