48

Marty se detuvo en el pasillo y aguzó el oído para oír pasos o voces. No los había. Era evidente que las mujeres se habían marchado, al igual que Ottaway, Curtsinger y el Rey Ogro. Quizá también el viejo.

Había pocas luces encendidas en la casa, y las que lo estaban le conferían un aspecto casi bidimensional. Allí se había desatado energía. Sus huellas eran visibles en los objetos de metal; el aire tenía un matiz azulado. Ascendió las escaleras. El segundo piso estaba a oscuras, pero encontró el camino por instinto, apartando fragmentos de porcelana al caminar, los restos de algún tesoro destrozado. Pero había más que porcelana bajo sus pies. Cosas húmedas, cosas desgarradas. No bajó la mirada, sino que siguió adelante hacia la habitación blanca. La expectación aumentaba a cada paso.

La puerta estaba entreabierta, y en el interior había una luz encendida, que no era eléctrica, sino la de una vela. Atravesó el umbral. La llama solitaria ofrecía una luz intranquila, su misma presencia la hacía temblar, pero podía ver que todas las botellas de la habitación estaban rotas. Se adentró en un pantano de vidrios rotos y vino derramado: la habitación tenía el olor acre de las sobras. La mesa estaba volcada y varias sillas reducidas a astillas.

El viejo Whitehead estaba en el rincón. Tenía el rostro salpicado de sangre, pero era difícil saber si era suya. Parecía la imagen de un hombre después de un terremoto, con los rasgos lívidos debido a la conmoción.

—Ha venido antes de tiempo —dijo con incredulidad en cada sílaba queda—. Quién lo hubiera dicho. Pensaba que creía en los pactos. Pero ha venido antes de tiempo para cogerme desprevenido.

—¿Quién es?

Whitehead se secó las lágrimas de las mejillas con la palma de la mano, extendiendo la sangre.

—El cabrón me mintió —dijo.

—¿Está usted herido?

—No —dijo Whitehead, como si la pregunta fuese ridícula—. No me pondría la mano encima. Es muy listo. Quiere que vaya de buena gana, ¿no lo entiendes?

Marty no lo entendía.

—Hay un cadáver en el pasillo —observó Whitehead de un modo pragmático—. La he apartado de las escaleras.

—¿Quién es?

—Stephanie.

—¿La mató él?

—¿Él? No. Tiene las manos limpias. Se podría beber leche en ellas.

—Llamaré a la Policía.

—¡No!

Whitehead atravesó el cristal con imprudencia para sujetar el brazo de Marty.

—¡No! Nada de Policía.

—Pero alguien ha muerto.

—Olvídala. Luego la escondes, ¿eh? —Tenía un tono casi obsequioso y su aliento, ahora que estaba cerca, era tóxico—. Lo harás, ¿verdad?

—¿Después de todo lo que ha hecho?

—Una bromita —dijo Whitehead. Amagó una sonrisa; apretaba tanto el brazo de Marty que le cortaba la circulación—. Venga; era una broma, eso es todo. —Era como ser amenazado por un alcohólico en una esquina; Marty se soltó.

—No pienso hacer nada más por usted —dijo.

—¿Es que quieres volver a casa? —El tono de Whitehead se agrió en un instante—. ¿Quieres volver a estar entre rejas, donde puedes esconderte?

—Ya ha usado ese truco.

—¿Así que me repito? Vaya por Dios. —Despidió a Marty con un gesto—. Pues vete. Vete a la mierda; no eres de mi clase. —Volvió a la pared dando tumbos y se apoyó en ella—. ¿Qué cojones hago esperando que te defiendas?

—¡Me ha engañado desde el principio! —gruñó Marty a modo de respuesta.

—Ya te he dicho que era una broma.

—No solo esta noche. Desde el principio. Con mentiras… con sobornos. Me dice que necesita a alguien en quien confiar, y luego me trata como una mierda. ¡No me extraña que todos lo abandonen al final!

Whitehead se volvió hacia él.

—¡De acuerdo! —gritó—. ¿Qué quieres?

—La verdad.

—¿Estás seguro?

—¡Sí, maldita sea, sí!

El viejo se humedeció el labio, debatiéndose. Cuando volvió a hablar, su voz se había tranquilizado.

—De acuerdo, chico. De acuerdo. —El antiguo brillo se encendió en sus ojos, y por un momento la derrota fue consumida por un nuevo entusiasmo—. Si tienes tantas ganas de saberla, te la diré. —Señaló a Marty con un dedo tembloroso—. Cierra la puerta.

Marty apartó una botella rota de una patada, y cerró la puerta. Era extraño cerrar la puerta frente a un asesinato solo para escuchar una historia. Pero se había esperado mucho para contar ese relato, y ya no podía retrasarse más.

—¿Cuándo naciste, Marty?

—En 1948. En diciembre.

—La guerra ya había terminado.

—Sí.

—No sabes lo que te perdiste.

Era un comienzo extraño para una confesión.

—Qué tiempos…

—¿Se lo pasó bien en la guerra?

Whitehead alargó la mano hacia una de las sillas menos dañadas y la puso de pie; luego se sentó en ella. Durante unos segundos no dijo nada.

—Yo era un ladrón, Marty —dijo al fin—. Bueno…, comerciante del mercado negro suena más impresionante, supongo, pero viene a ser lo mismo. Hablaba tres o cuatro idiomas correctamente, y siempre fui astuto. Las cosas me iban muy bien.

—Tuvo suerte.

—La suerte no tenía nada que ver. La suerte es para los que no tienen control. Yo tenía control; aunque entonces no lo sabía. Hacía mi propia suerte, por así decir —se interrumpió—. Tienes que entender que la guerra no es como en las películas; o al menos la mía no lo fue. Europa se estaba haciendo pedazos. Todo cambiaba. Las fronteras cambiaban, la gente partía hacia el olvido: el mundo estaba al alcance de cualquiera. —Meneó la cabeza—. No puedes comprenderlo. Siempre has vivido en un período de relativa estabilidad. Pero la guerra cambia las reglas por las que vives. De pronto está bien odiar, está bien aplaudir la destrucción. La gente puede mostrar su verdadero yo…

Marty se preguntó adónde los llevaba esa introducción, pero Whitehead aún estaba cogiendo el ritmo de la narración. No había tiempo de distraerlo.

—Y cuando hay tanta incertidumbre por todas partes, el hombre que puede forjar su propio destino puede ser el rey del mundo. Perdona la hipérbole, pero así es como me sentía yo. El rey del mundo. Era listo. No tenía educación, eso vino después, pero era listo. Espabilado, como se dice ahora. Y estaba decidido a aprovechar al máximo esa guerra maravillosa que me había enviado Dios. Pasé dos o tres meses en París, justo antes de la Ocupación, luego me fui mientras aún podía. Más tarde, fui al sur. Disfruté de Italia, del Mediterráneo. No me faltaba de nada. Cuanto más empeoraba la guerra, mejor me iba. La desesperación de los demás me convirtió en un hombre rico.

»Claro que derrochaba el dinero. Las ganancias nunca me duraban más que unos pocos meses. Cuando pienso en los cuadros que pasaron por mis manos, los objet d’art, el puro botín. No es que supiera que cuando meaba en un cubo salpicaba un Rafael. Los compraba y los vendía a cientos.

