1
El aire era eléctrico el día en que el ladrón atravesó la ciudad, seguro de que aquella noche, después de tantas semanas de frustración, encontraría por fin al jugador. No se trataba de un viaje sencillo. El ochenta y cinco por ciento de Varsovia había sido arrasado, bien durante los meses de bombardeo con morteros que habían precedido a la liberación de la ciudad por los rusos, o bien debido al programa de demolición que los nazis habían emprendido antes de su retirada. Varios sectores eran virtualmente impracticables con un vehículo. Montañas de escombros, que aún albergaban cadáveres como bulbos dispuestos a brotar cuando el clima primaveral mejorase, bloqueaban las calles. Incluso en los distritos más accesibles, las fachadas que antes fueran elegantes se inclinaban peligrosamente, y sus cimientos crujían.
Pero al cabo de casi tres meses de ejercer su oficio allí, el ladrón se había acostumbrado a orientarse en aquella jungla urbana. En realidad, le gustaba su desolado esplendor: sus horizontes teñidos de color lila por el polvo que aún se asentaba desde la estratosfera, sus plazas y paseos de silencio antinatural; la sensación que tenía, al adentrarse allí, de que así sería el fin del mundo. Durante el día quedaban incluso algunas referencias (postes indicadores abandonados que habrían de ser desmontados con el tiempo) gracias a las cuales el viajero aún podía trazar su ruta. Las instalaciones de gas junto al puente Poniatowski todavía eran reconocibles, al igual que el zoológico al otro lado del río; el campanario de la Estación Central asomaba la cabeza, aunque el reloj había desaparecido tiempo atrás; estos y un puñado de otros homenajes desfigurados a la belleza de la ciudad de Varsovia sobrevivían, y su temblorosa presencia era conmovedora, incluso para el ladrón.
Aquel no era su hogar. Él no tenía hogar, ni lo había tenido durante una década. Él era un nómada y un oportunista, y durante un corto espacio de tiempo Varsovia le había ofrecido ganancias suficientes para retenerlo allí. Pronto, cuando hubiese recuperado las energías agotadas en sus recientes vagabundeos, sería hora de continuar su camino. Pero allí estaba, disfrutando de la libertad de la ciudad, mientras los primeros signos de la primavera murmuraban en el aire.
Por supuesto que había riesgos, pero por otra parte, ¿dónde no los había para un hombre de su profesión? Y los años de guerra habían perfeccionado sus habilidades de supervivencia hasta tal extremo que pocas cosas le intimidaban. Se encontraba más seguro allí que los verdaderos ciudadanos de Varsovia, los pocos supervivientes desorientados que gradualmente se filtraban de nuevo en la ciudad, buscando hogares perdidos, rostros perdidos. Escarbaban en los escombros o se paraban en las esquinas a escuchar el canto fúnebre del río, y esperaban a que los rusos los rodeasen en nombre de Karl Marx. Se levantaban nuevas barricadas todos los días. Los militares, lenta pero sistemáticamente, imponían un poco de orden en la confusión, dividiendo y subdividiendo la ciudad al igual que harían, con el tiempo, con el país entero. Los toques de queda y los controles, sin embargo, poco amedrentaban al ladrón. En el forro de su elegante abrigo ocultaba toda clase de documentos de identificación (algunos falsificados, la mayoría robados), alguno de los cuales sería adecuado en cualquier situación que se presentase. Lo que le faltaba en credibilidad lo compensaba con labia y con cigarrillos, y poseía ambas cosas en abundancia. Era todo lo que un hombre necesitaba, en aquella ciudad, aquel año, para sentirse el señor de la creación.
¡Y qué creación! No había por qué privarse de ningún apetito o curiosidad. Los secretos más profundos del cuerpo y el espíritu estaban al alcance de cualquiera con ganas de descubrirlos. Se convertían en juegos. Precisamente la semana anterior el ladrón había oído hablar de un joven que jugaba al viejo juego de las tazas y la bolita (ahora la ves, ahora ya no), pero las había reemplazado, con ingenio demencial, por tres cubos y la cabeza de un bebé.
