VII
Sin límites
40
No era una mañana para enterrar perros muertos; el cielo estaba demasiado despejado y prometedor. Los aviones partían hacia América dejando una estela de vapor, y los bosques florecían, llenos de vida. Pero el trabajo tenía que hacerse, aunque fuese inapropiado.
La inflexible luz del día revelaba el alcance de la masacre. Además de matar a los perros que había en torno a la casa, los intrusos habían entrado en las perreras y habían asesinado sistemáticamente a sus ocupantes, incluyendo a Bella y a su prole. Cuando Marty llegó a las perreras Lillian ya se encontraba allí. Parecía que hubiera estado llorando durante días. Acunaba en sus manos a uno de los cachorros. Le habían aplastado la cabeza salvajemente.
—Mira —le dijo, tendiéndole el cadáver.
Marty no había podido desayunar nada: la idea del trabajo que le esperaba le había quitado el apetito. Ahora deseó haberse obligado a hacerlo: le resonaba el estómago vacío. Estaba un poco mareado.
—Si hubiera estado aquí… —dijo ella.
—Probablemente habrías acabado muerta tú también —le dijo. Era la pura verdad.
Lillian volvió a poner al cachorro sobre la paja, y acarició la mata de pelo de Bella. Marty era más escrupuloso. No quería tocar los cadáveres, aunque llevaba unos gruesos guantes de cuero. Pero compensaba su falta de respeto con su eficacia, y la repugnancia le servía de estímulo para apresurarse. Lillian, aunque había insistido en estar presente para ayudar, era incapaz de afrontar los hechos. Se limitó a observar mientras Marty envolvía los cuerpos de los perros en bolsas de basura negras, cargaba los lóbregos paquetes en la parte trasera del todoterreno, y conducía el coche fúnebre improvisado hasta un claro que había escogido en los bosques, donde habrían de ser enterrados a petición de Whitehead, de modo que no se vieran desde la casa. Había traído dos palas, con la esperanza de que Lillian lo ayudase, pero estaba claro que no podía. De modo que lo hizo él solo, mientras ella observaba las gotas que caían de los fardos con las manos en los bolsillos de su andrajoso abrigo.
Fue un trabajo difícil. El suelo estaba lleno de raíces, que se entrecruzaban de un árbol a otro, y Marty pronto empezó a sudar, cortando las raíces con el filo de la pala. Cuando hubo cavado una fosa poco profunda empujó los cuerpos al interior y empezó a cubrirlos de tierra, que al caer repiqueteó en los sudarios de plástico como lluvia seca. Cuando acabó de llenar la fosa aplastó el suelo dejando un tosco montículo.
—Voy a la casa a por una cerveza —le dijo a Lillian—, ¿vienes?
Ella meneó la cabeza.
—Últimos respetos —murmuró.
Marty la dejó entre los árboles, y volvió a la casa sobre el césped. Mientras andaba, pensaba en Carys. Seguro que ya estaba despierta, aunque las cortinas de su habitación todavía estaban corridas. Pensó que le gustaría ser un pájaro para mirar por el hueco de las cortinas y espiarla mientras se estiraba en la cama, desnuda, perezosa, con los brazos por encima de la cabeza, y vello en las axilas, y donde se juntaban sus piernas. Entró en la casa con una sonrisa y una erección.
Encontró a Pearl en la cocina, le dijo que estaba hambriento, y subió a ducharse. Cuando volvió a bajar tenía el almuerzo preparado: ternera, pan y tomates. Lo atacó con entusiasmo.
—¿Has visto a Carys esta mañana? —preguntó con la boca llena.
—No —respondió ella. Estaba muy poco comunicativa, tenía el rostro contraído por alguna pena privada. Marty la vio moverse por la cocina y se preguntó cómo sería en la cama: por alguna razón ese día estaba lleno de pensamientos sucios, como si su mente se negara a deprimirse por el entierro y estuviera ávida de ejercicio edificante. Mientras masticaba un bocado de ternera salada le preguntó:
—¿Le serviste ternera al viejo anoche?
Pearl no se apartó de sus tareas para responderle:
—Anoche no cenó. Le dejé pescado, pero no lo probó.
—Pero si tenía carne —dijo Marty—. Me la terminé yo. Y fresas.
—Pues bajaría y las cogería él mismo. Siempre fresas —dijo—. Cualquier día se atraganta con ellas.
Ahora que Marty pensaba en ello, Whitehead había dicho que su invitado había llevado la carne.
—Estaba buena, fuera lo que fuese —dijo.
—No fue cosa mía —dijo Pearl, ofendida como una esposa que descubriese el adulterio de su marido.
Marty dejó la conversación; era inútil intentar animarla cuando estaba de ese humor.
Cuando acabó el desayuno subió a la habitación de Carys. La casa estaba tan silenciosa que se habría oído la caída de un alfiler; había recuperado la compostura, después de la farsa letal de la noche anterior. Los cuadros que bordeaban la escalera, las alfombras, todo conspiraba contra cualquier rumor de agitación. Allí el caos era tan inconcebible como un motín en una galería de arte: todos los precedentes lo negaban.
Llamó con suavidad a la puerta de Carys. No hubo respuesta, de modo que volvió a llamar con más fuerza.
—¿Carys?
Quizá no quisiera hablar con él. Nunca había podido predecir, de un día para otro, si eran amantes o enemigos. Pero sus ambigüedades ya no lo atormentaban. Suponía que era el modo que tenía de ponerlo a prueba, y le parecía bien, siempre y cuando al final admitiese que lo amaba más que a ningún otro cabrón sobre la faz de la tierra.
Probó el picaporte; la puerta no estaba cerrada con llave. La habitación del otro lado estaba vacía. No solo no estaba Carys, sino que no había ni rastro de su existencia allí. Sus libros, sus artículos de aseo, su ropa, sus adornos, todo lo que indicaba que la habitación era suya había desaparecido. Habían quitado hasta las sábanas de la cama y las fundas de las almohadas. El colchón desnudo tenía un aspecto desolador.
Marty cerró la puerta y bajó las escaleras. Había pedido explicaciones más de una vez, y le habían dado muy pocas. Pero esto era demasiado. Le habría gustado que Toy hubiera seguido por allí: por lo menos él lo había tratado como a un animal pensante.
Luther estaba en la cocina, con los pies encima de la mesa entre un revoltijo de platos sucios. Estaba claro que Pearl había dejado sus dominios en manos de los bárbaros.
—¿Dónde está Carys? —fue la primera pregunta de Marty.
—Tú nunca te das por vencido, ¿eh? —dijo Luther. Apagó el cigarrillo en el plato del almuerzo de Marty, y pasó una página de la revista que estaba leyendo.
Marty sintió que se avecinaba una explosión. Luther nunca le había caído bien, pero había aguantado los comentarios irónicos del cabrón durante meses, porque el sistema le prohibía la clase de respuesta que de verdad quería darle. Ahora el sistema se estaba desmoronado con rapidez. Toy había desaparecido, los perros estaban muertos, Luther tenía los pies en la mesa de la cocina: ¿a quién demonios iba a importarle que le hiciera polvo?
—Quiero saber dónde está Carys.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
Marty dio un paso en dirección a la mesa. Luther pareció advertir que la conversación se había agriado. Arrojó la revista y dejó de sonreír.
—No te pongas nervioso, tío.
—¿Dónde está?
Luther alisó la página que tenía frente a él, pasando la palma de la mano sobre el reluciente desnudo.
—Se ha ido —dijo.
—¿Adónde?
—Se ha ido, tío. Eso es todo. ¿Estás sordo, eres idiota, o las dos cosas?