»Hacia el final de la guerra europea me dirigí al norte, a Polonia. Los alemanes estaban en las últimas: sabían que el juego se estaba acabando, y pensé que podría hacer algunos tratos. Al final, por error, en realidad, acabé en Varsovia. Cuando llegué no quedaba prácticamente nada. Lo que no habían demolido los rusos, lo habían hecho los nazis. Era un erial de un extremo al otro —suspiró e hizo una mueca, esforzándose por encontrar las palabras—. No te lo imaginas —dijo—. Había sido una gran ciudad. ¿Pero ahora? ¿Cómo puedo hacer que lo entiendas? Si no la ves con mis ojos, nada de esto tiene sentido.

—Lo intento —dijo Marty.

—Vives en ti mismo —continuó Whitehead—, igual que yo en mí mismo. Tenemos ideas muy firmes acerca de lo que somos. Por eso nos valoramos; por lo que es único en nosotros. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Marty estaba demasiado implicado para mentir. Meneó la cabeza.

—No; la verdad es que no.

—La esencia de las cosas: a eso me refiero. El hecho de que todo lo que tiene algún valor en el mundo es muy específicamente ello mismo. Celebramos la individualidad de la apariencia, del ser, y supongo que aceptamos que una parte de esa individualidad perdura para siempre, aunque solo sea en la memoria de la gente que la ha experimentado. Por eso apreciaba yo la colección de Evangeline, porque me complace lo especial. El jarrón que no es como ningún otro, la alfombra tejida con especial maestría.

De pronto, estaban otra vez en Varsovia…

—Allí había habido cosas gloriosas. Casas magníficas; iglesias maravillosas; grandes colecciones de cuadros. Tantas cosas… Pero cuando llegué todo había desaparecido, todo había sido reducido a polvo.

»Era lo mismo en todas partes. Había fango bajo tus pies. Fango gris. Te manchaba las botas, flotaba en el aire en forma de polvo, te cubría el fondo de la garganta. Cuando estornudabas, el moco era gris; la mierda igual. Y si mirabas con atención esa porquería veías que no era solo suciedad, era carne, era escombros, era fragmentos de porcelana, de periódicos. En ese barro estaba toda Varsovia. Las casas, los ciudadanos, el arte, la historia: todo reducido a algo que te sacudías de las botas.

Whitehead estaba encorvado. Aparentaba los setenta años que tenía; era un viejo perdido en sus recuerdos. Tenía el rostro tenso y las manos apretadas. Era mayor de lo que habría sido el padre de Marty si hubiera sobrevivido a su maltrecho corazón: pero su padre nunca habría podido hablar así. Le había faltado la capacidad de expresarse, y Marty pensaba que también la profundidad del dolor. Whitehead sufría una agonía. El recuerdo del fango. Más aún: la anticipación de este.

Al pensar en su padre, en el pasado, Marty reparó en un recuerdo que otorgó algo de sentido a las remembranzas de Whitehead. Era un chico de cinco ó seis años cuando murió una mujer que vivía tres puertas más abajo en la hilera de casas adosadas. Al parecer no tenía parientes, o ninguno a quien le importase lo bastante como para llevarse de la casa las pocas posesiones que había tenido. El ayuntamiento había expropiado la propiedad y la había vaciado sumariamente, llevando a subasta los muebles. Al día siguiente, Marty y sus compañeros de juegos encontraron algunas pertenencias de la anciana tiradas en el callejón que se extendía por detrás de la fila de casas. Los obreros del ayuntamiento andaban escasos de tiempo y se habían limitado a apilar los efectos personales sin valor que había en los cajones, y los habían dejado allí. Fajos de cartas antiguas atadas toscamente con una cinta desvaída; un álbum de fotografías (ella aparecía repetidas veces: de niña; de novia; de vieja bruja, encogiéndose a medida que se secaba); muchas cosas sin valor; cera de sellar, bolígrafos sin tinta, un abrecartas. Los chicos cayeron sobre esos restos como hienas en busca de alimento. Como no encontraron nada, rompieron las cartas y las esparcieron por el callejón; hicieron pedazos el álbum, y se partieron de risa con las fotografías, aunque alguna superstición les impidió romperlas. No tenían necesidad de hacerlo. Los elementos las destrozaron enseguida con mayor eficacia de lo que habrían hecho sus mejores esfuerzos. Al cabo de una semana de lluvia y de escarcha los rostros de las fotografías se estropearon, se ensuciaron y finalmente se borraron por completo. Quizá los últimos retratos de personas que ya estaban muertas se pudrieron en ese callejón, y Marty, que lo cruzaba todos los días, había observado su extinción gradual; había visto cómo la lluvia desteñía la tinta de las cartas esparcidas hasta que la memoria de la anciana desapareció por completo, igual que había desaparecido su cuerpo. Si se hubiera volcado la urna que contenía sus cenizas sobre los restos pisoteados de sus pertenencias habría sido virtualmente imposible distinguirlos: ambos eran polvo gris, cuya importancia se había perdido sin remedio. El barro sostenía el látigo.

Marty recordó todo eso en una ensoñación. No era tanto que viera las cartas, la lluvia, o a los muchachos, como el hecho de revivir los sentimientos que los sucesos le habían inspirado: la sensación enterrada de lo que había ocurrido en ese callejón era de una tristeza insoportable. La memoria de Marty ya estaba mezclada con la de Whitehead. Cuanto el viejo había dicho del barro y de la esencia de las cosas tenía un poco de sentido.

—Entiendo —murmuró.

Whitehead levantó la vista y lo miró.

—Quizá —dijo.

»Yo era un jugador en esa época; mucho más que ahora. Creo que la guerra te hace serlo. Oyes historias todo el tiempo, sobre cómo un hombre afortunado escapó de la muerte porque estornudó, o murió por la misma razón. Cuentos de la providencia benigna, o de la desgracia fatal. Y al cabo de un tiempo empiezas a ver el mundo de un modo un poco distinto: empiezas a ver el azar obrando en todas partes. Estás alerta a sus misterios. Y por supuesto a su otra cara; al determinismo. Porque, créeme, hay hombres que hacen su propia suerte. Hombres que moldean el azar como si fuera arcilla. Tú mismo hablabas de sentir un hormigueo en las manos. Como si ese día no pudieras perder, hicieras lo que hicieras.

—Sí… —aquella conversación parecía haber tenido lugar hacía un siglo; era historia antigua.

—Bueno, mientras estaba en Varsovia, oí hablar de un hombre que nunca perdía una partida. Un jugador.

—¿Que nunca perdía? —Marty se mostraba incrédulo.

—Sí, yo era tan cínico como tú. Pensaba que las historias que oía eran fábulas, al menos durante un tiempo. Pero allí donde iba, la gente me hablaba de él. Empecé a sentir curiosidad. De hecho decidí quedarme en la ciudad, aunque Dios sabe que había muy poco que me retuviese allí, y encontrar a ese milagrero.

—¿Con quién jugaba?

—Con cualquiera, al parecer. Decían que había estado allí en los últimos días antes del avance de los rusos, jugando con los nazis, y que luego, cuando el ejército rojo entró en la ciudad, se quedó.