Eso era lo de menos; el bebé estaba muerto y los muertos no sufren. Sin embargo, había otros pasatiempos a la venta en la ciudad, placeres cuya materia prima eran los vivos. El tráfico de carne humana había empezado para aquellos que tuvieran el deseo y el dinero de la entrada. El ejército de ocupación, que ya no estaba distraído por la batalla, había vuelto a descubrir el sexo, y había beneficios en ello. Con media hogaza de pan, uno podía comprar a alguna de las chicas refugiadas (muchas de las cuales eran tan jóvenes que apenas tenían pechos que acariciar), y violarla una y otra vez al amparo de la oscuridad, ignorando sus quejas o silenciándolas con una bayoneta cuando perdiera su encanto. Esa clase de asesinato despreocupado se pasaba por alto en una ciudad donde decenas de miles habían muerto. Durante unas pocas semanas, entre un régimen y el siguiente, todo era posible: ningún acto se consideraba culpable, ninguna depravación tabú.
Se había abierto un burdel de muchachos en el distrito Zoliborz. Allí, en un salón subterráneo decorado con cuadros recuperados del botín de guerra, uno podía escoger entre chavales a partir de seis ó siete años, todos encantadores y flacos debido a la malnutrición, y tan prietos como cualquier entendido podría desear. Era muy popular entre los oficiales, pero demasiado caro para los de rango inferior, según había oído el ladrón entre susurros. Al parecer, los principios de Lenin en cuanto a la libertad de elección no se aplicaban a la pederastia.
El deporte estaba al alcance de todos los bolsillos, si bien era de una clase muy especial. Las peleas de perros eran una atracción especialmente popular aquella temporada. Chuchos sin hogar, que regresaban a la ciudad para devorar los cadáveres de sus amos, eran atrapados, alimentados hasta que tenían fuerzas para pelear y azuzados unos contra otros hasta la muerte. Era un espectáculo horroroso, pero el amor al juego había llevado al ladrón a las peleas una y otra vez. Había obtenido un modesto beneficio una noche en que apostó por un terrier pequeño pero astuto, que había vencido a un perro de tres veces su propio tamaño arrancándole a su oponente los testículos de un mordisco.
Y si al cabo de un tiempo se desvanecía tu apetito por los perros o los muchachos o las mujeres, había entretenimientos más esotéricos a tu alcance.
En un primitivo anfiteatro excavado en los restos del Bastión de Santa María el ladrón había visto a un actor anónimo representar él solo a Fausto de Goethe, primera y segunda parte. Aunque su alemán distaba de ser perfecto, la representación le había causado al ladrón una impresión duradera. Conocía la historia lo bastante como para seguir la acción: el pacto con Mefistófeles, las discusiones, los trucos de magia, y después, a medida que se acercaba la maldición prometida, la desesperación y el terror. Gran parte del argumento era indescifrable, pero la posesión del actor por sus papeles gemelos (en un momento el Tentador, al siguiente el Tentado) era tan impresionante que el ladrón se marchó con el estómago revuelto.
Dos días más tarde había regresado para ver la obra de nuevo, o al menos para hablar con el actor. Pero no iba a haber bises. El entusiasmo del actor por Goethe se había interpretado como propaganda pronazi; el ladrón le encontró ahorcado de un poste de telégrafos, sin alegría. Estaba desnudo. Los pájaros le habían picoteado los pies descalzos y le habían arrancado los ojos; le habían acribillado el torso a balazos. Aquella visión tranquilizó al ladrón. La entendió como una prueba de que los sentimientos encontrados que el actor le había inspirado eran malvados; si aquella era la condición a la que le había llevado el arte, estaba claro que aquel hombre había sido un canalla y un impostor. Tenía la boca abierta, pero los pájaros le habían arrancado la lengua al igual que los ojos. No se había perdido nada.
