Las semanas pasaron para Llesho envueltas en un suspense agónico. Kwan-ti no aprobaba su decisión r ero tampoco podía declararlo apto para el trabajo en es lechos de perlas. Los dos sabían que eso no dejaba más alternativa que las pocilgas para un muchacho que estaba creciendo y no sabía hacer nada útil. Kwan-ti no decía nada pero hacía su trabajo con los labios apretados y las cejas fruncidas en un ceño constante.
Llesho recuperó las fuerzas con rapidez y con ellas la necesidad de moverse. Echaba de menos el trabajo, se dio menta de que el peligro de los lechos de perlas había mantenido su mente alerta y su atención centrada. Y descubrió, sorprendido, que echaba de menos a sus compañeros. Nunca había pensado en ellos como amigos cuando pasaban cada turno juntos en la bahía. Pero durante los días transcurridos desde que había visto al espíritu de Lleck y casi se había ahogado, los buscadores de perlas habían empezado a distanciarse de Llesho. La experiencia lo había aislado como no lo había hecho su continua reserva. Las chanzas habituales de los descansos que unían al grupo con las pequeñas penas y los incidentes compartidos del trabajo no podía absorber un desafío tan grande ni admitir esta nueva forma suya, ni convertirla luego en algo normal. Llesho reconoció el repentino vacío donde antes estaba la sonrisa de Lling y la ausencia a su espalda que antes llenaba Hmishi. Al parecer se había equivocado en todo. No carecía de amigos y, según el espíritu de Lleck, tampoco de familia. Y no había sido consciente de nada de eso hasta que se había encontrado completamente solo. Bueno, pues maldita sea.
Para llenar las horas corría. No muy rápido al principio, pero a medida que se iba recuperando, sus carreras se iban haciendo más largas, alrededor de la isla una vez, dos veces, antes de detenerse, jadeando. Hasta los thebins tenían que recuperar el aliento en algún momento. Algunos días oía la marcha pesada y medida de unos pies que caían al unísono siguiendo una voz profunda que marcaba el compás con tono sordo, ahora más rápido, luego más lento mientras los pies de los corredores seguían el ritmo. Llesho se mantenía con facilidad por delante de ellos pero ellos pronto cambiaban de dirección y se iban por un camino que Llesho nunca tomaba, subían la colina que llevaba al recinto de entrenamiento que había en la cumbre.
Aquellas carreras, sobre todo, lo mantenían concentrado en el momento: en la arena pálida y fina que cambiaba bajo sus pies y en las frondas de denso follaje que crecían demasiado cerca del camino y lo rozaban al pasar, marcando su piel con el aroma de la lluvia, la vegetación y la promesa rota del sol. El piar de los pájaros en lo más profundo del bosque se acoplaba a los latidos de su corazón pero no podía ocupar el lugar de los amigos ausentes. Solo en medio de la órbita cansada de la isla, se preguntaba cuánto tiempo lo dejarían flotando entre dos vidas.
Tres semanas después de que Llesho le presentara su petición formal al capataz Shen-shu, llegó un mensajero para requerir la presencia de la sanadora Kwan-ti en la casa principal. Lord Chin-shi nunca había limado a la campesina; él tenía sus propios médicos y sirvientes de la casa se cuidaban de los suyos. En ocasiones, cuando las heridas de los gladiadores de Lord Chin-shi se curaban por fuera pero se ulceraban por dentro, Kwan-ti recibía una llamada para tratarlos. Pero la sanadora siempre se quedaba en la cabaña común, escuchaba la descripción del estado del gladiador herido y devolvía al mensajero con instrucciones y una poción o un paquete de hierbas. Esta vez había sido la propia Kwan-ti la que se había ido con el mensajero, dejándose atrás la bolsa de hierbas y la saca de sanadora. Su rápida mirada, que se posó con ligereza en Llesho al pasar, le dijo que él era el motivo de la cita. Lord Chin-shi, o su entrenador, querrían juzgar por sí mismo la respuesta de la mujer cuando le preguntara qué probabilidad tenía un chiquillo thebin medio ahogado de sobrevivir a los rigores del adiestramiento de un gladiador. Para eso, la sanadora no necesitaría los útiles de su oficio.