Marty atravesó la cocina en un segundo y levantó a Luther de la silla. Al igual que la mayoría de la violencia espontánea, la de Marty no fue nada elegante. El tosco ataque los desequilibró a ambos. Luther estuvo a punto de caerse y golpeó con el brazo extendido una taza de café, que se cayó y se hizo pedazos mientras los dos daban tumbos por la cocina. Luther recuperó el equilibrio antes que Marty y lo golpeó con la rodilla en la entrepierna.
—¡Dios!
—¡Quítame las putas manos de encima, tío! —gritó Luther, espantado por la explosión—. No quiero pelearme contigo, ¿vale? —Las exigencias de Luther se convirtieron en una súplica de cordura—. Venga, tío. Cálmate.
Marty respondió arrojándose contra él con los puños por delante. Conectó un golpe a la cara de Luther, más por suerte que por habilidad, y a continuación le dio tres o cuatro puñetazos en el estómago y en el pecho. Luther retrocedió para escapar del ataque, resbaló en el café frío y se cayó. Decidió quedarse a salvo en el suelo, sin aliento y cubierto de sangre, mientras Marty se frotaba las manos doloridas. Le lloraban los ojos por el golpe que había recibido en las pelotas.
—Dime dónde está… —jadeó.
Luther escupió una bola de flema manchada de sangre antes de responder.
—¡Estás como una puta cabra, tío! ¿Lo sabes? No sé dónde está. Pregúntale al gran padre blanco. Es el que le da la puta heroína.
Por supuesto, esa revelación aclaraba media docena de misterios. Explicaba la reticencia de Carys a dejar al viejo; también explicaba su lasitud, esa incapacidad para ver más allá del día siguiente, del chute siguiente.
—¿Y tú le pasas el material? ¿Es eso?
—A lo mejor. Pero yo no la enganché, tío. Yo no lo hice. ¡Fue él, desde el principio! Lo hizo para retenerla, joder, para retenerla. Qué pedazo de cabrón… —Hablaba con auténtico desprecio—. ¿Qué clase de padre hace eso? Seguro que ese hijo de puta podría enseñarnos un par de trucos sucios —se interrumpió para tocarse el interior de la boca; estaba claro que no tenía intención de levantarse hasta que hubiera remitido la sed de sangre de Marty—. Yo no hago preguntas —dijo—. Lo único que sé es que he tenido que limpiar su habitación esta mañana.
—¿Dónde están sus cosas?
Luther tardó unos segundos en contestar.
—Las he quemado casi todas —dijo al fin.
—Por amor de Dios, ¿por qué?
—Órdenes del viejo. ¿Has terminado?
Marty asintió.
—He terminado.
—Tú y yo nunca nos hemos llevado bien —dijo Luther—. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Los dos somos una mierda —dijo con tristeza—, una mierda pinchada en un palo. Pero yo sé lo que soy. Hasta puedo vivir con ello. Pero tú eres un pobre cabrón que piensa que si le lame el culo lo suficiente al final le perdonarán sus faltas.
Marty se sonó la nariz con la mano, y luego se la limpió en los vaqueros.
—La verdad duele, ¿eh? —se burló Luther.
—Vale —respondió Marty—, ya que se te da tan bien la verdad, a lo mejor puedes decirme lo que está pasando aquí.
—Ya te he dicho que yo no hago preguntas.
—¿Nunca lo has pensado?
—Nos ha jodido que lo he pensado. Lo pensaba cada vez que le llevaba droga a la niña, o cuando veía que el viejo se ponía a sudar cuando empezaba a oscurecer. Pero ¿por qué iba a tener sentido? Es un lunático; eso es lo que pasa. Se le fue la olla cuando murió su mujer. Fue demasiado repentino y no pudo soportarlo. Está loco desde entonces.
—¿Y eso explica todo lo que está pasando?
Luther se limpió una gota de saliva ensangrentada de la barbilla con el dorso de la mano.
—Yo no me meto en nada —dijo.
—Pues yo sí —respondió Marty.
41
El viejo no accedió a ver a Marty hasta media tarde. Para entonces la rabia de este se había apaciguado, lo cual era seguramente la razón del retraso. Esa noche Whitehead había dejado el estudio y la silla junto a la ventana. Por el contrario, se había sentado en la biblioteca. La única lámpara que ardía en la habitación estaba un poco detrás de su silla. Como resultado, era casi imposible ver su rostro, y su voz desprovista de emoción no revelaba nada sobre su estado de ánimo. Pero Marty había esperado a medias la representación, y estaba preparado. Tenía que hacerle algunas preguntas, y no estaba dispuesto a dejarse intimidar para guardar silencio.
—¿Dónde está Carys? —exigió.
La cabeza se movió un poco al amparo del sillón. Las manos cerraron el libro que tenía en el regazo y lo pusieron en la mesa. Era uno de esos libros de ciencia ficción de bolsillo; una lectura ligera para una noche pesada.
—¿A ti qué te importa? —quiso saber Whitehead.
Marty pensaba que había previsto todas las reacciones posibles (el soborno, la coacción), pero no había esperado que le hiciese esa pregunta, que volvía a ponerlo a él en el centro de la cuestión. Planteaba otras dudas, por ejemplo: ¿sabía Whitehead la relación que tenía con Carys? Se había torturado toda la tarde con la idea de que ella se lo había contado todo, de que había ido al viejo después de la primera noche, y de las noches siguientes, para contarle toda su torpeza y su ingenuidad.
—Necesito saberlo —dijo.
—Bueno, supongo que no hay razón para no decírtelo —respondió la voz muerta—, aunque Dios sabe que es una pena privada. Pero me queda muy poca gente en la que pueda confiar.
Marty intentó encontrar los ojos de Whitehead, pero la luz que había detrás de la silla lo deslumbraba. Lo único que podía hacer era escuchar la modulación uniforme de su voz, e intentar descubrir las inferencias que había bajo la corriente.
—Se la han llevado, Marty. A petición mía. A un lugar donde pueden tratar sus problemas como es debido.
—¿Las drogas?
—Seguro que te has dado cuenta de que su adicción ha empeorado considerablemente en estas últimas semanas. Yo esperaba contenerla, dándole suficiente para tenerla satisfecha, y luego ir reduciendo la dosis gradualmente. Y estaba funcionando hasta hace poco —suspiró y se llevó una mano al rostro—. He sido un estúpido. Tendría que haber admitido la derrota hace mucho tiempo y haberla enviado a una clínica. Pero no quería que me la quitaran, así de simple. Y anoche, con nuestros visitantes, y la matanza de los perros, me di cuenta de lo egoísta que era al someterla a tanta presión… Es demasiado tarde para ser posesivo, u orgulloso. Si la gente se entera de que mi hija es una yonqui, pues que así sea.
—Ya veo.
—Le tenías cariño.
—Sí.
—Es una muchacha hermosa, y tú estás solo. Ella hablaba de ti con afecto. Con el tiempo seguro que volveremos a tenerla entre nosotros.
—Me gustaría visitarla.
—Te repito que con el tiempo. Por lo visto exigen aislamiento durante las primeras semanas de tratamiento. Pero tranquilo, está en buenas manos.
Era muy convincente. Pero era mentira. Seguro que era mentira. Habían vaciado la habitación de Carys: ¿era porque volvería a estar con ellos al cabo de unas semanas? No era más que otro cuento. Pero antes de que Marty protestase, Whitehead empezó a hablar de nuevo, con una cadencia pausada.