Además, había diversiones mucho más gratificantes. A las mujeres, el ladrón podía tomarlas o dejarlas, y los muchachos no eran de su gusto, pero amaba el juego, siempre lo había hecho. Así que volvió a las peleas de perros para tentar a la suerte con algún chucho. Si no allí, entonces a una partida de dados en algún barracón, o llevado por la desesperación, a apostar sobre la velocidad de una nube que pasara con algún centinela aburrido.
El método y las circunstancias apenas le importaban: solo le importaba jugar. Desde la adolescencia, había sido su único vicio auténtico; el capricho que le había llevado a convertirse en ladrón. Antes de la guerra había jugado en casinos de toda Europa; el Chemin de Fer era su juego favorito, aunque no le disgustaba la ruleta. Evocaba aquellos años a través del velo que sobre ellos había corrido la guerra, y recordaba aquellos desafíos como recordaba los sueños durante la vigilia: como algo irrecuperable, que se alejaba más y más a cada instante.
Sin embargo, ese sentimiento de pérdida cambió cuando oyó hablar del jugador. Le llamaban Mamoulian, y se decía que nunca perdía una partida, y que iba y venía en aquella engañosa ciudad como una criatura que tal vez ni siquiera fuese real.
Pero luego, después de Mamoulian, todo cambió.
2
Circulaban muchos rumores, y muchos ni siquiera se basaban en la verdad. Solo eran mentiras que contaban soldados aburridos. El ladrón había descubierto que la mente militar era capaz de invenciones más barrocas que la de un poeta, y más letales.
Así que cuando oyó hablar de un jugador maestro que salía de la nada, retaba a cualquier aspirante a una partida y ganaba sin variación, sospechó que la historia era simplemente eso: una historia. Pero algo en el modo en que aquel cuento apócrifo persistía le desconcertaba. Aquella fantasía no se desvaneció para dar paso a otra todavía más absurda. Surgía en repetidas ocasiones: en las conversaciones de los hombres en las peleas de perros; en los chismes, en los grafitis. Es más, aunque los nombres cambiaban, los hechos principales eran los mismos en todas las versiones. El ladrón empezó a sospechar que había algo de verdad en la historia al fin y al cabo. Tal vez hubiera un jugador brillante que operaba en algún lugar de la ciudad. No del todo invencible, por supuesto; nadie lo era. Pero aquel hombre, si existía, era sin duda alguien especial. Siempre se hablaba de él con una precaución que rayaba en la reverencia; los soldados que aseguraban haberle visto jugar hablaban de su elegancia, de su calma casi hipnótica. Cuando hablaban de Mamoulian eran campesinos refiriéndose a la nobleza, y el ladrón, que no estaba dispuesto a reconocer la superioridad de ningún hombre, añadió el deseo de destronar a aquel rey a sus razones para localizar al jugador.
Pero aparte de la idea general que transmitían los rumores, había muy pocos datos específicos. Sabía que tendría que encontrar e interrogar a alguien que realmente se hubiese enfrentado a aquella leyenda en una mesa de juego antes de que pudiese empezar a separar la verdad de la especulación.
Tardó dos semanas en encontrar a ese hombre. Se llamaba Konstantin Vasiliev, un subteniente de quien se decía que había perdido cuanto tenía jugando con Mamoulian. El ruso era fuerte como un toro; el ladrón se sintió empequeñecido frente a él. Pero aunque algunos hombres corpulentos dan cobijo a espíritus lo bastante amplios como para colmar su anatomía, Vasiliev parecía casi vacío. Si alguna vez había poseído semejante virilidad, esta había desaparecido. En aquella envoltura solo quedaba un niño nervioso y frágil.
