XIII

En el hotel Pandemonio

67

Cada generación imagina de nuevo el Infierno. Explora su terreno en busca de incongruencias, y lo recrea en un molde más nuevo; escudriña sus terrores y si es necesario los reinventa para adecuarlos al clima actual de atrocidad; vuelve a diseñar su arquitectura para que horrorice al ojo de los condenados modernos. En otra época, Pandemonio, la primera ciudad del Infierno, se erguía sobre una montaña de lava mientras los relámpagos desgarraban las nubes por encima de ella y las almenaras ardían en los muros para convocar a los ángeles caídos. En la actualidad, ese espectáculo es propio de Hollywood. El Infierno se ha transformado. No hay relámpagos, ni pozos de fuego.

En un solar a unos cuantos cientos de metros de un paso elevado de la autopista, encuentra una nueva encarnación: decadente, degenerado, abandonado. Pero aquí, donde los gases envenenan la atmósfera, los pequeños terrores adquieren una nueva brutalidad. El cielo, por la noche, tendría el aspecto del Infierno. Así el hotel Orfeo, en adelante llamado Pandemonio.

Antaño había sido un edificio impresionante, y podría haber vuelto a serlo si los propietarios hubieran estado dispuestos a invertir en él. Pero, probablemente, reconstruir y acondicionar de nuevo un hotel tan grande y anticuado no era viable desde el punto de vista financiero. En algún momento del pasado el fuego lo había devorado, y había destruido la planta baja y los dos primeros pisos antes de extinguirse. El humo había deslucido el tercer piso, así como aquellos por encima del mismo, y solo había dejado vestigios desvaídos del antiguo encanto del hotel.

Los caprichos del departamento de obras públicas se habían cobrado aún otro precio en las posibilidades de restauración del edificio. Como había explicado Halifax, los terrenos que lo rodeaban se habían despejado para emprender un proyecto de renovación, que sin embargo nunca se había llevado a cabo. El hotel se erguía en medio de un magnífico aislamiento, rodeado de un laberinto de carreteras que afluían a la MI, a menos de trescientos metros de una de las extensiones de cemento y asfalto más transitadas del sur de Inglaterra. Miles de conductores la recorrían cada día, pero para entonces la grandeza depauperada del hotel les resultaba tan familiar que probablemente apenas eran conscientes de su existencia. Whitehead había sido muy astuto, pensó Marty, escondiéndose a la vista de todo el mundo.

Aparcó lo más cerca que pudo del hotel, se deslizó por un agujero en la verja de hierro ondulado que rodeaba el terreno, y se abrió paso a través del erial. Las instrucciones de la verja, «Prohibido el paso» y «Prohibido tirar basuras», se ignoraban a todas luces. Había bolsas de plástico negro, henchidas de basura, amontonadas entre los escombros y las hogueras antiguas. Los niños y los perros habían abierto muchas de estas bolsas. La basura doméstica y manufacturada se había desbordado: habían cientos de retales esparcidos por el suelo, sobrantes de fábricas explotadoras, comida en descomposición, latas de conservas por doquier, cojines, pantallas de lámparas y motores de coche, abandonados sobre un lecho de polvo de escombros y hierba gris.

Algunos perros (salvajes, supuso Marty) apartaban la mirada de la basura cuando pasaba; tenían los pálidos flancos sucios, y los ojos amarillos en el atardecer. Pensó en Bella y en su resplandeciente familia: aquellos chuchos apenas parecían de la misma especie. Cuando los miraba agachaban la cabeza y lo observaban de reojo, como espías ineptos.

Se dirigió a la entrada principal del hotel: la palabra «Orfeo» seguía grabada con claridad sobre la puerta; había columnas dóricas de imitación a ambos lados de los escalones, y vistosos azulejos en el portal. Pero habían clavado tablones en la puerta, y había avisos que advertían de las penas para los allanadores. Parecía poco probable que los hubiera. Las ventanas del primer, segundo y tercer piso estaban bloqueadas con tablones, con el mismo cuidado que la puerta; las de la planta baja estaban tapiadas por completo. Había una puerta en la parte posterior del edificio en la que no había tablones, pero estaba cerrada con llave desde el interior. Era probable que Halifax hubiese accedido al edificio por allí: pero Whitehead tendría que haberle permitido el paso. Era imposible penetrar, a menos que se forzase la entrada.

En la segunda vuelta al hotel empezó a considerar seriamente la escalera de incendios. Ascendía en zigzag por el lado este del edificio, una obra impresionante de hierro forjado que ya estaba muy oxidado. La había mutilado aún más una emprendedora empresa de reciclaje, que al encontrar beneficios en el metal de chatarra, había empezado a separar la escalera del muro, pero había abandonado el trabajo a la altura del primer piso. Así pues, faltaba el primer tramo, y el rastro truncado de la escalera pendía a poco más de tres metros del suelo. Marty estudió el problema. Las salidas de emergencia de la mayoría de los pisos estaban obstruidas; pero había una en el tercer piso que mostraba signos de haber sido forzada. ¿Era así como había conseguido entrar el viejo? Era probable que hubiese necesitado ayuda: la de Luther, quizá.

Marty examinó la pared bajo la escalera de incendios. Estaba cubierta de grafitis, pero era lisa. No había apoyos para trepar los primeros metros y alcanzar los escalones. Se volvió hacia el solar, buscando inspiración, y al cabo de unos minutos de búsqueda en el crepúsculo creciente descubrió una pila de muebles desechados, entre ellos una mesa de tres patas, que aún podía prestar servicio. La remolcó hasta la escalera de incendios y reemplazó el miembro perdido con bolsas de basura. Se subió a ella; le ofrecía un apoyo inestable, y ni siquiera entonces llegaba a tocar el final de la escalera. Se vio obligado a saltar para asirse a ella, y al cuarto intento lo consiguió, colgándose del último escalón. Una llovizna de escamas de óxido le cayó en el rostro y en el cabello. La escalera chirrió. Empleó toda su fuerza de voluntad para alzarse unos centímetros vitales, y alargó la mano izquierda para aferrarse al siguiente escalón. Las articulaciones de sus hombros protestaron, pero siguió trepando, una mano tras otra, hasta que pudo levantar la pierna lo bastante como para izar todo el cuerpo hasta los escalones.

Conseguido el primer objetivo, se detuvo en la escalera para recuperar el aliento y luego empezó a subir. La estructura no era estable en modo alguno; era obvio que el equipo de reciclaje había empezado a separarla del muro. A cada paso que daba, el chillido chirriante parecía presagiar su capitulación.

—Aguanta —le susurró, ascendiendo los escalones con tanta ligereza como podía. Sus esfuerzos obtuvieron recompensa en el tercer piso. Como suponía, la puerta se había abierto recientemente, y pasó de la dudosa seguridad de la escalera de incendios al interior del hotel con no poco alivio.

Aún hedía a la conflagración que había acabado con él: el amargo olor de la madera quemada y las alfombras chamuscadas. A sus pies, con la escasa luz que entraba por la salida de emergencia abierta, veía los suelos destruidos. Las paredes habían sido arrasadas, y los pasamanos tenían ampollas en la pintura, como si estuvieran enfermos. Pero, a pocos pasos de allí, el avance del fuego se había detenido.

Marty empezó a subir las escaleras hacia el cuarto piso. Un largo pasillo se presentó ante él, con habitaciones a derecha e izquierda. Recorrió el pasillo echando un rápido vistazo en cada una de las suites al pasar. Las puertas numeradas conducían a espacios vacíos: hacía años que se habían llevado los muebles y los accesorios que podían recuperarse.

Quizá debido al aislamiento del hotel, así como al difícil acceso a su interior, los vándalos no lo habían ocupado, ni destrozado. Las habitaciones estaban limpias hasta un extremo casi absurdo, y las mullidas alfombras de color beis, que al parecer eran demasiado pesadas para que se las llevaran, seguían siendo tan elásticas como el césped bajo sus pies. Comprobó todas las suites del cuarto piso antes de volver sobre sus pasos hasta las escaleras y ascender otro tramo. La escena allí era la misma, aunque las suites, que antaño tal vez tuvieran vistas valiosas, eran más amplias y menos numerosas en este piso, y las alfombras, si acaso, más exuberantes aún. Era extraño ascender desde las profundidades calcinadas del hotel hasta este lugar inmaculado y silencioso. Quizá hubiese muerto gente en los ciegos pasillos de allí abajo, asfixiados o asados hasta morir con sus camisones. Pero aquí arriba no había irrumpido ni rastro de la tragedia.

Quedaba un piso por investigar. Cuando ascendía el último tramo de escaleras, la luz se intensificó de repente hasta que la claridad fue casi como la del día. Era la luz de la autopista, que se abría paso a través de los tragaluces y las ventanas mal selladas. Exploró el laberíntico sistema de habitaciones lo más rápido que pudo, deteniéndose solo a mirar por la ventana. Mucho más abajo, veía el coche aparcado al otro lado de la verja; los perros se habían enzarzado en una violación masiva. En la segunda suite descubrió que alguien lo estaba observando desde el otro lado de la amplia recepción, y se percató de que aquel rostro demacrado era el suyo, reflejado en un espejo de pared.

La puerta de la tercera suite, en el último piso, estaba cerrada; era la primera habitación cerrada que había encontrado Marty. Prueba concluyente, aunque no hiciera falta, de que tenía un ocupante.

Jubiloso, Marty llamó a la puerta.

—¿Hola? ¿Señor Whitehead? —No le respondió movimiento alguno en el interior. Volvió a llamar, con más fuerza, tanteando la puerta para comprobar si podría echarla abajo, pero parecía demasiado sólida para que resultara sencillo derribarla a empujones. Si era necesario, tendría que volver al coche a coger herramientas.

»Soy Strauss, señor Whitehead. Soy Marty Strauss. Sé que está ahí dentro. Conteste. —Escuchó. Como no obtuvo respuesta, golpeó en la puerta por tercera vez, en esta ocasión con el puño en lugar de con los nudillos. Y de repente le llegó la respuesta, asombrosamente cerca. El viejo estaba justo al otro lado de la puerta; probablemente lo había estado desde el principio.

—¡Vete al infierno! —dijo la voz. Estaba un poco gangosa, pero sin duda era la de Whitehead.

—Tengo que hablar con usted —respondió Marty—. Déjeme entrar.

—¿Cómo cojones me has encontrado? —exigió Whitehead—. ¡Cabrón!

—Hice algunas preguntas, eso es todo. Si yo lo he encontrado, es que cualquiera puede hacerlo.

—No lo harán si no abres la puta boca. Quieres dinero, ¿no? Has venido por dinero, ¿verdad?

—No.

—Cógelo. Te daré lo que quieras.

—No quiero dinero.

—Pues eres un maldito idiota —dijo Whitehead, y se rió para sus adentros; una risilla ahogada, entrecortada y estúpida. Estaba borracho.

—Mamoulian lo ha descubierto —dijo Marty—. Sabe que está usted vivo.

La risa cesó.

—¿Cómo?

—Carys.

—¿La has visto?

—Sí. Está a salvo.

—Bueno… te he subestimado —se interrumpió; hubo un sonido suave, como si se inclinara contra la puerta. Al cabo de un rato volvió a hablar. Sonaba exhausto—. Pues, ¿para qué has venido, si no es por dinero? Tiene unos hábitos caros, ya sabes.

—Gracias a usted.

—Seguro que con el tiempo lo encontrarás tan conveniente como yo. Haría el pino por un chute.

—Es usted repugnante, ¿lo sabía?

—Pero has venido a avisarme de todas formas —el viejo se abalanzó sobre la paradoja con la rapidez del relámpago, tan rápido como siempre en abrir una brecha en su flanco—. Pobre Marty… —la voz gangosa se alejó, ahogada por la pena fingida, y a continuación, agudo como una navaja—: ¿Cómo me has encontrado?

—Las fresas.

Del interior de la suite le llegó algo que parecía una tos amortiguada, pero era Whitehead que volvía a reírse, esta vez de sí mismo. Tardó algunos instantes en recuperar la compostura.

—Fresas… —murmuró—. ¡Vaya! Debes de ser persuasivo. ¿Le rompiste los brazos?

—No. Me dio la información voluntariamente. No quería verle hacerse un ovillo y morir.

—¡No voy a morir! —espetó el viejo—. El que va a morir es Mamoulian. Ya lo verás. Se le acaba el tiempo. Solo tengo que esperar. Este sitio es tan bueno como cualquier otro. Estoy muy cómodo. Excepto por Carys. La echo de menos. ¿Por qué no me la mandas, Marty? Eso sí que me gustaría.

—No volverá a verla nunca.

Whitehead suspiró.

—Oh, sí —dijo—, volverá cuando se canse de ti. Cuando necesite a alguien que aprecie de verdad su duro corazón. Ya lo verás. Bueno… gracias por la visita. Buenas noches, Marty.

—Espere.

—He dicho que buenas noches.

—Tengo preguntas… —empezó Marty.

—Preguntas, preguntas… —La voz ya estaba retrocediendo. Marty se acercó más a la puerta para ofrecerle la última porción de cebo.

—¡Hemos descubierto quién es el Europeo! ¡Lo que es!

Pero no hubo respuesta. Whitehead había dejado de prestarle atención. Sabía que era infructuoso, de todos modos. Allí no obtendría sabiduría; no había más que un viejo borracho que revivía sus antiguos juegos de poder. En algún lugar en lo profundo del ático se cerró una puerta. Todo contacto entre los dos hombres se cortó sumariamente.

Marty descendió dos tramos de escaleras hasta la salida de emergencia abierta, y abandonó el edificio por la misma ruta que había seguido al entrar. Después del olor a fuego apagado del interior, hasta el aire contaminado de la autopista le pareció ligero y fresco.

Se demoró en la escalera unos minutos, observando el paso del tráfico por la autopista; el espectáculo de los viajeros que cambiaban de carril distrajo gratamente su atención. Abajo, dos perros aburridos de la violación luchaban entre la basura. A nadie le importaba la caída de los potentados, ni a los conductores ni a los perros; ¿por qué había de importarle a él? Whitehead era una causa perdida, al igual que el hotel. Había hecho lo posible por salvar al viejo y había fracasado. Carys y él empezarían una nueva vida, y dejarían que Whitehead hiciera los preparativos que quisiera para su propia muerte. Que se cortara las venas en un estupor de remordimiento, o que se ahogara en su propio vómito mientras dormía: ya no le importaba.

