El extraño, Habiba, los llevó hasta una puerta que había en la gruesa muralla que rodeaba la arena. Le entregó una antorcha a Llesho y con un chasquido de los dedos, prendió fuego al extremo empapado de combustible. Los porteadores que llevaban a Bixei los siguieron, luego el maestro Jaks, que cerró la puerta antes de encender su antorcha en la llama de Llesho. Se encontraban en un largo túnel que se iba inclinando con suavidad hasta que Llesho estuvo seguro de que ya no estaban dentro de la muralla, sino bajo la arena misma. El rugido de la multitud quedaba aquí ahogado aunque las patadas de tantos pies tronaba sobre su cabeza y les echaba polvo en el pelo. Llesho se preguntaba si el techo del túnel aguantaría pero ni Habiba ni Jaks parecían preocupados, así que se dedicó a adivinar hacia dónde iban. Se alejaban de la entrada principal, eso estaba claro. Dado que no había visto nada más allá de la arena situada a las afueras de la ciudad, lo único que sabía es que se estaban alejando de la dirección en la que habían venido.
Pasaron al lado de otros túneles que alimentaban al que ellos seguían. Uno, que tenía una pesada puerta impidiendo la entrada, Llesho pensó que debía de salir de los palcos oficiales del gobernador y del alcalde de la provincia y ciudad de Costa Lejana. Justo cuando empezaba a preguntarse si harían todo el viaje bajo tierra, el suelo del túnel empezó a elevarse otra vez hasta que llegaron a una puerta cerrada y ningún otro sitio al que ir. La puerta no tenía tirador. Llesho empujó pero la puerta no cedió.
—Cerrada con llave —dijo. Habiba pasó a su lado con una sonrisita hermética.
—¿No tenemos suerte de tener la llave? —preguntó, aunque no llevaba nada salvo una antorcha encendida.
Habiba agitó la mano sobre la puerta y murmuró una frase que Llesho no pudo oír. Luego le dio a la puerta un golpecito. Se abrió hacia dentro y Llesho dio un salto hacia atrás, con lo que chocó contra la litera de Bixei al intentar evitar que la puerta lo golpeara.
—¡Suéltame! —El pánico ribeteaba la voz aguda de Bixei, y le dio a Llesho un empujón que hizo perder el equilibrio a los ya precarios porteadores y lanzó a Llesho bajo la luz lóbrega del sol menor. Se encontraba solo en un bosquecillo de gingkos bajos y retorcidos que apestaban a fruta caída bajo la brisa apresurada del anochecer. Un momento después, Jaks salía del túnel, seguido de Bixei sobre su litera. Habiba salió el último; cuando se reunieron todos fuera del pasadizo secreto, se volvió para cerrar la puerta agitando de nuevo la mano. Una vez más acompañó el ademán de otro encantamiento murmurado, pero Llesho se preguntó si no era en realidad el golpecito que daba en la puerta, en el centro del dragón enroscado tallado en la superficie, lo que sellaba el túnel.
Jaks parecía conocer el camino; llevó a su pequeño grupo durante no más de un cuarto de li hasta una vereda cubierta por las ramas encrespadas de los antiguos árboles que tenía a ambos lados. Las curvas sinuosas y profundas de la vereda, que serpenteaban por el bosque, los ocultaban de cualquiera que surgiera por detrás, pero así mismo les ocultaba a ellos lo que les esperaba más adelante. Al principio, al no ver ni casas ni templos, Llesho pensó que debían de estar abandonando la ciudad. Luego, el extraño dio una curva y desapareció entre dos árboles de aspecto normal que había al lado de la carretera. El maestro Jaks lo siguió, con la camilla que llevaba a Bixei justo detrás de ellos, así que Llesho hizo una profunda inspiración y se deslizó entre esos mismos árboles.
Se encontró en una senda arreglada con todo cuidado y hecha con losas de varios tamaños que imitaba con gran ingenio el sinuoso fluir de un arroyo. El camino de losas los llevó a una serie de estructuras de techos bajos. Una red de estanques y canales separaba los edificios mientras una serie de puentes elegantemente arqueados los volvían a conectar. La luz tenue del sol menor envolvía el conjunto en un sopor de un suave color verde. Atónito, Llesho miró hacia la senda que había seguido y vio tras él un muro de piedra que se elevaba por encima de su cabeza. Desde la vereda, aquel muro había sido invisible. No era solo que no lo vieran, se dio cuenta, es que era invisible, oculto por algún conjuro que enterraba el tranquilo jardín en una privacidad mayor que el alto muro de piedra. Bixei también había vuelto la vista atrás y recibió el asombro de Llesho intentando parecer un hombre de mundo, pero fracasó.