Con solo preguntarse qué diría la mujer, a Llesho ya se le revolvía el estómago, así que corrió, tan rápido como pudo esta vez. Cuando llegó al lado de la isla más próximo al continente, se lanzó al mar. Nadó hasta que le pesaron las piernas tanto que era incapaz de impulsarse v tampoco podía levantar los brazos para cruzar el agua. Solo y al límite de sus fuerzas, rodó hasta quedar boca arriba y dejó que el mar lo llevase, mecido entre sus cálidas aguas. Tan lejos de tierra, Llesho no oía los sonidos de la Isla de las Perlas y permitió que su mente vagara con la corriente, que la envolviera la paz y disfrutara de la tranquilidad. Podría quedarse allí para siempre, pensó, con la brisa salada por toda compañía y el agua, cálida como la sangre, para consolarlo. El clamor de un pájaro sobre su cabeza parecía provenir de un mundo diferente, un mundo que lo llamaba a través de una pantalla de bambú decorada con brillantes serpentinas de seda. Era otro recuerdo de su infancia, antes de que llegaran los harn, que se soltaba cuando dejaba vagar sus pensamientos. En el verano aquella pantalla cubría la ventana de la salita de su madre, las cintas, de los colores de la diosa, flotaban bajo la brisa. Llesho quería aferrarse a aquel recuerdo, volver a ese mundo de su pasado que lo llamaba con el canto de las aves, tan parecido al sonido de una risa. Pero en algún lugar de su mente sentía la presencia de su anciano mentor que lo miraba con desagrado. Tenía cosas que hacer, hermanos que rescatar, una nación que liberar de las garras de los invasores y los tiranos. No había tiempo para el descanso, ni eterno ni de cualquier otro tipo.
El agua parecía darle la razón a Lleck. La corriente lo alejaba del continente, que no parecía mucho más visible a pesar de todos sus esfuerzos por alcanzarlo. Después de un rato, Llesho volvió a rodar con destreza y empezó a patear con fuerza de nuevo, atravesando el agua hacia la Isla de las Perlas.
Demasiado tarde, comprendió que se había alejado demasiado. La isla estaba excesivamente lejos y tenía las piernas de plomo y los brazos entumecidos. Debería haber sentido miedo, pero morir ya no le asustaba. Mucho tiempo atrás se había reconciliado con la idea de que las profundidades grises eran enemigas de su libertad; ahora abrazaba el lado amable de la fuerza del mar, otro amigo que dejaba atrás.
Algo le dio un pequeño empujón en el costado y el rostro nudoso y sonriente de una dragona de agua surgió ante él, en la superficie del mar. La espuma le corría por los costados al tiempo que el lomo lleno de escamas verdes y doradas pasaba a su lado rodando; sobre el mar apenas era visible una fracción de toda su longitud. Le envolvió la cintura con una espiral suelta. La lengua hendida y delicada se asomaba al exterior, le acariciaba la cara, la mano; Llesho se preguntó si pensara merendárselo, pero creyó leer una carcajada en los ojos rasgados; el animal le dio un golpecito tierno con sus diminutos cuernos enroscados y desapareció, la piel suave y sin escamas de su vientre se deslizaba sin esfuerzo por el cuerpo del muchacho. Hasta la dragona de agua le había hecho compañía, una vez que había comprendido que no planeaba comérselo. Pero entonces, justo delante, la cabeza de la dragona surgió del mar, los anillos relucían como oro y esmeraldas bajo el sol y el agua. El animal se hundió y volvió a desaparecer en el mar, y él sintió que lo levantaba sobre su fuerte lomo y lo llevaba hacia la Isla de las Perlas.