Bajó la escalera de incendios, se descolgó hasta la mesa, y atravesó el páramo en dirección al coche, mirando hacia atrás una sola vez para ver si Whitehead lo estaba observando. Como era de esperar, en las ventanas del último piso no había nadie.

68

Cuando llegaron a Caliban Street la muchacha seguía tan colocada con el chute pospuesto que fue difícil comunicarse con ella a través de la euforia química de sus sentidos. El Europeo encargó a los evangelistas el trabajo de limpieza y quema que le había asignado a Breer, y acompañó a Carys a la habitación del último piso. Allí empezó a persuadirla para que encontrase a su padre, y rápido. Al principio estaba tan drogada que se limitó a sonreírle. La frustración del Europeo cuajó y se convirtió en furia. Cuando empezó a reírse de sus amenazas, con esa risa lenta y desarraigada que se parecía tanto a la risa del Peregrino, como si supiera algún chiste sobre él que no le contaba, perdió el control y desató sobre ella una pesadilla de tal violencia sin freno que la crudeza de la misma le asqueó a él tanto como la aterrorizó a ella. La muchacha observaba incrédula cómo el mismo torrente de fango que el Europeo había conjurado en el cuarto de baño empezaba a gotear y luego a manar a raudales de su propio cuerpo.

—Quítamelo —le dijo, pero por el contrario elevó el tono de la ilusión, hasta que su regazo se convulsionó con aquellas monstruosidades. De repente, la burbuja de la droga explotó. Un destello de locura se asomó a los ojos de Carys, encogida en un rincón, cuando las cosas surgieron de todos los orificios de su cuerpo, abriéndose paso a la fuerza, y se aferraron a ella con cualquier miembro que les hubiera proporcionado la imaginación del Europeo. Se encontraba al borde de la demencia, pero Mamoulian había llegado demasiado lejos para retroceder, aunque le repelía la depravación del ataque.

—Encuentra al Peregrino —le ordenó— y todo esto se desvanecerá.

—Sí, sí, sí —suplicó ella—, lo que tú quieras.

Se levantó y la observó mientras obedecía sus exigencias sumiéndose en el mismo estado ausente que había alcanzado persiguiendo a Toy. Pero tardó más tiempo en encontrar al Peregrino, tanto que el Europeo empezó a sospechar que la muchacha había cancelado los vínculos con su cuerpo, y lo había dejado a su merced en lugar de volver a entrar en él. Pero al final regresó. Lo había encontrado en un hotel, nada menos que a media hora en coche desde Caliban Street. Mamoulian no se sorprendió. No estaba en la naturaleza de los zorros alejarse de su hábitat natural; Whitehead se había limitado a enterrarse.

Carys estaba exhausta por el viaje, así como por el miedo que la había impelido, y Chad y Tom hubieron de llevarla casi en volandas escaleras abajo, hasta el coche que aguardaba. El Europeo recorrió la casa por última vez, para asegurarse de que se hubiera eliminado cualquier rastro de su presencia. La chica del sótano, y los detritos de Breer, no se habían podido limpiar en tan poco tiempo, pero no hacía falta ser tan exquisito. Que los que viniesen después pensaran lo que quisieran de las fotografías de atrocidades en la pared, y de los frascos de perfume dispuestos con tanto esmero. Lo que importaba era que las pruebas de la existencia del Europeo en aquel lugar, o de hecho en cualquier lugar, se borraran a conciencia. Pronto volvería a ser un rumor; un murmullo entre los condenados.

—Es hora de irse —dijo al cerrar la puerta—. El Diluvio se cierne sobre nosotros.

Mientras conducían, Carys empezó a recuperar las fuerzas. El aire cálido que atravesaba la ventana delantera le acariciaba el rostro. Entornó los ojos, y los clavó en el Europeo. No la estaba observando a ella; miraba por la ventana, y aquel perfil suyo aristocrático parecía más blando que nunca a causa de la fatiga.

Se preguntó cómo le iría a su padre en el inminente desenlace. Era viejo, pero Mamoulian lo era mucho más; ¿la edad era una ventaja o una desventaja en esa confrontación? ¿Y si estaban igualados? Era la primera vez que se le ocurría. ¿Y si la partida que jugaban terminaba sin victoria ni derrota por parte de ninguno de los dos? La típica conclusión del siglo veinte, llena de ambigüedades. No deseaba eso: quería finalidad.

Fuera como fuese, sabía que no tenía muchas posibilidades de sobrevivir al perentorio Diluvio. Solo Marty podía inclinar la balanza a su favor, y ¿dónde estaba? Si regresaba a Kilburn y lo encontraba desierto, ¿no creería que lo había dejado por decisión propia? No podía predecir su reacción; que fuera capaz de chantajearla con la heroína le había parecido asombroso. Aún podía intentar una maniobra desesperada: proyectar sus pensamientos hacia él y decirle dónde estaba, y por qué. La táctica implicaba riesgos. Una cosa era captar pensamientos caprichosos de Marty, eso no era más que un truco de salón, pero intentar abrirse paso hasta su cabeza y comunicarse con él conscientemente, de mente a mente, requeriría un esfuerzo mental mayor. Y suponiendo que tuviera fuerzas para hacerlo, ¿cuáles serían las consecuencias de semejante intromisión para Marty? Ponderó el dilema, aturdida por la ansiedad, sabiendo que pasaban los minutos, y que pronto sería demasiado tarde para cualquier intento de huida, por desesperado que fuera.

Marty conducía en dirección sur hacia Cricklewood cuando empezó a sentir un dolor en la nuca, que se extendió por su cráneo con rapidez, y en dos minutos aumentó de intensidad hasta convertirse en un dolor de cabeza de proporciones inauditas. El instinto le aconsejó que aumentase la velocidad y regresara a Kilburn lo antes posible, pero el tráfico en Finchley Road era muy denso, y se vio obligado a circular con lentitud, mientras el dolor empeoraba cada diez metros. Su conciencia, cada vez más absorta en la creciente espiral de dolor, se concentraba en fragmentos de información cada vez más pequeños, y su percepción se estrechó hasta adquirir el tamaño de una cabeza de alfiler. La carretera estaba borrosa por delante del Citroën. Estaba casi ciego, y solo la habilidad del otro conductor impidió que chocara contra un camión de carne refrigerada. Comprendió entonces que seguir conduciendo podía ser fatal, así que abandonó el tráfico lo mejor que pudo, mientras los cláxones resonaban por delante y por detrás, aparcó torpemente a un lado de la carretera, y salió del coche tambaleándose para respirar. Completamente desorientado, se adentró en medio del tráfico. Las luces de los vehículos que se acercaban eran un muro de colores estroboscópicos. Sintió que sus piernas estaban a punto de doblarse y para no derrumbarse frente al tráfico se aferró a la puerta abierta del coche y rodeó el morro del Citroën hasta alcanzar la seguridad comparativa de la acera.

Le cayó una gota de lluvia en la mano. La miró, se concentró para precisarla. Era de color rojo brillante. Sangre, pensó vagamente. No era lluvia, sino sangre. Se llevó la mano al rostro. La nariz le sangraba copiosamente. El calor le recorría el brazo hasta la manga doblada de la camisa. Sacó un pañuelo del bolsillo, lo sujetó bajo la nariz, y fue dando tumbos por la acera hasta que llegó a un escaparate. Vio su reflejo en el cristal. Había peces que nadaban detrás de sus ojos. Combatió la ilusión, pero esta persistió: peces exóticos de colores brillantes, haciendo burbujas dentro de su cráneo. Se alejó del cristal, y se percató de las palabras que había escritas sobre él: «Suministros de acuarios Cricklewood». Volvió la espalda a los guppis y a las carpas ornamentales y se sentó en la estrecha repisa. Había empezado a temblar. Era obra de Mamoulian, era lo único que podía pensar. Si me rindo, moriré. Debo resistir. Resistir a toda costa.

Carys habló, las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera evitarlo.

—Marty.

El Europeo la miró. ¿Estaba soñando? Tenía sudor en los labios hinchados; sí, lo estaba. Soñaba con un encuentro con Strauss sin duda. Por eso pronunciaba su nombre con un tono tan urgente.

—Marty.

Sí, desde luego, soñaba con la flecha y la herida. Cómo temblaba. Cómo se frotaba entre las piernas: una exhibición vergonzosa.

—¿Cuánto falta? —le preguntó a Santo Tomás, que consultaba el mapa.

—Cinco minutos —respondió el joven.

—Hace una noche espléndida para esto —dijo Chad.

¿Marty?

Levantó la vista, y entornó los ojos para mejorar su visión de la calle, pero no veía a su interrogador. La voz estaba en su cabeza.

¿Marty?

Era la voz de Carys, distorsionada de un modo horrible. Cuando le hablaba parecía que le crujía el cráneo y que su cerebro se hinchaba hasta adquirir el tamaño de un melón. El dolor era insoportable.

¿Marty?

Cállate, quiso decir, pero ella no podía oírlo. Además, no era ella, sino él, el Europeo. La voz fue reemplazada por el sonido de la respiración de otra persona, no la suya. La suya era un jadeo enfermizo, y esta era un ritmo soñoliento. La imagen borrosa de la calle se estaba oscureciendo; su dolor de cabeza se había convertido en el cielo y la tierra. Sabía que si no conseguía ayuda, moriría.

Se levantó, ciego. Un siseo le había llenado los oídos, bloqueando el estrépito del tráfico a escasos metros. Se tambaleó hacia delante. Su nariz seguía manando sangre.

—Que alguien me ayude…

Una voz anónima se filtró entre el caos de su cabeza. Las palabras que decía le resultaban incomprensibles, pero al menos no estaba solo. Una mano le tocaba el pecho; otra le sujetaba el brazo. La voz que había oído se alzaba a causa del pánico. No sabía si había respondido. Ni siquiera sabía si estaba de pie o tumbado. ¿Qué importaba, de todas formas?

Ciego y sordo, esperó a que alguna persona amable le dijera que podía morir.

Aparcaron en la calle a poca distancia del hotel Orfeo. Mamoulian salió y ordenó a los evangelistas que sacaran a Carys. Se había percatado de que la muchacha había empezado a oler; el olor a madurez que asociaba con la menstruación. Se adelantó, y atravesó la verja destrozada hasta adentrarse en la tierra de nadie que rodeaba el hotel. La desolación lo agradó. Los cúmulos de escombros, las pilas de muebles abandonados: a la luz enfermiza de la autopista, el lugar tenía cierto encanto. ¿Qué mejor lugar para celebrar la extremaunción? El Peregrino había elegido bien.

—¿Es aquí? —dijo San Chad, que lo seguía.

—Sí. ¿Puedes encontrar un punto de acceso?

—Será un placer.

—Pero hazlo en silencio, por favor.

El joven saltó por el suelo lleno de agujeros, deteniéndose solo a coger un trozo de metal retorcido entre los escombros para forzar la entrada. Los americanos eran personas de recursos, reflexionó Mamoulian, mientras seguía lentamente a Chad: no era extraño que gobernasen el mundo. Tenían recursos, pero no eran sutiles. Chad empezó a arrancar los tablones de la puerta principal sin preocuparse por el elemento sorpresa. ¿Lo oyes?, dirigió su pensamiento al Peregrino. ¿Sabes que estoy aquí abajo, tan cerca al fin?

Levantó su fría mirada hasta la cima del hotel. La expectación le producía acidez en el estómago; la frente y las palmas de las manos le brillaban debido a una película de sudor. Parezco un amante nervioso, pensó. Qué extraño, que el romance acabase así, sin que un observador cuerdo presenciase los últimos actos. ¿Quién lo sabría, cuando todo acabase? ¿Quién lo contaría? Los americanos no. No sobrevivirían a las próximas horas con los jirones de su cordura intactos. Carys tampoco: ella no sobreviviría en absoluto. No habría nadie que contase la historia, lo cual lamentaba, por alguna razón oculta. ¿Qué le hacía ser un Europeo? ¿El deseo de que su historia se contase una vez más, se transmitiera a otro oyente ansioso que a su vez, con el tiempo, olvidaría la lección y repetiría su propio sufrimiento? Ah, cómo amaba la tradición.

La puerta principal estaba forzada. San Chad, sonriendo por su éxito, sudaba con su traje y su corbata.

—Tú primero —lo invitó Mamoulian.

El joven, ansioso, entró; el Europeo lo siguió. Carys y Santo Tomás iban en retaguardia.

El olor del interior era tentador. Las asociaciones eran una de las maldiciones de la edad. En este caso, el perfume de la madera carbonizada, los restos que se extendían bajo sus pies, evocaban una docena de ciudades en las que había vagabundeado; pero una en particular, por supuesto. ¿Por eso había ido Joseph a ese lugar? ¿Porque el aroma del humo y el ascenso por las escaleras que crujían le traían recuerdos de aquella habitación en la plaza Muranowski? Las habilidades del ladrón habían igualado a las suyas esa noche, ¿verdad? Había habido algo sagrado en el joven de ojos brillantes; el zorro que había mostrado tan poco temor; que se había sentado a la mesa dispuesto a arriesgar su vida solo para jugar. Mamoulian creía que el Peregrino se había olvidado de Varsovia al aumentar su fortuna; pero el ascenso por las escaleras quemadas era una prueba concluyente de que no.

Ascendieron en la oscuridad, San Chad los precedía para reconocer el camino, y les advertía de la ausencia del pasamanos en algún punto, o de un escalón en otro. Entre el tercer y el cuarto piso, donde el fuego se había detenido, Mamoulian ordenó una pausa, y esperó hasta que Carys y Tom los alcanzaron. Cuando lo hicieron ordenó que le llevaran a la muchacha. Allí arriba había más luz. Mamoulian advirtió una expresión de pérdida en el tierno rostro de la muchacha. La tocó; no le gustaba el contacto, pero le parecía apropiado.

—Tu padre está aquí —le dijo. Ella no respondió; sus rasgos conservaban la expresión de pena—. Carys… ¿me estás escuchando?

Ella parpadeó. Asumió que estaba contactando con ella de algún modo, por primitivo que fuese.

—Quiero que hables con papá. ¿Lo entiendes? Quiero que le digas que me abra la puerta.

Ella meneó la cabeza con suavidad.

—Carys —la regañó—, ya sabes que no te conviene llevarme la contraria.

—Está muerto —dijo.