—Eres muy importante para mí, Marty. Como antes Bill. De hecho, creo que debería darte la bienvenida al círculo de los íntimos, ¿no te parece? El próximo domingo voy a dar una cena. Me gustaría que fueras nuestro invitado de honor. —Eran palabras agradables y halagadoras. El viejo había ganado la mano sin esfuerzo—. Vete a Londres esta semana y cómprate algo de ropa decente. Me temo que mis cenas son bastante formales.
Cogió de nuevo el libro y lo abrió.
—Aquí tienes un cheque. —Estaba en el pliegue del libro, firmado y listo para Marty—. Debería bastar para un buen traje, camisas y zapatos, y cualquier otro capricho que quieras darte. —Le tendió el cheque entre los dedos índice y corazón—. Acéptalo, por favor.
Marty dio un paso al frente y cogió el cheque.
—Gracias.
—Puedes cobrarlo en mi banco en el distrito financiero. Te estarán esperando. Lo que no te gastes, quiero que lo apuestes.
—¿Señor? —Marty no estaba seguro de haber entendido la invitación.
—Insisto en que lo apuestes, Marty. A los caballos, a las cartas, a lo que quieras. Disfrútalo. ¿Harías eso por mí? Y cuando vuelvas puedes darle envidia a este viejo con la historia de tus aventuras.
Así que se trataba de un soborno, después de todo. El hecho del cheque hacía que Marty estuviese más seguro que nunca de que el viejo mentía acerca de Carys, pero le faltó valor para insistir. Sin embargo, la cobardía no era lo único que le hacía contenerse: era la creciente excitación que sentía. Le habían sobornado dos veces: una con el dinero y otra con la invitación a que lo apostara. Hacía años que no tenía una oportunidad como esa: dinero en abundancia y tiempo libre. Llegaría el día en que odiase a papá por despertar el virus que había en su interior, pero hasta entonces podía ganar una fortuna, perderla y ganarla de nuevo. Permaneció frente al viejo, sintiendo ya la fiebre.
—Eres un buen hombre, Strauss. —Las palabras de Whitehead se alzaron de la silla en sombras como las de un profeta desde una grieta en la roca. Aunque Marty no podía ver el rostro del potentado, sabía que sonreía.
42
A pesar de los años que había pasado en la isla del sol, Carys tenía un saludable sentido de la realidad. O lo había tenido hasta que la llevaron a la casa fría y vacía de Caliban Street. Allí ya no había nada seguro. Era obra de Mamoulian. Tal vez eso fuese lo único seguro. Las casas no estaban embrujadas, solo lo estaba la mente humana. Lo que allí se movía en el aire, o se arrastraba sobre los tablones desnudos con las pelusas y las cucarachas, lo que centelleaba como la luz sobre la superficie del agua por el rabillo del ojo, todo era creación de Mamoulian.
Durante los tres días que siguieron a su llegada a la casa se había negado a hablar con su anfitrión, o secuestrador, lo que fuese. No recordaba por qué había ido allí, pero sabía que Mamoulian la había engañado para que lo hiciera, había sentido el aliento de su mente en su cuello, y le enfurecía que la hubiese manipulado. Breer, el gordo, le había llevado comida, y el segundo día también droga, pero ella no había comido ni había dicho una sola palabra. La habitación donde la habían encerrado era bastante cómoda: tenía libros, y también una televisión, pero la atmósfera era demasiado inestable para que estuviese a gusto. No podía leer, ni mirar las tonterías de la caja. A veces le costaba hasta recordar su propio nombre; era como si la constante cercanía de Mamoulian la dejase en blanco. Tal vez fuese capaz de hacerlo. Después de todo, se había metido en su cabeza, ¿verdad? Dios sabe cuántas veces se había abierto paso furtivamente en su psique. Había estado en su interior, en su interior, por amor de Dios, y ella nunca se había dado cuenta.
—No tengas miedo.
Eran las tres de la madrugada del cuarto día, otra noche sin dormir. Mamoulian había entrado en su habitación tan silenciosamente que la muchacha bajó la vista para ver si sus pies estaban en contacto con el suelo.
—Odio este lugar —le anunció.
—¿Te gustaría explorar, en lugar de estar encerrada aquí arriba?
—La casa está embrujada —dijo Carys. Esperaba que se riera de ella. No lo hizo, sin embargo. Así que continuó—. ¿Tú eres el fantasma?
—Lo que soy es un misterio —respondió él— hasta para mí. —La introspección suavizaba su voz—. Pero no soy un fantasma, te lo aseguro. No me tengas miedo, Carys. Comparto todo lo que sientes, en cierto grado.
Ella recordó vividamente su repulsión ante el acto sexual. Qué cosa tan pálida y enfermiza era, a pesar de todos sus poderes. No podía odiarlo, aunque tenía razones suficientes.
—No me gusta que me utilicen —dijo.
—No te he hecho ningún daño. No te hago daño ahora, ¿verdad?
—Quiero ver a Marty.
Mamoulian intentaba cerrar la mano mutilada.
—Me temo que no es posible —dijo. El tejido de la cicatriz brillaba cuando lo apretaba, pero la anatomía mal curada no cedía.
—¿Por qué no? ¿Por qué no me dejas verlo?
—Tendrás todo lo que necesites. Comida y heroína en abundancia.
A Carys se le ocurrió de repente que Marty podía estar en la lista negra del Europeo. Que de hecho ya podía estar muerto.
—Por favor, no le hagas daño —dijo.
—Los ladrones van y vienen —respondió él—. No puedo hacerme responsable de lo que le ocurra.
—Nunca te lo perdonaré —dijo ella.
—Sí que lo harás —respondió él, su voz sonaba tan suave que era prácticamente una ilusión—. Ahora soy tu protector, Carys. Si me hubieran dejado, te habría criado desde niña, y te habrías ahorrado las humillaciones que él te ha hecho sufrir. Pero es demasiado tarde. Lo único que puedo hacer es protegerte para que no te corrompan más.
Dejó de intentar cerrar el puño. Carys advirtió que la mano herida le daba asco. Se la cortaría si pudiera, pensó; el sexo no es lo único que odia, es la carne.
—Ya basta —dijo él, ya fuese a propósito de la mano, la discusión, o de nada en absoluto.
Cuando salió para dejarla dormir, no cerró la puerta con llave.
Al día siguiente empezó a explorar la casa. No tenía nada extraordinario; solo era una casa de tres pisos, grande y vacía. En la calle, al otro lado de las ventanas sucias, la gente normal pasaba de largo, demasiado absorta en sí misma para mirar a su alrededor. El primer instinto de Carys fue golpear el cristal y pedir ayuda de algún modo, pero la razón dominó el impulso fácilmente. ¿De qué escaparía, y adónde iría? Allí estaba segura, de algún modo, y tenía drogas. Al principio se había resistido, pero eran demasiado atractivas para tirarlas por el retrete. Y al cabo de unos días a base de pastillas, también se había rendido a la heroína. El suministro era constante: nunca era demasiado, ni demasiado poco, y siempre era de buena calidad.
Únicamente la molestaba Breer, el gordo. A veces la observaba con los ojos casi líquidos, como huevos parcialmente escalfados. Entonces ella se lo decía a Mamoulian, y al día siguiente Breer no se demoraba en su habitación; le llevaba las pastillas y se marchaba enseguida. Y pasaban los días; y a veces no recordaba dónde estaba ni cómo había llegado allí; a veces recordaba su nombre, y a veces no. Una vez, puede que dos, intentó llegar mentalmente hasta Marty, pero este estaba demasiado lejos. Era eso, o que la casa debilitaba sus poderes. Por la razón que fuera, sus pensamientos se perdían a unos cuantos kilómetros de Caliban Street, y volvía sudorosa y asustada.