—Ya voy —le dijo—. Ya entiendo.
La dragona pareció comprenderlo. Le dio una sacudida al lomo y se rió de él entre sus dientes afilados v curvos. El sonido humano de aquella risa, femenina musical, debería haberlo sorprendido aún más, salvo que Llesho ya se había acostumbrado a esperar lo imposible del mar. Así que se echó a reír él también, pasó la mano por el flanco reluciente de su compañera y la azuzó con suavidad con las rodillas, igual que hacía con su pony cuando era niño en Thebin. Cuando se acercaron demasiado a la costa para su gran tamaño, la dragona metió la cabeza bajo las olas y Llesho la soltó. Ya estaba lo bastante cerca para llegar a la costa por sus propios medios así que salió nadando con fuertes brazadas, sin casi dejar rastro de sus patadas, tan suaves eran. Llegó pronto a la playa y se sentó jadeando y contemplando el agua que acababa de cruzar, pero la dragona de agua había desaparecido.
Cuando volvió a la cabaña común, exhausto pero tranquilo, Kwan-ti ya estaba allí, metiéndose los mechones sueltos del cabello húmedo en el moño reluciente. No le dijo nada sobre el encargo que había hecho ese día ni lo interrogó sobre su tardanza. Por su parte, Llesho no mencionó su intento de huida ni la forma en la que el mar mismo lo había consolado y lo había obligado a volver para enfrentarse a su futuro en la Isla de las Perlas. Durante los días que siguieron continuó corriendo, pero la urgencia había desaparecido del embate de sus pies en el suelo. Mañana o al día siguiente el futuro vendría a buscarlo. El destino era así.
Tres días después de que Lord Chin-shi hubiera llamado a Kwan-ti, un muchacho no mucho mayor que Llesho pero una cabeza más alto y con la piel de un color dorado pálido, se presentó en la cabaña común con un mensaje: Llesho debía recoger sus posesiones y seguirlo. Dado que Llesho solo tenía la ropa que llevaba puesta y la cesta que utilizaba para guardarla mientras trabajaba en los lechos de perlas, utilizó aquellos escasos momentos para decirle adiós a la sanadora y para dejar un mensaje de despedida para Lling y otro para Hmishi. Los echaría de menos, y durante un momento la idea de entrar en el recinto de los gladiadores, donde no vería ningún rostro thebin, lo intimidó más que cualquier temor que pudiera sentir por el peligro que supondría su nuevo oficio. Pero Lleck le había enseñado que todo en la vida era un círculo. No podías seguir adelante durante mucho tiempo sin encontrarte con tu pasado. Llesho siempre había odiado aquel dicho porque no se le ocurrían muchas cosas de su pasado que quisiera revivir. Le sorprendió descubrir que ahora lo consolaba.
El mensajero lo contempló con expresión de duda cuando se reunió con él.
—No quisiera ser tú ni por todas las perlas de la bahía del viejo Chin-shi —fue todo lo que dijo, no obstante; los dos muchachos treparon la colina que ocupaba el centro de la isla y el único comentario lo ofreció el canto de los pájaros.