—No —respondió el Europeo sin emoción—, está ahí arriba; un par de pisos por encima de nosotros.

—Lo he matado.

¿Qué engaño era este?

—¿A quién? —preguntó con dureza—. ¿A quién has matado?

—A Marty. No responde. Lo he matado.

—Chsss… Chsss… —Los dedos fríos acariciaron su mejilla—. Entonces, ¿está muerto? Pues está muerto. No hay nada más que decir.

—He sido yo…

—No, Carys. No has sido tú. Era algo que había que hacer; no te preocupes.

Le tomó la cara pálida con ambas manos. A menudo le había acunado la cabeza siendo niña, orgulloso de que fuera el fruto del Peregrino. Mientras la abrazaba alimentaba los poderes con los que había crecido, sintiendo que llegaría el momento en que hubiera de necesitarla.

—Tú abre la puerta, Carys. Dile que estás aquí, y te abrirá.

—No quiero… verlo.

—Pero yo sí. Me harás un gran servicio. Y cuando se acabe, ya no habrá nada que temer. Te lo prometo.

Ella pareció comprender la lógica de aquello.

—La puerta… —la instó.

—Sí.

Le soltó la cara, y ella se apartó para subir las escaleras.

En la mullida comodidad de su suite, escuchando jazz en el equipo de alta fidelidad portátil que había acarreado personalmente seis pisos, Whitehead no había oído nada. Tenía cuanto necesitaba. Bebidas, libros, discos, fresas. Uno podría aguantar el Apocalipsis desde allí sin que le pasara nada. Hasta se había llevado algunos cuadros: el Matisse primitivo del estudio, Desnudo recostado, andén de San Miguel; un Miró y un Francis Bacon. Este último había sido un error. Era sugerente de un modo excesivamente morboso, insinuaba carne despellejada; lo había puesto de cara a la pared. Pero el Matisse era un placer, incluso a la luz de las velas. Lo estaba mirando, fascinado por su facilidad casual, cuando llamaron a la puerta.

Se levantó. Habían transcurrido muchas horas desde la visita de Strauss, había perdido la noción del tiempo; ¿acaso había vuelto? Algo aturdido por el vodka, Whitehead se tambaleó por el pasillo de la suite, y escuchó en la puerta.

—Papá…

Era Carys. No le respondió. Era sospechoso que estuviese allí.

—Soy yo, papá, soy yo. ¿Estás ahí?

Su voz era muy tentadora; parecía una niña otra vez. ¿Era posible que Strauss le hubiese tomado la palabra y le hubiese enviado a la muchacha, o había ido por decisión propia, como hacía Evangeline, después de una discusión? Sí, eso era. Había ido porque, al igual que su madre, no podía evitarlo. Empezó a abrir el cerrojo, con los dedos torpes a causa de la expectación.

—Papá…

Por fin dominó la llave y el pomo, y abrió la puerta. Ella no estaba allí. No había nadie: o eso le pareció al principio. Pero cuando retrocedía hacia el pasillo de la suite la puerta se abrió del todo y fue arrojado contra la pared por un joven que lo agarró por el cuello y la ingle, y lo inmovilizó. Soltó la botella de vodka que sostenía y levantó las manos en señal de rendición. Cuando se sobrepuso al ataque miró por encima del hombro del joven y sus ojos vidriosos se posaron en el hombre que lo había seguido hasta el interior.

En voz baja, y sin previo aviso, empezó a llorar.

Dejaron a Carys en el vestidor junto al dormitorio principal de la suite. Estaba vacío a excepción de un armario empotrado y una pila de cortinas, que se habían descolgado de las ventanas y luego se habían olvidado. La muchacha se fabricó un nido en sus pliegues mohosos y se tumbó. Una sola idea le daba vueltas en la cabeza: Lo he matado. Había sentido su resistencia a su investigación; la tensión que se acumulaba en su interior. Y luego, nada.

La suite, que ocupaba la cuarta parte del último piso, dominaba dos vistas. Una era de la autopista: una cinta chillona de faros. La otra, que daba al lado este del hotel, era más lúgubre. La ventana del pequeño vestidor dominaba esta segunda vista: una extensión de páramo, luego la verja y más allá la ciudad. Pero ella no veía nada de eso desde el suelo. Solo veía el firmamento atravesado por las luces intermitentes de un avión.

Observó su descenso en espiral, pensando en el nombre de Marty.

—Marty.

Lo estaban metiendo en una ambulancia. Aún se sentía enfermo por la montaña rusa en la que había estado. No deseaba estar consciente, porque así sentía náuseas. Pero ya no oía aquel siseo; y tenía la visión intacta.

—¿Qué ha pasado? ¿Lo han atropellado? —le preguntó alguien.

—Se ha caído —respondió un testigo—. Yo lo vi. Se cayó en medio de la acera. Yo estaba saliendo del quiosco cuando…

—Marty.

—Y allí estaba…

—Marty.

Su nombre estaba sonando en su cabeza, tan claro como una campana en una mañana primaveral. Le brotó otro hilillo de sangre de la nariz, pero esta sin dolor. Se llevó la mano al rostro para detener el flujo, pero ya había una mano allí, que contenía la sangre y se la limpiaba.

—Se pondrá bien —dijo la voz de un hombre. De algún modo, Marty sintió que eso era indiscutiblemente cierto, aunque no tenía nada que ver con sus cuidados. El dolor había desaparecido, y el miedo había desaparecido con él. La que hablaba en su cabeza era Carys. Había sido ella desde el principio. Se había abierto una brecha en una pared en su interior, quizá por la fuerza, y dolorosamente, pero ya había pasado lo peor, y ella estaba pensando en su nombre, y él captaba su pensamiento como si fuera una pelota de tenis que rebotaba. Las dudas que había sentido hasta entonces le parecieron ingenuas. Captar pensamientos era sencillo cuando se le cogía el tranquillo.

Carys sintió que Marty se despertaba hacia ella.

Durante unos segundos yació en su lecho de cortinas mientras el avión parpadeaba en la ventana, sin atreverse a creer lo que le decía su instinto: que la oía, que estaba vivo.

¿Marty?, pensó. Esta vez, la palabra no se perdió en la oscuridad que mediaba entre ellos, sino que llegó directamente a su destino, fue recibida en su cerebro. Marty no era lo bastante hábil como para articular una respuesta, pero eso era irrelevante ahora. Mientras pudiera oírla y entenderla, podría ir.

El hotel, pensó. ¿Lo entiendes, Marty? Estoy con el Europeo en el hotel. Intentó recordar el nombre que había vislumbrado encima de la puerta. Orfeo; eso era. No tenía la dirección, pero se esforzó por describirle el edificio, esperando que entendiera sus instrucciones impresionistas.

Se sentó en la ambulancia.

—No se preocupe. Alguien se ocupará de su coche —le dijo el enfermero, apretándole el hombro para que volviera a tumbarse.

Lo habían envuelto con una manta de color escarlata. Roja, para que no se viera la sangre, comprendió mientras se la quitaba.

»No se levante —le dijo el enfermero—. No se encuentra bien.

—Estoy bien —insistió Marty, apartando la mano solícita—. Han sido ustedes muy amables. Pero tengo un compromiso anterior.

El conductor estaba cerrando la puerta doble de la parte trasera de la ambulancia. A través de la rendija que se estrechaba, Marty vio un círculo de público profesional que intentaba echar un último vistazo al espectáculo. Se lanzó hacia la puerta.

Los espectadores se disgustaron al ver que Lázaro se levantaba, y peor aún, que sonreía como un lunático al salir, disculpándose, de la parte trasera del vehículo. ¿Acaso no tenía sentido de la oportunidad?

—Estoy bien —le dijo al conductor mientras se alejaba entre la multitud—. Me habrá sentado mal algo.

El conductor lo miraba fijamente, sin entender.

—Está cubierto de sangre —consiguió farfullar.

—Nunca me he sentido mejor —respondió Marty, y de algún modo, a pesar del agotamiento que sentía en los huesos, era cierto. Ella estaba allí, en su cabeza, y todavía podía arreglar las cosas, si se apresuraba.

El Citroën estaba unos metros más allá, en la carretera; la acera estaba salpicada con su sangre. La llave seguía en el contacto.

—Espérame, nena —dijo, y partió de nuevo rumbo al hotel Pandemonio.

69

No era la primera vez que la madre de Sharon la echaba de casa para recibir a un hombre que la niña nunca había visto antes, y que según la experiencia, no volvería a ver de nuevo; pero la expulsión de aquella noche había sido especialmente ingrata. Le parecía que estaba incubando un resfriado de verano, y quería estar en casa frente al televisor, y no en la calle, después del anochecer, intentando en vano inventarse nuevos juegos para saltar a la comba. Recorrió la calle, empezó un solitario juego de rayuela y lo dejó en el quinto cuadrado. Estaba justo delante del número ochenta y dos. Su madre le había advertido que no se acercara a aquella casa. Una familia de asiáticos vivía en la planta baja, en condiciones de pobreza criminal, durmiendo doce en la misma cama, o eso le había dicho la señora Lennox a la madre de Sharon. Pero a pesar de su reputación, el número ochenta y dos había sido decepcionante durante todo el verano: hasta ese día. Ese día Sharon había observado extraños movimientos en la casa. Habían llegado unas personas en un coche grande y se habían llevado a una mujer que parecía enferma. Y ahora, mientras se demoraba en la rayuela, había alguien en una ventana de la primera planta, una figura grande y sombría que la estaba llamando.

Sharon tenía diez años. Pasaría un año hasta su primer período, y aunque tenía una noción de la cuestión entre los hombres y las mujeres gracias a su hermanastra, le parecía una molestia ridícula. Los chicos que jugaban al fútbol en la calle eran criaturas malhabladas y sucias; apenas podía imaginarse suspirando por su cariño.

Pero la encantadora figura de la ventana era masculina, y encontró algo en Sharon; le dio la vuelta a una piedra, y bajo ella empezaban a moverse vidas que aún no estaban preparadas para salir a la luz. Se retorcían; le producían picor en las piernas. Para poner fin a ese picor desobedeció las prohibiciones relativas al número ochenta y dos y se coló en la casa cuando se abrió la puerta principal, y ascendió hasta donde sabía que se encontraba el desconocido.

—¿Hola? —dijo en el rellano en el exterior de la habitación.

—Entra —dijo el hombre.

Sharon nunca había olido la muerte hasta entonces, pero la reconoció instintivamente: las presentaciones eran superfluas. Se detuvo en la puerta y miró al hombre. Todavía podía correr si así lo deseaba, también lo sabía. La tranquilizaba aún más el hecho de que el hombre estuviese atado a la cama. Podía verlo, aunque la habitación estaba sumida en la oscuridad. La mente inquisitiva de la niña no lo encontró nada extraño; los adultos tenían juegos, igual que los niños.

—Enciende la luz —sugirió el hombre. Ella alargó la mano hacia el interruptor junto a la puerta y lo encendió. La débil luz iluminó al prisionero de un modo extraño; parecía más enfermo que nadie que Sharon hubiese visto antes. Estaba claro que había arrastrado la cama por la habitación hasta la ventana, y que al hacerlo las cuerdas que lo mantenían sujeto se habían hundido en su piel gris, de modo que tenía las manos y los pantalones cubiertos de fluidos brillantes y marrones, no exactamente como la sangre, que salpicaban el suelo a sus pies. Tenía el rostro moteado de manchas negras, que también brillaban.

»Hola —dijo. Su voz sonaba adulterada, como si hablara por una radio barata. Su extrañeza le divirtió.

—Hola —respondió.

La miró de soslayo, y la bombilla reveló la humedad de sus ojos, que estaban tan hundidos en su cabeza que apenas podía distinguirlos. Pero cuando se movían, como hicieron entonces, la piel que los rodeaba se agitaba.

—Lamento apartarte de tus juegos —dijo.

Ella se demoró en la puerta, sin saber si debía marcharse o quedarse.

—La verdad es que no debería estar aquí —le provocó.

—Oh… —dijo él, volviendo los ojos hacia arriba hasta mostrar el blanco—. Por favor, no te vayas.

Pensó que tenía un aspecto gracioso con la chaqueta sucia y la mirada errática.

—Si Marilyn se entera de que he estado aquí…

—¿Es tu hermana?

—Mi madre. Me pegará.

El hombre parecía triste.

—No debería hacerlo —dijo.

—Pues lo hace.

—Es una vergüenza —respondió afligido.

—Oh, no se va a enterar —lo tranquilizó Sharon. Se había apenado al mencionar el maltrato más de lo que había pretendido—. Nadie sabe que he venido.

—Bien —dijo—. No querría que te pasara nada malo por mi culpa.

—¿Por qué estás atado? —preguntó ella—. ¿Es un juego?

—Sí. Exacto. Dime, ¿cómo te llamas?

—Sharon.

—Tienes mucha razón, Sharon, es un juego. Pero ya no quiero jugar más. Me duele. Ya lo ves.

Levantó las manos tanto como pudo para mostrarle cómo se le clavaban las ligaduras. Un grupo de moscas a las que interrumpió mientras ponían sus huevos empezaron a zumbar en torno a su cabeza.

—¿Se te da bien deshacer nudos? —le preguntó.

—No mucho.

—¿Podrías intentarlo? ¿Por mí?

—Supongo —dijo ella.

—Es que estoy muy cansado. Entra, Sharon. Cierra la puerta.

Ella hizo lo que le decía. Allí no había amenaza alguna. Solo un misterio (o quizá dos: la muerte y los hombres) y ella quería saber más. Igualmente, estaba enfermo: no podía hacerle daño en su actual estado. Cuanto más se acercaba, peor aspecto tenía. Le estaban saliendo ampollas en la piel, y su rostro estaba punteado de gotas de algo parecido a aceite negro. Había algo amargo bajo el fuerte olor de su perfume. No quería tocarlo, aunque le inspiraba lástima.

—Por favor… —dijo él, extendiendo las manos atadas. Las moscas vagaban a su alrededor, irritadas. Había muchas, y todas estaban interesadas en él; en sus ojos, en sus orejas.

—Debería llamar a un médico —dijo—. No estás bien.

—No hay tiempo para eso —insistió él—. Tú desátame, que yo iré al médico, y nadie sabrá que has estado aquí arriba.

