III. De las simpatías y las antipatías
EN AMOR, COMO en literatura, las simpatías son involuntarias: no obstante tienen la necesidad de ser verificadas y aquí, la razón tiene su posterior importancia.
Las verdaderas simpatías son excelentes, porque son dos en una; las falsedades son detestables, porque no son más que una, excepto la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria del engaño y la desilusión.
Por ello admito y admiro la camaradería en tanto que está fundada sobre las referencias esenciales de la razón y el temperamento. Es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las numerosas aplicaciones de este proverbio sagrado: la unión hace la fuerza.
La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Mientras tanto, hay gente que se fabrica tanto odios como admiraciones, atolondradamente. Es bastante imprudente: supone crearse un enemigo sin beneficio ni provecho. Un golpe que no lleva a nada, no hiere el corazón del rival como era su destino, sin contar además que se puede, a tontas y a locas, herir a uno de los testigos del combate.
Un día, durante una lección de esgrima, un acreedor vino a importunarme: lo perseguí por la escalera a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me habría tumbado de un soplido, me dijo ¡Cómo ha derrochado usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Bah! Había perdido el tiempo de realizar dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre más, el acreedor a quien no había conseguido hacer un gran daño.
En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, porque está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño y dos tercios de nuestro amor. ¡Es imprescindible ser avaro!