IX. De las amantes

SI QUIERO OBSERVAR la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, estoy obligado a ordenar en sus clases a las mujeres peligrosas para la gente de letras: la mujer honesta, la sabihonda y la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es mediocre pasto para el alma despótica de un poeta; la sabihonda porque es un hombre marrado; la actriz porque se lustra de literatura y habla en argot. Simplemente, porque no es una mujer en toda la acepción del término, ya que el público es para ella algo más precioso que el amor.

¿Os imagináis un poeta enamorado de su mujer y obligado a verla interpretar a un travesti? Me parece que debería pegarle fuego al teatro.

¿Os lo imagináis obligado a escribir un papel para su mujer que no tiene ni pizca de talento?

¿Y a aquel otro sudoroso por tener que devolver en unos epigramas al público del proscenio los dolores que el público le ha hecho pasar a su ser más querido —ese ser que los Orientales guardaban bajo siete llaves antes de venir a estudiar derecho a París? Porque a todos los verdaderos escritores les molesta la literatura en determinados momentos, no admito para ellos —almas libres y orgullosas, espíritus fatigados, que tienen siempre necesidad de reposar el séptimo día— más que dos clases de mujeres posibles: las putas o las mujeres tontas —el amor o el puchero—. Hermanos, ¿es necesario explicar las razones?