—¿Por qué jugaba en mitad de la nada? No podía haber mucho dinero allí.

—Prácticamente nada. Los rusos apostaban sus raciones, o sus botas.

—Repito: ¿por qué?

—Eso era lo que me fascinaba. Yo tampoco lo entendía. Ni creía que ganase siempre, por muy buen jugador que fuese.

—No entiendo cómo aún encontraba a gente dispuesta a jugar con él.

—Porque siempre hay alguien que piensa que puede derrotar al campeón. Yo era uno de esos. Fui a buscarlo para demostrar que las historias eran falsas. Ofendían mi sentido de la realidad, por así decir. Pasé cada hora de vigilia de cada día buscándolo por toda la ciudad. Al fin encontré a un soldado que había jugado con él, y había perdido, por supuesto. El teniente Konstantin Vasiliev.

—Y el jugador… ¿Cómo se llamaba?

—Creo que ya lo sabes… —dijo Whitehead.

—Sí —respondió Marty al cabo de un momento—. Sí, ya sabe que lo he visto. En el club de Bill.

—¿Cuándo fue eso?

—Cuando fui a comprarme el traje. Me dijo que apostase lo que quedara del dinero.

—¿Mamoulian estaba en el Academy? ¿Y jugó?

—No. Parece que nunca lo hace.

—Intenté convencerlo para que jugase la última vez que vino, pero no quiso.

—¿Y en Varsovia? ¿Jugó con él allí?

—Oh, sí. Era lo que él había estado esperando. Ahora lo entiendo. Todos estos años me he engañado pensando que estaba al mando, ¿sabes? Que yo había acudido a él, que había ganado por mi propia habilidad…

—¿Ganó? —exclamó Marty.

—Claro que gané. Pero me dejó. Fue su modo de seducirme, y funcionó. Me lo puso difícil, por supuesto, para darle algo de peso a la ilusión, pero yo era tan arrogante que ni una sola vez contemplé la posibilidad de que hubiera perdido la partida deliberadamente. No tenía ninguna razón para hacerlo, ¿verdad? No que yo supiera. No en ese momento.

—¿Por qué le dejó ganar?

—Ya te lo he dicho: para seducirme.

—¿Qué?, ¿quiere decir que quería acostarse con usted?

Whitehead se encogió de hombros muy suavemente.

—Es posible, sí. —La idea pareció divertirle; la vanidad floreció en su rostro—. Sí, creo que es probable que yo fuese una tentación. —Luego la sonrisa se desvaneció—. Pero el sexo no es nada, ¿verdad? Es decir, cuando se trata de posesiones, follarse a alguien es algo muy común. Me quería para algo mucho más profundo y permanente que cualquier acto físico.

—¿Siempre ganaba cuando jugaba con él?

—Nunca volví a jugar con él, esa fue la primera y la única vez. Sé que suena improbable. Él era un jugador y yo también. Pero como te he dicho, no le interesaban las cartas por las apuestas.

—Era una prueba.

—Sí. Para ver si yo era digno de él. Si podía levantar un imperio. Después de la guerra, cuando empezaron a reconstruir Europa, solía decir que no quedaban auténticos europeos, que habían sido exterminados por algún holocausto, y que él era el último de la línea. Yo le creía. Tanta palabrería de imperios y de tradiciones. Me halagaba que me tuviera en un pedestal. Tenía más cultura, y era más persuasivo y más penetrante que nadie que yo hubiese conocido antes, o después. —Whitehead estaba perdido en esta fantasía, hipnotizado por el recuerdo—. Ahora solo queda el cascarón, por supuesto. No puedes hacerte una idea de la impresión que causaba. No había nada que no pudiese hacer, o ser, si se concentraba en ello. Pero cuando le decía: «¿Por qué te molestas con gente como yo, por qué no te metes en política, en alguna esfera en la que puedas ejercer el poder directamente?», me miraba de un modo extraño, y decía: «Es lo mismo de siempre». Al principio pensé que quería decir que esas vidas eran predecibles. Pero creo que quería decir otra cosa. Creo que me estaba diciendo que ya había sido esas personas, que ya había hecho esas cosas.

—¿Cómo es posible? Solo es un hombre.

—No lo sé. Nada más son conjeturas. Fue así desde el principio. Y aquí estoy, cuarenta años más tarde, todavía sopesando rumores.

Se levantó. Por su expresión era obvio que estar sentado le había causado rigidez en las articulaciones. Cuando se irguió, se inclinó contra la pared, y echó hacia atrás la cabeza mirando al techo vacío.

—Tenía un gran amor. Una pasión que lo consumía todo. El azar. Le obsesionaba. Toda vida es azar, solía decir, lo difícil es aprender a usarlo.

—¿Y todo eso tenía sentido para usted?

—Me llevó algún tiempo; pero llegué a compartir su fascinación al cabo de unos años, sí. No por interés intelectual, nunca he tenido mucho de eso. Sino porque sabía que podía reportar poder. Si puedes hacer que la Providencia trabaje para ti… —bajó la vista hacia Marty— averiguar cómo funciona, por así decir, el mundo se pone a tus pies. —La voz de Whitehead se agrió—. Si no, mírame a mí. Mira lo bien que me ha ido… —Emitió una risa breve y amarga—. Hizo trampas —dijo, volviendo al principio de la conversación—. Desobedeció las reglas.

—Esta iba a ser la Última Cena —dijo Marty—. ¿Me equivoco? Iba a escaparse antes de que viniese a por usted.

—Algo así.

—¿Cómo?

Whitehead no respondió, sino que empezó de nuevo la historia, donde la había dejado.

—Me enseñó muchas cosas. Después de la guerra viajamos durante algún tiempo, acumulando una pequeña fortuna. Yo con mis habilidades, y él con las suyas. Luego vinimos a Inglaterra, y me metí en los productos químicos.

—Y se hizo rico.

—Más que en los sueños de Creso. Pasaron algunos años, pero llegó el dinero, llegó el poder.

—Con su ayuda.

Whitehead frunció el ceño ante esa desagradable observación.

—Apliqué sus principios, sí —respondió—. Pero él prosperó tanto como yo. Compartió mis casas, a mis amigos. Incluso a mi mujer.

Marty se disponía a hablar, pero Whitehead lo interrumpió.

—¿Te he hablado del teniente? —dijo.

—Lo ha mencionado. Vasiliev.

—Murió, ¿te lo había dicho?

—No.

—No pagó sus deudas. Encontraron su cuerpo en las alcantarillas de Varsovia.

—¿Lo mató Mamoulian?

—No personalmente. Pero creo que sí… —Whitehead se interrumpió en mitad de su discurso e inclinó la cabeza, escuchando—. ¿Has oído algo?

—¿El qué?

—No. No es nada. Me lo habré imaginado. ¿Qué estaba diciendo?

—El teniente.