—¿En qué nos hemos metido? —le preguntó Bixei con los ojos, y la mirada de respuesta de Llesho dijo:
—En problemas.
El hecho de que el maestro Jaks no se mostrara sorprendido solo empeoró las cosas, al menos en lo que a Llesho se refería. El brujo del gobernador: Llesho quería saber lo que sabía su profesor sobre brujas y brujería, y por qué había permitido que Llesho sufriera durante meses el tormento del supervisor Markko en busca de unas respuestas que el maestro Jaks podría haberle dado con solo preguntar. Pero estaban cruzando uno de aquellos puentes de aspecto delicado sobre un estanque en el que unos tallos de lotos de color rosa blanco se elevaban sobre el agua y se mecían bajo la ligera brisa.
Al otro lado pasaron bajo el tejado de una garita de guardia que llevaba a un jardín privado donde esperaba una mujer pálida y fría para recibirlos. Llesho la reconoció. Era la que lo había examinado con la lanza corta y el cuchillo en la sala de armas de la Isla de las Perlas, v había acompañado al gobernador cuando había saludado a los gladiadores en la arena. El maestro Jaks se inclinó con suave cortesía, como si estuviera ante una extraña, así que Llesho hizo lo mismo. Confiaba en Jaks. aunque se estaba empezando a preguntar por qué, igual que se preocupaba en qué conspiración, que él no había elegido, había caído sin querer.
La mujer abrió los brazos para saludarlos con una sonrisa calculada que luchaba con algo más oscuro en sus ojos.
—El gobernador de la Provincia de Costa Lejana os da la bienvenida a su servicio —dijo—. Necesitaréis descanso, sobre todo el joven de las heridas. Habiba se ocupará de vuestros papeles y os mostrará vuestros alojamientos. Y también responderá a vuestras preguntas.
La dama del gobernador hizo un ligero gesto de despedida, luego se volvió y entró en una de las casas bajas de madera que rodeaban el jardín. Cuando la puerta se deslizó y se cerró tras ella, Llesho fue incapaz de distinguir dónde había estado.
El extraño, Habiba, se inclinó ante el maestro Jaks y .es sonrió a los muchachos.
—Por aquí —dijo y señaló con un gesto otro puente que llevaba al interior del complejo de casas y canales. Cruzaron el puente, bajaron un camino entre dos edificios ligeramente más grandes con dos gradas de tejados enroscados; lo siguieron hasta una casa pequeña con paredes hechas de pantallas de pergamino frágil, engrasado. Habiba deslizó una pantalla y entraron en la oficina de un supervisor. Los porteadores de la camilla de Bixei lo colocaron en el suelo y se fueron, dejando a los novatos solos con su profesor y el brujo del gobernador.
Habiba fue al escritorio, delicado y elegante y sacó un fajo de papeles; se dirigió primero al maestro Jaks.
—¿Tienes tu libro de premios?
Jaks metió la mano en la túnica de cuero y sacó un estuche de cuero trabajado que le colgaba del cuello con un cordón. Del estuche sacó un libro pequeño que entregó al supervisor.
Habiba abrió el libro de premios de Jaks y lo estudió durante un momento.
—Estabas a punto de ganar tu libertad cuando Lord Chin-shi puso fin a tus aspiraciones, maestro Jaks.
—Lord Chin-shi me sacó de la arena antes de haber ganado mi precio —confirmó—. Su señoría valoraba mis habilidades como profesor y no deseaba perder mis servicios por muerte o manumisión.
El maestro Jaks recitó su historia con tono uniforme, pero Llesho vio que los músculos de la garganta de su profesor se tensaban al dominarse. Manumisión: la liberación de un esclavo. Las emociones que ocultaba el maestro, Llesho no las veía, pero imaginaba que eran muy parecidas a las suyas ante su cautiverio: una rabia impotente, más adecuada para un niño que para el poderoso hombre de armas.