Ella asintió al comprender la lógica de aquello, y atravesó las nubes de moscas para acercarse a él y desatarlo. No tenía dedos fuertes, se había mordido las uñas hasta la carne, pero se afanó con los nudos, con decisión, mientras un ceño encantador estropeaba el plano perfecto de su frente. El fluido pegajoso parecido a la yema de huevo que surgía de la carne desgarrada malograba sus esfuerzos. De vez en cuando volvía hacia él sus ojos de color avellana; él se preguntó si vería la degeneración que tenía lugar frente a ella. Si así era, estaba demasiado absorta en el desafío de los nudos para marcharse; o bien lo desataba de buena gana, consciente del poder que ejercía al hacerlo.

Solo una vez dio muestras de ansiedad, cuando algo en su pecho pareció fallar, una pieza de maquinaria interna que resbaló hacia el lago que rodeaba sus intestinos. Tosió, y el aliento que exhaló hizo que las cloacas olieran a primavera en comparación. Ella apartó la cabeza e hizo una mueca. Él se disculpó amablemente, ella le pidió que no volviese a hacerlo y luego retomó el problema que tenía entre manos. Él aguardó con paciencia, sabiendo que si intentaba apresurarla la desconcentraría. Pero al cabo de un rato le tomó la medida al rompecabezas, y las ligaduras empezaron a aflojarse. Su carne, que ya tenía la consistencia del jabón blando, resbaló sobre el hueso de las muñecas cuando se soltó las manos.

—Gracias —le dijo—. Gracias. Has sido muy amable.

Se inclinó para desatarse los pies. Su aliento, o lo que pasaba por ello, era un estertor arenoso en su pecho.

—Me voy a ir —dijo ella.

—Todavía no, Sharon —respondió él; hablar se había convertido en un penoso esfuerzo—. Por favor, no te vayas todavía.

—Es que me tengo que ir a casa.

El Tragasables miró el rostro cremoso de la niña: bajo la luz parecía muy frágil. Ella se había apartado de su cercanía inmediata cuando acabó de desatar los nudos, como si hubiera vuelto a sentir la turbación inicial. Él intentó sonreír, para asegurarle que todo iba bien, pero su rostro no la obedecía. La grasa y el músculo resbalaban sobre el cráneo; los labios parecían inútiles. Sabía que las palabras estaban a punto de abandonarlo. En adelante habría de valerse de signos. Se estaba adentrando en un mundo más puro, uno de símbolos, de rituales, el verdadero mundo de los Tragasables.

Se había desatado los pies. En cuestión de segundos podía atravesar la habitación y llegar hasta ella. Si se volvía y echaba a correr, podía atraparla. Nadie lo vería ni lo oiría; y si lo hacían, ¿cómo iban a castigarlo? Estaba muerto.

Se acercó a ella. La pequeña criatura viva no se movió de su sombra, ni hizo el menor esfuerzo por escapar. ¿Acaso también había calculado sus posibilidades, y había comprendido que sería inútil? No; tan solo era confiada.

Extendió una mano sórdida para acariciarle la cabeza. Ella pestañeó, y contuvo el aliento cuando se acercó, pero no intentó evitar su contacto. Deseó tener sensibilidad en los dedos, para sentir el lustre de su piel. Era tan perfecta… sería una bendición comerse un pedacito de ella, para mostrarlo como prueba de amor a las puertas del Paraíso.

Pero su mirada era suficiente. Se la llevaría consigo, y se daría por satisfecho; únicamente su dulzura sombría como señal, como monedas en los ojos para pagar el pasaje.

—Adiós —dijo, y se dirigió a la puerta con paso desigual. Ella lo adelantó y le abrió la puerta, y luego lo condujo escaleras abajo. Un niño lloraba en una de las habitaciones adyacentes, el chillido del bebé que sabe que no vendrá nadie. En el portal, Breer volvió a darle las gracias a Sharon, y se separaron. La observó mientras volvía corriendo a casa.

Por su parte, no sabía (al menos de un modo consciente) adónde ir a continuación, ni por qué. Pero cuando bajó las escaleras y llegó a la acera, sus piernas lo llevaron en una dirección en la que nunca había ido hasta entonces, y no se perdió, aunque pronto se adentró en territorio desconocido. Alguien lo estaba llamando. A él, con su machete y su rostro borroso y gris. Fue tan rápido como le permitió su cuerpo, como un hombre al que llamase la historia.

70

Whitehead no tenía miedo a morir; solo temía que al morir descubriera que no había vivido suficiente. Esa había sido su preocupación al enfrentarse a Mamoulian en el pasillo de la suite del ático, y todavía le atormentaba cuando se sentaron en la sala, con el zumbido de la autopista a sus espaldas.

—Se acabó el correr, Joe —dijo Mamoulian.

Whitehead no dijo nada. Recogió un gran cuenco con las mejores fresas de Halifax del rincón, y volvió a su silla. Examinó la fruta con sus dedos expertos, escogió una fresa especialmente apetitosa, y empezó a mordisquearla.

El Europeo lo observó, sin que su expresión traicionase indicio alguno de sus pensamientos. La persecución había terminado; ahora, antes del final, había esperado que pudieran hablar un rato de los viejos tiempos. Pero no sabía por dónde empezar.

—Dime —dijo Whitehead devorando la pulpa de la fruta hasta el corazón—, ¿te has traído una baraja? —Mamoulian lo miró.

—Por supuesto —respondió el Europeo—, siempre.

—¿Y estos buenos muchachos juegan? —Hizo un gesto en dirección a Chad y a Tom, que estaban junto a la ventana.

—Hemos venido por el Diluvio —dijo Chad.

El viejo frunció el ceño.

—¿Qué les has dicho? —le preguntó al Europeo.

—Es todo cosa suya —respondió Mamoulian.

—El mundo se va a acabar —dijo Chad, que se estaba peinando con obsesivo cuidado y miraba fijamente a la autopista, dando la espalda a los dos ancianos—. ¿No lo sabía?

—No me digas —dijo Whitehead.

—Los pecadores serán exterminados.

El viejo dejó el cuenco de fresas.

—¿Y quién los juzgará? —preguntó.

Chad dejó su peinado en paz.

—Dios —dijo.

—¿Nos lo jugamos? —contestó Whitehead. Chad se volvió a mirarlo, confuso; pero la pregunta no se dirigía a él, sino al Europeo.

—No —respondió Mamoulian.

—Por los viejos tiempos —insistió Whitehead—. Solo una partida.

—Tu maestría me impresionaría, Peregrino, si no fuera una táctica dilatoria tan evidente.

—Entonces, ¿no quieres jugar?

Mamoulian parpadeó. Amagó una sonrisa al decir:

—Sí. Claro que quiero jugar.

—Hay una mesa en la habitación de al lado, en el dormitorio. ¿Quieres que la traiga una de tus fulanas?

—No son fulanas.

—Estás demasiado viejo para eso, ¿verdad?

—Los dos son hombres piadosos. Que es más de lo que se puede decir de ti.

—Ese siempre ha sido mi problema —dijo Whitehead encajando la puya con una sonrisa. Era como en los viejos tiempos: el intercambio de ironías, la conversación agridulce, el conocimiento que compartían cada momento que pasaban juntos, las palabras que disimulaban sentimientos tan profundos que avergonzarían a un poeta.

—¿Podrías traer la mesa? —le pidió Mamoulian a Chad. Este no se movió. Estaba absorto en la lucha de voluntades entre los dos hombres. No comprendía gran parte de su significado, pero la tensión que había en la habitación era inconfundible. Había algo sobrecogedor en el horizonte. Quizá una ola; quizá no.

—Ve tú —le dijo a Tom; no estaba dispuesto a apartar los ojos de los combatientes ni un solo instante. Tom obedeció, encantado de que algo le hiciera olvidar sus dudas.

Chad se aflojó el nudo de la corbata, lo cual para él equivalía a desnudarse. Le dirigió a Mamoulian una sonrisa intachable.

—Va a matarlo, ¿no? —dijo.

—¿Tú qué crees? —respondió el Europeo.

—¿Qué es? ¿El Anticristo?

Whitehead emitió una risita de placer ante una idea tan absurda.

—¿Les has dicho que…? —reprendió al Europeo.

—¿Eso es lo que es? —le instó Chad—. Dígamelo. Puedo soportar la verdad.

—Soy peor que eso, muchacho —dijo Whitehead.

—¿Peor?

—¿Quieres una fresa? —Whitehead cogió el cuenco y le ofreció la fruta. Chad miró a Mamoulian de reojo.

—No las ha envenenado —le aseguró el Europeo.

—Son frescas. Cógelas. Vete a la habitación de al lado y déjanos en paz.

Tom había regresado con una mesita de noche. La puso en el centro de la habitación.

—Si vais al baño —dijo Whitehead— encontraréis un abundante surtido de licores. Sobre todo vodka. Y un poco de coñac, creo.

—Nosotros no bebemos —dijo Tom.

—Haced una excepción —respondió Whitehead.

—¿Por qué no? —dijo Chad, con la boca llena de fresas; tenía jugo en la barbilla—. ¿Por qué cojones no? Es el fin del mundo, ¿no?

—Exacto —asintió Whitehead—. Ahora marchaos a comer, beber y tocaros.

Tom miró fijamente a Whitehead, que le devolvió una falsa mirada de arrepentimiento.

—Lo siento, ¿tampoco os dejan masturbaros?

Tom emitió un ruido de repugnancia y salió de la habitación.

—Tu colega está triste —le dijo Whitehead a Chad—. Venga, llévate el resto de la fruta. Tiéntalo.

Chad no sabía si se estaba riendo de él, pero aceptó el cuenco y siguió a Tom hasta la puerta.

—Vas a morir —espetó a Whitehead a modo de despedida. Luego cerró la puerta dejando solos a los dos hombres.

Mamoulian había puesto una baraja de cartas sobre la mesa. No se trataba de la baraja pornográfica: la había destruido en Caliban Street, al igual que los pocos libros que tenía. Las cartas de la mesa eran muchos siglos más antiguas. Los rostros estaban pintados a mano, y las ilustraciones de las figuras presentadas con crudeza.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Whitehead, retomando la observación final de Chad.

—¿Tienes que hacer qué?

—Morir.

—Por favor, Peregrino…

—Joseph. Llámame Joseph, como hacías antes.

—Déjalo.

—Quiero vivir.

—Claro que sí.

—Lo que pasó entre nosotros… no te dolió, ¿verdad?

Mamoulian le ofreció las cartas a Whitehead para que las barajase y cortase; como este ignoró la oferta, lo hizo él mismo, manipulando las cartas con la mano buena.

—Y bien, ¿te dolió?

—No —respondió el Europeo—. No; la verdad es que no.

—Pues entonces, ¿por qué quieres hacerme daño a mí?

—Malinterpretas mis motivos, Peregrino. No he venido por venganza.

—Pues, ¿por qué?

Mamoulian empezó a repartir las cartas para una partida de blackjack.

—Para cerrar nuestro trato, por supuesto. ¿Es tan difícil de entender?

—Yo no hice ningún trato.

—Me engañaste, Joseph, me estafaste mucha vida. Me echaste cuando ya no te servía de nada, y dejaste que me pudriera. Te perdono. Es agua pasada. Pero la muerte, Joseph… —terminó de barajar— es el futuro. El futuro cercano. Y cuando me adentre en ella no iré solo.

—Me he disculpado. Si quieres actos de contrición, dímelo.

—Nada.

—¿Quieres mis huevos? ¿Mis ojos? ¡Cógelos!

—Juega, Peregrino.

Whitehead se levantó.

—¡No quiero jugar!

—Pero si ha sido idea tuya.

Whitehead clavó la mirada en las cartas que descansaban en la mesa de marquetería.

—Así me has traído hasta aquí —dijo en voz baja—. Con ese puto juego.

—Siéntate, Peregrino.

—Me has obligado a sufrir los tormentos de los condenados.

—¿Ah, sí? —dijo Mamoulian, con un deje de preocupación—. ¿De veras has sufrido? Si es así, lo siento mucho. El objeto de la tentación es que los beneficios valgan el precio.

—¿Eres el diablo?

—Ya sabes que no —dijo Mamoulian, molesto por ese nuevo melodrama—. Cada uno es su propio Mefistófeles, ¿no crees? Si no hubiese aparecido yo, habrías hecho un trato con otra potencia. Y habrías obtenido tu fortuna, tus mujeres, y tus fresas. Esos son los tormentos que te he obligado a sufrir.

Whitehead escuchó mientras la voz aflautada le explicaba esas ironías. Por supuesto, no había sufrido: había tenido una vida placentera. Mamoulian leyó el pensamiento en su rostro.

—Si de verdad quisiera que sufrieras —dijo con la lentitud de un caracol—, podría haber tenido esa dudosa satisfacción hace muchos años. Y lo sabes.

Whitehead asintió. El Europeo puso una vela en la mesa, junto a las cartas, la llama temblaba.

—Lo que quiero de ti es algo mucho más permanente que el sufrimiento —dijo Mamoulian—. Ahora juega. Me pican los dedos.

71

Marty salió del coche y se demoró unos segundos contemplando la mole del hotel Pandemonio cernirse sobre él. La oscuridad no era completa. En una de las ventanas del ático brillaba una luz, aunque frágil. Por segunda vez ese día, se dispuso a cruzar el erial, mientras le temblaba todo el cuerpo. Carys no había vuelto a contactar con él desde que emprendiera el viaje hasta allí. No cuestionaba su silencio: había demasiadas razones plausibles que lo explicaban, y ninguna era agradable.

Al acercarse vio que habían forzado la puerta principal del hotel. Al menos podría acceder al interior por una ruta directa en lugar de encaramándose a la escalera de incendios. Franqueó los restos de los tablones, y traspuso el grandioso umbral hasta el recibidor, donde se detuvo para que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, antes de iniciar un cauteloso ascenso por las escaleras quemadas. En la penumbra, cada sonido que hacía era como un disparo en un funeral, un estrépito asombroso. Por mucho que intentaba acallar sus pasos, la escalera ocultaba demasiados obstáculos para que el silencio fuese completo; con cada paso que daba estaba más seguro de que el Europeo lo oía, y se preparaba para exhalar un vacío asesino sobre él.

