I

Providencia

5

Después de cumplir seis años de condena en Wandsworth, Marty Strauss se había acostumbrado a esperar. Esperaba para asearse y afeitarse cada mañana; esperaba para comer, esperaba para defecar; esperaba la libertad. Tanto esperar. Todo formaba parte del castigo, por supuesto; como la entrevista a la que le habían convocado aquella lúgubre mañana. Pero aunque esperar había llegado a parecerle sencillo, las entrevistas nunca lo habían sido. Odiaba someterse al escrutinio de los burócratas: el expediente de libertad condicional lleno de informes disciplinarios, informes de circunstancias personales, evaluaciones psiquiátricas; el modo en que cada pocos meses te desnudabas frente a algún funcionario cruel que te explicaba lo horrible que eras. Le dolía tanto que sabía que nunca se recuperaría; nunca olvidaría aquellas habitaciones sofocantes, llenas de insinuaciones y de esperanzas frustradas. Siempre soñaría con ellas.

—Adelante, Strauss.

La habitación no había cambiado desde la última vez que estuviera allí; solo se había puesto más rancia. El hombre al otro lado de la mesa tampoco había cambiado. Se llamaba Somervale, y muchos reclusos de Wandsworth rezaban todas las noches por su destrucción. Ese día no estaba solo tras la mesa forrada de plástico.

—Siéntate, Strauss.

Marty miró al acompañante de Somervale. No era un funcionario de prisiones. Su traje era demasiado elegante, sus uñas estaban demasiado bien cuidadas. Parecía de mediana edad, complexión robusta, y tenía la nariz ligeramente torcida, como si alguna vez se la hubiesen roto y vuelto a colocar mal. Somervale procedió a las presentaciones:

—Strauss. Este es el señor Toy…

—Hola —dijo Marty.

El rostro bronceado le devolvió la mirada; lo estaba examinando abiertamente.

—Encantado de conocerlo —dijo Toy.

Su inspección era más que simple curiosidad, aunque, ¿qué había que ver?, pensó Marty. Un hombre avejentado, que tenía demasiado tiempo a su disposición; un cuerpo que se había vuelto perezoso debido a la mala comida y a la falta de ejercicio; un bigote mal recortado; un par de ojos que el aburrimiento había puesto vidriosos. Marty conocía cada insignificante detalle de su propio aspecto. Ya no merecía un segundo vistazo. Y sin embargo aquellos brillantes ojos azules seguían observándolo, aparentemente fascinados.

—Creo que deberíamos ir al grano —le dijo Toy a Somervale. Apoyó las palmas de las manos en la superficie de la mesa—. ¿Cuánto le ha contado al señor Strauss?

Señor Strauss. El tratamiento era una cortesía casi olvidada.

—No le he contado nada —respondió Somervale.

—Entonces deberíamos empezar por el principio —dijo Toy. Se recostó en la silla, con las manos todavía sobre la mesa.

—Como quiera —dijo Somervale, obviamente preparándose para un largo discurso—. El señor Toy… —empezó.

Pero su invitado lo interrumpió antes de que pudiera continuar.

—¿Me permite? —dijo Toy—. Tal vez yo pueda explicarle mejor la situación.

—Usted mismo —dijo Somervale. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta buscando un cigarrillo, disimulando apenas su fastidio. Toy lo ignoró. El rostro descentrado siguió mirando a Marty.

—Mi jefe… —empezó Toy— se llama Joseph Whitehead. No sé si el nombre le dice algo. —No esperó a que Marty le respondiera, sino que continuó—. Aunque no haya oído hablar de él, sin duda conoce la Corporación Whitehead, que fundó él mismo. Es uno de los emporios farmacéuticos más importantes de Europa…

El nombre le resultaba vagamente familiar, y tenía, en la imaginación de Marty, alguna connotación escandalosa. Pero el recuerdo era fastidiosamente impreciso, y Marty no tuvo tiempo para concretarlo, porque Toy ya había levantado el vuelo.

—Aunque el señor Whitehead ya tiene casi setenta años, todavía mantiene el control sobre la corporación. Es un hombre hecho a sí mismo, ya sabe, y ha dedicado toda su vida a su trabajo. No obstante, prefiere no ser tan visible como antaño…

Una fotografía en primera plana se reveló de pronto en la cabeza de Strauss. Un hombre con la mano levantada contra el destello de un fías; un momento privado capturado por algún paparazzi al acecho para el consumo público.

—Rehuye la publicidad casi por completo, y desde la muerte de su esposa no le atrae demasiado la vida pública…

Strauss recordaba a una mujer que compartía la atención no deseada, cuya belleza pasmaba, incluso bajo la luz inclemente. La esposa de la que hablaba Toy, quizá.

—Por el contrario, prefiere dirigir la corporación lejos de la atención del público, y en su tiempo libre se interesa por cuestiones sociales. Entre ellas, la superpoblación de las prisiones, y el deterioro del servicio penal en general.

El último comentario era sin duda mordaz, y alcanzó a Somervale con precisión mortal. Aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero de papel de aluminio, y le dirigió al otro una mirada malhumorada.

—Cuando llegó el momento de contratar a un nuevo guardaespaldas personal… —continuó Toy— el señor Whitehead decidió seleccionar a un candidato adecuado entre los reclusos pendientes de libertad condicional, en lugar de recurrir a las agencias habituales.