—Oh, sí. Esta parte de la historia… no sé si tendrá significado para ti…, pero tengo que explicarla, porque sin ella el resto no tiene sentido. Verás, la noche que encontré a Mamoulian fue una tarde increíble. Es inútil intentar describirla, de verdad, pero ya sabes cómo el sol llega a la cima de las nubes; tenían el color del rubor, el color del amor. Y yo era tan arrogante, estaba tan seguro de que no podía ocurrirme nada malo… —Se detuvo y se humedeció los labios antes de continuar—. Era un imbécil. —El desprecio que sentía por sí mismo hería sus palabras—. Caminé a través de las ruinas, el olor de la putrefacción estaba en todas partes, el fango bajo mis pies, y no me importaba, porque no era mi ruina, mi putrefacción. Pensaba que estaba por encima de todo eso: especialmente esa noche. Me sentía victorioso, porque estaba vivo y los muertos estaban muertos —Las palabras cesaron de aflorar por un momento. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz tan baja que escucharlo era doloroso para los oídos—. ¿Qué sabía yo? Nada en absoluto. —Se cubrió el rostro con una mano temblorosa, y susurró—: Oh, Dios.

En el silencio que siguió, a Marty le pareció oír algo al otro lado de la puerta: un movimiento en el pasillo. Pero el sonido era demasiado leve para estar seguro, y la atmósfera del cuarto exigía toda su atención. Moverse entonces, hablar, arruinaría la confesión, y Marty, como un niño enganchado por un experto cuentacuentos, quería oír el final de la narración. En ese momento le parecía más importante que cualquier otra cosa.

Whitehead intentó llorar, ocultando el rostro con la mano. Al cabo de un momento retomó el hilo de la historia, con cuidado, como si pudiese matarlo.

—Nunca le he contado esto a nadie. Pensaba que si guardaba silencio, si dejaba que se convirtiera en otro rumor, antes o después desaparecería.

Hubo otro ruido en el pasillo, un quejido como el del viento a través de una pequeña abertura. Y luego, un arañazo en la puerta. Whitehead no lo oyó. Estaba de nuevo en Varsovia, en una casa con una hoguera y un tramo de escaleras y una habitación con una mesa y una llama trémula. Era casi como la habitación en la que se encontraban, de hecho, pero olía más a fuego antiguo que a vino agrio.

—Recuerdo —dijo— que cuando acabó la partida Mamoulian se levantó y me estrechó la mano. Tenía las manos frías. Heladas. Luego la puerta se abrió tras de mí. Miré por encima del hombro. Era Vasiliev.

—¿El teniente?

—Horriblemente quemado.

—Había sobrevivido —susurró Marty.

—No —fue la respuesta—. Estaba bien muerto.

Marty pensó que quizá se había perdido algo de la historia que justificase esa absurda afirmación. Pero no; la locura se presentaba como la pura verdad.

—Mamoulian era el responsable —continuó Whitehead. Estaba temblando, pero las lágrimas habían cesado, consumidas por el resplandor del recuerdo—. Había resucitado al teniente de entre los muertos. Como a Lázaro. Supongo que necesitaba sirvientes.

Cuando le tembló la voz, volvieron a oírse los arañazos en la puerta, una inconfundible petición de paso. Esta vez Whitehead los oyó. Al parecer su momento de debilidad había pasado. Levantó la cabeza bruscamente.

—No respondas —ordenó.

—¿Por qué no?

—Es él —dijo con los ojos desorbitados.

—No. El Europeo se ha ido. Le he visto marcharse.

—El Europeo no —respondió Whitehead—. Es el teniente. Vasiliev.

Marty parecía incrédulo.

—No —dijo.

—No sabes lo que puede hacer Mamoulian.

—¡No sea ridículo!

Marty se levantó y se abrió paso a través del cristal. Detrás de él, oyó que Whitehead repetía: «No, por favor, Dios, no», pero giró el picaporte y abrió la puerta. La exigua luz de la vela cayó sobre el recién llegado.

Era Bella, la madona de las perreras. Vacilaba en el umbral, dedicándole a Marty una mirada torva con lo que le quedaba de los ojos; y la lengua, un jirón de músculo infestado de gusanos, le colgaba de la boca como si no tuviera fuerzas para retirarla. Exhaló un suave silbido desde algún lugar en la profundidad de su cuerpo, el aullido de un perro que buscaba el cariño humano.

Marty retrocedió dos o tres pasos, tropezando.

—No es él —dijo Whitehead, sonriendo.

—Dios mío.

—No pasa nada, Marty. No es él.

—¡Cierre la puerta! —dijo Marty, incapaz de moverse y hacerlo él mismo. Los ojos de Bella y su olor espantoso lo mantenían a raya.

—No quiere hacernos daño. Solía subir aquí a veces a por algo de comer. Era la única en quien confiaba. Son una especie despreciable.

Whitehead se alejó de la pared y se dirigió a la puerta, apartando botellas rotas a su paso. Bella movió la cabeza para mirarlo, y empezó a mover el rabo. Marty se apartó, asqueado, esforzándose por encontrar una explicación cuerda, pero no había ninguna. La perra estaba muerta: la había enterrado él mismo. Era imposible que hubiese sido un entierro prematuro.

Whitehead miraba fijamente a Bella, al otro lado del umbral.

—No, no puedes entrar —le dijo, como si fuera un ser vivo.

—Échela —gruñó Marty.

—Se siente sola —respondió el viejo reprendiéndolo por su falta de compasión. Marty pensó que Whitehead había perdido el juicio.

—No puedo creer que esto esté ocurriendo —dijo.

—Los perros no son nada para él, créeme.

Marty recordó cuando había observado a Mamoulian en el bosque, con la mirada fija en la tierra. No había visto a ningún enterrador porque no lo había habido. Los perros se habían exhumado solos; retorciéndose para salir de sus sudarios de plástico y abriéndose paso con las patas hacia el aire libre.

—Con los perros es fácil —dijo Whitehead—. ¿Verdad, Bella? Estáis entrenados para obedecer.

Bella se estaba olisqueando, satisfecha por haber visto a Whitehead. Su Dios seguía en el cielo, y todo iba bien en el mundo. El viejo dejó la puerta entreabierta, y se volvió a Marty.

—No hay nada que temer —dijo—. No va a hacernos daño.

—¿Él los trajo a la casa?

—Sí; para disolver mi fiesta. Puro despecho. Fue su forma de recordarme lo que es capaz de hacer.

Marty se agachó y levantó otra silla. Estaba temblando con tal violencia que temía caerse si no se sentaba.

—El teniente era peor —dijo el viejo—, porque no obedecía como Bella. Sabía que lo que le habían hecho era una abominación. Eso lo enfurecía.

Bella se había despertado con apetito. Por eso había subido a la habitación que recordaba con mayor cariño; donde un hombre que sabía cuál era el mejor sitio para rascarle detrás de la oreja la arrullaría con palabras suaves, y le daría las sobras de su plato. Pero esa noche había encontrado las cosas cambiadas. El hombre se comportaba de un modo extraño con ella, su voz era discordante, y había alguien más en la habitación, alguien cuyo olor conocía vagamente, pero no podía ubicar. Todavía estaba hambrienta, muy hambrienta, y había un olor apetitoso muy cerca de ella. De carne tirada en la tierra, como a ella le gustaba, todavía en el hueso y medio podrida. Olisqueó, casi ciega, buscando el origen del olor, y cuando lo encontró empezó a comer.

—No es una visión muy agradable.

Bella estaba devorando su propio cuerpo, arrancando bocados grises y grasientos del músculo descompuesto de la pata. Whitehead la observó mientras tiraba. La pasividad del viejo frente a este nuevo horror quebrantó a Marty.