Había pasado casi una semana en la casa cuando las cosas cambiaron para peor.
—Me gustaría que hicieras algo por mí —dijo el Europeo.
—¿Qué?
—Me gustaría que encontraras al señor Toy. Te acuerdas del señor Toy, ¿verdad?
Por supuesto que lo recordaba. No muy bien, pero lo recordaba. La nariz rota, aquellos ojos cautos que siempre la habían mirado con tanta tristeza.
—¿Crees que puedes encontrarlo?
—No sé cómo hacerlo.
—Deja que tu mente vaya hasta él. Ya sabes cómo, Carys.
—¿Por qué no lo haces tú?
—Porque me estará esperando. Tendrá defensas, y estoy demasiado cansado para luchar con él en este momento.
—¿Tiene miedo de ti?
—Probablemente.
—¿Por qué?
—Eras un bebé la última vez que el señor Toy y yo nos vimos. Nos despedimos como enemigos; cree que seguimos siéndolo…
—Vas a hacerle daño… —dijo ella.
—Eso es asunto mío, Carys.
Ella se levantó, deslizándose por la pared contra la que se había agazapado.
—Me parece que no quiero encontrarlo para ti.
—¿Es que no somos amigos?
—No —dijo ella—. No. Nunca.
—No seas así.
Dio un paso hacia ella. La tocó con la mano rota: su contacto era ligero como una pluma.
—Me parece que sí eres un fantasma —dijo ella.
Lo dejó en el pasillo y subió al baño para pensar bien en todo esto; corrió el cerrojo tras ella. No le cabía la menor duda de que Mamoulian haría daño a Toy si lo llevaba hasta él.
—Carys —dijo él en voz baja. Estaba al otro lado de la puerta. Su cercanía le producía escalofríos.
—No puedes obligarme —dijo ella.
—No me tientes.
El rostro del Europeo apareció de pronto en su cabeza. Volvió a hablar:
—Te conocí antes de que aprendieras a andar, Carys. Te he tenido en brazos muchas veces. Me has chupado el dedo —tenía los labios junto a la puerta y su voz grave reverberaba en la madera contra la que se apoyaba ella.
»No es culpa nuestra que nos separaran. Créeme, me alegro de que tengas los dones de tu padre, porque él nunca los ha utilizado. Nunca ha entendido la sabiduría que podía obtener con ellos. Lo derrochó todo por la fama y la riqueza. Pero tú… Podría enseñarte, Carys. Las cosas que podría enseñarte…
Su voz era tan seductora que parecía atravesar la puerta y envolverla, como habían hecho sus brazos tantos años antes. De pronto volvió a ser pequeña en su abrazo; él la arrullaba y ponía caras tontas para que floreciera una sonrisa de querubín en su rostro.
—Encuentra a Toy por mí. ¿Es mucho pedir después de todos los favores que te he hecho?
Ella se mecía al ritmo que él la acunaba.
—Toy no te quiso nunca —decía—, nadie te ha querido nunca.
Eso era mentira, y un error táctico. Las palabras fueron un jarro de agua fría en el rostro adormilado de Carys. ¡Sí que la querían! Marty la quería. El corredor; su corredor.
Mamoulian advirtió su error de cálculo.
—No me desafíes —dijo; había dejado de arrullarla.
—Vete al infierno —respondió ella.
—Como quieras…
Había una nota descendente en las palabras de Mamoulian, como si diese por terminada la cuestión. Pero no abandonó su puesto junto a la puerta. Ella lo sentía cerca. Se preguntó si esperaría a que se cansara y saliera. Seguro que la persuasión por medio de la violencia física no era su estilo; a menos que fuera a usar a Breer. Se preparó para la eventualidad. Le arrancaría los ojos acuosos.
Pasaron los minutos, y estaba segura de que el Europeo seguía fuera, aunque no le oyera moverse, ni respirar.
Y entonces las cañerías empezaron a retumbar. Había una corriente en algún punto del sistema. El lavabo hacía un sonido absorbente, el agua de la taza se agitaba, la tapa se levantó y volvió a cerrarse, y una ráfaga de aire fétido salió del interior. Era cosa suya de algún modo, aunque pareciese un esfuerzo inútil. La taza volvió a eructar: el olor era nauseabundo.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.
Una masa repugnante había empezado a resbalar por el borde de la taza hasta el suelo, y en ella se movían formas agusanadas. Cerró los ojos. Era una ilusión conjurada por el Europeo para someterla, y debía ignorarla. Pero aunque no la viese, la ilusión persistía. El agua salpicaba con más fuerza a medida que subía la marea, y en la corriente oyó cosas, húmedas y pesadas, que se dejaban caer al suelo del baño.
—¿Y bien? —dijo Mamoulian.
Ella maldijo las ilusiones, y a su encantador, con un jadeo vitriólico.
Algo se arrastró sobre sus pies descalzos. De ningún modo abriría los ojos para que Mamoulian atacase otro de sus sentidos, pero la curiosidad le obligó a abrirlos.
La taza manaba como si las cloacas hubiesen retrocedido y estuvieran descargando su contenido a sus pies. No eran solo excrementos y agua: el caldo de cálida suciedad había engendrado monstruos, criaturas que no se encontraban en ninguna zoología cuerda, cosas que antaño fueron peces, o cangrejos; fetos arrojados por los desagües de las clínicas antes de que sus madres despertasen y gritaran; bestias que se alimentaban de excrementos, cuyos cuerpos remedaban aquello que devoraban. Las vísceras y los desechos se alzaban sobre miembros temblorosos por toda la materia cenagosa, chapoteando y avanzando hacia ella.
—Haz que se vayan —dijo Carys.
Pero no tenían intención de retroceder. El torrente de escoria seguía avanzando, y la taza vomitaba una fauna cada vez mayor.
—Encuentra a Toy —propuso la voz al otro lado de la puerta. Las manos sudorosas de la muchacha aferraron el picaporte, pero la puerta se negaba a abrirse. No había escapatoria.
—Déjame salir.
—Di que sí.
Carys se aplastó contra la puerta. La tapa de la taza se levantó con la ráfaga más fuerte hasta el momento, y esta vez permaneció abierta. La marea se hizo más densa y las cañerías crujieron cuando algo que era casi demasiado grande para ellas empezó a abrirse paso hacia la luz. Oyó cómo arañaba las cañerías con sus garras, oyó el rechinar de sus dientes.
—Di que sí.
—No.
Un brazo reluciente asomó por la taza en erupción, y se agitó en el aire hasta que los dedos se fijaron al lavabo. Entonces empezó a izarse; sus huesos podridos por el agua parecían de goma.
—¡Por favor! —gritó.
—Di que sí.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo que sea! ¡Sí!
Cuando escupió las palabras, el picaporte se movió. Le volvió la espalda al horror emergente y apoyó todo su peso en el picaporte, al tiempo que con la otra mano asía la llave. Oyó el sonido de un cuerpo que se contorsionaba para liberarse. Giró la llave en el sentido equivocado, y luego en el correcto. El fango le salpicó la espinilla. Lo tenía casi en los talones. Cuando abrió la puerta unos dedos empapados le agarraron el tobillo, pero salió del baño dando un portazo antes de que pudiese atraparla.
Mamoulian se había ido. Había ganado.
Después de eso, Carys no pudo volver a entrar en el baño. A petición suya el Tragasables le llevó un cubo, que traía y llevaba con reverencia.
El Europeo nunca volvió a hablar del incidente. No hizo falta. Esa noche Carys hizo lo que le había pedido. Abrió su mente y fue en busca de Bill Toy, y en cuestión de minutos lo encontró. Y también, poco después, lo hizo el Ultimo Europeo.