Cuando llegó al punto por donde había entrado a través de la escalera de incendios, la marcha se hizo más fácil. Al adentrarse en la zona alfombrada se dio cuenta, y la idea le inspiró una sonrisa, de que se había presentado allí sin un arma ni un plan, por primitivo que fuese, para rescatar a Carys. Solo podía esperar que la muchacha ya no fuera importante en los planes del Europeo: que la pasaran por alto durante unos momentos cruciales. Cuando empezó a subir el último tramo de escaleras se miró en uno de los espejos del pasillo: delgado, sin afeitar, con la camisa oscura a causa de la sangre, parecía un lunático. La imagen, que reflejaba con tanta precisión el modo en que se veía a sí mismo, desesperado, bárbaro, le infundió valor. Su reflejo estaba de acuerdo con él: había perdido el juicio.

Por segunda vez en su larga asociación se sentaron uno frente al otro en torno a la mesita, y jugaron al blackjack. La partida transcurrió sin incidentes; al parecer, estaban más igualados de lo que habían estado en la plaza Muranowski, hacía más de cuarenta años. Y mientras jugaban, hablaban. La conversación también era tranquila y nada dramática: hablaron de Evangeline, de cómo había caído la Bolsa en los últimos tiempos, de América, incluso, a medida que progresaba la partida, de Varsovia.

—¿Has vuelto alguna vez? —preguntó Whitehead.

El Europeo meneó la cabeza.

—Es terrible lo que han hecho.

—¿Los alemanes?

—Los urbanistas.

Siguieron jugando. Barajaron las cartas y volvieron a repartirlas, una y otra vez. La brisa que levantaban sus movimientos avivaba el destello de la llama. La partida se inclinó en un sentido, y luego en otro. La conversación vaciló, y volvió a empezar: circunstancial, casi banal. Era como si en aquellos últimos momentos que pasaban juntos, cuando tenían tantas cosas que decirse, no pudieran decir nada de la menor importancia, por miedo a que se abriesen las compuertas. Tan solo en una ocasión la conversación mostró su auténtica naturaleza, cuando en cuestión de segundos pasó de una simple observación a la metafísica:

—Me parece que estás haciendo trampas —observó el Europeo con ligereza.

—Si lo hiciera lo sabrías. Todos los trucos que utilizo son tuyos.

—Oh, venga ya.

—Es cierto. Todas las trampas que sé, las aprendí de ti.

El Europeo parecía casi halagado.

—Incluso ahora —dijo Whitehead.

—Incluso ahora, ¿qué?

—Sigues haciendo trampas, ¿verdad? No deberías estar vivo, a tu edad.

—Es cierto.

—Estás igual que en Varsovia, quitando alguna cicatriz. ¿Cuántos años tienes? ¿Cien? ¿Ciento cincuenta?

—Más.

—¿Y de qué te ha servido? Tienes más miedo que yo. Necesitas que alguien te coja la mano mientras mueres, y me elegiste a mí.

—Juntos, podríamos haber vivido para siempre.

—¿Oh?

—Podríamos haber fundado mundos.

—Lo dudo.

Mamoulian suspiró.

—Entonces, ¿solo fue apetito? Desde el principio.

—Casi todo.

—¿Nunca te importó encontrarle sentido a todo?

—¿Sentido? No hay ningún sentido. Me lo dijiste tú: la primera lección. Todo es azar.

El Europeo había perdido la mano, y arrojó las cartas.

—Sí… —dijo.

—¿Otra partida? —ofreció Whitehead.

—Solo una más. Y luego tenemos que irnos, de verdad.

Marty se detuvo al final de las escaleras. La puerta de la suite de Whitehead estaba ligeramente entreabierta. No tenía idea de la disposición de las habitaciones que había al otro lado: las dos suites que había investigado en este piso eran completamente distintas, de modo que no podía inferir su distribución a partir de la suya. Pensó en la última conversación que había mantenido con Whitehead. Al terminar tuvo la clara impresión de que el viejo había recorrido cierta distancia antes de cerrar una puerta interior para poner fin a la charla. Habría entonces un largo pasillo, que posiblemente ofrecería algunos escondites.

La astucia era inútil; quedarse allí sopesando sus posibilidades solo empeoraba la nerviosa expectación que sentía. Tenía que actuar.

Volvió a detenerse al llegar a la puerta. Se oía un murmullo de voces en el interior, pero amortiguado, como si quienes hablaban se hallaran detrás de una puerta cerrada. Puso los dedos en la puerta y echó un vistazo al interior. Como había supuesto, había un pasillo vacío que conducía a la suite propiamente dicha; de él salían cuatro puertas. Tres estaban cerradas, la otra entornada. Las voces que había oído procedían de una de las habitaciones cerradas. Se concentró, intentando entender el murmullo, pero no pudo discernir más que alguna palabra suelta. No obstante reconoció a quienes hablaban: uno era Whitehead, el otro Mamoulian. Y el tono de la conversación también era evidente; caballeroso, civilizado.

No era la primera vez que deseaba poseer la habilidad de manifestarse a Carys como ella se había manifestado a él; descubrir su posición solo con la mente, y discutir el mejor medio de escapar. Tal como estaban las cosas, todo era, como siempre, cuestión de azar.

Avanzó por el pasillo hasta la primera puerta cerrada, y la abrió subrepticiamente. Aunque el cerrojo emitió cierto ruido, las voces de la habitación más alejada siguieron murmurando, sin alertarse por su presencia. Miró en el interior de la habitación; era un ropero, nada más. Cerró la puerta y recorrió algunos metros más por el pasillo alfombrado. A través de la puerta abierta oyó movimiento, y luego el tintineo del cristal. La silueta que alguien arrojaba desde el interior fluctuaba en la pared. Se quedó absolutamente quieto, reacio a retroceder siquiera un metro habiendo llegado tan lejos. Las voces derivaban desde la habitación adyacente.

—Mierda, Chad —quien hablaba sonaba casi lloroso—, ¿qué cojones estamos haciendo aquí? No puedo pensar bien.

La objeción fue recibida con risas.

—No te hace falta pensar. Estamos haciendo la obra de Dios. Tommy. Bebe.

—Va a pasar algo terrible —dijo Tom.

—Nos ha jodido —respondió Chad—. ¿Por qué crees que hemos venido? Anda, bebe.

Marty había averiguado con rapidez la identidad de la pareja. Estaban haciendo la obra de Dios: incluido el asesinato. Los había visto comprando helados bajo el sol de media tarde, con los cuchillos empapados en sangre bien guardados. Pero el miedo se impuso al deseo de vengarse. Tal como estaban las cosas, tenía muy pocas posibilidades de salir de allí vivo.

Le quedaba una puerta por investigar, directamente opuesta a la habitación que ocupaban los jóvenes americanos. Para comprobarla, tendría que pasar por delante de la puerta abierta.

La voz perezosa volvió a empezar.

—Parece que vas a vomitar.

—¿Por qué no me dejas en paz? —respondió el otro. Parecía que se estaba alejando, ¿o se estaría haciendo ilusiones? Luego oyó el inconfundible sonido de una arcada. Marty contuvo el aliento. ¿Iría el otro joven a ayudar a su compañero? Rogó por que así fuera.

—¿Estás bien, Tommy? —La voz cambió de timbre al moverse quien hablaba. Sí, se alejaba de la puerta. Aprovechando la oportunidad, Marty se alejó en silencio de la pared, abrió la última puerta y la cerró al entrar.

La habitación donde había entrado no era grande, pero estaba a oscuras. A la escasa luz que había distinguía una figura yacente, hecha un ovillo en el suelo. Era Carys. Estaba durmiendo; su respiración acompasada marcaba un suave ritmo.

Se dirigió a ella. Cómo despertarla: ese era el problema. En la habitación contigua, al otro lado de la pared, estaba el Europeo. Si hacía el menor sonido al despertarla, seguro que lo oiría. Y si no lo hacía él, lo harían los americanos.

Se puso en cuclillas y le puso la mano en la boca con suavidad, luego le sacudió el hombro. Ella parecía reacia a despertar. Frunció el ceño en sueños y musitó una queja. Marty se inclinó más hacia ella y se arriesgó a sisearle su nombre al oído con urgencia. Funcionó. La muchacha abrió los ojos de repente, tanto como habría hecho un niño asombrado; su boca formó un grito contra la palma de su mano. El reconocimiento se produjo un instante antes de que lo emitiera.

Retiró la mano. No hubo sonrisa de bienvenida; su cara estaba pálida y sombría, pero le tocó los labios con las yemas de los dedos a modo de bienvenida. Él se levantó, y le ofreció su mano.

En la puerta de al lado, había estallado una discusión de repente. Las voces suaves se habían alzado en acusaciones mutuas; estaban derribando los muebles. Mamoulian gritó llamando a Chad. En respuesta oyó los golpes sordos de pasos que salían del cuarto de baño.

—Maldita sea. —No había tiempo para pensar en una estrategia. Tendrían que intentar escapar y aceptar lo que ofreciera el momento, bueno o malo. Levantó a Carys de un tirón y se dirigió a la puerta. Cuando giraba el pomo miró por encima del hombro para asegurarse de que Carys todavía lo seguía, pero la muchacha tenía el desastre escrito en la cara. Se volvió hacia la puerta y descubrió que la razón, Santo Tomás, con la barbilla brillante a causa del vómito, estaba justo al otro lado. Al parecer se había sobresaltado tanto al ver a Marty como este a él. Aprovechándose de su perplejidad, Marty salió al pasillo y le dio a Tom un empujón en el pecho. El americano retrocedió, y la palabra «¡Chad!» escapó de sus labios al atravesar tambaleándose la puerta de enfrente, derribando un cuenco de fresas. La fruta rodó por el suelo.

Marty sorteó la puerta del vestidor y salió al pasillo, pero el americano recuperó el equilibrio con rapidez, y alargó la mano para prenderlo de la camisa por la espalda. El intento bastó para retrasar a Marty, y cuando se volvió para zafarse de la mano que lo detenía vio al segundo americano salir de la sala donde estaban los dos ancianos. Había una temible serenidad en los ojos del joven al acercarse a Marty.

—¡Corre! —fue cuanto le gritó a Carys, pero el dios rubio la detuvo cuando salía al pasillo, la empujó de vuelta al interior del vestidor, y susurró:

—No. —Antes de proseguir su avance hacia Marty—. Sujétala —le dijo a su compañero, mientras se hacía cargo de la presa sobre él. Tom se perdió de vista tras Carys, y se oyeron ruidos de lucha, pero Marty tuvo poco tiempo para pensar en ello, ya que Chad lo dobló de un puñetazo en el estómago. Marty, demasiado confuso por la repentina urgencia de prepararse para el dolor, gruñó y retrocedió hacia la puerta principal de la suite, cerrándola de un portazo. El muchacho rubio lo siguió por el pasillo, y, con los ojos vidriosos, Marty divisó el siguiente golpe justo antes de que impactase. No vio el tercero ni el cuarto. No tuvo tiempo entre los puñetazos y las patadas para erguirse ni para recuperar el aliento. El rudo muchacho que lo estaba golpeando era ágil y fuerte, más que Marty. En vano, se revolvía para evitar la paliza. Estaba muy cansado y enfermo. Empezó a sangrar por la nariz de nuevo, y los ojos tranquilos siguieron clavados en él mientras los puños le golpeaban hasta dejarle el cuerpo negro. Aquellos ojos eran tan plácidos que podrían haber estado rezando. Pero fue Marty quien cayó de rodillas; cuya cabeza salió despedida hacia atrás en forzada adulación mientras el rubio le escupía; Marty quien dijo:

—Socorro —o alguna variante magullada de esa palabra, al derrumbarse.

Mamoulian salió de la sala de juego, dejando al Peregrino con sus lágrimas. Había hecho lo que el viejo le había pedido, habían jugado un par de partidas por los viejos tiempos. Pero se había acabado la indulgencia. ¿Y qué era ese caos en el pasillo; el amasijo de miembros frente a la puerta principal, las salpicaduras de sangre en la pared? Ah, era Strauss. De algún modo el Europeo había esperado una aparición tardía durante las celebraciones; no había previsto quién podría ser. Escrutó el pasillo para comprobar el daño causado, y suspiró al mirar al rostro desfigurado y cubierto de esputos. San Chad, con los puños ensangrentados, sudaba un poco: el aroma del joven león era dulce.

—Casi se escapa —dijo el santo.

—En efecto —respondió el Europeo, haciéndole un ademán al joven para que le dejase espacio.

Derrumbado en el suelo del pasillo, Marty miró al Último Europeo. El aire que mediaba entre ellos parecía encrespado. Marty aguardó. Sin duda el golpe mortal se produciría enseguida. Pero no sucedió nada, excepto la mirada de aquellos ojos indiferentes. Incluso en su estado quebrantado Marty veía la tragedia escrita en la máscara del rostro del Europeo. Ya no le aterrorizaba: solo le fascinaba. Ese hombre era el origen de la nulidad a la que apenas había sobrevivido en Caliban Street. ¿Acaso no acechaba ahora un fantasma de aquel aire gris en las cuencas de sus ojos, resbalando por las ventanillas de su nariz y por su boca como si un fuego ardiera en su cráneo?

En la habitación donde había jugado a las cartas con el Europeo, Whitehead se dirigió a hurtadillas a la almohada de su cama improvisada. Los sucesos del pasillo habían desviado la atención durante un valioso momento. Deslizó la mano bajo la almohada y sacó la pistola que había escondido allí, luego se deslizó hasta el vestidor adyacente y se ocultó detrás del armario. Desde allí podía ver a Santo Tomás y a Carys en el pasillo, observando los acontecimientos frente a la puerta principal. Los dos estaban demasiado absortos en los gladiadores para percatarse de su presencia en la habitación en penumbra.

—¿Está muerto…? —preguntó Tom desde la distancia.

—¿Quién sabe? —oyó Whitehead que respondía Mamoulian—. Metedlo en el cuarto de baño, fuera de mi vista.

Whitehead observó mientras transportaban la masa inerte de Strauss a la habitación opuesta, pasando por delante de la puerta, y lo arrojaban al cuarto de baño. Mamoulian se acercó a Carys.

—Lo has traído tú —dijo sencillamente.

Ella no respondió. Whitehead sintió un hormigueo en la mano que sostenía el arma. Desde su posición, Mamoulian era un blanco fácil, pero Carys estaba en la línea de fuego. Si le disparaba a ella por la espalda, ¿la bala la atravesaría y alcanzaría al Europeo? Tenía que tener en cuenta la idea, por horrorosa que fuera: la supervivencia estaba en juego. Pero el momentáneo titubeo le arrebató su oportunidad. El Europeo estaba escoltando a Carys a la sala de juego, y salía de su línea de tiro. No importaba; le dejaba el camino libre.