—Algún día tendrás que contar la historia de cómo un héroe con las bandas de asesino en el brazo se las arregló para terminar en la arena —comentó Habiba—. Y cómo es que los tuyos permitieron que la ofensa manchara su honor durante tanto tiempo.
—No tengo clan —respondió el maestro Jaks con una voz como de piedra cayendo contra piedra—. Toda mi familia yace muerta.
Llesho recordó al guardaespaldas que había muerto para mantenerlo a él a salvo. «¿Era tu hermano?», quería preguntar. «Tu familia, ¿murieron todos luchando en Kungol, muy pocos contra la horda invasora?» Pero no podía decir nada delante de Bixei ni del brujo del gobernador, que lanzó una mirada rápida y sin expresión hacia Llesho antes de volver a ocuparse del maestro Jaks, al que tenía delante.
—Eso he oído. —Habiba cogió un sello y una piedra de tinta, como si la conversación hubiera revelado la naturaleza de la lluvia, no la destrucción de un clan de mercenarios y asesinos—. La familia de la señora gobierna, por gracia del emperador, la Provincia de los Mil Lagos, donde la esclavitud es ilícita —explicó Habiba, su voz era suave pero imponente, y terrible en su callada rabia. No había consuelo en aquella voz (un guerrero no reconocería la necesidad de consuelo) pero Llesho sintió que la suavidad de sus palabras contenía la herida que sentía en su propio pecho. El maestro Jaks inclinó la cabeza, aceptaba la camaradería si no la paz.
—Según el contrato de matrimonio que firmó con su gracia, el gobernador de la Provincia de Costa Lejana, la casa de la señora será siempre un espejo en el que pueda ver reflejado Mil Lagos. Ningún esclavo sirve aquí.
Puso la marca del sello del gobernador en el libro de premios del maestro Jaks y se lo devolvió con ademán solemne.
—El regalo que le ha hecho a su dama de tu libertad le ha costado a su excelencia muy poco.
Habiba le tendió entonces el contrato con el sello azul.
—Sus papeles de manumisión —dijo y añadió—: a la señora le gustaría contratarle, ciudadano Jaks, para que adiestre a los guerreros de su casa. El contrato está aquí —le ofreció un segundo paquete doblado—. Si necesita que alguien se lo lea, se le proporcionará un escriba.
—Sé leer —le informó Jaks.
Habiba asintió.
—En ese caso —dijo—, ¿le ofrezco descanso en el alojamiento de los guardias o en el alojamiento de los invitados?
—En el alojamiento de los invitados, hasta que haya leído el contrato.
Habiba les ofreció la sonrisa vacía de los funcionarios de todo el mundo.
—Si decide aceptar el contrato —dijo—, esto será suyo. —Le entregó al maestro Jaks una delgada cadena de oro como la que llevaba él alrededor del cuello—. Nos distingue como personas al servicio del gobernador y debería llevarse en los actos oficiales y cuando se represente a esta casa en algún asunto formal. —La sonrisa del supervisor parecía más genuina cuando añadió—: la señora sí le pide que la deje en casa si decide irse en busca de placeres a la ciudad, para que ningún escándalo manche a su señoría. En cualquier otro momento, puede llevarla si así lo decide y disfrutar de la protección que puede ofrecerle esta casa.
El maestro Jaks cogió la cadena de oro y la deslizó en el estuche de cuero donde había descansado su libro de premios.
—Lo tendré en cuenta —dijo, y se inclinó para agradecer el papel que ahora tenía en las manos.
Así que la cadena de oro no había indicado que Habiba era esclavo de esta casa, como Llesho había creído. Se preguntó cuánta diferencia había en realidad entre un hombre libre que hacía el papel de esclavo y el esclavo que él fingía ser, pero Habiba no parecía invitar el planteamiento de preguntas.
—En cuanto a los muchachos —continuó Habiba— la señora se enfrenta a un dilema y debe, durante un tiempo, inclinarse ante los decretos de esta tierra. Su divinidad, el Emperador Celestial, ha previsto la posibilidad de que los infantes no deseados de los esclavos se encomienden a la misericordia del imperio para su mantenimiento. El imperio ya tiene suficientes prostitutas y ladrones, así pues no desea realizar el papel de niñera con los desechos de sus señores y nobles. La ley exige por tanto que los niños nacidos esclavos o comprados como esclavos deben seguir siendo propiedad de su dueño, con todas las responsabilidades que entraña ser dueño de esa propiedad, hasta que el joven esclavo haya desarrollado las habilidades necesarias para ganarse el sustento sin provocarle más gastos al imperio.