No puede referirse a mí, pensó Strauss. La idea era demasiado buena como para hacerse ilusiones, y demasiado absurda. Pero si no se trataba de eso, ¿para qué había ido Toy?, ¿para qué tomarse tantas molestias?

—Está buscando a un hombre que haya cumplido casi toda su condena. Alguien que merezca, en su opinión y en la mía propia, una oportunidad para reinsertarse en la sociedad con un trabajo que lo respalde, y un poco de autoestima. Su caso atrajo mi atención, Martin. ¿Puedo llamarlo Martin?

—Casi todos me llaman Marty.

—De acuerdo. Marty, pues. Francamente, no quiero darle esperanzas. Estoy entrevistando a otros candidatos además de a usted, y por supuesto, al final podría decidir que ninguno es adecuado. En este momento solo quiero asegurarme de que le interesaría esta opción si se la ofrecieran.

Marty empezó a sonreír. No exteriormente, sino por dentro, donde Somervale no podía llegar.

—¿Entiende lo que le pregunto?

—Sí. Lo entiendo.

—Joe… el señor Whitehead… necesita a alguien que esté completamente dedicado a su bienestar; que de hecho estuviese dispuesto a arriesgar su vida antes que permitir que su jefe sufriera daño alguno. Entiendo que es mucho pedir.

Marty frunció el ceño. Sí que era mucho, especialmente después de la lección de confianza en uno mismo que había recibido en Wandsworth durante seis años y medio. Toy se dio cuenta enseguida del titubeo de Marty.

—Eso le preocupa —dijo.

Marty se encogió de hombros con suavidad.

—Sí y no. Es decir, nunca me habían pedido que hiciera eso. No quiero soltarle el rollo de que me apetece que me maten por alguien, porque no es así. Mentiría como un bellaco si dijera lo contrario.

Los gestos de Toy lo animaban a continuar.

—Eso es todo, de verdad —dijo.

—¿Está usted casado? —preguntó Toy.

—Separado.

—¿Puedo preguntarle si está en vistas de un proceso de divorcio?

Marty hizo una mueca. Odiaba hablar de eso. Esa herida era solo suya; solo él tenía derecho a curarla y lamentarse por ella. Ningún recluso le había sacado esa historia, ni siquiera durante las confesiones a las tres de la madrugada que había soportado con su antiguo compañero de celda, antes de que llegase Feaver, que únicamente hablaba de comida y de las mujeres de las revistas. Pero ahora tendría que decir algo. Seguro que de todas formas tenían todos los detalles archivados de algún modo. Probablemente Toy sabía mejor lo que hacía Charmaine, y con quién, que él mismo.

—Charmaine y yo… —Intentó encontrar palabras para expresar esos sentimientos reprimidos, pero no le salió más que una áspera declaración—. No creo que haya muchas posibilidades de que volvamos, si eso es lo que le interesa.

Toy percibió la hostilidad en la voz de Marty; Somervale también. Por primera vez desde que Toy saliese al campo, el oficial empezó a demostrar interés en la conversación. Quiere ver cómo me quedo sin trabajo por bocazas, pensó Marty; podía ver la expectación escrita en la cara de Somervale. Bueno, pues que se joda, él no iba a darle esa satisfacción.

—No es ningún problema… —dijo Marty sin emoción—. Y si lo es, es problema mío. Todavía estoy haciéndome a la idea de que no estará cuando yo salga. Eso es todo, de verdad.

Toy sonreía, una sonrisa cordial.

—En serio, Marty… —dijo—, no quiero entrometerme. Solo quiero dejar las cosas claras. Si entrara usted al servicio del señor Whitehead, tendría que vivir en su finca con él, y una condición necesaria de su empleo sería que no podría salir sin el consentimiento expreso del señor Whitehead o el mío. En otras palabras, no se le concedería una libertad incondicional. Ni mucho menos. Podría usted considerar la finca como una especie de prisión abierta. Es importante que yo conozca los lazos que podrían tentarlo a infringir estas restricciones.

—Sí, lo comprendo.

—Además, si por cualquier razón su relación con el señor Whitehead no fuera satisfactoria; si él o usted considerasen que el trabajo no es adecuado, entonces me temo…

—Que volvería para terminar mi sentencia.

—Sí.

Hubo una pausa incómoda, durante la cual Toy suspiró en silencio. Solo tardó un momento en recuperar el equilibrio, y luego partió en una nueva dirección.

—Tan solo me quedan algunas preguntas que hacerle. Usted ha practicado boxeo, ¿cierto?

—Un poco. Hace mucho…

Toy parecía decepcionado.

—¿Lo ha dejado?

—Sí —respondió Marty—. Seguí levantando pesas durante una temporada.

—¿Tiene entrenamiento en autodefensa de alguna clase? ¿Yudo? ¿Kárate?

Marty se planteó mentir, pero ¿de qué serviría? Toy no tenía más que preguntar a los cabrones de Wandsworth.

—No —dijo.

—Qué lástima.

A Marty se le encogió el estómago.

—Pero estoy en forma —dijo—. Y soy fuerte. Puedo aprender —se dio cuenta de que un temblor inoportuno se había colado en su voz desde alguna parte.

—Me temo que no queremos un aprendiz —apuntó Somervale, que apenas podía disimular el triunfo en su voz.

Marty se inclinó hacia delante sobre la mesa, intentando ignorar la presencia de la sanguijuela de Somervale.