—¡No la deje! —Empujó al viejo a un lado.

—Pero es que tiene hambre —respondió él, como si ese horror fuese lo más natural del mundo.

Marty levantó la silla en la que se había sentado y la estrelló contra la pared. Pesaba, pero sus músculos rebosaban, y la violencia fue una grata liberación para ellos. La silla se rompió.

La perra levantó la vista de su comida; la carne que estaba tragando cayó por su garganta cortada.

—Demasiado —dijo Marty levantando una pata de la silla y atravesando la habitación hacia la puerta antes de que Bella advirtiese lo que se proponía. En el último momento pareció entender que pretendía hacerle daño, e intentó levantarse. Una de las patas traseras estaba casi devorada y ya no la sostenía, y se tambaleó, enseñando los dientes cuando Marty descargó sobre ella su arma improvisada. La fuerza del golpe le fracturó el cráneo. Los gruñidos cesaron. El cuerpo retrocedió, arrastrando la cabeza hundida sobre un jirón de cuello, con el rabo entre las piernas de miedo. Se retiró dos o tres pasos, y ya no pudo continuar.

Marty esperó, rogando no tener que golpearla por segunda vez. Mientras observaba, el cuerpo pareció desinflarse. El pecho abultado, los restos de la cabeza, los órganos que colgaban de la cúpula del torso hundidos en una abstracción en la que era imposible distinguir una parte de otra. Cerró la puerta para mantenerla fuera, y dejó caer el arma ensangrentada a su lado.

Whitehead se había refugiado al otro lado de la habitación. Tenía el rostro tan gris como el cuerpo de Bella.

—¿Cómo lo ha hecho? —dijo Marty—. ¿Cómo es posible?

—Tiene poder —observó Whitehead. Al parecer era así de simple—. Puede arrebatar la vida, y puede concederla.

Marty buscó en su bolsillo el pañuelo de lino que había comprado especialmente para esa noche de cena y conversación. Lo sacudió, los bordes estaban impolutos, y se limpió el rostro. El pañuelo acabó sucio y con motas de carne podrida. Se sintió tan vacío como el saco que había en el pasillo.

—Una vez me preguntó si creía en el Infierno —dijo—, ¿lo recuerda?

—Sí.

—¿Es eso lo que cree que es Mamoulian? ¿Algo… —quiso reírse— algo infernal?

—He tenido en cuenta esa posibilidad. Pero por naturaleza no creo en lo sobrenatural, el Cielo y el Infierno; toda esa parafernalia me subleva.

—Si no es un demonio, ¿qué es?

—¿Acaso es tan importante?

Marty se limpió las palmas sudorosas en los pantalones. Se sentía contaminado por esta obscenidad. Tardaría mucho en lavarse el horror, si es que alguna vez lo conseguía. Había cometido el error de indagar demasiado, y la historia que había oído, así como la perra que había al otro lado de la puerta, eran la consecuencia de ello.

—Pareces enfermo —dijo Whitehead.

—Nunca pensé…

—¿Qué? ¿Que los muertos pudieran levantarse y andar? Vamos, Marty, te tomaba por un cristiano, a pesar de tus protestas.

—Me voy —dijo Marty—. Los dos.

—¿Los dos?

—Carys y yo. Nos iremos lejos de usted, y de él.

—Pobre Marty. Eres más estúpido de lo que pensaba. No volverás a verla.

—¿Por qué no?

—¡Está con él, maldito seas! ¿No se te había ocurrido? ¡Se ha ido con él! —Así que esa era la impensable explicación de su abrupta desaparición—. De buena gana, por supuesto.

—No.

—Oh, sí, Marty. Ha tenido poder sobre ella desde el principio. La acunó en sus brazos cuando acababa de nacer. Quién sabe qué clase de influencia tiene sobre ella. La recuperé, claro, por un tiempo —suspiró—. La hice amarme.

—Ella quería alejarse de usted.

—Nunca. Es mi hija, Strauss. Es tan manipuladora como yo. Lo que pasara entre vosotros solo era porque a ella le convenía.

—Es usted un puto cabrón.

—Por descontado, Marty. Soy un monstruo, lo reconozco. —Levantó las manos con las palmas hacia fuera, inocente de todo excepto, de la culpa.

—Creí que había dicho que ella lo amaba. Pues se fue de todas formas.

—Ya te lo he dicho: es mi hija. Piensa igual que yo. Se fue con él para aprender a usar sus poderes. Yo hice lo mismo, ¿recuerdas?

Ese argumento tenía algún sentido, aunque viniese de una alimaña como Whitehead. ¿Acaso Carys no había ocultado siempre, bajo su extraña forma de hablar, el desprecio que sentía tanto por Marty como por el viejo, el desprecio que ambos se habían ganado por ser incapaces de comprenderla? ¿No se iría a bailar con el diablo, si le daban ocasión, si pensase que al hacerlo se entendería mejor a sí misma?

—No te preocupes por ella —dijo Whitehead—. Olvídala; se ha ido.

Marty intentó aferrarse a la imagen del rostro de Carys, pero esta se estaba deteriorando. De pronto estaba muy cansado, estaba completamente exhausto.

—Descansa un poco, Marty. Mañana podemos enterrar juntos a la puta.

—No me voy a involucrar en esto.

—Te dije que si te quedabas conmigo, no habría ningún sitio adónde no pudiera llevarte. Ahora es más cierto que nunca. Ya sabes que Toy está muerto.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—No pregunté los detalles. El caso es que se ha ido. Ahora solo estamos tú y yo.

—Me ha dejado en ridículo.

El rostro de Whitehead era la imagen de la persuasión.

—Fue de mal gusto —dijo—. Perdóname.

—Demasiado tarde.

—No quiero que me abandones, Marty. ¡No permitiré que me abandones! ¿Me oyes? —Apuntó con el dedo en el aire—. ¡Viniste para ayudarme! Y ¿qué has hecho? ¡Nada! ¡Nada!

La suavidad había dado paso a las acusaciones de traición en cuestión de segundos. Un momento lágrimas, al siguiente maldiciones, y detrás de todo, el mismo terror a quedarse solo. Marty observó al viejo abrir y cerrar las manos temblorosas.

—Por favor… —suplicó—. No me abandones.

—Quiero que termine la historia.

—Buen chico.

—Toda, ¿me entiende? Toda.

—¿Qué hay que decir? —dijo Whitehead—. Me hice rico. Había entrado en uno de los mercados de mayor crecimiento después de la guerra: la industria farmacéutica. En cinco años me codeaba con los líderes mundiales. —Sonrió para sus adentros—. Lo que es más, había muy poca ilegalidad en el modo en que hice mi fortuna. Al contrario que muchos, jugué según las reglas.

—¿Y Mamoulian? ¿Lo ayudó él?

—Me enseñó a no angustiarme por las cuestiones morales.

—¿Y qué quería a cambio?

Whitehead entornó los ojos.

—No eres tan estúpido, ¿verdad? —Reconoció—. Sabes poner el dedo en la llaga cuando te conviene.

—Es una pregunta obvia. Había hecho un trato con él.