Se escabulló de su escondite y echó a correr hacia la puerta del vestidor. Cuando salió al pasillo oyó a Mamoulian decir: «¿Joseph?» Whitehead recorrió los metros que lo separaban de la puerta principal, sabiendo que apenas tenía posibilidades de escapar de allí sin violencia. Asió el pomo, y lo giró.

—Joseph —dijo la voz a sus espaldas.

La mano de Whitehead se heló al sentir que unos dedos invisibles le agarraban la nuca. Ignoró la presión, y forzó el pomo. Este se resbaló en su palma sudorosa. El pensamiento que respiraba en su cuello le oprimía las vértebras axiales, la amenaza era inconfundible. Pues bueno, pensó, la elección no está en mis manos. Soltó el pomo de la puerta y dio media vuelta para enfrentarse al jugador. Estaba al final del pasillo, que parecía oscurecerse, convertirse en un túnel surgido de los ojos de Mamoulian. Qué ilusiones tan potentes. Pero no eran más que ilusiones. Podía resistirlas lo bastante como para derrotar a su creador. Whitehead alzó la pistola y apuntó al Europeo. Sin darle al jugador otro instante para confundirlo, abrió fuego. El primer disparo alcanzó a Mamoulian en el pecho; el segundo en el estómago. El asombro cruzó el rostro del Europeo. La sangre de las heridas se extendía por su camisa. Pero no cayó, sino que, con una voz tan uniforme como si no se hubieran hecho los disparos, dijo:

—¿Quieres salir, Peregrino?

Detrás de Whitehead, el pomo de la puerta había empezado a sacudirse.

—¿Eso es lo que quieres? —preguntó Mamoulian—. ¿Salir?

—Sí.

—Pues vete.

Whitehead se alejó de la puerta cuando esta se abrió de un empujón con tanta malicia que el pomo se incrustó en la pared del pasillo. El anciano le dio la espalda a Mamoulian para aprovechar la oportunidad de escapar, pero antes de que diera un paso la completa oscuridad al otro lado de la puerta absorbió la luz del pasillo, y horrorizado, Whitehead descubrió que el hotel desaparecía más allá del umbral. Allí fuera no había alfombras ni espejos; no había escaleras que condujesen al mundo exterior. Tan solo un desierto en el que había caminado hacía media vida: una plaza, un cielo salpicado de estrellas temblorosas.

—Sal —le invitó el Europeo—. Te ha esperado todos estos años. ¡Adelante! ¡Vete!

El suelo parecía haberse vuelto resbaladizo bajo los pies de Whitehead; sintió que se deslizaba hacia el pasado. El aire fresco que le recibió en el pasillo le limpió el rostro. Olía a primavera, al Vístula que rugía en dirección al mar, a diez minutos a pie desde allí; también olía a flores. Por supuesto que olía a flores. Lo que había tomado por estrellas eran pétalos, pétalos blancos que la brisa llevaba hacia él. La visión de los pétalos era demasiado persuasiva para ignorarla; dejó que lo condujeran de nuevo hacia esa noche gloriosa, cuando por unas pocas horas resplandecientes el mundo entero había prometido estar a su disposición. Cuando le entregó sus sentidos a la noche apareció el árbol, tan fenomenal como a menudo lo había soñado, con su blanca cabeza meciéndose suavemente. Alguien acechaba en la penumbra bajo las ramas frondosas; el menor movimiento provocaba una nueva cascada. Su razón fascinada hizo un último intento de aferrarse a la realidad del hotel, y alargó la mano para tocar la puerta de la suite, pero no la encontró en la oscuridad. No tenía tiempo para volver a mirar. El oscuro observador emergía del amparo de las ramas. El déjà vu bañó a Whitehead; excepto que la primera vez que había estado allí solo había llegado a entrever al hombre bajo el árbol. Esta vez el reticente centinela salió de su escondite. Sonriendo a modo de bienvenida, el teniente Konstantin Vasiliev mostró su rostro quemado al hombre que había ido a visitarlo desde el futuro. Esa noche el teniente no se arrastraría a reunirse con una mujer muerta; esa noche abrazaría al ladrón, que ahora tenía arrugas y barba, pero cuyo regreso había esperado durante toda una vida.

—Pensábamos que nunca vendrías —dijo Vasiliev. Apartó una rama y se expuso del todo a la luz muerta de esa noche fantástica. Estaba orgulloso de mostrarse, aunque tenía todo el pelo quemado, el rostro negro y rojo, el cuerpo lleno de agujeros. Tenía los pantalones abiertos; el miembro erecto. Quizá, más adelante, el ladrón y él irían juntos a ver a su amante. A beber vodka como viejos amigos. Sonrió a Whitehead—. Les dije que al final vendrías. Sabía que volverías a visitarnos.

Whitehead alzó la pistola que aún sostenía, y disparó al teniente. Pero la violencia no interrumpió la ilusión, sino que tan solo la reforzó. Más allá de la plaza resonaron gritos en ruso.

—Mira lo que has hecho —dijo Vasiliev—. Ahora vendrán los soldados.

El ladrón admitió su error. Nunca había empleado una pistola después de un toque de queda: era una invitación al arresto. Oyó pies calzados con botas que se acercaban a la carrera.

—Debemos darnos prisa —insistió el teniente, escupiendo con indiferencia la bala que había atrapado con los dientes.

—No voy a ir contigo —dijo Whitehead.

—Pero te hemos esperado mucho tiempo —respondió Vasiliev, y sacudió una rama para dar pie al siguiente acto. El árbol alzó sus miembros como si fuera una novia sacudiéndose el ajuar de flores. En cuestión de instantes el aire se llenó de una ventisca de pétalos. Al posarse, derramando su resplandor hasta el suelo, el ladrón empezó a distinguir los rostros familiares que esperaban bajo las ramas. La gente que, con el paso de los años, había llegado a aquel páramo, a aquel árbol, y se había congregado bajo él con Vasiliev, para pudrirse y llorar. Evangeline estaba entre ellos, las heridas que habían ocultado con tanta elegancia al acostarla en el ataúd ahora estaban a la vista de todos. No sonreía, pero extendió los brazos para abrazarlo, y su boca formó su nombre, «Jojo», mientras daba un paso hacia delante. Bill Toy estaba tras ella, con un traje de etiqueta, como si fuera al Academy. Le sangraban los oídos. A su lado, con el rostro abierto desde los labios hasta la frente, había una mujer en camisón. También había otros, a algunos los reconocía, a muchos no. La mujer que lo había llevado hasta el jugador estaba allí, con el pecho desnudo, tal como la recordaba. Su sonrisa era tan inquietante como siempre. También había soldados, otros que habían perdido ante Mamoulian como Vasiliev. Uno lucía una falda además de los agujeros de bala. Debajo de los pliegues asomaba un morro. Saúl, su cadáver devastado, olisqueó a su antiguo amo, y gruñó.

—¿Ves cuánto tiempo hemos esperado? —dijo Vasiliev.

Todos los rostros perdidos miraban a Whitehead, boquiabiertos. No surgía ningún sonido.

—No puedo ayudaros.

—Queremos morir —dijo el teniente.

—Pues marchaos.

—No sin ti. El no quiere morir sin ti.

Al fin el ladrón comprendió. Aquel lugar, que había vislumbrado en la sauna del Santuario, existía en el interior del Europeo. Aquellos fantasmas eran criaturas que había devorado. ¡Evangeline! Ella también. Esperaban, sus restos hechos jirones, en aquella tierra de nadie entre la carne y la muerte, a que Mamoulian se hartara de la existencia y se tumbara y pereciera. Entonces, presumiblemente, ellos también obtendrían la libertad. Hasta entonces, sus rostros formarían aquella silenciosa «O», haciéndole una súplica melancólica.

El ladrón meneó la cabeza.

—No —dijo.

No renunciaría a su aliento. Ni por un bosque de árboles, ni por una nación de rostros desesperados. Le dio la espalda a la plaza Muranowski y a sus fantasmas lastimeros. Los soldados gritaban en las proximidades: pronto llegarían. Volvió a mirar al hotel. El pasillo del ático seguía allí, al otro lado del umbral de una casa bombardeada: una yuxtaposición surrealista de ruina y lujo. Salvó los escombros hacia él, ignorando las órdenes de los soldados de que se detuviera. Pero los gritos de Vasiliev eran los más estridentes.

—¡Cabrón! —chillaba.

El ladrón ignoró sus juramentos y salió de la plaza y regresó al calor del pasillo, alzando la pistola.

—Menuda novedad —dijo—, así no me asustas. —Mamoulian seguía al otro extremo del pasillo; los minutos que el ladrón había pasado en la plaza no habían transcurrido allí—. ¡No tengo miedo! —gritó el ladrón—. ¿Me oyes, cabrón sin alma? ¡No tengo miedo!

Volvió a disparar, esta vez a la cabeza del Europeo. El disparo impactó en su mejilla. Brotó la sangre. Antes de que Whitehead pudiese volver a disparar, Mamoulian tomó represalias.

—¡Lo que te haré —dijo con la voz temblorosa— no tendrá límites!

Su pensamiento apresó al ladrón por la garganta, y lo retorció. Los miembros del anciano se convulsionaron; la pistola salió despedida de su mano; la vejiga y los intestinos lo traicionaron. Tras él, en la plaza, los fantasmas empezaron a aplaudir. El árbol se agitaba con tal vehemencia que las pocas flores que le quedaban salieron despedidas en el aire. Algunas volaron en dirección a la puerta, y se derritieron en el umbral del pasado y el presente, como copos de nieve. Whitehead cayó contra la pared. Por el rabillo del ojo vislumbró a Evangeline, que le escupía sangre. Empezó a resbalar por la pared, su cuerpo emitía un sonido discordante como en los estertores de la epilepsia. Sus mandíbulas rechinantes dejaron escapar una palabra. Dijo:

—¡No!

En el suelo del cuarto de baño, Marty oyó la negativa aullada. Intentó moverse, pero apenas estaba consciente, y su cuerpo apaleado le dolía de los pies a la cabeza. Agarrándose a la bañera, consiguió ponerse de rodillas. Estaba claro que se habían olvidado de él: su papel en la escena era solamente de alivio cómico. Intentó ponerse en pie, pero sus miembros inferiores lo traicionaron; se doblaron, y volvió a caer, sintiendo cada magulladura en el impacto.

En el pasillo, Whitehead se había hundido hasta quedar en cuclillas, con la boca temblorosa. El Europeo se acercó para asestarle el golpe de gracia, pero Carys lo interrumpió.

—Déjalo —dijo.

Distraído, Mamoulian se volvió hacia ella. La sangre de la mejilla había trazado una sola línea hasta la mandíbula.

—Tú también —murmuró—. No habrá límites. —Carys retrocedió hasta la sala de juego. La vela que había en la mesa había empezado a destellar. La energía desatada en la suite alimentaba la llama viva, que se había vuelto gruesa y blanca. El Europeo miró a Carys con ansia en los ojos. Tenía apetito, una respuesta instintiva a la pérdida de sangre, y lo único que veía en ella era alimento. Como el ladrón, que seguía comiendo fresas aunque ya estuviera satisfecho.

—Sé lo que eres —dijo Carys desviando la mirada de Mamoulian.

Desde el baño, Marty oía su estratagema. Era una estupidez decirle eso, pensó.

—Sé lo que hiciste.

Los ojos del Europeo se ensancharon, humeantes.

—No eres nadie —empezó a decir la muchacha—. Solo eres un soldado que conoció a un monje, y lo estranguló mientras dormía. ¿De qué estás tan orgulloso? —La furia de la muchacha se estrelló contra su rostro—. ¡No eres nadie! ¡No eres nada ni nadie!

Alargó la mano para apresarla. Ella lo esquivó rodeando la mesa de juego, pero él la derribó, la baraja se desparramó, y la atrapó. Su presa era como una sanguijuela enorme sobre su brazo, que le succionaba la sangre y le daba solo vacío, solo una oscuridad sin propósito. Volvía a ser el Arquitecto de sus sueños.

—Que Dios me ayude —susurró ella. Sus sentidos fallaron y una corriente gris ocupó su lugar. Mamoulian la arrancó de su cuerpo de un tirón insolente y se la tragó, dejando caer su envoltura en el suelo junto a la mesa derribada. Se limpió la boca con el dorso de la mano y miró a los evangelistas. Lo estaban mirando desde la puerta. Se sentía empachado. Ella estaba en su interior, toda de una vez, y era demasiado. Y los santos lo empeoraban, mirándolo como si fuese algo despreciable, el moreno meneaba la cabeza.

—La has matado —decía—, la has matado.

El Europeo se apartó de las acusaciones, hirviendo por dentro, y apoyó el codo y el antebrazo en la pared, como un borracho a punto de vomitar. La presencia de la muchacha en su interior lo atormentaba. No se quedaba quieta, seguía sacudiéndose. Y su turbulencia liberó muchas otras cosas: Strauss perforándole las entrañas; los perros persiguiéndolo, desatando sangre y humo; y luego antes, mucho antes de aquellos pocos meses terribles, hasta otras experiencias traumáticas: patios y nieve, y la luz de las estrellas y las mujeres y el hambre, siempre el hambre. Y seguía sintiendo en la espalda la mirada de los cristianos.

Uno de ellos habló; el rubio que antaño podría haber deseado. Él, y ella, y todos.

—¿Eso es todo lo que hay? —exigió saber—. ¿Eso es todo, mentiroso de mierda? Nos prometiste el Diluvio.

El Europeo se apretó la boca con la mano para contener el humo que se escapaba e imaginó una ola que se cernía sobre el hotel, y descendía para arrasar Europa.

—No me tientes —dijo.

En el pasillo, Whitehead, con el cuello roto, era vagamente consciente de un perfume en el aire. Desde su posición veía el rellano en el exterior de la suite. La plaza Muranowski, con su árbol fatal, se había desvanecido hacía mucho, dejando solo los espejos y las alfombras. Entonces, despatarrado junto a la puerta, oyó que alguien subía las escaleras. Divisó una figura que se movía en las sombras; ese era el perfumado. El recién llegado se acercó lentamente, pero con tenacidad; dudó un instante en el umbral antes de pasar por encima de la forma arrugada de Whitehead y se abrió paso hasta la sala donde los dos hombres habían jugado a las cartas. Había habido un momento, mientras hablaban durante la partida, en que el anciano había imaginado que todavía podría hacer un nuevo pacto con el Europeo; que podría escapar algunos años más de la inevitable catástrofe. Pero todo había salido mal. Habían discutido por algo trivial, como hacen los amantes, y por alguna matemática incomprensible la discusión había degenerado en esto: la muerte.