Le costó una hora de persuasión, más de media botella de vodka del mercado negro y medio paquete de cigarrillos hacer que Vasiliev respondiera a sus preguntas con otra cosa que no fuesen monosílabos; pero cuando al fin se produjeron las revelaciones, estas manaron a raudales, eran las confesiones de un hombre a punto de sufrir una crisis nerviosa. En su voz se advertía autocompasión, y también rabia; pero por encima de todo estaba el olor del miedo. Vasiliev era un hombre mortalmente aterrorizado. El ladrón estaba poderosamente impresionado: no por sus lágrimas ni por su desesperación, sino por el hecho de que Mamoulian, aquel jugador sin rostro, hubiera derrotado al gigante que se sentaba frente a él. Fingiendo ofrecerle consuelo y consejo amistoso procedió a sacarle al ruso cualquier pizca de información que este pudiese proporcionarle, siempre en busca de algún detalle significativo para convertir la quimera que investigaba en un ser de carne y hueso.
—¿Dices que siempre gana?
—Siempre.
—Pues, ¿cuál es su método? ¿Cómo hace trampas?
Vasiliev levantó la vista de los tablones del suelo.
—¿Trampas? —dijo con incredulidad—. No hace trampas. He jugado a las cartas toda la vida, con los mejores y con los peores. Conozco todas las trampas del mundo. Y te aseguro que él jugaba limpio.
—Hasta el jugador más afortunado pierde de vez en cuando. Las leyes de la suerte…
Una mirada de alegría inocente atravesó el rostro de Vasiliev, y durante un instante el ladrón vislumbró al hombre que había ocupado aquella fortaleza hasta que perdió la razón.
—Las leyes de la suerte no significan nada para él. ¿Es que no lo ves? No es como tú o como yo. ¿Cómo es posible que gane siempre a menos que tenga poder sobre las cartas?
—¿Tú crees?
Vasiliev se encogió de hombros, y volvió a hundirse en la silla.
—Para él —dijo, casi reflexivo en su absoluta consternación—, la victoria es belleza. Es como la misma vida.
Sus ojos vacíos recorrieron de nuevo el tosco granulado de los tablones mientras el ladrón daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras: «La victoria es belleza. Es como la misma vida». Eran palabras extrañas, y le inquietaban. Sin embargo, antes de que pudiera descifrar su significado, Vasiliev se inclinó más hacia él, su aliento temeroso, agarrando la manga del ladrón con su enorme mano mientras hablaba.
—He pedido un traslado, ¿te lo había dicho? Me iré lejos de aquí en pocos días, soy más listo que nadie. Me pondrán medallas cuando vuelva a casa. Por eso me trasladan: porque soy un héroe, y a los héroes les conceden todo lo que piden. Desapareceré, y nunca me encontrará.
—¿Por qué querría encontrarte?
La mano en la manga se apretó; Vasiliev tiró del ladrón hacia sí.
—Le debo hasta la camisa —dijo—. Si me quedo, me matará. Ya han matado a otros, él y sus camaradas.
—¿No está solo? —dijo el ladrón. Se había imaginado al jugador como un hombre solitario; de hecho, lo había construido según su propia imagen y semejanza.
Vasiliev se sonó con la mano, y se recostó en la silla, que crujió bajo su peso.
—¿Quién sabe lo que es verdad o mentira en este sitio?, ¿eh? —dijo, con ojos acuosos—. Es decir, si te dijera que le acompañaban hombres muertos, ¿me creerías? —Respondió a su propia pregunta con un movimiento de cabeza—. No. Pensarías que estoy loco…
Antaño, pensó el ladrón, aquel hombre había sido capaz de certezas; de acción; quizá incluso de heroísmo. Toda esa nobleza se había disipado: el campeón se hallaba reducido a un muñeco que lloriqueaba y balbuceaba disparates. Aplaudió para sus adentros la totalidad de la victoria de Mamoulian. Siempre había odiado a los héroes.
—Una última pregunta… —comenzó.
—Quieres saber dónde encontrarlo.
—Sí.
El ruso se miró la yema del pulgar, suspirando profundamente. Todo aquello era agotador.
—¿Qué ganas si te enfrentas a él? —preguntó, y volvió a responder a su propia pregunta—. Solo humillación. Quizá la muerte.
El ladrón se levantó.