—¡No! —interrumpió Whitehead con una expresión decidida en el rostro—. No hice ningún trato, por lo menos no del modo en que tú dices. Puede que hubiese un acuerdo entre caballeros, pero eso se acabó hace mucho. No va a obtener nada más de mí.

—¿A qué se refiere?

—Ha vivido a través de mí —respondió Whitehead.

—Explíquese —dijo Marty—, no lo entiendo.

—Él quería vivir, como cualquiera. Tenía apetitos. Y los satisfizo a través de mí. No me preguntes cómo. Yo tampoco lo entiendo. Pero a veces podía sentirlo detrás de mis ojos…

—¿Y usted lo dejó?

—Al principio ni siquiera sabía lo que estaba haciendo: había otras cosas que requerían mi atención. Parecía que cada hora me hacía más rico. Tenía casas, tierras, obras de arte, mujeres. Era fácil olvidar que él siempre estaba allí, observando; viviendo por delegación.

»Entonces, en 1959, me casé con Evangeline. Tuvimos una boda que habría avergonzado a la realeza: salió en los periódicos de aquí a Hong Kong. El matrimonio de la riqueza y la influencia con la inteligencia y la belleza: éramos la pareja ideal. Me colmó de felicidad, de verdad que sí.

—La amaba.

—Era imposible no amar a Evangeline. Creo… —pareció sorprenderse mientras hablaba—, creo que ella también me amaba.

—¿Qué pensaba ella de Mamoulian?

—Ah, ahí está el problema —dijo—. Lo odió desde el principio. Decía que era demasiado puritano, que su presencia le hacía sentirse culpable todo el tiempo. Y tenía razón. Él odiaba el cuerpo, le asqueaban sus funciones. Pero no podía librarse de él, ni de sus apetitos. Eso era un tormento para él. Y con el paso del tiempo esa vena de odio por sí mismo empeoró.

—¿Por ella?

—No lo sé. Quizás. Ahora que lo pienso, probablemente la deseaba, así como había deseado a otras bellezas en el pasado. Y ella lo despreciaba, por supuesto, desde el comienzo. Cuando se convirtió en la señora de la casa esta guerra de nervios se recrudeció. Al fin me dijo que me librase de él. Eso fue justo después de que naciera Carys. Dijo que no le gustaba que cogiese al bebé, lo cual a él parecía gustarle. No lo quería en la casa. Para entonces yo ya lo conocía desde hacía veinte años, había vivido en mi casa, había compartido mi vida, y me di cuenta de que no sabía nada de él. Seguía siendo el mítico jugador que había conocido en Varsovia.

—¿Se lo preguntó alguna vez?

—¿Preguntarle qué?

—¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo adquirió sus habilidades?

—Oh, sí, se lo pregunté. Cada vez la respuesta era un poco distinta que la anterior.

—¿Así que le mentía?

—Descaradamente. Creo que era una especie de broma; su idea de un numerito, no ser nunca la misma persona dos veces. Como si no existiera. Como si el hombre llamado Mamoulian fuese una invención que ocultara otra cosa completamente distinta.

—¿El qué?

Whitehead se encogió de hombros.

—No lo sé. Evangeline solía decir que estaba vacío. Eso era lo que encontraba despreciable en él. No era su presencia en la casa lo que la angustiaba, era su ausencia, su nulidad. Y empecé a pensar que quizás haría mejor en deshacerme de él, por el bien de Evangeline. Ya había aprendido todo lo que tenía que enseñarme. Ya no lo necesitaba.

»Además, se había convertido en una vergüenza social. Dios, cuando pienso en ello me pregunto, de veras me pregunto, cómo le dejamos controlarnos tanto tiempo. Se sentaba a la mesa y sentías el hechizo de depresión que echaba a los invitados. Y cuanto más viejo se hacía, más frívola era su conversación.

»No es que envejeciera visiblemente; no lo hacía. No aparenta un año más ahora que cuando lo conocí.

—¿Ningún cambio en absoluto?

—Físicamente no. Quizás haya cambiado en algo. Ahora tiene un aire de derrota.

—A mí no me pareció derrotado.

—Tendrías que haberlo visto en la flor de la vida. Entonces era terrorífico, créeme. La gente se callaba cuando él entraba en una habitación: parecía absorber la alegría de cualquiera, acabar con ella en el acto. Llegó a tal extremo que Evangeline no soportaba estar en la misma habitación que él. Se puso paranoica, pensaba que tramaba matarlas a ella y a la niña. Hacía que alguien vigilase a Carys todas las noches, para asegurarse de que no la tocaba. Pensándolo bien, fue Evangeline la que me convenció de que comprase los perros. Sabía que él los aborrecía.

—¿Pero usted no hizo lo que le pidió? Es decir, no lo echó.

—Oh, sabía que tendría que actuar antes o después; es que no tenía huevos para hacerlo. Luego empezó sus jueguecitos de poder, solo para demostrar que aún lo necesitaba. Fue un error táctico. La novedad de tener a un puritano viviendo en casa se había agotado. Se lo dije. Le dije que tendría que cambiar de actitud o marcharse. Se negó, por supuesto. Yo sabía que lo haría. Solo quería una excusa para terminar nuestra asociación, y me la sirvió en bandeja. Ahora que lo pienso, él sabía de sobra lo que yo estaba haciendo, evidentemente. Sea como fuere, el resultado fue que lo eché. Bueno, no personalmente. Lo hizo Toy.

—¿Toy trabajaba personalmente para usted?

—Oh, sí. También fue idea de Evangeline: siempre fue muy protectora conmigo. Sugirió que contratase a un guardaespaldas. Elegí a Toy. Había sido boxeador, y era honesto como él solo. Nunca le impresionó Mamoulian. Nunca tuvo reparos en decir lo que pensaba. Así que cuando le dije que se deshiciera de él, lo hizo sin más. Un día llegué a casa y el jugador había desaparecido.

»Ese día respiré tranquilo. Era como si hubiera tenido una piedra colgada del cuello sin saberlo. De repente había desaparecido: estaba exultante.

»Los miedos que había tenido a las consecuencias resultaron ser del todo infundados. Mi fortuna no se evaporó. Tenía tanto éxito como siempre sin él. Puede que más. Descubrí una confianza nueva.

—¿Y no volvió a verlo?

—Oh, no, lo vi. Volvió a casa dos veces, ambas sin anunciarse. Al parecer, las cosas no le habían ido bien. No sé lo que era, pero había perdido su toque mágico de algún modo. La primera vez que volvió estaba tan decrépito que apenas lo reconocí. Parecía enfermo, olía mal. Si lo hubieras visto en la calle te habrías cambiado de acera para evitarlo. Apenas podía creer la transformación. Ni siquiera quería entrar en casa, aunque tampoco le habría dejado; solo quería dinero: se lo di, y se fue.

—¿Y era verdad?

—¿Cómo que si era verdad?

—Lo del mendigo: era real, ¿verdad? Es decir, no era otra historia…

Whitehead enarcó las cejas.

—En todos estos años… nunca se me había ocurrido. Siempre había supuesto que… —Se interrumpió, y volvió a empezar en una nueva dirección—. ¿Sabes?, no soy un hombre sofisticado, a pesar de las apariencias. Soy un ladrón. Mi padre era un ladrón, y probablemente el suyo también lo fuera. Toda esta cultura de la que me rodeo es una fachada. Cosas que he cogido de otras personas. Buen gusto adquirido, por así decir.