43
Marty no había tenido tanto dinero desde los días felices de sus grandes ganancias en los casinos. Dos mil libras no eran una fortuna para Whitehead, pero elevaban a Marty a alturas vertiginosas. Tal vez la historia del viejo sobre Carys fuese mentira. Si así era, le arrancaría la verdad a su tiempo. Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, como decía Feaver. ¿Qué diría Feaver si lo viera ahora, rebosante de dinero?
Dejó el coche cerca de Euston y tomó un taxi hasta el distrito financiero para cobrar el cheque. Luego fue en busca de un buen traje de noche. Whitehead le había recomendado una tienda en Regent’s Street. Al principio los dependientes lo trataron con cierta brusquedad, pero en cuanto les enseñó el dinero adoptaron una actitud lisonjera. Marty reprimió la sonrisa y se comportó como un comprador caprichoso, y les permitió que lo adulasen y lo mimasen. Le cubrieron de atenciones exageradas hasta que al cabo de tres cuartos de hora encontró al fin algo de su gusto: una elección conservadora, pero de estilo impecable. El traje y el vestuario que lo acompañaba, zapatos, camisas, y una selección de corbatas, resultaron más caros de lo que había previsto, pero dejó que el dinero resbalara entre sus dedos como el agua. Se llevó consigo el traje y un juego de complementos, e hizo que le enviaran el resto al Santuario.
Ya era mediodía cuando salió, y deambuló en busca de un sitio para comer. Había un restaurante chino en Gerard Street que Charmaine y él habían frecuentado cuando el presupuesto se lo permitía, y volvió allí. Habían modernizado la fachada para acomodar un gran letrero de neón, pero el interior era casi el mismo, y la comida era tan buena como recordaba. Se sentó en espléndida soledad, y comió y bebió copiosamente, encantado de comportarse como los ricachones. Después de comer pidió media docena de puros, se tomó varias copas de coñac y dejó una propia millonaria. Papá estaría orgulloso de mí, pensó. Harto, borracho y satisfecho, salió a la cálida tarde. Era el momento de obedecer el resto de las instrucciones de Whitehead.
Llegó hasta el Soho, y dio un corto paseo hasta encontrar una casa de apuestas. Cuando entró en el interior cargado de humo la culpa lo asaltó, pero le dijo a la aguafiestas de su conciencia que se fuese a paseo. Obedecía órdenes entrando allí.
Había carreras en Newmarket, Kempton Park y Doncaster (cada nombre evocaba una asociación agridulce), y apostó sin freno en todas en el tablero. El antiguo entusiasmo acabó enseguida con cualquier vestigio de culpabilidad. Ese juego era como la vida, pero tenía un sabor más fuerte. Las ganancias que prometía, las pérdidas tan fáciles, dramatizaban la noción que de niño había tenido sobre cómo debía ser la vida adulta. Sobre cómo, cuando uno al crecer dejaba atrás el aburrimiento y se adentraba en el mundo secreto, barbudo y eréctil de los adultos, cada palabra debía estar cargada de riesgo y de promesa, cada aliento exhalado debía ser un triunfo frente a extraordinarias adversidades.
Al principio perdió dinero, no apostaba mucho, pero perdía con tanta frecuencia que sus fondos empezaron a menguar. Luego, al cabo de tres cuartos de hora de sesión, las cosas mejoraron; los caballos que escogía al azar llegaban a la meta uno detrás de otro a pesar de sus ridículas posibilidades. En una sola carrera recuperó lo que había perdido en las dos anteriores, y aún más. El entusiasmo se convirtió en euforia. Esa era precisamente la sensación que tanto se había esforzado por describirle a Whitehead: estar al cargo de la suerte.
Al fin empezó a aburrirse de ganar. Se metió las ganancias en el bolsillo sin contarlas debidamente y se fue. Tenía un grueso fajo de billetes en la chaqueta que se moría por gastar. Por instinto, deambuló entre la multitud hasta Oxford Street, eligió una tienda cara y le compró a Charmaine un abrigo de piel de novecientas libras, y luego paró un taxi para llevárselo. El viaje fue lento; los esclavos del salario estaban empezando a escaparse y las carreteras estaban congestionadas. Pero estaba de buen humor y no podía irritarse.
Se bajó del taxi en la esquina de la calle porque quería recorrerla. Las cosas habían cambiado desde que estuviera allí por última vez, hacía dos meses y medio. La primavera incipiente se había convertido en el verano incipiente. Ya eran casi las seis de la tarde y la calidez del día no se había disipado; todavía tenía tiempo para crecer. Marty se dijo que la estación no era lo único que había avanzado y madurado; él también lo había hecho.
Se sentía real. Dios del cielo, eso era. Por fin se sentía capaz de volver a operar en el mundo, de cambiarlo y darle forma.
Charmaine llegó a la puerta con aspecto nervioso. Se puso aún más nerviosa cuando Marty entró, la besó y le puso la caja del abrigo en las manos.
—Toma. Te he comprado una cosa.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué es, Marty?
—Echa un vistazo. Es para ti.
—No —dijo ella—. No puedo.
La puerta delantera seguía abierta, y Charmaine lo estaba empujando de nuevo hacia ella, o por lo menos lo estaba intentando. Pero él no estaba dispuesto a irse. Había algo bajo la expresión de embarazo de su rostro; rabia, incluso pánico. Le devolvió la caja, sin abrirla.
—Vete, por favor —dijo.
—Es una sorpresa —le dijo, decidido a que no lo rechazara.
—No quiero sorpresas. Vete. Llámame mañana.
Él no quiso aceptar la caja, y esta cayó entre ambos y se abrió. El destello suntuoso del abrigo se desbordó; ella no pudo evitar inclinarse a recogerlo.
—Oh, Marty… —susurró.
Mientras él miraba el brillo de su pelo alguien apareció en lo alto de las escaleras.
—¿Cuál es el problema?
Marty levantó la vista. Flynn estaba en el descansillo, solo llevaba ropa interior y calcetines. Iba sin afeitar. Durante unos segundos no dijo nada, mientras sopesaba sus opciones. Luego una sonrisa, su solución para todo, inundó su rostro.
—Marty —exclamó—, ¿qué pasa contigo?
Marty miró a Charmaine, que a su vez estaba mirando al suelo. Sostenía el abrigo en los brazos como si fuera un animal muerto.
—Ya veo —dijo Marty.
Flynn descendió algunos peldaños. Tenía los ojos inyectados en sangre.
—No es lo que parece. De verdad que no —dijo deteniéndose a medio camino, esperando a ver la reacción de Marty.
—Es exactamente lo que parece, Marty —dijo Charmaine en voz baja—. Lamento que te hayas enterado así, pero es que no me has llamado. Te dije que me llamaras antes de venir.
—¿Cuánto tiempo? —murmuró Marty.
—Dos años, más o menos.
Marty miró a Flynn. Habían jugado juntos con esa chica negra (Úrsula, ¿verdad?) hacía tan solo unas semanas, y cuando todo hubo acabado Flynn se había escabullido. Había vuelto a casa con Charmaine. Marty se preguntó si se habría lavado antes de acostarse junto a ella en su cama de matrimonio. Probablemente, no.
—¿Por qué él? —preguntó—. ¿Por qué él, por amor de Dios? ¿No podías encontrar nada mejor?
Flynn no dijo nada en su defensa.
—Creo que deberías irte, Marty —dijo Charmaine, intentando torpemente volver a meter el abrigo en la caja.
—Es un mierda —dijo Marty—. ¿Es que no ves que es un mierda?
—Él estaba aquí —le respondió ella con amargura—. Tú no.