—Puedo hacer este trabajo, señor Toy —insistió—, sé que puedo hacer este trabajo. Solo deme una oportunidad…

El temblor aumentaba; el estómago le daba vueltas. Sería mejor que parase ahora, antes de decir o hacer algo que luego fuese a lamentar. Pero las palabras y los sentimientos seguían aflorando.

—Deme una oportunidad para demostrarle que puedo hacerlo. No es mucho pedir, ¿no? Y si la cago es culpa mía, ¿vale? Solo una oportunidad, eso es todo lo que le pido.

Toy levantó la vista hacia él con algo parecido a la tristeza en su rostro. ¿Todo había terminado entonces? ¿Ya se había decidido: una respuesta equivocada y todo se va al garete? ¿Ya estaba cerrando mentalmente su maletín y devolviendo el expediente «Strauss, M.» a las manos frías y húmedas de Somervale, para que lo metiera entre otros dos convictos olvidados?

Marty se mordió la lengua, y volvió a sentarse en la incómoda silla, clavando la vista en sus manos temblorosas. No soportaba contemplar la elegancia magullada del rostro de Toy, después de haberse abierto tan completamente. Toy vería todo su dolor y su necesidad, oh sí, y no podía soportarlo.

—Durante el juicio… —dijo Toy.

¿Ahora qué? ¿Por qué prolongaba la agonía? Lo único que quería Marty era regresar a su celda, donde Feaver estaría sentado en la litera jugando con sus muñecas, donde había un aburrimiento familiar en el que podría refugiarse. Pero Toy no había terminado; quería la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—Durante el juicio declaró que su principal motivo para involucrarse en el robo era pagar unas cuantiosas deudas de juego. ¿Me equivoco?

Marty había desplazado su atención de sus manos a sus zapatos. Tenía los cordones desatados, y aunque eran lo bastante largos como para hacer un nudo doble, nunca había tenido paciencia para hacer nudos complicados. Prefería un lazo simple. Cuando tenías que deshacer un lazo tirabas y desaparecía como por arte de magia.

—¿Es eso cierto? —volvió a preguntarle Toy.

—Sí, es cierto —le dijo Marty. Había llegado hasta allí; ¿por qué no terminar la historia?—. Éramos cuatro. Y teníamos dos pistolas. Intentamos atracar un furgón de seguridad. Las cosas se nos fueron de las manos. —Levantó la vista de sus zapatos; Toy le observaba con atención—. El conductor recibió un tiro en el estómago. Después murió. Está todo en el expediente, ¿no? —Toy asintió—. ¿Y lo del furgón?; ¿eso también está en el expediente? —Toy no contestó—. Estaba vacío —dijo Marty—. Nos equivocamos desde el principio. El cabrón estaba vacío.

—¿Y las deudas?

—¿Qué?

—Sus deudas con Macnamara. ¿Todavía son considerables?

Estaba empezando a sacarle de quicio. ¿Qué más le daba a Toy si debía algunos miles aquí y allá? Solo era camuflaje compasivo, para poder hacer una salida digna.

—Responde al señor Toy, Strauss —dijo Somervale.

—¿A usted qué le importa?

—Me interesa —dijo Toy con franqueza.

—Ya lo veo.

A la mierda su interés, pensó Marty, que se le atragante. No iban a sacarle más confesiones.

—¿Puedo irme ya? —dijo.

Levantó la vista. No hacia Toy, sino hacia Somervale, que sonreía tras el humo de su cigarrillo, plenamente satisfecho de que la entrevista hubiera sido un desastre.

—Creo que sí —dijo—. Si el señor Toy no tiene más preguntas.

—No —dijo Toy con voz neutra—. No; estoy más que satisfecho.

Marty se levantó, evitando aún los ojos de Toy. La pequeña habitación estaba llena de sonidos desagradables. Las ruedas de la silla al rayar el suelo, la tos áspera de fumador de Somervale. Toy estaba recogiendo sus notas. Todo había terminado.

Somervale dijo:

—Puedes irte.

—Me ha encantado conocerlo, señor Strauss —dijo Toy a la espalda de Marty cuando este llegaba a la puerta; y Marty se volvió sin pensar y lo encontró sonriéndole, tendiéndole la mano para que se la estrechara. Me ha encantado conocerlo, señor Strauss.

Marty asintió y le estrechó la mano.

—Gracias por su tiempo —dijo Toy.

Marty cerró la puerta al salir y recorrió el camino de vuelta a su celda, escoltado por Priestley, el oficial del piso. No se dirigieron la palabra.

Marty observó a los pájaros que descendían sobre el tejado del edificio, posándose en los canalones en busca de algo que comer. Iban y venían cuando les apetecía, buscando nichos donde anidar, dando por sentada su soberanía. No los envidiaba lo más mínimo. Y si lo hacía, no era el momento de admitirlo.

6

Pasaron trece días, y Marty no volvió a saber de Toy, ni de Somervale. A decir verdad, no esperaba otra cosa. Había perdido su oportunidad; se podría decir que él mismo había orquestado sus últimos momentos al negarse a hablar de Macnamara. De aquel modo había esperado cortar de raíz toda esperanza. En eso había fracasado. Por mucho que intentase olvidar la entrevista con Toy, no podía. El encuentro lo había desequilibrado gravemente, y su inestabilidad era tan angustiosa como la causa que la producía. Pensaba que para entonces había aprendido el arte de la indiferencia; del mismo modo en que los niños aprenden que el agua caliente abrasa: por dolorosa experiencia.