»Pero al cabo de algunos años empiezas a creerte tu propia publicidad; empiezas a pensar que de verdad eres un hombre de mundo, sofisticado. Empiezas a avergonzarte de los instintos que te llevaron hasta donde estás, porque son parte de una historia embarazosa. Eso es lo que me ocurrió. Perdí la noción de lo que era.

»Bueno, creo que ya es hora de que hable el ladrón: es hora de que empiece a usar sus ojos, su instinto. Me lo has enseñado tú, aunque Dios sabe que no te has dado cuenta.

—¿Yo?

—Somos iguales. ¿Es que no lo ves? Los dos ladrones. Los dos víctimas.

La autocompasión que había en esa observación era más de lo que Marty podía soportar.

—No tiene derecho a decir que es una víctima —dijo— por el modo en que ha vivido.

—¿Qué sabes tú de mis sentimientos? —espetó Whitehead en respuesta—. No supongas, ¿me oyes? ¡No pienses que lo entiendes porque no es así! Me lo ha quitado todo; ¡todo! Primero a Evangeline, luego a Toy, ahora a Carys. ¡No me digas si he sufrido o no!

—¿Cómo que le quitó a Evangeline? Pensé que había muerto en un accidente.

Whitehead meneó la cabeza.

—Hay cosas que no puedo contarte —dijo—. Cosas que no puedo expresar. Nunca lo haré. —La voz de Whitehead era cenicienta. Marty dejó el tema, y continuó.

—Dijo que volvió dos veces.

—Así es. Volvió un año o dos después de su primera visita. Evangeline no estaba en casa aquella noche. Era noviembre. Recuerdo que Toy abrió la puerta, y aunque yo no había oído la voz de Mamoulian supe que era él. Fui al vestíbulo. Estaba en el escalón, a la luz del porche. Estaba lloviznando. Lo veo ahora, veo el modo en que me encontró con la mirada. «¿Soy bienvenido?», dijo. Se quedó allí y dijo, «¿Soy bienvenido?».

»No sé por qué, pero lo dejé entrar. No parecía en mala forma. A lo mejor pensé que había venido a disculparse, no lo recuerdo. Incluso entonces habría sido amigo suyo, si me lo hubiese ofrecido. No como antes. Como socios en los negocios, quizá. Bajé la guardia. Empezamos a hablar de nuestro pasado juntos… —Whitehead rumió el recuerdo, intentando saborearlo mejor— y entonces empezó a decirme lo solo que estaba, lo mucho que necesitaba mi compañía. Le dije que había pasado mucho tiempo desde lo de Varsovia. Yo era un hombre casado, un pilar de la comunidad, y no tenía intención de cambiar. Empezó a insultarme: me acusó de ser un ingrato. Dijo que lo había engañado. Que había roto el pacto entre nosotros. Le dije que nunca había habido ningún pacto, que yo solo había ganado una partida de cartas, una vez, en una ciudad lejana, y que como resultado él había decidido ayudarme, por sus propias razones. Le dije que pensaba que había accedido a sus demandas lo bastante como para sentir que había saldado mi deuda con él. Había compartido mi casa, a mis amigos, mi vida durante una década: había compartido todo lo que yo tenía. “No es bastante”, dijo, y volvió a empezar: las mismas súplicas que antes, las mismas exigencias de que abandonase esta pretensión de respetabilidad y me fuese con él, que fuera un vagabundo, que fuera su alumno, y aprendiera lecciones nuevas y terribles acerca del mundo. Y admito que me tentó. A veces me cansaba de la mascarada; olía a guerra, polvo; veía las nubes sobre Varsovia, y extrañaba al ladrón que solía ser. Pero no iba a renunciar a todo por la nostalgia. Se lo dije. Creo que comprendió que yo era inflexible, porque se desesperó. Empezó a divagar, empezó a decirme que tenía miedo sin mí, miedo a estar solo. Me había dado años de su vida y sus energías, y ¿cómo podía ser yo tan insensible y tan cruel? Me puso las manos encima, lloró, intentó manosearme la cara. Me horrorizaba todo aquello. Me daba asco su melodrama; no quería tomar parte en ello, ni en él. Pero no estaba dispuesto a marcharse. Las exigencias se convirtieron en amenazas, y supongo que perdí los nervios. No lo supongo. Nunca he estado tan enfadado. Quería acabar con él y con todo lo que representaba: mi sórdido pasado. Lo golpeé. Al principio no lo hice con fuerza, pero como no dejaba de mirarme fijamente perdí el control. Él no intentó defenderse, y su pasividad me encendió aún más. Lo golpeé una y otra vez, y él se limitó a encajar. Siguió ofreciéndome la cara para que la golpease… —inhaló temblorosamente—. Dios sabe que he hecho cosas peores. Pero nada de lo que me avergüence tanto. No paré hasta que me sangraron los nudillos. Entonces se lo di a Toy, que le dio una buena paliza. Y él no dijo ni pío en todo ese tiempo. Me dan escalofríos al pensar en ello. Todavía lo veo contra la pared, con Bill sujetándolo por la garganta, y sin mirar de dónde vendría el siguiente golpe sino a mí. Solo a mí.

»Recuerdo que dijo: “¿Sabes lo que has hecho?”. Así. En voz muy baja. Le salía sangre con las palabras.

»Luego pasó algo. El aire se espesó. La sangre que tenía en la cara empezó a flotar a su alrededor como si estuviera viva. Toy lo soltó. Se deslizó por la pared, dejando un rastro a su paso. Pensé que lo habíamos matado. Fue el peor momento de mi vida, allí de pie con Toy, los dos contemplando el saco de huesos que habíamos machacado. Fue un error por nuestra parte, por supuesto. No tendríamos que habernos echado atrás. Tendríamos que haber terminado todo en aquel momento y lugar, y haberlo matado.

—Dios.

—¡Sí! Fue una estupidez no acabar con él. Bill era leal: no me habría desobedecido. Pero nos faltó valor. A mí me faltó valor. Me limité a decirle a Toy que limpiase a Mamoulian, lo llevase al centro de la ciudad y lo tirase allí.

—No lo habría matado —dijo Marty.

—Todavía insistes en leerme el pensamiento —respondió Whitehead, cansado—. ¿Es que no ves que eso era lo que quería? ¿Que para eso había venido? Me habría dejado ser su ejecutor entonces, si yo hubiera tenido el coraje de hacerlo. Estaba harto de la vida. Podría haberle sacado de su miseria, y eso habría sido el final.

—¿Cree que es mortal?

—Todo tiene su ciclo. El suyo ha terminado. Él lo sabe.

—Así que solo tiene que esperar, ¿no? Morirá con el tiempo. —De pronto Marty estaba harto de la historia, de los ladrones, del azar. Todo el lamentable relato, fuese verdadero o no, le repugnaba—. Ya no me necesita —dijo. Se levantó y se dirigió a la puerta. El sonido de sus pies sobre los cristales era ensordecedor en la pequeña habitación.

—¿Adónde vas? —Quiso saber el viejo.