—¡Es un puto chulo, por el amor de Dios!
—Sí —dijo ella dejando la caja en el suelo y levantándose al fin, con una mirada furiosa en los ojos, para soltar toda la verdad—. Sí, es cierto. ¿Por qué crees que empecé con él?
—No, Char…
—Son tiempos difíciles, Marty. No se puede vivir del aire y de cartas de amor.
Se había prostituido para él; el cabrón la había convertido en una puta. En las escaleras, Flynn había adoptado un color enfermizo.
—Espera, Marty —dijo—. No le obligué a hacer ni una puñetera cosa que no quisiera.
Marty llegó al pie de las escaleras.
—¿No es cierto? —le preguntó Flynn a Charmaine—. ¡Díselo, mujer! ¿Te he obligado a hacer algo que no quisieras?
—No lo hagas —dijo Charmaine, pero Marty ya estaba empezando a subir las escaleras. Flynn se mantuvo firme durante solo dos escalones, y luego empezó a retroceder.
—Venga, vamos… —decía con las palmas vueltas hacia arriba, para evitar los golpes.
—¿Has convertido a mi esposa en una puta?
—¿Cómo iba yo a hacer eso?
—¿Has convertido a mi esposa en una jodida puta?
Flynn se volvió y trató de alcanzar el rellano. Marty subió las escaleras a trompicones, persiguiéndolo.
—¡Cabrón!
La táctica de la fuga funcionó: Flynn estaba a salvo en el dormitorio y había atrancado la puerta con una silla antes de que Marty llegase al rellano. Lo único que podía hacer era aporrearla, exigiéndole en vano a Flynn que lo dejase entrar. Pero solo hizo falta una pequeña interrupción para malograr su rabia. Cuando Charmaine llegó a lo alto de las escaleras, había dejado de gritarle a la puerta, y estaba apoyado en la pared. Le escocían los ojos. Ella no dijo nada; no tenía los medios ni el deseo de cruzar el abismo que los separaba.
—Él —era lo único que podía decir—. De toda la gente.
—Ha sido muy bueno conmigo —respondió ella. No tenía intención de explicarse; Marty era el intruso allí. No le debía ninguna disculpa.
—Lo dices como si yo te hubiese abandonado.
—Es culpa tuya, Marty. Perdías por los dos. Yo nunca tuve nada que decir en aquella historia. —Vio que temblaba, no de furia sino de tristeza—. Apostabas cuanto teníamos. Todo. Y perdías por los dos.
—No estamos muertos.
—Tengo treinta y dos. Me siento como si tuviera el doble.
—Él te cansa.
—Eres un estúpido —dijo ella, impasible; su frío desprecio lo abatió—. Nunca te diste cuenta de lo frágil que era todo: seguiste siendo como te convenía. Estúpido y egoísta.
Marty se mordió el labio superior, mirando su boca, mientras ella le contaba la verdad. Quería golpearla, pero no por ello tendría menos razón; tendría un moratón y la razón. Meneando la cabeza, pasó junto a ella y bajó tronando las escaleras. Ella permaneció en silencio arriba.
Pasó junto a la caja, el abrigo tirado. Pensó que podían follar encima si querían; a Flynn le gustaría. Recogió la caja que contenía su traje, y se fue. La fuerza del portazo hizo temblar el cristal de la ventana.
—Ya puedes salir —le dijo Charmaine a la puerta cerrada del dormitorio—. Ha pasado el peligro.
44
Marty no podía quitarse de la cabeza una idea en particular: que ella le había contado a Flynn todo sobre él, divulgado los secretos de su vida en común. Se imaginaba a Flynn tumbado en la cama con los calcetines puestos, acariciándola y riéndose mientras ella sacaba a la luz todos los trapos sucios. Cómo Marty se había gastado todo el dinero que tenía en los caballos o el póquer; cómo nunca había tenido una buena racha que durase más de cinco minutos (tendrías que haberme visto hoy, quería decirle, las cosas han cambiado, ahora soy cojonudo); cómo solo era bueno en la cama las pocas veces que ganaba, y el resto del tiempo no le interesaba; cómo Macnamara le había ganado primero el coche, luego la televisión, luego casi todos los muebles, y cómo aún le debía una pequeña fortuna. Cómo entonces había intentado robar para saldar sus deudas, y hasta en eso había fracasado miserablemente.
Revivió la persecución con detalle. El coche que olía a la escopeta de Nygaard; el sudor que punteaba los poros del rostro de Marty, enfriándose con la brisa que entraba por la ventana y acariciaba su rostro, como pétalos. Era todo tan vivido como si hubiera sucedido el día anterior. Todo lo que había ocurrido desde entonces, a lo largo de casi una década de su vida, giraba en torno a esos escasos minutos. Pensar en ello le puso casi físicamente enfermo. Una pérdida de tiempo. Todo había sido una pérdida de tiempo.
Era hora de emborracharse. El dinero que le quedaba se mantenía en las cuatro cifras, y le quemaba en el bolsillo exigiéndole que lo gastara o lo apostara. Anduvo hasta Commercial Road y paró a otro taxi, sin saber a ciencia cierta lo que haría a continuación. No eran más que las siete; tenía que planear con cuidado la noche que tenía por delante. ¿Qué es lo que haría papá?, pensó. Traicionado y ultrajado, ¿qué haría el gran hombre?
Lo que le diera la gana, fue la respuesta; lo que le diera la puta gana.
Fue a Euston Station y se pasó media hora en los lavabos, lavándose y cambiándose, poniéndose la camisa nueva y el traje nuevo, y salió transformado. Le dio las ropas que había llevado al empleado, así como un billete de diez libras.
Cuando terminó de cambiarse ya había recuperado en parte el buen humor. Le gustaba lo que veía en el espejo: la noche todavía podía ser un éxito, si no se excedía. Bebió en Covent Carden, lo bastante como para cargarse de alcohol la sangre y el aliento, y luego cenó en un restaurante italiano. Cuando salió se estaban vaciando los teatros; recibió algunas miradas atentas, la mayoría de mujeres maduras y jóvenes bien peinados. Seguro que parezco un gigoló, pensó; la disparidad entre su atuendo y su rostro apuntaba a un hombre que representaba un papel. La idea le agradó. A partir de ahora sería Martin Strauss, un hombre de mundo, con tanta valentía como pudiese reunir. Siendo él mismo no había llegado muy lejos. Tal vez una mentira le ayudase a progresar.
Dio un paseo por Charing Cross Road y se adentró en la confusión de tráfico y peatones de Trafalgar Square. Había habido una pelea en los escalones de St. Martin’s-in-the-Field, dos hombres estaban intercambiando insultos y acusaciones mientras sus esposas miraban.
Cuando salió de la plaza, detrás del centro comercial, el tráfico disminuyó. Tardó unos minutos en orientarse. Sabía adónde iba, y había pensado que sabía cómo llegar hasta allí, pero ya no estaba tan seguro. Había pasado mucho tiempo desde que estuviera en esa zona, y cuando por fin llegó al pequeño complejo que contenía el Academy, el club de Bill Toy, fue cuestión de suerte, más que intención.
El corazón empezó a latirle un poco más deprisa al ascender los escalones. Tenía por delante una actuación importante, y si no salía bien le arruinaría la noche. Se detuvo un momento para encender un puro y luego entró.