De eso había tenido más que suficiente. Durante los primeros doce meses de su sentencia se había enfrentado a todo y a todos los que se habían puesto en su camino. Ese año no había hecho amigos, ni había causado la menor impresión en el sistema; a cambio de sus molestias solo había obtenido magulladuras y malos momentos. El segundo año había librado su guerra privada a escondidas, escarmentado por el fracaso; había empezado a levantar pesas y a boxear, decidido a moldear y fortalecer un cuerpo del que valerse cuando llegara el momento de vengarse. Pero mediado el tercer año la soledad había hecho su aparición: un dolor que ninguna medida de castigo autoinflingido podía disimular, ni siquiera los músculos que forzaba cada día hasta rebasar el límite del dolor. Ese año firmó una tregua consigo mismo y con su encarcelación. No fue más que una paz precaria, pero las cosas empezaron a mejorar a partir de entonces. Llegó a sentirse como en casa en los pasillos llenos de ecos y en el interior de su celda, y en el claustrofóbico enclave de su cabeza, donde casi toda experiencia placentera se había convertido en un recuerdo lejano.

El cuarto año había traído consigo nuevos terrores. Ese año cumplió veintinueve; los treinta estaban al caer, y recordaba a la perfección cómo siendo más joven, cuando aún tenía todo el tiempo del mundo, pensaba que los hombres de esa edad estaban acabados. Fue una revelación dolorosa, y la antigua claustrofobia (la de sentirse atrapado, no detrás de los barrotes, sino detrás de su vida) volvió con más fuerza que nunca, y con una nueva temeridad. Ese año se hizo dos tatuajes: un relámpago azul y rojo en la parte superior de su brazo izquierdo, y «usa» en el antebrazo derecho. Charmaine le había escrito justo antes de Navidad, sugiriendo que tal vez lo mejor fuera el divorcio, y él no le había dado ninguna importancia. ¿De qué habría servido? La mejor solución era la indiferencia. Cuando admitías la derrota, la vida se convertía en un camino de rosas. A la luz de esa sabiduría, el quinto año fue pan comido. Tuvo acceso a las drogas; la influencia de un convicto veterano; todo menos su libertad, pero podía esperar.

Y luego había aparecido Toy, y aunque se esforzaba por olvidar que había oído siquiera su nombre, descubrió que seguía dándole vueltas en la cabeza a aquella media hora de entrevista, analizando cada pequeño detalle de la conversación, como si fuese a descubrir una verdad inesperada. Era un ejercicio infructuoso, por supuesto, pero no dejó de practicarlo, y el proceso lo reconfortaba de algún modo. No se lo dijo a nadie; ni siquiera a Feaver. Era su secreto: la habitación; Toy; la derrota de Somervale.

El segundo domingo después de la reunión con Toy, Charmaine fue a visitarlo. La entrevista fue tan caótica como siempre; el segundo de retraso entre pregunta y respuesta estropeaba la sintonía, como en una conferencia telefónica. No era que el rumor de las otras conversaciones de la habitación empeorase las cosas, las cosas ya estaban mal. Era imposible ignorarlo. Marty había renunciado a intentar arreglarlas mucho tiempo atrás. Después de las preguntas de rigor acerca de la salud de familiares y amigos, llegó el momento de hablar de la separación.

En sus primeras cartas le había escrito: «Eres preciosa, Charmaine. Pienso en ti por las noches, sueño contigo todo el tiempo».

Pero después la imagen de Charmaine se había desdibujado, y de todas formas había dejado de soñar con su rostro y con su cuerpo bajo el suyo, y aunque prolongó la fantasía en sus cartas durante algún tiempo, sus frases amorosas habían empezado a sonar ostensiblemente falsas, y había dejado de escribir acerca de tales intimidades. Se sentía como un adolescente, diciéndole que pensaba en su rostro; no quería que Charmaine se lo imaginara sudando en la oscuridad y tocándose como un niño de doce años.

Pensándolo bien, tal vez hubiese sido un error. Tal vez su matrimonio hubiera empezado a deteriorarse entonces, cuando empezó a sentirse ridículo y dejó de escribirle cartas de amor. Pero ¿acaso no había cambiado ella también? Lo miraba con recelo en aquel preciso momento.

—Flynn te manda recuerdos.

—Oh. Qué bien. Lo sigues viendo, ¿no?

—De vez en cuando.

—¿Qué tal le va?

Charmaine había adquirido la costumbre de mirar al reloj en lugar de mirarlo a él, y Marty se alegraba de que lo hiciera. Le permitía observarla sin sentirse impertinente. Cuando sus facciones se relajaban, todavía la encontraba atractiva. Pero estaba seguro de que tenía bajo control la reacción que le producía ella. Podía mirarla (los translúcidos lóbulos de sus orejas, la curva de su cuello) y verla fríamente. Por lo menos la prisión le había enseñado eso: no desees lo que no puedes tener.

—Oh, está bien… —respondió ella.

Marty tardó un momento en volver a orientarse; ¿de quién estaba hablando? Oh, sí: de Flynn. Ese sí que nunca se manchaba las manos. Flynn el sabio; Flynn el chulo.

—Te manda recuerdos —dijo.