Rodó para mirar al otro lado, a la sala de juego al otro lado del pasillo. Carys estaba tumbada en el suelo entre las cartas derramadas. Veía su cadáver por la puerta abierta. El Europeo la había devorado.

Entonces el recién llegado interrumpió su visión al tambalearse hacia la puerta. Desde su posición Whitehead no había podido ver el rostro del hombre. Pero vio el brillo del machete que llevaba al costado.

Tom vio al Tragasables antes que Chad. Su estómago rebelde se sublevó ante el hedor mezclado del sándalo y la putrefacción, y vomitó en la cama del viejo cuando Breer entró en la habitación. Había recorrido un largo camino, y los kilómetros no habían sido buenos con él, pero allí estaba.

Mamoulian se irguió y se enfrentó a Breer.

No le sorprendió del todo ver su rostro podrido, aunque no estaba seguro de por qué. ¿Sería que su mente no había renunciado del todo a su influencia sobre el Tragasables, y que Breer de algún modo se encontraba allí a instancia suya? Breer miró fijamente a Mamoulian a través del aire brillante, como si esperase una nueva orden para volver a actuar. Los músculos de su cara estaban tan deteriorados que cada parpadeo amenazaba con desgarrar la piel de las órbitas. Parecía, pensó Chad, cuya mente estaba borracha de coñac, un hombre que estuviera lleno hasta reventar de mariposas. Sus alas golpeaban los confines de su anatomía; hacían polvo sus huesos con su entusiasmo. Pronto su imparable movimiento lo abriría y el aire se llenaría de ellas.

El Europeo miró al machete que llevaba Breer.

—¿Por qué has venido? —quiso saber.

El Tragasables intentó responder, pero su lengua se negó a cumplir su deber. Solo se oyó un sonido dental sordo que podía haber sido: «dos», «adiós» o «Dios», pero no era ninguna de ellas.

—¿Has venido a que te maten? ¿Es eso?

Breer meneó la cabeza. No tenía esa intención, y Mamoulian lo sabía. La muerte era el último de sus problemas. Alzó la hoja que llevaba al costado para indicar sus intenciones.

—Puedo destruirte —dijo Mamoulian.

Breer volvió a menear la cabeza. «Huerto», dijo, lo cual Mamoulian interpretó y repitió como «Muerto».

—Muerto… —reflexionó Chad—. ¡Dios del cielo! Este hombre está muerto.

El Europeo murmuró una afirmación.

Chad sonrió. Quizá los hubieran estafado con la ola destructora. Tal vez los cálculos del reverendo no eran correctos, y el Diluvio no se abatiría sobre ellos hasta pasados algunos meses. ¿Qué importaba? Podía contar historias, qué historias. Ni siquiera Bliss, que hablaba de los demonios en el alma del hemisferio, había conocido escenas como esta. El santo observó, lamiéndose los labios con expectación.

En el pasillo, Whitehead se había arrastrado a tres o cuatro metros de la puerta principal, y veía a Marty, que se había levantado. Apoyado en el dintel de la puerta del cuarto de baño, Marty sintió los ojos del anciano sobre él. Whitehead alzó una mano para llamarlo. Marty se tambaleó lentamente hasta el pasillo, ignorado por los actores de la sala de juego. Allí fuera estaba oscuro; la luz de la sala de juego, la lívida luz de la vela, estaba sellada por la puerta semicerrada.

Marty se arrodilló junto a Whitehead. El viejo lo agarró por la camisa.

—Tienes que ir a buscarla —le dijo, su voz casi se había desvanecido, tenía los ojos saltones y sangre en la barba, y sangraba más con cada palabra, pero su presa era fuerte—. Ve a buscarla, Marty —siseó.

—¿De qué está hablando?

—La ha atrapado —dijo Whitehead—. La tiene dentro. Ve a buscarla, por amor de Dios, o se quedará allí para siempre, igual que los otros. —Parpadeó en dirección al rellano, recordando el azote de la plaza Muranowski. ¿Habría llegado allí? ¿Estaría prisionera bajo el árbol, con las manos ansiosas de Vasiliev en su cuerpo? Los labios del viejo empezaron a temblar—. No… puede atraparla, muchacho —dijo—. ¿Me oyes? No permitas que la atrape.

Marty encontraba difícil hilar el sentido de aquello. ¿Whitehead estaba sugiriendo que encontrase el modo de introducirse en Mamoulian y rescatar a Carys? Era imposible.

—No puedo —dijo.

El viejo hizo una mueca de asco, y lo soltó como si acabase de descubrir que sostenía un puñado de excrementos. Apartó la cabeza, dolorosamente.

Marty miró hacia la sala de juego. Vio a Mamoulian por la rendija de la puerta, avanzando hacia la inconfundible figura del Tragasables. En el rostro del Europeo se leía fragilidad. Marty lo estudió por un instante, y luego miró a los pies del Europeo. Carys yacía allí, con el rostro alarmado por la muerte y la piel brillante. No podía hacer nada; ¿por qué papá no lo dejaba perderse en la noche y curarse las heridas? No podía hacer nada.

Y si escapaba; si encontraba un lugar donde esconderse, donde curarse, ¿se libraría alguna vez del olor de la cobardía? ¿Acaso este momento, esta encrucijada, no se quedaría grabada en su memoria para siempre? Se volvió a mirar a papá. Solo el débil movimiento de sus labios indicaba que estaba vivo.

—Ve a buscarla —insistía, como un catecismo que habría de repetir hasta que expirase—. Ve a buscarla. Ve a buscarla.

Marty le había pedido algo parecido a Carys: que se adentrara en la guarida del lunático y volviera a contarle una historia. ¿Cómo no iba a devolverle el favor? «Ve a buscarla. Ve a buscarla». Las palabras de papá se desvanecían con cada latido de su corazón moribundo. Quizá pudiera rescatarla, pensó Marty, en algún lugar en el flujo del cuerpo de Mamoulian. Y si no podía, si no podía, ¿sería tan duro morir en el intento, y poner fin a las encrucijadas, y las elecciones que se convertían en ceniza?

Pero ¿cómo? Intentó acordarse de cómo lo había hecho ella, pero el proceso era demasiado complicado (el baño, el silencio) y sin duda tendría pocas ocasiones para emprender el viaje antes de que cambiasen las circunstancias. Su única esperanza era la realidad de su camisa ensangrentada: cómo había sentido, mientras se dirigía hacia allí, que Carys había derribado una barrera en su cabeza, y que el daño causado era permanente. Quizá su mente pudiera seguirla por la herida abierta, y rastrear su aroma con tanta tenacidad como ella había perseguido el suyo.

Cerró los ojos, ignorando el pasillo, a Whitehead y al cuerpo que yacía a los pies del Europeo. La vista era una trampa; ella se lo había dicho en una ocasión. Y también el esfuerzo. Tenía que relajarse. Dejar que el instinto y la imaginación lo llevasen adonde la razón y el intelecto no podían.

La conjuró, sin esfuerzo, olvidando la sombría realidad de su cadáver, y evocando en cambio su sonrisa viva. Pronunció su nombre mentalmente y apareció ante él en una docena de momentos: riéndose, desnuda, confusa, arrepentida. Pero prescindió de los detalles, dejando solo su presencia esencial en su cabeza.

Estaba soñando con ella. La herida estaba abierta, y le dolía volver a tocarla. La sangre manaba de su boca abierta, pero la sensación era un fenómeno lejano. Tenía poco que ver con su estado actual, que era cada vez más alienado. Le parecía que se desprendía de su cuerpo. Era innecesario: un desecho. La facilidad del procedimiento lo asombró; solo le preocupaba haberse puesto demasiado ansioso; tendría que controlar su entusiasmo, no fuese a olvidar la precaución, y ser descubierto.

No veía nada; no oía nada. El estado en que se movía (¿se movía siquiera?) no era susceptible a los sentidos. Aunque no tenía pruebas de su percepción, estaba seguro de que se había abstraído de su cuerpo. Lo había dejado atrás, debajo de él: una envoltura vacía. Delante de él, Carys. Soñaría hasta ella.

Y entonces, cuando pensaba que podría disfrutar de aquel extraordinario viaje, el Infierno se desplegó frente a él…

Mamoulian, absorto en el Tragasables, no sintió nada cuando Marty se adentró en él. Breer tomó carrerilla hacia él, alzó el machete y le asestó un golpe. Se apartó para esquivarlo con perfecta economía de movimientos, pero Breer se volvió para descargar otro golpe con sobrecogedora velocidad, y esta vez, más por azar que por puntería, el machete se deslizó por el brazo de Mamoulian, hundiéndose en la tela de su traje gris oscuro.

—Chad —dijo el Europeo sin apartar los ojos de Breer.

—¿Sí? —respondió el muchacho rubio. Seguía apoyado en la pared, junto a la puerta, con la pose de un héroe indolente; había encontrado el alijo de puros de Whitehead, se había embolsado varios, y había encendido uno. Exhaló una nube de humo azul polvoriento, y observaba a los gladiadores, embotado por el alcohol—. ¿Qué quieres?

—Busca la pistola del Peregrino.

—¿Para qué?

—Para nuestro visitante.

—Mátalo tú —respondió Chad con indiferencia—, puedes hacerlo.

La mente de Mamoulian se sublevó ante la idea de tocar aquella corrupción; mejor una bala. A corta distancia, acabaría con el Tragasables. Ni siquiera los muertos podían caminar sin cabeza.

—¡Ve a buscar la pistola! —exigió.

—No —respondió Chad. El reverendo había dicho que era mejor hablar con franqueza.

—No es momento para juegos —dijo Mamoulian, apartando su atención de Breer por un instante para mirar a Chad. Fue un error. El cadáver volvió a blandir el machete, y esta vez el golpe impactó en el hombro de Mamoulian, alojándose en el músculo cercano al cuello. El Europeo no emitió sonido alguno, tan solo un gruñido al recibir el golpe, y otro más cuando Breer retiró la hoja de la hendidura.

»Detente —le dijo a su atacante.

Breer meneó la cabeza. Para eso había venido, ¿verdad? Era el preludio de un acto que había esperado mucho tiempo para representar.

Mamoulian se llevó la mano a la herida del hombro. Podía encajar un balazo y sobrevivir; pero un ataque más traumático, que comprometiera la integridad de su carne, era peligroso. Tenía que acabar con Breer, y si el santo no le traía la pistola tendría que matar al Tragasables con las manos desnudas.

Breer pareció percatarse de su intención.

—No puedes hacerme daño —intentó decirle, pero las palabras salieron confusas—. Estoy muerto.

Mamoulian meneó la cabeza.

—Te haré pedazos si es necesario —murmuró—. Te haré pedazos.

Chad sonrió al escuchar la promesa del Europeo. Dios bendito, pensó, así acabaría el mundo. Un laberinto de habitaciones, los coches de la autopista que volvían a casa serpenteando, los muertos y los moribundos peleando a la luz de las velas. El reverendo estaba equivocado. El Diluvio no era una ola, ¿verdad? Eran ciegos con hachas; eran los poderosos de rodillas, suplicando para no morir a manos de los idiotas; era la epidemia del impulso irracional. Mientras observaba pensaba cómo le describiría esa escena al reverendo, y por primera vez en sus diecinueve años, un espasmo de pura alegría recorrió su linda cabecita.

Marty no se había percatado de cuán placentera había sido la experiencia del viaje, un pasajero del pensamiento puro, hasta sumergirse en el cuerpo de Mamoulian. Se sintió como un hombre desollado inmerso en aceite hirviendo. Se retorció, y su esencia imploró a gritos que acabase ese Infierno del físico de otro hombre. Pero Carys estaba allí. Tenía que aferrarse a esa idea por encima de todo, como si fuera una piedra de toque.

En aquel maremoto sus sentimientos por ella tenían la pureza de las matemáticas. Sus ecuaciones, complejas, pero de pruebas elegantes, ofrecían una delicadeza parecida a la verdad. Tenía que obstinarse en ese descubrimiento. Si cejaba una sola vez estaba perdido.

Aunque estaba privado de sus sentidos, le parecía que aquel nuevo estado trataba de imponerle una visión de sí mismo. Por el rabillo de sus ojos ciegos vio que destellaban luces, se abrían perspectivas y volvían a cerrarse en un instante, soles amenazaban con explotar sobre su cabeza y se extinguían antes de ofrecer calor o luz. Una irritación lo poseyó: una picazón de locura. Si te rascas, le decía, ya no tendrás de qué preocuparte. Resistió la seducción pensando en Carys.

Se ha ido, dijo la picazón, más abajo de donde osarías llegar. Mucho más abajo.

Lo que aseguraba podía ser cierto. Se la había tragado entera, la había llevado dondequiera que guardase sus objetos favoritos. A donde se originaba el vacío con el que había interferido en Caliban Street. Si se enfrentaba a semejante vacío se marchitaría: ya no tendría salvación. Qué sitio, dijo la picazón, qué sitio tan terrible. ¿Quieres verlo?

No.

¡Venga, mira! ¡Mira y tiembla! ¡Mira y muere! Querías saber lo que era, pues estás a punto de ver lo peor de él.

No te escucho, pensó Marty. Siguió avanzando, y aunque, al igual que en Caliban Street, en aquel lugar no había arriba ni abajo, ni delante ni detrás, tenía la sensación de descender. ¿Serían solo las metáforas que llevaba consigo, que describían el Infierno como un abismo? ¿O se estaba arrastrando por las entrañas del Europeo hasta el intestino donde se ocultaba Carys?

Por supuesto, nunca escaparás, sonrió la picazón. No cuando llegues ahí abajo. No hay vuelta atrás. No te cagará nunca. Te quedarás encerrado ahí dentro para siempre.

Carys escapó, repuso él.

Ella estaba en su cabeza, le recordó la picazón. Ojeando su biblioteca. Tú estás enterrado en un montón de estiércol; y bien profundo, sí señor, bien profundo.

¡No!

Claro que sí.

¡No!