Llesho había visto el recinto de adiestramiento de os gladiadores de lejos pero nunca había estado dentro de la robusta empalizada de madera. De cerca, Llesho vio que el muro lo componían troncos de árboles colocados en vertical, unos tras otros, rugosos en la parte superior como los dientes de una tarasca. Semejantes precauciones parecían innecesarias: si un thebin entrenado en la bahía no podía escapar de la Isla de las Perlas, no lo haría mucho mejor un sirviente blandengue o un gladiador con demasiados músculos, pero supuso que los gladiadores debían de ser, por su oficio, hombres valientes. Y quizá incluso fueran capaces de manejar un barco. Por la razón que fuera, era tan difícil entrar en el recinto como parecía salir. En la verja de la poterna, el muchacho que lo acompañaba habló con un guardia que tenía una manga de la túnica vacía y atada con un nudo; el guardia abrió la verja con el brazo que le quedaba y los hizo pasar como a ovejas a un pasadizo tan estrecho que un hombre más grande rozaría los lados con los hombros al pasar. Llesho se pegó a la tosca empalizada que formaba el muro exterior del pasadizo. La pared interior también estaba construida de troncos colocados de pie en el suelo, pero desprovistos de la corteza y carentes de nudos y otras irregularidades, de tal modo que encajaban con comodidad unos en otros. Una banda ancha y pulida demostraba que la mayor parte de los hombres rozaban aquel muro interior tan liso. Pero los sonidos de gruñidos y maldiciones, el choque metálico de las armas que se oía tras la empalizada bruñida pusieron nervioso a Llesho, que se apretó contra la superficie irregular de los troncos exteriores, aún desnudos, para disfrutar de los escasos centímetros de seguridad adicional que lo defendían de los sonidos de la batalla que se libraba en el interior. El combate formaba ahora parte de su vida, pero a él le asustaba la abrumadora realidad de su decisión mientras seguía a su guía por el pasadizo.
Supuso que habían recorrido aproximadamente medio recinto antes de llegar a un segundo guardia, al parecer entero, que vigilaba una barra interior colocada ante la entrada. Este hombre parecía conocer al escolta de Llesho y abrió la verja sin decir palabra. Levantó una ceja y esbozó una sonrisa retorcida cuando creyó que Llesho no lo veía, pero volvió a toda prisa a su trabajo con lezna, cuero y tralla cuando Llesho respondió con un ceño confuso. Aquel hombre no parecía un guerrero, claro que tampoco lo parecía el chico dorado que tenía a su lado.
Pero antes de que Llesho pudiera dedicarle algo más que un pensamiento pasajero, su compañero ya lo había hecho atravesar la verja de un empujón y había entrado tambaleándose en aquella superficie tan poco familiar de serrín que tenía bajo los pies. El olor a sangre, sudor y al propio serrín lo confundieron, al igual que el relampagueo de las armas y la ira mortal que parecía crujir en el aire alrededor de los luchadores. Llesho lanzó un pie hacia delante para intentar recuperar el equilibrio y tropezó con un trozo de metal roto que todavía tenía trozos de carne pegados. Con un chillido de sorpresa cayó de cara en el patio de entrenamiento.
—¡Levanta los pies, imbécil!
Las palabras procedían de algún lugar sobre un par de pies muy bronceados y embutidos en unas sandalias que se habían plantado a unos centímetros de la nariz de Llesho. A este le hacía falta levantar algo más que los ríes y prefería no saber qué había provocado la mancha húmeda que le empapaba la camisa. Cerró los ojos; ojalá pudiera desaparecer pero su escolta no se lo iba a permitir.
—Es el lechuguino nuevo —comentó el muchacho dorado por encima del cuerpo caído de Llesho.
—¿El enchufado del amo? —preguntó la voz desconocida con tono de duda mientras Llesho se arrodillaba con esfuerzo y luego se levantaba, mejor ángulo para seguir la conversación. El chico que lo había traído se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo y añadió—: no pregunté —con un tono que indicaba sin lugar a dudas que Llesho no era problema suyo y prefería que siguiera así.
—Vuelve al trabajo entonces, a menos que el maestro Markko quiera que lo lleves dentro tú mismo.
—No lo dijo. —El chico ya se alejaba de su escoltado y Llesho se dio cuenta de que todavía no sabía el nombre del otro. No era un buen momento para preguntar, supuso, e intentó adoptar una postura majestuosa ante el hombre que tenía delante, mientras el barro le chorreaba por la túnica. Aquella masa tenía un olor fuerte y acre que le irritaba la garganta; Llesho arrugó la nariz e intentó identificar la peste sin estornudar.