—Entonces, ¿no sabes dónde está? —dijo haciendo que se guardaba el paquete de cigarrillos medio vacío que estaba en la mesa que los separaba.
—Espera. —Vasiliev extendió la mano hacia el paquete antes de que se perdiera de vista—. Espera.
El ladrón volvió a poner los cigarrillos en la mesa, y Vasiliev los cogió con una mano codiciosa. Levantó la vista hacia su interrogador cuando habló.
—Lo último que he oído es que estaba al norte de aquí. Por la plaza Muranowski. ¿La conoces?
El ladrón asintió. No era una zona que le agradase visitar, pero la conocía.
—Y, ¿cómo lo encuentro cuando llegue allí? —preguntó.
El ruso parecía perplejo por la pregunta.
—Ni siquiera sé qué aspecto tiene —dijo el ladrón, para que Vasiliev lo entendiera.
—No hará falta que lo encuentres —replicó Vasiliev, que le entendía a la perfección—. Si quiere que juegues, te encontrará él.
3
La noche siguiente, la primera de muchas noches semejantes, el ladrón había salido en busca del jugador. Aunque ya había llegado abril, el tiempo todavía era desapacible aquel año. Había regresado a su habitación en el hotel semidemolido que ocupaba, insensible a causa del frío, la frustración y (aunque apenas se atrevía a reconocerlo, ni siquiera frente a sí mismo) el miedo. Los alrededores de la plaza Muranowski eran un infierno dentro de otro infierno. Allí muchos de los cráteres producidos por las bombas conducían a las alcantarillas, y el hedor que salía de ellos era inconfundible. Otros, que se habían utilizado a modo de hornos para incinerar a los ciudadanos ejecutados, todavía destellaban alguna vez, cuando las llamas alcanzaban un estómago lleno de gas, o un charco de grasa humana. Cada paso que daba en aquella tierra recién descubierta era una aventura, incluso para el ladrón. La muerte, en sus numerosas formas, lo esperaba en todas partes. Sentada al borde de un cráter, calentándose los pies en las llamas; de pie, demente, rodeada de basura; jugando alegremente en un jardín de huesos y metralla.
A pesar del miedo, había vuelto a aquel distrito en varias ocasiones; pero el jugador lo eludía. Y con cada intento fracasado, con cada viaje que terminaba en derrota, más se afanaba el ladrón en la persecución. En su imaginación aquel jugador sin rostro empezaba a adquirir una especie de fuerza legendaria. El simple hecho de verlo en persona, y verificar su existencia física en el mismo mundo que él, el ladrón, ocupaba, se convirtió en una cuestión de fe. Un medio (que Dios lo ayudase) para ratificar su propia existencia.
Al cabo de una semana y media de búsqueda infructuosa, volvió a buscar a Vasiliev. El ruso estaba muerto. Habían encontrado su cuerpo el día anterior, con la garganta cortada de oreja a oreja, flotando boca abajo en una de las alcantarillas que el ejército estaba despejando en Wola. No estaba solo. Lo acompañaban otros tres cadáveres, todos ellos masacrados de un modo similar, todos ellos en llamas, ardiendo como brulotes a la deriva por el túnel en un río de excrementos. Uno de los soldados que había estado en la alcantarilla cuando apareció aquella flotilla le dijo al ladrón que los cuerpos parecían flotar en la oscuridad. Durante un angustioso momento había sido como la llegada impasible de los ángeles.
Luego, por supuesto, el horror. Apagar los cadáveres en llamas, sus cabellos, sus espaldas; luego darles la vuelta; y el rostro de Vasiliev, atrapado en el haz de luz de una linterna, con una mirada de asombro, como un niño sobrecogido ante un mago asesino.
Los papeles de su traslado habían llegado esa misma tarde.