En el pasado había frecuentado algunos casinos de clase alta; el Academy tenía el mismo esplendor ligeramente pasado de moda que otros en los que había estado, con paneles de madera oscura, alfombras de color ciruela y retratos de genios olvidados en las paredes. Con la mano en el bolsillo del pantalón y la chaqueta abierta para revelar el brillo de la tela, atravesó el vestíbulo de mosaico hasta recepción. La seguridad sería estrecha: los ricos esperaban protección. Él no era miembro, ni podía esperar convertirse en uno en el acto, sin patrocinadores ni referencias. El único modo de pasar una buena noche de juego era echarse un farol.
La rosa inglesa del mostrador le dedicó una sonrisa prometedora.
—Buenas noches, señor.
—¿Cómo está?
La sonrisa de la chica no vaciló ni un instante, aunque era imposible que lo conociera.
—Bien. ¿Y usted?
—Es una noche preciosa. ¿Ha llegado Bill?
—¿Cómo dice, señor?
—El señor Toy. ¿Ha llegado ya?
—El señor Toy. —Consultó el libro de invitados, repasando la lista de jugadores de esa noche con una uña pintada—. Me parece que no…
—No habrá firmado —dijo Marty—. Es miembro, por amor de Dios. —La ligera irritación de su voz la desconcertó.
—Oh… entiendo. Me parece que no lo conozco.
—Bueno, no importa. Subiré directamente. Dígale que lo espero en las mesas, ¿de acuerdo?
—Espere, señor. Yo no…
Extendió la mano, como para tirarle de la manga, pero se lo pensó mejor. Marty la desarmó con una sonrisa mientras empezaba a subir las escaleras.
—¿A quién debo anunciar?
—Al señor Strauss —dijo, afectando un deje de exasperación.
—Sí. Por supuesto. —El falso reconocimiento inundó su rostro—. Lo siento, señor Strauss, es que…
—No hay problema —respondió amablemente mientras la dejaba atrás, mirándola fijamente.
Solo tardó unos minutos en familiarizarse con la distribución de las salas. La ruleta; el póquer; el blackjack, todo eso y más estaba a su disposición. La atmósfera era seria: la frivolidad no era bienvenida en un lugar donde se ganaba y se perdía dinero en tales cantidades. Si los hombres y las escasas mujeres que frecuentaban esos silenciosos enclaves estaban allí para divertirse, no daban muestras de ello. Era trabajo; un trabajo duro y serio. Había algunas conversaciones en voz baja en las escaleras y en los pasillos, y anuncios en las mesas, por supuesto, pero por lo demás el silencio del interior era casi reverencial.
Paseó por las salas, observando de cerca los juegos, familiarizándose con la etiqueta del lugar. Nadie le echó más de un vistazo; encajaba a la perfección en ese paraíso de obsesos.
La anticipación del momento en que al fin se sentara y se uniera a una partida lo entusiasmaba; decidió saborearla un poco más. Al fin y al cabo tenía toda la noche para divertirse, y sabía muy bien que el dinero de su bolsillo desaparecería en cuestión de minutos si no tenía cuidado. Entró en el bar, pidió un güisqui con agua y observó al resto de los jugadores. Todos estaban allí por la misma razón: para enfrentar su ingenio a la suerte. La mayoría bebían solos, preparándose para las partidas que tenían por delante. Más adelante, cuando se hubieran hecho fortunas, quizá bailaran sobre las mesas, y alguna señora borracha hiciera un striptease improvisado. Pero aún era temprano.
Apareció el camarero, un hombre joven, de veinte años como mucho, con un bigote que parecía dibujado; ya había adquirido esa mezcla de obsequiosidad y superioridad que distinguía a los de su profesión.
—Perdone, señor… —dijo.
A Marty le dio un vuelco el estómago. ¿Habían descubierto su farol?
—¿Sí?
—¿Escocés o burbon, señor?
—Ah. Eh… escocés.
—Muy bien, señor.
—Llévelo a la mesa.
—¿Dónde estará usted, señor?
—En la ruleta.
El camarero se retiró. Marty fue al cajero y compró ochocientas libras en fichas, y luego entró en la sala de la ruleta.
Nunca le había gustado mucho jugar a las cartas. Requería técnicas que nunca había tenido paciencia para aprender; y aunque admiraba la habilidad de los grandes jugadores, esa misma habilidad empañaba la confrontación esencial. Un buen jugador usaba la suerte, un gran jugador cabalgaba sobre ella. La ruleta también tenía sistemas y técnicas, pero era un juego más puro. La rueda en movimiento, los números borrosos, el repiqueteo de la bola cuando se paraba y volvía a saltar, tenían un glamur único.
Se sentó entre un árabe muy perfumado que solo hablaba francés y un americano. Ninguno de los dos le dirigió una sola palabra: allí no había bienvenidas ni despedidas. Se sacrificaban las finuras de las relaciones humanas por el bien del asunto que tenían entre manos.
Era una enfermedad extraña. Los síntomas eran como los del enamoramiento: palpitaciones, insomnio… El único remedio seguro era la muerte. En alguna ocasión, se había visto en el espejo del bar de un casino, o en el cristal de la cabina del cajero, y había encontrado una mirada acorralada y hambrienta. Pero nada, ni avergonzarse de sí mismo, ni el rechazo de sus amigos, nada había saciado el apetito.
El camarero le llevó la bebida; el hielo tintineaba. Marty le dio una buena propina.
La rueda empezó a dar vueltas, pero Marty se había unido a la mesa demasiado tarde para poner dinero. Todas las miradas estaban fijas en los números que giraban…
Transcurrió al menos una hora hasta que Marty se levantó, y lo hizo solo para aliviar la vejiga antes de regresar a su asiento. Los jugadores iban y venían. El americano, concediéndole un capricho a la joven de nariz aguileña que le acompañaba, le había dejado las decisiones a ella, y había perdido una pequeña fortuna antes de retirarse. Los fondos de Marty estaban mermando. Había ganado, y perdido, y vuelto a ganar; y luego había perdido, perdido y perdido. No le importaba mucho perder. El dinero no era suyo, y como Whitehead había observado a menudo, había mucho más en el mismo sitio. Se retiró de la mesa para tomarse un respiro; solo le quedaban fichas para hacer otra apuesta importante, y había descubierto que, a veces, podía cambiar su suerte si se retiraba del campo unos minutos y volvía con otra perspectiva.
Cuando dejó su asiento, con los ojos llenos de números, alguien pasó por delante de la puerta de la sala de la ruleta y echó un vistazo al interior antes de dirigirse hacia otra sala. Esos segundos fugaces le bastaron para reconocerlo.
La última vez que había visto ese rostro estaba mal afeitado y cerúleo a causa del dolor, y le iluminaban los focos de la valla del Santuario. Pero Mamoulian se había transformado. Ya no parecía un mendigo acorralado y desesperado. Marty se dirigió hacia la puerta como si estuviera hipnotizado. El camarero estaba junto a él, («¿Otra copa, señor?») pero Marty lo ignoró y salió al pasillo. Le agitaban sentimientos encontrados: por un lado temía confirmar su avistamiento, pero al mismo tiempo estaba extrañamente excitado por verlo allí. No podía ser una coincidencia. Tal vez Toy estuviese con él. Tal vez se desvelase el misterio aquí y ahora. Vio a Mamoulian entrando en la sala de bacará. Se estaba jugando una partida de especial ferocidad, y los espectadores habían recalado allí para observar las últimas etapas. La sala estaba llena; los jugadores de las otras mesas habían dejado sus propias partidas para disfrutar de la batalla. Hasta los camareros se habían quedado en los alrededores, intentando ver algo.