—Pintura y paja esta vez —le explicó el extraño, y fue entonces cuando Llesho vio por fin al hombre de paja atado a un poste, varios virotes le sobresalían del lugar donde antes tenía el pecho y había trozos desparramados por un círculo de serrín.
La última vez que Llesho había visto un virote de ballesta tenía siete años y el virote sobresalía de la garganta de su padre. Cerró los ojos pero eso solo empeoró las cosas. Hoy no le funcionaba la majestuosidad. La verdad es que llevaba nueve veranos sin funcionarle, pero él seguía acudiendo a las viejas lecciones en momentos de angustia.
—Mejor vegetal que animal, pero no cuentes con eso la próxima vez. —El extraño lo contemplaba con un ceño marcado, duro, aterrador, en los rasgos pronunciados; debajo, unos ojos que juzgaban hasta las plantas de los pies de Llesho.
—¿Qué eres, muchacho, y qué coño estás haciendo aquí?
—Soy thebin —respondió, aunque la sombra de una sonrisa, suprimida a toda prisa, sugería que el extraño no buscaba una respuesta—. Me llamo Llesho. Me mandaron a buscar. Para ser gladiador. —Eso esperaba. Era eso o ser comida para cerdos y si lo habían llamado para llevarlo a las pocilgas, no se lo pensaba recordar a nadie.
—Llesho. —El extraño hizo una pausa, parecía estar intentando recordar algo que se le había escapado antes de poder atraparlo—. Yo soy Jaks, pero ya te enterarás de todo lo que tienes que saber sobre mí. —El extraño era más alto que Llesho pero no tanto como el muchacho que lo había traído aquí. Tenía la piel bronceada y suave y unos hombros amplios y brazos poderosos con la línea de cada músculo tallada en la piel. El brazo izquierdo tenía seis bandas tatuadas, las más sencillas desvaídas por el tiempo y las más recientes con diseños cada vez más complicados. Jaks llevaba una túnica de cuero con la historia de viejas batallas escrita en las manchas de sangre que la marcaban y un cinturón con una vaina para un cuchillo en la cintura. Unas protecciones de metal le cubrían las muñecas y los antebrazos. Era obvio que era peligroso pero, por alguna razón que Llesho no terminaba de entender, Jaks no lo aterrorizaba como censaba que debería hacerlo, dadas la situación y una pizca de sentido común.
Pero el sentido común no podía explicar por qué la tensión desaparecía del pecho de Llesho al ver al gladiador, ni por qué levantaba la cabeza con un ángulo más confiado. Entonces le sobrevino un recuerdo, un recuerdo olvidado como tantas otras cosas de su hogar. Su padre había contratado a hombres como este en la corte para proteger a su familia. Aquellos hombres habían muerto, bajo la presión que los empujaba paso a paso hasta el corazón del palacio, leales hasta el último momento. El hombre que había protegido a Llesho desde su nacimiento se parecía mucho a este Jaks, hasta que yació muerto a los pies del aterrorizado chiquillo. El recuerdo lo hizo estremecerse de repente, cosa que el gladiador debió de tomar por miedo de su nueva vida.
—No sé en qué estaba pensando —murmuró Jaks en voz baja. Llesho supuso que estaba hablando sobre su petición de recibir adiestramiento como gladiador y no le gustó la forma en que el hombre lo descartaba ya de mano. Pero cada problema a su tiempo. El gladiador se frotó el cuello con un gesto ausente que hablaba de viejas lesiones, o... el padre de Llesho lo hacía cuando se enfrentaba a un problema especialmente espinoso—. Ahora mismo —dijo el gladiador— tienes que cambiarte la camisa y presentarte ante el supervisor, el maestro Markko.