—No lo entiendo —dijo Llesho aunque le aterrorizaba hablar delante del brujo del gobernador—. ¿Qué significa todo eso?
El brujo, Habiba, le dirigió todo el poder de su mirada y Llesho se echó a temblar por dentro, pero se mantuvo firme. Tenía un destino que cumplir y sería mejor que empezara a actuar de acuerdo con ese destino o se pasaría el resto de su vida escondiéndose como un conejo.
—Significa, Llesho, que a los ojos de la ley, tú y tu amigo seguiréis siendo propiedad privada de la señora hasta que cumpláis vuestro decimoséptimo cumpleaños. Durante ese tiempo, cada uno de vosotros elegiréis un oficio según vuestro talento y necesidades y al final de ese periodo de tiempo, cuando le hayáis demostrado al gobernador, de acuerdo con las leyes del imperio, que podéis manteneros solos, recibiréis estos... —levantó del escritorio dos paquetes sellados con cintas azules. Papeles de manumisión. La libertad. Y ya firmados, o no tendrían el sello del gobernador.
—¿Qué quieres hacer con tu vida, Llesho? —Llesho se encontró con la mirada del brujo. El hombre lo tomaría por idiota si le dijera la verdad o creería que era un espía y un traidor. Por ley, las entrañas de un espía se arrancaban en la plaza pública y el espacio que dejaban en el cuerpo del espía se rellenaba con carbones ardientes, la carne se volvía a coser con tralla alrededor de los carbones. Los carbones cauterizaban las heridas mientras quemaban la carne oculta; se tardaba mucho tiempo en morir. Llesho ya había visto la idea que tenía el brujo de la misericordia (Madon estaba muerto) así que no dijo nada sobre su misión.
—Solo deseo servir —dijo.
Habiba estudió su rostro durante largo tiempo. Debió de ver cómo desaparecía el color, la vida que se desvanecía detrás de la piedra de los ojos de Llesho porque suspiró y rompió el contacto visual para mirar a Bixei, incluyéndolo así en las siguientes preguntas.
—¿Sabéis leer y escribir? —preguntó, y Llesho respondió:
—Sí —mientras Bixei sacudía la cabeza.
—¿Sumas?
—Un poco —dijo Llesho, Bixei volvió a sacudir la cabeza. Nadie adiestraba a los esclavos destinados a la arena en las artes de la nobleza y Llesho poco sabía cuánto había revelado sobre sí mismo con esas simples afirmaciones.
Pero el maestro Jaks sí que lo entendía.
—Un esclavo con estudios, un prisionero hecho en batalla procedente de la misma tierra que Llesho, se interesó por el muchacho cuando trabajaba en los lechos de ostras. Enseñó al chico a leer un poco y algo de aritmética.
Lo que daba escaso mérito a los tutores de palacio de Llesho y ocultaba en cierto modo la verdad sobre por qué estaba cautivo Lleck, no por una batalla sino por una invasión, y a los pocos que habían quedado vivos los habían arrastrado hacia el cautiverio tras los caballos de los conquistadores. Pero Llesho también mantuvo la boca cerrada sobre eso. Le gustaban sus tripas exactamente donde estaban, muchas gracias. También le gustaba tener la cabeza en su posición actual, aunque la decapitación como enemigo del estado era preferible al final que le esperaba a un espía.
Habiba aceptó la explicación del maestro Jaks con una mueca retorcida de la boca que hablaba del sabor amargo de la duda.
—¿Sabéis luchar? —preguntó. Bixei, desde la camilla que lo tenía en el suelo, respondió:
—¡Sí! —mientras Llesho se encogía de hombros y decía:
—Un poco.
—¿Conjuros? ¿Encantamientos?
—¡NO! —respondieron los dos muchachos al unísono. Bixei respondió con el horror habitual que despertaba lo desconocido pero Llesho no pudo evitar los estremecimientos de miedo de los meses que había pasado encadenado en el taller de Markko. De repente fue demasiado para él y sus insidiosas piernas lo traicionaron. Se derrumbó en el suelo delante del brujo del gobernador y se cubrió el rostro para ocultar su vergüenza.