Mamoulian se abrió paso entre la multitud para ver mejor; su delgada figura gris separaba la muchedumbre. Encontró una posición ventajosa y se quedó allí; la luz que despedía el tapete iluminaba su pálido rostro. Ocultaba la mano herida en el bolsillo de la chaqueta, y la frente ancha no mostraba la menor expresión. Marty lo observó durante más de cinco minutos. El Europeo no apartó la mirada de la partida ni una sola vez. Era como una figura de porcelana, una fachada vidriosa en la que un artista indiferente hubiese grabado algunas líneas. Los ojos hundidos en la arcilla parecían incapaces de otra cosa que una mirada implacable. Pero había poder en él. Era asombroso el modo en que la gente se apartaba de él, apretándose en grupitos antes que acercarse a su puesto junto a la mesa.
Marty vio al camarero del bigote pintado al otro lado de la sala y se abrió paso a empujones entre los espectadores hasta el joven.
—Una palabra —susurró.
—¿Sí, señor?
—Ese hombre. El del traje gris.
El camarero miró en dirección a la mesa, y luego a Marty.
—El señor Mamoulian.
—Sí. ¿Qué sabe de él?
El camarero le dedicó a Marty una mirada de reproche.
—Lo siento, señor. No podemos hablar de los miembros.
Se giró sobre sus talones y salió al pasillo. Marty lo siguió. El pasillo estaba vacío. Abajo, la chica del mostrador, que no era la misma con quien hablase al entrar, se reía con el encargado del guardarropa.
—Espere un momento.
Cuando el camarero se volvió a mirarlo, Marty sacó la cartera, que todavía estaba lo bastante llena como para ofrecerle un soborno decente. El otro miró los billetes con franca codicia.
—Solo quiero hacerle algunas preguntas. No me hace falta el número de su cuenta.
—De todas formas, no lo sé —sonrió el camarero—. ¿Es usted policía?
—Me interesa el señor Mamoulian —dijo Marty, ofreciéndole cincuenta libras en billetes de diez—. Lo básico.
El camarero cogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo con la rapidez de un chivato experimentado.
—Pregunte —dijo.
—¿Viene a menudo?
—Un par de veces al mes.
—¿A jugar?
El camarero frunció el ceño.
—Ahora que lo dice, creo que nunca le he visto jugar.
—Entonces, ¿solo viene a mirar?
—Bueno, no estoy seguro. Pero creo que si jugara ya le habría visto. Es extraño, pero hay algunos miembros que hacen eso.
—¿Y tiene amigos? ¿Gente con la que viene, o se va?
—No que yo recuerde. Era muy amigo de una griega que venía hace tiempo. Siempre ganaba una fortuna. No perdía nunca.
La historia del jugador con un sistema tan perfecto que no fallaba nunca era como el cuento del pescador. Marty la había oído cien veces, y siempre era el amigo de un amigo, un ser mítico al que nadie conocía personalmente. Y sin embargo, pensando en el rostro de Mamoulian, tan calculador en su suprema indiferencia, casi creía que fuese real.
—¿Por qué le interesa tanto? —preguntó el camarero.
—Tengo una sensación extraña acerca de él.
—No es usted el único.
—¿Qué quiere decir?
—A mí nunca me ha dicho nada, ni me ha hecho nada, sabe usted —explicó el camarero—. Siempre da buenas propinas, aunque Dios sabe que solo bebe agua mineral. Pero hace un par de años vino un tipo americano, de Boston, y permita que le diga que flipó cuando vio a Mamoulian. Por lo visto había jugado con un tipo que era su viva imagen en los años veinte. Eso causó bastante revuelo. No parece de los que tienen padre, ¿verdad?
El camarero tenía razón. Era imposible imaginarse a Mamoulian de niño, o de adolescente con granos. ¿Había sufrido enamoramiento, la muerte de una mascota, o de sus padres? Parecía tan improbable que daba risa.
—Eso es todo lo que sé, de verdad.
—Gracias —dijo Marty. Era suficiente.
El camarero se alejó, y Marty sopesó las posibilidades. Lo más probable era que la griega con el sistema y el americano asustado no fuesen más que cuentos apócrifos. Un hombre como Mamoulian despertaría rumores, sin duda; su aire de aristocracia perdida incitaba las historias inventadas. Era como una cebolla: aunque se pelara una y otra vez, cada una de las pieles no descubría el corazón, sino otra piel.
Cansado y mareado por la bebida y la falta de sueño, Marty decidió marcharse. Emplearía las cien libras más o menos que le quedaban en la cartera para sobornar a un taxista que lo llevase a la finca, y volvería otro día a recoger el coche. Estaba demasiado borracho para conducir. Echó un último vistazo a la sala de bacará. La partida continuaba; Mamoulian no se había movido de su puesto.
Marty bajó al lavabo. La temperatura era algunos grados más baja que en el interior del club, y el enyesado rococó parecía ridículo en vista de su indigna función. Vio su rostro cansado en el espejo y luego fue a aliviarse al urinario.
Alguien había empezado a sollozar en un reservado en voz muy baja, como si intentara ahogar el sonido. Le dolía la vejiga, pero Marty descubrió que era incapaz de mear; la pena anónima lo incomodaba. La puerta del reservado estaba cerrada. Probablemente era un optimista que había perdido hasta la camisa en un golpe de mala suerte, y ahora meditaba sobre las consecuencias. Marty le dejó a ello. No había nada que pudiese decir ni hacer, lo sabía por su amarga experiencia.
En el vestíbulo, la mujer del mostrador lo llamó.
—¿Señor Strauss? —Era la rosa inglesa, que no mostraba signos de marchitarse, a pesar de la hora—. ¿Ha encontrado al señor Toy?
—No.
—Oh, es extraño. Ha estado aquí.
—¿Está segura?
—Sí. Llegó con el señor Mamoulian. Le dije que estaba usted aquí, y que había preguntado por él.
—¿Y qué dijo?
—Nada —respondió la chica—. Ni una palabra —bajó la voz—. ¿Se encuentra bien? Lo digo porque tenía un aspecto horrible, si no le importa que se lo diga. Tenía muy mal color.
Marty miró las escaleras, escudriñando el rellano.
—¿Sigue aquí?
—Bueno, yo no he estado en el mostrador toda la noche, pero no le he visto marcharse.
Marty subió las escaleras de dos en dos. Cómo deseaba ver a Toy… Tenían que hacerse preguntas y confidencias. Peinó las salas en busca de ese rostro de cuero curtido. Mamoulian seguía allí, sorbiendo su agua, pero Toy no estaba con él. Tampoco lo encontró en ninguno de los bares. Estaba claro que se había marchado. Decepcionado, Marty volvió a bajar, le agradeció a la chica su ayuda, y se fue.
Cuando se hubo alejado un buen trecho del Academy, caminando por el medio de la calzada para parar al primer taxi disponible, recordó los sollozos que había oído en el lavabo. Aflojó el paso. Al fin se detuvo en la calle; los latidos de su corazón le resonaban en la cabeza. ¿Era solo retrospección, o esa voz entrecortada que rumiaba su pena le había parecido familiar? ¿Había sido Toy el que se sentaba en la cuestionable intimidad de un lavabo, llorando como un niño perdido?
Marty volvió la vista atrás, como en sueños. Si sospechaba que Toy seguía en el club, ¿no debía volver y averiguarlo? Pero estaba haciendo asociaciones desagradables. La mujer en el número de Pimlico cuya voz era tan horrible que escucharla era insoportable; la pregunta de la chica del mostrador: «¿Se encuentra bien?»; la desesperación tan profunda que había oído detrás de la puerta cerrada. No, no podía volver. Nada, ni siquiera la promesa de un sistema infalible para ganar en todas las mesas de la casa, lo convencería para que volviera. Sí que existía, después de todo, la duda razonable; y en ocasiones era un bálsamo incomparable.