—¿Cambiarme la camisa? —Al principio Llesho pensó que Jaks se refería a hacerlo con magia y estuvo a punto de preguntar en qué tenía que convertir la camisa. Tampoco es que pudiera hacer nada parecido, por supuesto, pero podía intentarlo. Si a los gladiadores se les exigía que supieran magia... no quería empezar demostrando más ignorancia de la que ya tenía. Entonces se dio cuenta de que no había que transformar la camisa, tenía que cambiarse él, ponerse una camisa limpia. En Thebin había tenido una camisa limpia para cada día de la semana y camisas especiales hechas de seda amarilla bordada de brillantes colores para las celebraciones y los días festivos, para los banquetes y las fiestas nacionales. Sin embargo, desde que era esclavo tenía una camisa y un par de pantalones, nada debajo y un día a la semana para lavarlos, después de lo cual y por pudor, se ponía la ropa húmeda hasta que se secaba. Pero no creía que Jaks quisiera saber los arreglos domésticos de los buscadores de perlas.
—No tengo otra —dijo, y esperó mientras el gladiador ventilaba otra ráfaga de irritación como si fuera un eructo.
—Una estupidez pensarlo siquiera —murmuró Jaks. Llesho se contuvo con un esfuerzo recompensado cuando Jaks terminó—: por supuesto, Markko no sabe lo que está haciendo. No tiene ni la más puñetera idea.
Llesho esperó a que pasara la tormenta, que estallaba de forma inocua en otra dirección.
—No puedes ver al supervisor así —señaló Jaks como si tuviera que ser obvio—. Tendremos que encontrarte algo que te puedas poner.
El gladiador lo condujo por el patio de prácticas hasta un edificio bajo hecho de bloques de coral. Un porche cubierto lo recorría entero para protegerlo del sol y proporcionar a los gladiadores un lugar fresco para descansar después de un día de prácticas en el patio. Era más sólido que la cabaña común de los buscadores de perlas, pero era obvio que su propósito era el mismo, cosa que Jaks confirmó enseguida.
—Estos son los barracones —le dijo Jaks—; el maestro Markko decidirá dónde dormirás tú, pero tendrás que ser capaz de encontrar la lavandería te ponga donde te ponga.
La lavandería eran en realidad varias salas apiñadas al otro extremo de los barracones, cada una dedicada a una tarea concreta en el proceso de mantener a los competidores vestidos y provistos de prendas de protección. Atravesaron el taller de cuero pero no pararon, aunque los extraños aromas atraían a Llesho como un viejo sueño. No sobre guerreros, sino sobre caballos. Recordaba caballos y la imagen que se formaba en su mente cuando pensaba en esa palabra le daba ganas de llorar. Pero Jaks ya lo llevaba por un patio abierto atestado de tinas llenas de agua jabonosa y escalas de parras con ropa y largos trozos de tela blanca colgados de ellas. El vapor le llenó de calor la cara y sintió cómo se deslizaba el sudor por sus sienes y le caía por la nariz hasta los labios.
Al borde de una tinaja que burbujeaba había un hombre sentado, con más rodetes de grasa de los que Llesho había visto jamás. Desnudo hasta la cintura, metía el brazo hasta el codo y sacaba prendas de ropa, algunas que Llesho reconocía y otras que no. El agua olía a limpio y las burbujas liberaban su propio aroma igual de intenso cuando estallaban, haciendo que a Llesho le picara la nariz. Lleno de curiosidad, pasó la mano por el interior de la tinaja y la volvió a sacar al tiempo que sacudía los dedos quemados.
—¿De dónde ha salido ese mosquito? —preguntó el gordo y Jaks respondió:
—De Thebin en un principio. Los lechos de perlas más recientemente, y sin un jirón de ropa que ponerse.
Jaks se reía de él con este extraño hombre que lanzó un ladrido seco a modo de carcajada.
—Qué locura. —El extraño dio su opinión con una pequeña sacudida de la cabeza, luego le lanzó a Llesho una de esas miradas largas y medidas que lo hacían estremecerse de inquietud. Este hombre no parecía tener ningún estatus, pero Jaks lo trataba como a un confidente y el hombre mismo miraba a Llesho como si fuera algo que acababa de descubrir en la suela de su sandalia.