—Lejos. Lo más lejos que pueda.

—Prometiste quedarte.

—Prometí escucharlo. Ya lo he escuchado. Y me quiero ir de este puñetero lugar.

Marty empezó a abrir la puerta. Whitehead se dirigió a su espalda.

—¿Crees que el Europeo te dejará en paz? Lo has visto en carne y hueso, has visto lo que puede hacer. Tendrá que silenciarte antes o después. ¿Lo has pensado?

—Me arriesgaré.

—Aquí estás a salvo.

—¿A salvo? —repitió Marty con incredulidad—. No puede hablar en serio. ¿A salvo? Es usted realmente patético, ¿sabe?

—Si te vas… —advirtió Whitehead.

—¿Qué? —Marty se volvió hacia él, escupiendo desprecio—. ¿Qué va a hacer, viejo?

—Te los echaré encima en dos minutos; estás violando la condicional.

—Y si me encuentran, se lo contaré todo. Lo de la heroína, lo del pasillo de ahí fuera. Les contaré todos los trapos sucios que encuentre. Me importan una mierda sus putas amenazas, ¿me oye?

Whitehead asintió.

—En fin. Tablas.

—Eso parece —respondió Marty, y salió al pasillo sin mirar atrás.

Le esperaba una morbosa sorpresa: los cachorros habían encontrado a Bella. Mamoulian también los había resucitado a ellos, aunque en la práctica no podrían haberle servido de nada. Eran demasiado pequeños, demasiado ciegos. Estaban tumbados a la sombra del vientre vacío de Bella, y buscaban con la boca unas tetas que habían desaparecido hacía mucho. Advirtió que faltaba uno de ellos. ¿Habría sido el sexto retoño al que había visto moverse en la tumba? ¿Lo habría enterrado a tal profundidad que no había podido seguir a los demás? ¿O sería que estaba demasiado corrompido para ello?

Bella alzó el cuello cuando pasó furtivamente a su lado. Lo que le quedaba de cabeza se movió en su dirección. Marty apartó la mirada, asqueado; pero un ruido sordo y rítmico le hizo volver la vista atrás.

Al parecer le había perdonado su violencia anterior. Satisfecha con su carnada en su regazo, adorándola, lo miraba fijamente, sin ojos, mientras golpeaba con suavidad la alfombra con el maltrecho rabo.

En la habitación donde Marty lo había dejado, Whitehead se sentó, vencido por el agotamiento.

Al principio le había costado contar la historia, pero al contarla le había resultado más fácil, y se alegraba de haberse quitado el peso de encima. Había querido contársela a Evangeline muchas veces. Pero ella le había indicado, de un modo elegante y sutil, que si en verdad le ocultaba secretos, no deseaba conocerlos. En todos aquellos años, viviendo con Mamoulian en la casa, nunca le había preguntado directamente a Whitehead «por qué», como si hubiera sabido que la respuesta no sería una respuesta en absoluto, sino tan solo otra pregunta.

Al pensar en ella se le hizo un nudo en la garganta; rebosaba tristeza. El Europeo la había matado, no le cabía duda. Él, o alguno de sus agentes, había estado en la carretera con ella; su muerte no se había debido al azar. Si hubiera sido el azar él lo habría sabido. Su instinto infalible habría percibido su rectitud, por muy terrible que fuese la pena. Pero no había tenido esa sensación, tan solo había reconocido su propia complicidad indirecta en su muerte. La habían matado para vengarse de él. Uno de muchos actos parecidos, pero sin duda el peor.

¿Y se la habría llevado el Europeo, después de la muerte? ¿Se habría deslizado en el mausoleo para devolverle la vida al tocarla, como había hecho con los perros? La idea era repugnante, pero Whitehead la tuvo en cuenta de todas formas, decidido a pensar lo peor, por miedo a que si no lo hacía Mamoulian aún pudiera encontrar terrores con los que hacerle temblar.

—No lo harás —dijo en voz alta a la habitación de cristal. No me asustarás, no me intimidarás, no me destruirás. Había modos y medios. Todavía podía escapar, y esconderse en los confines de la tierra. Encontrar un lugar donde olvidar la historia de su vida.

Había algo que no le había contado a Strauss; un fragmento del relato, en modo alguno fundamental, pero de interés más que pasajero, que le había ocultado como le habría ocultado a cualquier otro interrogador. Quizá fuese imposible decirlo. O quizá tocaba de un modo tan central y tan profundo las ambigüedades que le habían perseguido por los eriales de su vida que decirlo era como revelar el color de su alma.

Reflexionó sobre este último secreto, y de un modo extraño le reconfortó:

Terminada la partida, aquella primera y única partida con el Europeo, se había arrastrado a través de la puerta parcialmente bloqueada para salir a la plaza Muranowski. No había estrellas; la única luz era la de la hoguera que ardía a sus espaldas.

Cuando intentaba orientarse en la penumbra, y el frío se filtraba por las suelas de sus botas, la mujer sin labios apareció frente a él y lo llamó. Asumió que se proponía guiarlo por donde había venido, y la siguió. Pero ella tenía otras intenciones. Lo condujo lejos de la plaza hacia una casa con las ventanas tapadas con tablas, y él, que siempre había sido curioso, la siguió hasta el interior, seguro de que esa noche, de todas las noches, no podía pasarle nada malo.

En las entrañas de la casa había una diminuta habitación cuyas paredes estaban cubiertas de retales de tela robada; algunos no eran más que trapos, y otros, polvorientos cortes de terciopelo que antaño cubrieran ventanas majestuosas. En ese tocador improvisado solo había un mueble: una cama, en la cual el fallecido teniente Vasiliev, a quien había visto hacía tan poco en la sala de juegos de Mamoulian, estaba haciendo el amor. Y cuando el ladrón cruzó la puerta y la mujer sin labios se hizo a un lado, Konstantin levantó la vista de su faena, aunque siguió estrujando a la mujer que yacía bajo él, en un colchón sobre el cual habían esparcido las banderas rusa, alemana y polaca.

El ladrón se detuvo, incrédulo, y quiso decirle a Vasiliev que no estaba realizando el acto correctamente, que había confundido un agujero con otro, y que lo que usaba con tanta brutalidad no era un orificio natural, sino una herida.

El teniente no lo habría escuchado, por supuesto. Sonreía mientras se esforzaba, metiendo y sacando el miembro ensangrentado. El cadáver que así complacía se mecía bajo él, sin dejarse impresionar por las atenciones de su amante.

¿Cuánto tiempo había observado el ladrón? El acto no daba muestras de terminar. Por fin la mujer sin labios le susurró al oído: «¿Tienes bastante?», y le puso la mano en los pantalones. Se volvió hacia ella. No parecía sorprendida en absoluto de que estuviera excitado, aunque en todos los años que habían pasado desde entonces nunca había entendido cómo era posible tal cosa. Había aceptado hacía mucho que los muertos podían despertar. Pero haberse excitado en su presencia era un crimen muy distinto, y para él, más terrible que el primero.

El Infierno no existe; pensó el viejo, olvidando el tocador y al Casanova carbonizado. Y si existe, es una habitación, una cama y un apetito eterno; ya he estado allí, he visto su éxtasis, y en el peor de los casos, podré soportarlo.