—Ya me lo has dicho —le recordó él.

Otra pausa; la conversación era más dolorosa cada vez que iba. No tanto para él como para ella. Parecía que sufría un trauma cada vez que escupía una palabra.

—He vuelto a ver a los abogados.

—Oh, sí.

—Parece que todo está en marcha. Han dicho que los papeles estarán listos el mes que viene.

—¿Qué hago, los firmo y ya está?

—Bueno… han dicho que teníamos que hablar de la casa, y de todo lo que tenemos en común.

—Quédatelo.

—Pero es nuestro, ¿no? O sea, de los dos. Y cuando salgas vas a necesitar un sitio donde vivir, y muebles y todo eso.

—¿Quieres vender la casa?

Otra pausa horrible, como si estuviese a punto de decir algo mucho más importante que las frivolidades que seguramente aflorarían.

—Lo siento, Marty —dijo.

—¿El qué?

Charmaine meneó levemente la cabeza. Su cabello brillaba.

—No lo sé —dijo.

—No es culpa tuya. Nada de esto es culpa tuya.

—No puedo evitar…

Se detuvo y levantó la vista hacia él, súbitamente más viva con el apremio del miedo (¿de eso se trataba, de miedo?) de lo que había estado en los demás encuentros acartonados que habían soportado en habitaciones sofocantes como aquella. Tenía los ojos húmedos, estaban llenándose de lágrimas.

—¿Qué pasa?

Ella lo miró; las lágrimas se desbordaron.

—Char… ¿qué pasa?

—Se acabó, Marty —dijo ella, como si acabase de descubrirlo; se acabó, se terminó, adiós.

Él asintió.

—Sí.

—No quiero que… —se interrumpió, hizo una pausa, luego volvió a intentarlo—. No me culpes.

—No te culpo. Nunca te he culpado. Dios, has venido a verme, ¿no? Todos estos años. Ya sabes que odio verte en este lugar. Pero tú venías; cuando te necesitaba, aquí estabas.

—Pensaba que saldría bien —prosiguió ella, como si él no hubiese dicho nada—, de verdad. Pensaba que saldrías pronto, y que a lo mejor lo arreglábamos, ya sabes. Todavía teníamos la casa y todo eso. Pero los dos últimos años todo empezó a torcerse.

Él la veía sufrir, y pensaba: nunca podré olvidarlo, porque es culpa mía, porque soy la peor mierda del mundo, mira lo que he hecho. Al principio había habido lágrimas, por supuesto, y cartas de ella llenas de dolor y acusaciones medio enterradas, pero la angustia tan espantosa que mostraba en ese momento era mucho más profunda. Para empezar, ya no era la de una chica de veintidós años, sino la de una mujer adulta; y le avergonzaba profundamente pensar que era culpa suya, le avergonzaba de un modo que pensaba que había superado.

Charmaine se sonó con un pañuelo que sacó de un paquete.

—Todo está hecho un lío —dijo.

—Sí.

—Solo quiero poner las cosas en su sitio.

Le echó un rápido vistazo a su reloj, demasiado rápido para fijarse en la hora, y se levantó.

—Será mejor que me vaya, Marty.

—¿Tienes una cita?

—No… —respondió, una mentira evidente que no se esforzó mucho en disimular—, a lo mejor luego me voy de compras. Siempre me levanta el ánimo. Ya me conoces.

No, pensó él. No, no te conozco. Si te conocí alguna vez, y no estoy seguro de que así fuera, eras diferente en aquel entonces, y Dios mío, cómo te echo de menos. Se detuvo. Ese no era el modo de despedirse de ella; lo sabía por pasados encuentros. El truco estaba en ser frío, en terminar en una nota de formalidad, para así poder volver a su celda y olvidarse de ella hasta la próxima vez.

—Quería que lo entendieras —dijo ella—. Pero creo que no te lo he explicado muy bien. Es un lío espantoso.

No dijo «adiós»; estaba empezando a llorar otra vez, y él estaba seguro de que a pesar de la cháchara de abogados, temía echarse atrás en el último momento, por debilidad, por amor, o por ambas cosas, y marchándose sin volver la vista atrás excluía esa posibilidad.

Derrotado, volvió a su celda. Feaver estaba dormido. Se había pegado a la frente con saliva una vulva arrancada de una de sus revistas, una de sus manías favoritas. Se abría como un tercer ojo sobre sus párpados cerrados, mirándolo sin cesar, sin esperanza de dormir.

7

—¿Strauss?

Priestley estaba en la puerta abierta de la celda, mirando hacia el interior. Algún gracioso había escrito en la pared: «Si estás cachondo, golpea la puerta y vendrá una puta». Era un chiste familiar (Marty había visto la misma gracia, o parecida, en varias celdas), pero ahora, mirando a la gruesa cara de Priestley, pensó que la asociación de ideas (el enemigo y el sexo de una mujer) era obscena.

—¿Strauss?

—Sí, señor.

—El señor Somervale quiere verte a las tres y cuarto. Vendré a recogerte. Estate listo a las tres y diez.

—Sí, señor.

Priestley se dio la vuelta para marcharse.

—¿Me puede decir de qué se trata, señor?

—¿Yo qué cojones sé?

Somervale lo esperaba en la sala de entrevistas a las tres y cuarto. El expediente de Marty estaba en la mesa frente a él, todavía sin abrir. A su lado había un sobre de color beis sin marcar. Somervale estaba de pie junto a la ventana de cristal reforzado, fumando.