—Thebin, ¿eh? Bueno, no será fácil dejarlo sin aliento. Algo que tiene a su favor. —El lavandero se rascó pensativo el trasero—. Y por lo que veo, es lo único.
Era más fácil la majestuosidad delante de alguien que era claramente un sirviente, así que Llesho sacó la mandíbula, la cabeza ladeada así, un poco, y los hombros rectos y cómodos.
Los dos hombres dejaron de reírse.
—No puede ser —susurró el lavandero.
—Una locura —estuvo de acuerdo Jaks en voz baja y añadió dirigiéndose a Llesho—: Contente, muchacho, si quieres seguir vivo.
Peligro. Llesho recordó el timbre preciso de una advertencia que atravesaba el tiempo y como acto reflejo sus ojos se dispararon en busca de un lugar para esconderse.
—Alabados sean los dioses —murmuró el gordo con la expresión rota en fragmentos de miedo y negación—. ¿Y has estado en la Isla de las Perlas todo este tiempo? —preguntó.
Llesho no respondió. Supuso que los hombres debían de saberlo y quería comprender qué se traían entre manos antes de decir nada en su presencia. Tenía la sensación de que sabrían toda su historia si abría la boca para decir cualquier cosa.
—¿Crees que Markko lo sabe? —le preguntó el gordo a Jaks, como si Llesho no estuviera en la habitación—. ¿Qué piensas que quiere del chico?
—Dale una camisa. Den. —Eso fue todo lo que dijo Jaks pero su voz había perdido por completo el tono—. No una nueva. Vieja, remendada. —Así que el lavandero tenía nombre.
—Patético —murmuró Den, pero Llesho no terminó de entender quién o qué era patético, así que decidió mantener la boca cerrada.
Den se levantó, no llevaba nada salvo un trozo de tela envuelto entre unas piernas tan gruesas como los troncos de la empalizada exterior y cubiertos con su propio bosque de grueso vello.
—Fuera con eso, entonces —dijo y agitó los dedos hasta que Llesho se quitó la camisa y se la dio—. No tenemos nada de su talla —el enorme lavandero se paseó con pesadez entre las filas de ropa tendida—, pero esto debería servir hasta que pueda poner a los costureros a ello.
Llesho había perdido el rastro del lavandero en algún lugar a sus espaldas cuando dejó de oír el arrastre de los pies, así que se sobresaltó cuando un grueso brazo le apareció por encima del hombro y le tendió una camisa. No era pesado a menos que quisiera serlo. Llesho se lo guardó para futuras referencias mientras se ponía la camisa limpia por la cabeza y la alisaba. Le llegaba casi a las rodillas y las manos se le perdían en las largas mangas. Hizo una mueca pero Jaks hizo caso omiso de ella.
—Eso servirá —asintió. Los dos hombres se cruzaron una mirada por la que Llesho tuvo el buen sentido de preocuparse, pero Jaks lo cogió por los hombros y volvió sobre sus pasos para salir de la lavandería. Cuando salieron de nuevo, el patio de prácticas principal se había vaciado de hombres, que solo habían dejado allí las herramientas rotas del combate. Jaks cruzó aquel espacio sin una mirada ni una palabra, y abrió una puerta que llevaba a una pequeña casa de piedra que esperaba un poco apartada de los barracones donde dormían los gladiadores y las salas para el equipo.
—Ha llegado el buscador de perlas —le dijo al hombre que se encontraba tras el escritorio en aquella sala tan elaboradamente decorada—. ¿Qué quiere que haga con él?
—Déjalo aquí. Tú puedes irte.