—¡No sé nada! —exclamó—. ¡Nada!
Encogido y humillado, al principio no sintió la mano suave que se posaba en su hombro, el hombre que extendía las manos para quitarle las palmas de los ojos. Habiba, el brujo del gobernador, se había arrodillado ante él, toda la ironía y la distancia formal desaparecidas de sus ojos, que eran cálidos, y tristes, y llenos de una comprensión que le llegaba más hondo de lo que Llesho alcanzaba a comprender.
—Está bien —dijo Habiba—. Se cometieron errores contigo, pero aquí nadie va a hacerte daño.
Cuando el brujo se levantó, parecía más cansado, más viejo que momentos antes y cuando sacudió la cabeza, el maestro Jaks tenía un aspecto conmocionado y culpable, aunque por qué, Llesho no lo sabía.
—Quizá más tarde, cuando nos ganemos su confianza —dijo Habiba—. Veremos qué puede hacer Kaydu con él, pero quizá nunca llegue a comprender todo su potencial.
—La señora se sentirá decepcionada —señaló el maestro Jaks y Habiba volvió a suspirar.
—Antes de tomar ninguna decisión, veamos qué puede lograr Kaydu. ¿Ha pensado ya en la oferta de empleo de la señora?
—Aún no he leído el contrato —respondió el maestro Jaks con una risa amarga. Le lanzó a Llesho una mirada larga y pensativa—. Pero sí, acepto sus condiciones. Sean las que sean. —Sacó el paquete y lo abrió, cogió la pluma que le ofrecía Habiba y esbozó con rapidez los caracteres de su nombre.
Habiba sonrió, siempre elegante en la victoria.
—Haré que los sirvientes te lleven a los alojamientos de los guardias, después de todo. Como primera obligación, trabajarás con Kaydu en el adiestramiento.
El maestro Jaks asintió.
—Supongo que ahora tendré que quedarme con la cadena.
—Con el tiempo te darás cuenta de que el peso en la garganta es ligero —replicó Habiba—. Son las cadenas que no ves las que te atan.
—Para los chicos, plata —le entregó una cadena a Bixei, que se la colocó alrededor del cuello como si fuera un regalo y no el símbolo de su servidumbre. No le ofreció la cadena a Llesho sino que se la colocó él mismo alrededor del cuello. Y había algo en sus ojos que le dijo a Llesho que las últimas palabras que le había dicho al maestro Jaks también estaban dirigidas a él. No las cadenas que podía ver, sino las que no podía. Con todo, la que sí podía ver iba a desaparecer de su cuello en cuanto saliera de la oficina del supervisor.
—Bixei —preguntó el supervisor—, ¿te parece bien la vida de guerrero? —Y Bixei respondió:
—Sí, señor. —A toda velocidad y un poco de arrogancia considerando que, en ese momento, no podía ponerse de pie por sus propios medios—. Soy luchador de oficio, señor.
—Quizá aún no —comentó el supervisor—. Pero sí con el tiempo. Y creo que, en realidad, has encontrado tu vocación. Llévalo a la enfermería —le dijo al maestro Jaks—. Cuando esté recuperado de sus heridas, decidiremos dónde ponerlo.
—Sí, señor. —El maestro Jaks se las arregló para añadir ironía a su inclinación. Llesho pensó que ojalá él pudiera hacer lo mismo pero luego decidió que ya tenía bastantes problemas tal y como estaban las cosas.
—En cuanto a ti... —estudió el rostro impenetrable de Llesho con seriedad—. Se me ha hecho creer que te sentirás muy satisfecho con tu alojamiento. Puedes entrenarte con los guardias y luego venir aquí para adiestrarte como escriba con los secretarios. Cuando te hayas instalado, veremos.
A Llesho no le gustó cómo sonaba ese «veremos». Habiba no había dicho nada de mandarle a decorar la cama de su señoría ni de encadenarlo con los venenos en el taller de un alquimista, lo que significaba que ya estaba mejor de lo que había estado. Con cierto esfuerzo, por tanto, dominó el pánico que lo invadía, estaba decidido a esperar para ver a dónde lo llevaba el siguiente paso. Mientras tanto aprendería todo lo que pudiese. Pero se preguntaba seriamente cómo lo iba a acercar todo aquello a su objetivo.