—Pasa —dijo. No lo invitó a sentarse, ni dejó de mirar por la ventana.

Marty cerró la puerta al entrar, y esperó. Somervale exhaló el humo sonoramente por las ventanillas de la nariz.

—¿Tú qué crees, Strauss? —dijo.

—¿Cómo dice, señor?

—Que tú qué crees, ¿eh? Imagínatelo.

Marty seguía sin comprender nada, y se preguntaba si estaría confundido él, o lo estaría Somervale. Al cabo de una eternidad, Somervale dijo:

—Mi mujer ha muerto.

Marty se preguntó qué esperaba que dijera. Pero Somervale no le dio tiempo para formular una respuesta. Después de esas cuatro palabras, continuó con otras cinco:

—¡Te van a soltar, Strauss!

Expuso los hechos rotundos uno detrás de otro como si estuvieran relacionados; como si el mundo entero se hubiera puesto en su contra.

—¿Me voy con el señor Toy? —preguntó Marty.

—El Consejo y él creen que eres un candidato adecuado para el trabajo en la finca de Whitehead —dijo Somervale—. Imagínate —produjo un sonido grave con la garganta, que pudo haber sido risa—. Estarás bajo estrecha vigilancia, por supuesto. No la mía, sino la de quien ocupe mi puesto. Y si te pasas de la raya una sola vez…

—Entiendo.

—Me pregunto si eso es cierto —Somervale dio una calada a su cigarrillo, sin darse la vuelta aún—. Me pregunto si entiendes qué clase de libertad has escogido…

Marty no estaba dispuesto a permitir que esa frivolidad echase a perder su creciente euforia. Somervale había sido derrotado; que hable.

—Puede que Joseph Whitehead sea uno de los hombres más ricos de Europa, pero he oído que también es uno de los más excéntricos. Sabe Dios en lo que te estás metiendo, pero te aseguro que a lo mejor la vida en la prisión te parece mucho más apetecible.

Las palabras de Somervale se evaporaron; su inquina cayó en oídos sordos. Ya fuera por agotamiento, o porque se percató de que había perdido a su público, interrumpió su monólogo resentido nada más empezar, y se apartó de la ventana para terminar ese desagradable asunto lo antes posible. Marty se asombró al ver el cambio que se había producido en él. En las semanas transcurridas desde la última vez que se vieran, Somervale había envejecido años; parecía que se hubiera mantenido a base de cigarrillos y de pena. Su piel parecía pan rancio.

—El señor Toy te recogerá en la puerta el viernes que viene. El 13 de febrero. ¿Eres supersticioso?

—No.

—Aquí tienes todos los detalles. En un par de días te harán un chequeo, y vendrán para repasar tu puesto de trabajo vis-a-vis con el Consejo de Libertad Condicional. Están rompiendo las reglas por ti, Strauss. Dios sabrá por qué. Solo en tu sección hay una docena de candidatos más válidos.

Marty abrió el sobre, echó un rápido vistazo a las páginas de letras comprimidas y volvió a guardarlas.

—No me volverás a ver —le decía Somervale—, de lo cual seguro que te alegras mucho.

La cara de Marty no mostró la menor reacción, pero al parecer, su fingida indiferencia encendió una chispa de odio renovado en la cansada figura de Somervale, que le enseñó los dientes podridos al decir:

—Si fuera tú, le daría gracias a Dios, Strauss. Le daría gracias a Dios desde el fondo de mi corazón.

—¿Por qué… señor?

—Pero bien mirado, supongo que no piensas mucho en Dios, ¿verdad?

Las palabras contenían dolor y desprecio a partes iguales. Marty no pudo evitar imaginarse a Somervale solo en una cama de matrimonio; un marido sin esposa, y sin esperanzas de volver a verla; incapaz de llorar. Y otra idea siguió rápidamente a la primera: que el pétreo corazón de Somervale, que se había roto de un solo golpe brutal, no era tan distinto del suyo. Los dos eran hombres duros, los dos se apartaban del mundo mientras libraban guerras privadas en sus entrañas. Los dos habían descubierto que las mismas armas que habían forjado para derrotar a sus enemigos se habían vuelto contra ellos mismos. Era un descubrimiento mezquino, y tal vez Marty no se hubiese atrevido a formularlo, si no hubiera estado tan entusiasmado con la noticia de su liberación. Pero allí estaba. De repente, Somervale y él parecían gemelos, como dos lagartos tumbados en el mismo barro apestoso.

—¿En qué estás pensando, Strauss? —preguntó Somervale.

Marty se encogió de hombros.

—En nada —dijo.

—Mentiroso —dijo el otro. Recogió el expediente y salió de la sala de entrevistas, dejando la puerta abierta al salir.

Marty llamó por teléfono a Charmaine al día siguiente, y le dijo lo que había sucedido. Parecía complacida, lo cual era gratificante. Cuando colgó el teléfono estaba temblando, pero se sentía bien.

Vivió los últimos días en Wandsworth con otros ojos, o así es como le pareció. Todos los aspectos de la vida de la prisión a los que se había acostumbrado (la crueldad despreocupada, los abucheos incesantes, los juegos de poder, los juegos sexuales) volvían a parecerle nuevos, igual que seis años antes.