Jaks lo hizo de inmediato así que Llesho se encontró de nuevo enfrentándose a un extraño que lo miraba con frialdad, sin curiosidad. Este debía de ser el supervisor, el maestro Markko, se figuró, ya que ese era el nombre que el muchacho le había dado y el mismo que Jaks le había mencionado a Den en la lavandería. Por la forma que tenía la gente de hablar de él, Llesho había esperado alguien enorme y poderoso, o inflexible y aterrador por lo menos. De hecho, Llesho era incapaz de encontrar nada distinguido en aquel hombre. Tenía la piel dorada y el pelo oscuro del muchacho que había venido a buscarlo, pero Llesho no vio ningún parecido familiar aparte de los vínculos más comunes a un lugar y a un pueblo. El maestro Markko parecía ser tan alto como el chico sin nombre, pero una vez alcanzada su altura completa, mientras que el mensajero tenía unas manos y unos pies demasiado grandes, como un cachorrito que algún día sería un perro mucho más grande. El hombre, Markko, llevaba varias capas de túnicas sencillas que indicaban que era un oficial menor en la casa del señor.
Parecía estar extraordinariamente delgado bajo las túnicas, pero su rostro no demostraba ningún rasgo ni comentario, y Llesho tampoco encontró en su persona ninguna señal de que fuera o hubiera sido gladiador, o que siquiera hubiera luchado de alguna forma.
Markko levantó la vista por un momento del trabajo que yacía esparcido por su escritorio.
—Ya hemos tenido una oferta por ti del entrenador de Lord Yueh —dijo—. ¿Supones que vales una suma tan señorial?
—Imagino que no, señor —respondió. No sabía cuánto había ofrecido Lord Yueh ni lo que eso significaba en el esquema de la compra y venta de gladiadores, Pero Llesho no quería ir a ninguna parte donde supieran lo suficiente para apostar por él cuando no tenía ningún talento ni valor obvio.
—Sospecho que tienes razón —dijo el supervisor—. Su señoría ha declinado la oferta, lo que significa que estarás bajo mi dirección.
—Sí, señor. —A Llesho no se le ocurría nada más, así que inclinó la cabeza con tanta sumisión como le fue posible y esperó que el supervisor se cansara pronto de él.
Después de otra penetrante mirada a través de unos ojos que parecían astillas de pedernal, Markko devolvió su atención al papel que tenía en el escritorio.
—La fregona está en la esquina —dijo—. Puedes llenar el cubo en la lavandería y empezar con esta habitación. Luego hay que fregar los suelos de los barracones. Cuando hayas terminado, puedes presentarte en la cocina para cenar antes de volver aquí.
—Tiene que haber un error —sugirió Llesho con la esperanza de que fuera verdad—. Yo no sé nada de fregar suelos.
—¿Qué dificultad puede tener? —le preguntó Markko con tono razonable—. Fregona, cubo, agua, suelo. Por ese orden. —Volvió a su escritorio pero levantó la vista cuando Llesho no se movió.
—Pero yo creí que estaba aquí para convertirme en gladiador.
Markko lo miró de arriba abajo con ojo crítico, como si estuviera comprando pescado en el mercado.
—¿Te gusta acostarte con hombres, muchacho? ¿Hombres grandes y hambrientos con la sed de sangre corriéndoles todavía por las venas?
—No sería esa mi elección, señor.
—Sin embargo, es la única alternativa que puedo ofrecerte —le explicó Markko con tono razonable. No había cambiado el tono de voz, pero Llesho se dio cuenta de repente de que aquella suavidad era una máscara, de que el maestro Markko ya sabía demasiado sobre él y que era una persona a la que no convenía desafiar. Metió la cabeza entre los hombros y adoptó un aspecto tan lastimoso como pudo embutido en aquella camisa demasiado grande y remendada, hasta que Markko lo despidió con un gesto de la mano libre. Luego Llesho cogió el cubo y la fregona y salió con sigilo de la habitación, no le apetecía darle la espalda al hombre que lo había mirado sin ningún tipo de sentimientos en los ojos. Eso, decidió, era lo que hacía peligroso a ese hombre: no tenía ningún sentimiento.