Mamoulian meneó la cabeza. Estaba llena de extraños dolores, y de voces. ¿O solo era el pasado que le hablaba? Sí, el pasado. Le había susurrado y cuchicheado al oído con más fuerza en aquellas últimas semanas que en todas las décadas anteriores. Cuando su mente estaba ociosa, la gravedad de la historia la había reclamado, y había regresado al patio del monasterio con la nieve, el tamborilero que temblaba a su derecha y los parásitos que abandonaban los cadáveres cuando estos se enfriaban. De esa conspiración de momentos habían surgido doscientos años de vida. Si el disparo que mató al verdugo se hubiera retrasado tan solo unos segundos el hacha habría caído, su cabeza habría rodado, y los siglos que había vivido no lo habrían contenido; ni él a ellos.

¿Y por qué volvía ese ciclo de pensamientos al ver a Anthony al otro lado de la habitación? Estaban a mil kilómetros y ciento setenta años de aquel suceso. No estoy en peligro, se reprendió, así que, ¿para qué temblar? Breer vacilaba, a punto de derrumbarse definitivamente; despacharlo sería una tarea sencilla, aunque desagradable.

Se movió con rapidez y agarró la garganta de Breer con la mano buena antes de que el otro pudiera reaccionar. Los delgados dedos del Europeo se hundieron en la masa blanduzca y se cerraron en torno al esófago de Breer. Luego tiró con fuerza. Una buena porción del cuello de Breer se desprendió con un chisporroteo de grasa y fluidos. Se oyó un sonido como el de un escape de vapor.

Chad aplaudía con el puro en la boca. En el rincón donde se había derrumbado, Tom había dejado de gemir, y contemplaba también la mutilación. Un hombre luchaba por su vida, el otro por su muerte. ¡Aleluya! Los santos y los pecadores, todos juntos.

Mamoulian arrojó el puñado de escoria. A pesar de su formidable herida, el Tragasables seguía en pie.

—¿Es que tengo que despedazarte? —dijo Mamoulian. En el instante en que habló, algo arañó su interior. ¿La muchacha todavía se resistía a su encierro?

»¿Quién anda ahí? —preguntó con suavidad.

Carys respondió. No a Mamoulian, sino a Marty. Aquí, le dijo. Él la oyó. No, no la oyó: la sintió. Ella lo llamó, y él la siguió.

La picazón de Marty estaba en el séptimo cielo. Es demasiado tarde para ayudarla, decía: ya es demasiado tarde para todo.

Pero ella estaba cerca, lo sabía, su presencia sofocaba el pánico. Estoy contigo: le decía. Ahora somos dos.

La picazón no se dejó impresionar. La idea de que escaparan le divertía. Estás encerrado para siempre, dijo, es mejor que lo admitas. Si ella no puede salir, ¿por qué ibas a poder hacerlo tú?

Dos, dijo Carys. Ahora somos dos. Por un momento sobrecogedor, Marty entendió el significado de sus palabras. Estaban juntos, y juntos eran más que la suma de sus partes. Pensó en sus cuerpos entrelazados, en el acto físico que era una metáfora de aquella unión distinta. Hasta entonces no lo había comprendido. Su mente se regocijó. Ella estaba con él: y él con ella. Eran un pensamiento indivisible, imaginándose el uno al otro.

¡Vamos!

Y el Infierno se dividió; no tuvo elección. La provincia se fragmentó cuando escaparon del alcance del Europeo. Experimentaron algunos momentos exquisitos como una sola mente, hasta que se impuso la gravedad, o la ley que se aplicase en ese estado, cualquiera que fuese. Entonces se produjo la separación, una expulsión brusca de aquel edén momentáneo, y ambos cayeron en picado hacia sus propios cuerpos, terminada la conjunción.

Mamoulian sintió su fuga como una herida más traumática que cualquiera que Breer le hubiese infligido hasta el momento. Se llevó el dedo a la boca, con una mirada de pérdida terrible en su rostro. Las lágrimas surgieron sin freno, diluyendo la sangre de su cara. Breer pareció advertir una invitación en aquello: había llegado su momento. Una imagen apareció espontáneamente en su cerebro licuado, como si fuera una de las fotografías granuladas de su libro de atrocidades, pero esta imagen se movía. Estaba nevando; las llamas de un brasero bailaban.

El machete que sostenía le pesaba más cada segundo: más bien era un hacha. Lo alzó; su sombra cayó sobre el rostro del Europeo.

Mamoulian observó los rasgos devastados de Breer, y los reconoció; entendió cómo todo le había llevado hasta este momento. Inclinado bajo el peso de los años, cayó de rodillas.

Mientras tanto, Carys abrió los ojos. Había sido un regreso abyecto y demoledor; más terrible para Marty que para ella, que estaba acostumbrada a la sensación. Pero nunca era muy agradable sentir cómo el músculo y la grasa se solidificaban en torno al espíritu.

Marty también había abierto los ojos, y contemplaba el cuerpo que ocupaba. Era pesado y mezquino. Buena parte de él (las capas de piel, el pelo, las uñas) era materia muerta. La sustancia lo asqueaba. Encontrarse en ese estado era una burla de la libertad que acababa de disfrutar. Se incorporó de un brinco, emitiendo un pequeño grito de asco, como si al despertar hubiese encontrado su cuerpo cubierto de insectos.

Miró a Carys en busca de consuelo, pero había reclamado su atención una visión oculta de Marty por la puerta semicerrada.

El espectáculo le resultaba familiar. Pero el punto de vista era distinto, y tardó algún tiempo en ubicar la escena: el hombre arrodillado, con el cuello descubierto, los brazos un poco separados del cuerpo, los dedos extendidos en el gesto universal de sumisión; el verdugo de rostro borroso que alzaba la hoja para decapitar a la víctima dispuesta; alguien que se reía en las proximidades.

La última vez que había visto esa imagen había estado tras los ojos de Mamoulian, un soldado en un patio salpicado de sangre, esperando el golpe que acabase con su joven vida. Un golpe que nunca se había producido; o que más bien se había pospuesto hasta aquel momento. ¿Había esperado tanto tiempo el verdugo, viviendo en un cuerpo y desechándolo por otro, persiguiendo a Mamoulian a través de las décadas hasta que al fin el destino juntase las piezas de una reunión? ¿O todo era obra del Europeo? ¿Acaso su voluntad había convocado a Breer para que acabase una historia interrumpida por accidente generaciones antes?

Nunca lo sabría. El acto había empezado por segunda vez y no habría de retrasarse de nuevo. El arma se abatió y estuvo a punto de separar la cabeza del cuello de un solo golpe. Resistió dos golpes sucesivos, gracias a los tendones resistentes que la sostuvieron del tronco, colgando con la nariz contra el pecho, antes de soltarse, rodando entre las piernas del Europeo y descansando a los pies de Tom. El muchacho la apartó de una patada.

Mamoulian no había hecho sonido alguno; pero ahora, decapitado, el torso se desfogó. La herida emitió ruido además de sangre; al parecer, las quejas surgían de todos los poros. Y con el sonido brotaron fantasmas etéreos de imágenes incompletas, que se alzaban como vapor. Aparecieron cosas amargas, y huyeron; sueños, quizá, o fragmentos del pasado. Todo era lo mismo. Siempre lo había sido, de hecho. Había surgido de los rumores; el legendario, el incorregible, aquel cuyo mismo nombre era una mentira. ¿Acaso importaba que su biografía, que corría hacia la nada, se tomase por ficción?

Breer, incansable, empezó a castigar la herida abierta en el cuello del cadáver con el machete, cortando primero hacia abajo y luego de lado, en sus esfuerzos para despedazar al enemigo en trozos cada vez más pequeños. Le cercenó un brazo sucintamente, y lo recogió para seccionar la mano de la muñeca, y el antebrazo de la parte superior. En unos instantes la habitación, que había estado casi en calma durante la ejecución, se convirtió en un matadero.

Marty se tambaleó hasta la puerta a tiempo de ver cómo Breer le amputaba el otro brazo a Mamoulian.

—¡Mira cómo va! —dijo el muchacho americano, brindando por el baño de sangre con el vodka de Whitehead.

Marty observó la masacre, sin palidecer. Todo había terminado. El Europeo estaba muerto. Su cabeza yacía de lado bajo la ventana; parecía pequeña; como un vestigio.

Carys, pegada a la pared, junto a la puerta, le cogió la mano.

—¿Papá? —dijo—. ¿Qué ha pasado con papá?

Mientras hablaba, el cadáver arrodillado de Mamoulian se desplomó hacia delante. Los fantasmas y el bullicio que habían brotado del cuerpo habían cesado. Solo quedaba un chorro de sangre negra. Breer se inclinó para proseguir la carnicería, abriendo el abdomen de dos tajos. La orina manó de la vejiga atravesada como de una fuente.

Carys, repugnada por los ataques, dejó la habitación. Marty se demoró otro instante. Lo último que vio al seguir a Carys fue que el Tragasables recogía la cabeza de Mamoulian por el cabello, como si fuera una fruta exótica, y le asestaba un golpe lateral.

En el pasillo Carys se agachó junto a su padre; Marty se unió a ella. La muchacha acarició la mejilla del anciano.

—¿Papá? —dijo. No estaba muerto, pero tampoco estaba realmente vivo. Apenas tenía pulso. Sus ojos estaban cerrados.

—Es inútil… —dijo Marty cuando ella sacudió el hombro del viejo—. Es como si ya estuviera muerto.

En la sala de juego, Chad había empezado a chillar de risa. Al parecer la actuación del matarife estaba alcanzando cotas desconocidas de absurdo brío.

—No quiero estar aquí cuando se aburra —dijo Marty, pero Carys no se movió—. No podemos hacer nada por el viejo —añadió.

Ella lo miró, desconcertada ante el dilema.

—Se ha ido, Carys. Y nosotros también deberíamos irnos.

El silencio se había abatido sobre el matadero. De algún modo, era peor que la risa, o el sonido de los esfuerzos de Breer.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Marty. Levantó a Carys de un tirón brusco y la empujó hacia la puerta principal del ático. Ella solo opuso una breve resistencia.

Mientras se deslizaban escaleras abajo, en algún lugar por encima de ellos el americano rubio había empezado a aplaudir de nuevo.

72

El muerto se entregó a su trabajo durante un buen rato. Hasta mucho después de que el tráfico doméstico en la autopista se hubiese convertido en un goteo, y solo quedaran los camioneros de larga distancia que rugían de camino al norte. Breer no oyó nada. Sus oídos habían dejado de funcionar tiempo atrás, y su vista, que antaño fuera tan aguda, apenas distinguía la masacre que lo rodeaba. Pero cuando la vista lo abandonó por completo, todavía le quedaban los rudimentos del tacto. Los utilizó para terminar su misión, cortando una y otra vez la carne del Europeo hasta que fue imposible distinguir el trozo que servía para hablar del trozo que servía para mear.

Chad se aburrió del espectáculo mucho antes. Aplastó el segundo puro con el talón, y fue dando un paseo a ver cómo progresaban las cosas. La muchacha y el héroe se habían marchado. Dios los ama, pensó. Pero el viejo seguía tendido en el pasillo, aferrando la pistola que había encontrado en algún momento de los hechos. Tenía espasmos en los dedos de vez en cuando, nada más. Chad volvió a la cámara sangrienta, donde Breer, arrodillado entre la carne y las cartas, seguía troceando, y levantó a Tom. Se encontraba en un estado de languidez, con los labios casi azules, y fueron necesarios muchos ánimos para hacerle reaccionar. Pero Chad era un proselitista nato, y una breve charla le devolvió cierto entusiasmo.

—Ya no hay nada imposible para nosotros, ¿sabes? —le dijo Chad—. Estamos bautizados, o sea, que ya lo hemos visto todo, ¿verdad? No hay nada en el mundo que el diablo pueda usar contra nosotros, porque ya hemos pasado por eso. ¿A que hemos pasado por eso?

Chad estaba eufórico con su recién descubierta libertad. Quería demostrar el argumento, y se le ocurrió la brillante idea (esto te gustará, Tommy) de cagar en el pecho del viejo. A Tom no le parecía importarle si lo hacía o no, y se limitó a observar mientras Chad se bajaba los pantalones para hacer el trabajo sucio. Las tripas no lo obedecían. Pero cuando empezaba a levantarse, Whitehead abrió los ojos de repente y la pistola se disparó. La bala, que estuvo a punto de hundirse en los testículos de Chad, trazó una delgada línea roja en el interior de su muslo lechoso y pasó silbando junto a su rostro antes de estrellarse en el techo. Las tripas de Chad se aflojaron entonces, pero el viejo estaba muerto; había muerto al efectuar el disparo que había estado a punto de volar la hombría de Chad.

—Por un pelo —dijo Tom, la cuasi mutilación de Chad había interrumpido su estado catatónico.

—Supongo que he tenido suerte —respondió el muchacho rubio. Luego se vengaron lo mejor que pudieron, y siguieron su camino.

Soy el último de la tribu, pensó Breer. Cuando muera, los Tragasables serán algo del pasado.

Salió arrastrándose del hotel Pandemonio, sabiendo que la poca coherencia que le restaba a su cuerpo estaba disminuyendo con rapidez. Sus dedos apenas podían abarcar el bidón de gasolina que había robado del maletero de un coche antes de llegar al hotel, y que había dejado en el recibidor, en espera de aquella extremaunción. Era tan difícil abarcarlo con la mente como lo era con los dedos, pero se esforzó tanto como pudo. No podía nombrar las cosas que olisquearon su cadáver cuando se sentó entre la basura; ni siquiera podía recordar quién era, excepto que una vez había contemplado escenas bellas y maravillosas.

Desenroscó el tapón del bidón de gasolina y derramó el contenido sobre sí mismo con tanta eficiencia como pudo. La mayor parte del fluido formó un charco a su alrededor. Luego soltó el bidón y rebuscó a ciegas las cerillas. La primera no prendió, y la segunda tampoco. La tercera sí. Las llamas lo envolvieron al instante. Su cuerpo se encogió en la conflagración, adoptando la actitud pugilística común en las víctimas de inmolación, las articulaciones se encogieron al asarse, arrastrando los brazos y las piernas hasta una postura defensiva.

Cuando las llamas se extinguieron al fin, llegaron los perros para rapiñar lo que pudieran. Pero más de uno se alejó gañendo, con el paladar cortado por un bocado de carne en el que se ocultaban, como las perlas en una ostra, las cuchillas que Breer había engullido como un gourmet.