Había perdido esos años, por supuesto. Nada podría devolvérselos, nada podría colmarlos de experiencia útil. La idea lo entristecía. Tenía muy poco con lo que salir de nuevo al mundo. Dos tatuajes, un cuerpo que había visto mejores días, recuerdos de rabia y desesperación. En adelante viajaría ligero de equipaje.

8

La noche antes de irse de Wandsworth tuvo un sueño. Su vida nocturna no había sido apasionante durante los años que había durado su sentencia. Los sueños eróticos con Charmaine habían cesado enseguida, al igual que sus fantasías más exóticas, como si su subconsciente, compasivo con su encierro, no quisiera burlarse de él con sueños de libertad. A veces se había despertado en mitad de la noche, con la cabeza llena de visiones gloriosas, pero casi todos sus sueños eran tan absurdos y tan repetitivos como su vida consciente. Pero esta fue una experiencia completamente distinta.

Soñó con una especie de catedral, una obra maestra inacabada, y quizá imposible de acabar, con torres, agujas y elevados contrafuertes, demasiado inmensa para existir en el mundo físico, pues desafiaba la gravedad, pero que allí dentro, en su cabeza, era una realidad asombrosa. Era de noche al dirigirse a ella, la gravilla crujía bajo sus pies, el aire olía a madreselva, y en el interior oía cánticos. Voces en éxtasis, un coro de muchachos, pensó, que subía y bajaba sin cesar. No había nadie más en la sedosa oscuridad que lo rodeaba: ningún turista como él, que contemplase boquiabierto aquella maravilla. Tan solo él, y las voces.

Y entonces, milagrosamente, echó a volar.

Era ingrávido, el viento lo sostenía, y ascendía por la empinada catedral a una velocidad que lo dejaba sin aliento. Pero no volaba como un pájaro, sino como una especie de pez volador. Como un delfín (sí, eso era), a veces pegando los brazos al cuerpo, a veces braceando en el aire azul al elevarse, como una criatura suave y desnuda, rozando la pizarra y girando alrededor de las agujas, acariciando el rocío de la mampostería con la punta de los dedos, y sacudiendo las gotas de lluvia de los canalones. Si alguna vez había soñado con algo tan hermoso, no lo recordaba. La intensidad de su alegría lo abrumó, y se despertó sobresaltado.

Estaba empapado y tenía los ojos abiertos de par en par, en el calor forzado de la celda, mientras Feaver se masturbaba en la litera de abajo. La litera se sacudía rítmicamente, la velocidad aumentó, y Feaver alcanzó el clímax con un gruñido sofocado. Marty intentó ignorar la realidad, y se concentró en recuperar su sueño. Cerró los ojos de nuevo, conminó a la imagen a regresar, diciéndole a la oscuridad: «vamos, vamos». Durante un extraordinario momento, el sueño volvió: pero ya no era un sueño triunfal, sino terrorífico, y él estaba cayendo en picado desde el cielo a cien kilómetros de altura; la catedral se acercaba con rapidez, y las agujas se afilaban en el viento, preparándose para su llegada…

Se despertó temblando, poniendo fin a la caída antes de que terminase, y se quedó tumbado mirando al techo el resto de la noche, hasta que una penumbra siniestra, la primera luz del amanecer, se derramó por la ventana anunciando el día.

9

No mostraba el cielo grandeza alguna cuando Marty fue liberado. Solo era un viernes por la tarde normal y corriente en Trinity Road.

Toy esperaba en el ala de recepción cuando bajaron a Marty. Siguió esperando mientras los oficiales procedían a una docena de rituales burocráticos; había que inspeccionar sus pertenencias y devolvérselas, firmar y contrafirmar los papeles de su liberación. Transcurrió casi una hora entre semejantes formalidades hasta que abrieron las puertas y les permitieron salir al exterior.

Toy le estrechó la mano a modo de bienvenida y le condujo a través del patio delantero de la prisión hasta el lugar donde aguardaba un Daimler de color rojo oscuro, con el asiento del conductor ocupado.

—Vamos, Marty —dijo, abriendo la puerta—, hace demasiado frío para quedarse ahí parado.

Hacía frío, en efecto; el viento era implacable. Pero el frío no podía congelar su alegría. Era un hombre libre, por amor de Dios; libre dentro de unos límites cuidadosamente prescritos, tal vez, pero era un comienzo. Al menos estaba dejando atrás la parafernalia de la prisión: el cubo en el rincón de la celda, las llaves, los números. En adelante tendría que estar a la altura de las elecciones y las oportunidades que se le ofrecieran.

Toy ya se había refugiado en el asiento de atrás.

—Marty —volvió a llamarlo, haciéndole un gesto con la mano enguantada de ante—. Tenemos que darnos prisa, o pillaremos un atasco al salir de la ciudad.

—Sí. Ya voy…

Marty subió al coche. El interior olía a cera, a humo de puro rancio y a cuero; aromas lujosos.

—¿Pongo la maleta en el maletero? —dijo Marty.

El conductor se volvió desde el volante.

—Tienes sitio ahí detrás —dijo.

Lo miró de arriba abajo. Era un indio americano, y no llevaba uniforme de chófer, sino una vieja chaqueta de piloto. No le ofreció ninguna sonrisa de bienvenida.

—Luther —dijo Toy—, este es Marty.

—Pon la maleta en el asiento delantero —respondió el conductor; se inclinó y abrió la puerta del lado del copiloto. Marty se bajó y puso la maleta y la bolsa de plástico con sus pertenencias en el asiento delantero, junto a un montón de periódicos y un ejemplar manoseado de Playboy, luego volvió al asiento de atrás con Toy y dio un portazo.

»No hace falta dar portazos —dijo Luther, pero Marty apenas oyó el comentario. No hay muchos convictos que salgan de Wandsworth en un Daimler, pensaba. A lo mejor esta vez he caído de pie.

El coche se alejó de las puertas con un ronroneo y giró a la izquierda en Trinity Road.

—Luther lleva dos años en la finca —dijo Toy.

—Tres —le corrigió el otro.

—¿Ya? —respondió Toy—. Pues tres. Me lleva a todas partes; lleva al señor Whitehead a Londres.

—Ya no.

Marty encontró la mirada del conductor en el espejo retrovisor.

—¿Has pasado mucho tiempo en ese agujero? —Le preguntó, sin la menor vacilación.

—Demasiado —respondió Marty. No iba a ocultarle nada; no tenía sentido. Esperaba que le hiciera la siguiente pregunta inevitable: «¿por qué te encerraron?». Pero Luther no se la hizo. Dirigió de nuevo su atención a la carretera, aparentemente satisfecho. Marty se alegró de que dejasen la conversación. Lo único que quería era observar el paso de aquel mundo feliz, y empaparse de todo. La gente, los escaparates, los anuncios; estaba ávido de detalles, por triviales que fueran. Pegó los ojos a la ventana. Había mucho que ver, y sin embargo tenía la vivida impresión de que todo era falso, como si la gente de la calle, en los otros coches, fueran actores, cada cual caracterizado y representando su papel a la perfección. Su mente se esforzaba por dar cabida al torrente de información (a cada lado una nueva vista, en cada esquina un desfile distinto) y simplemente rechazó la realidad de todo ello. Todo era teatro, le dijo su cerebro, todo ficción. Porque aquella gente se comportaba como si hubieran vivido sin él, como si el mundo hubiera seguido adelante mientras estaba entre rejas, y una parte infantil de sí mismo, la parte que, al taparse los ojos se creía escondida, no podía concebir la vida en su ausencia.

El sentido común lo convenció de lo contrario, por supuesto. Pese a lo que sospecharan sus confusos sentidos, el mundo era más viejo, y probablemente estaba más cansado, desde que se vieran por última vez. Tendría que renovar su trato con él: aprender cómo había cambiado su naturaleza; aprender de nuevo su etiqueta, su susceptibilidad, su potencial para el placer.

Cruzaron el río por el puente Wandsworth y atravesaron Earl’s Court y Shepherd’s Bush en dirección a Westway. Era viernes a media tarde, y el tráfico era denso; había muchos trabajadores ansiosos por volver a casa para pasar el fin de semana. Marty observaba sin disimulo los rostros de los conductores de los coches que adelantaban, imaginándose a qué se dedicaban, o intentando atraer las miradas de las mujeres.

Kilómetro a kilómetro, la extrañeza que había sentido al principio empezó a disiparse, y cuando llegaron a la M40 estaba empezando a hartarse del espectáculo. Toy se había quedado dormido en su lado del asiento, con las manos en el regazo. Luther estaba ocupado sorteando el tráfico.

Solo una cosa retrasó su avance. A veinte kilómetros de Oxford, las luces azules que destellaban en la carretera, por delante de ellos, y el sonido de una sirena que se acercaba a toda velocidad anunciaban un accidente. La procesión de coches disminuyó la velocidad, como una cola de curiosos que se detuvieran para asomarse a un ataúd.

Un coche se había salido de su carril en dirección este, había atravesado la mediana, y había chocado de frente contra una furgoneta que venía en dirección opuesta. Todos los carriles en dirección oeste estaban bloqueados, ya fuera por los restos del accidente o por los coches de policía, y los viajeros se veían obligados a circular por el arcén para evitar los restos esparcidos.

—¿Ves lo que ha pasado? —preguntó Luther, que estaba ocupado esquivando al guardia que dirigía el tráfico y no podía mirar. Marty le describió la escena lo mejor que pudo.

Había un hombre en mitad del caos, hipnotizado por la conmoción; la sangre le corría por la cara como si le hubiesen partido en la cabeza un huevo de yema ensangrentada. Detrás de él, un grupo de policías y pasajeros rescatados se había congregado en torno al morro aplastado del coche para hablar con alguien atrapado en el asiento del conductor. La figura estaba inclinada y no se movía. Mientras pasaban lentamente a su lado, uno de ellos, una mujer con el abrigo empapado en sangre (ya fuera suya o del conductor) se alejó del vehículo y empezó a aplaudir. Al menos así fue como interpretó Marty las palmadas que daba: como si fueran aplausos. Era como si estuviera sufriendo el mismo engaño que él había experimentado hacía tan poco, que todo era una ilusión meticulosa pero de mal gusto, y que en cualquier momento llegaría a su grato final. Marty sintió el impulso de asomarse por la ventana del coche y decirle que se equivocaba; que aquel era el mundo real, con mujeres atractivas, cielo cristalino y todo. Pero ya lo sabría al día siguiente, ¿verdad? Entonces tendría tiempo de sobra para lamentarse. De momento aplaudía, y seguía aplaudiendo cuando perdieron de vista el accidente.