De hecho, los papeles, al parecer, habían sido la causa de un error administrativo que había puesto fin a la tragedia de Vasiliev con una nota cómica. Los cadáveres, una vez identificados, habían sido enterrados en Varsovia, excepto el del subteniente Vasiliev, cuyo historial de guerra exigía un tratamiento menos expeditivo. Se hicieron planes para transportar su cuerpo a la Madre Rusia, donde habría de ser enterrado con honores de Estado en su ciudad natal. Pero alguien, al tropezar con los papeles de traslado, había supuesto que se aplicaban a Vasiliev muerto en lugar de a Vasiliev vivo. El cuerpo había desaparecido misteriosamente. Nadie estaba dispuesto a admitir su responsabilidad: simplemente se había enviado el cadáver a algún otro destino.
La muerte de Vasiliev solo sirvió para intensificar la curiosidad del ladrón. La arrogancia de Mamoulian le fascinaba. Tenía frente a sí a un oportunista, un hombre que se ganaba la vida con la debilidad de los demás, a quien el éxito había vuelto tan insolente que se atrevía a asesinar, o hacer que asesinaran en su nombre, a aquellos que lo contrariaban. El ladrón estaba nervioso a causa de la expectación. En sus sueños, cuando era capaz de dormir, se adentraba en la plaza Muranowski. Esta se encontraba cubierta de una niebla que parecía un ser vivo, que prometía despejarse en cualquier momento y descubrir al jugador. Era como un hombre enamorado.
4
Esa noche, el techo nuboso y miserable de Europa se había resquebrajado: el cielo azul, aunque pálido, se había extendido sobre la cabeza del ladrón, cada vez más amplio. En ese momento, al caer la tarde, el cielo estaba absolutamente despejado por encima de su cabeza. Al sudoeste, grandes cúmulos, cuyas cabezas de coliflor estaban teñidas de ocre y oro, engordaban con truenos, pero pensar en su furia tan solo lo excitaba. Esa noche, el aire era eléctrico, y estaba seguro de que encontraría al jugador. Lo había estado desde que despertó aquella mañana.
Cuando la tarde empezó a caer se dirigió al norte en dirección a la plaza, casi sin pensar a dónde iba, la ruta le resultaba muy familiar. Atravesó dos controles sin ser detenido, la confianza de su porte era salvoconducto suficiente. Esa noche, era inevitable. Su posición allí, respirando el aire con aroma a lilas, mientras las estrellas brillaban en su cenit, era inexpugnable. Sentía cómo la electricidad estática le recorría el vello del dorso de la mano, y sonreía. Vio a un hombre, que llevaba algo irreconocible en sus brazos, gritando en una ventana, y sonrió. No muy lejos de allí, el Vístula, cargado de agua de lluvia y del deshielo, rugía en dirección al mar. Él no era menos irresistible.
El color dorado desapareció de los cúmulos; el azul claro dio paso a la oscuridad de la noche.
Cuando se disponía a entrar en la plaza Muranowski algo destelló frente a él, una ráfaga de viento le sobrepasó a toda velocidad, y de repente el aire se llenó de confeti blanco. ¿No se estaría celebrando una boda en aquel lugar? Uno de los fragmentos que giraba se quedó atrapado entre sus pestañas, y se lo arrancó. No se trataba de confeti en absoluto: era un pétalo. Lo apretó entre el pulgar y el índice. El aceite aromático brotó del tejido desgarrado.
En busca de su origen, siguió caminando un poco, y al doblar la esquina hacia la plaza descubrió el espectro de un árbol, prodigiosamente cargado de flores flotando en el aire. Parecía desarraigado, las estrellas iluminaban su cabeza nevada, y su tronco estaba sumido en sombras. Contuvo el aliento, impresionado por aquella belleza, y se acercó al árbol como podría haberse aproximado a un animal salvaje, con cuidado de no asustarlo. Le dio un vuelco el corazón. No se trataba de pavor a las flores, ni siquiera de los vestigios del entusiasmo que había sentido al caminar hasta allí. Todo eso se desvanecía. Una sensación distinta le oprimía en aquella plaza.
Estaba tan acostumbrado a las atrocidades que desde hacía tiempo se consideraba incapaz de sentir miedo. Así pues, ¿por qué se mantenía a algunos pasos de distancia del árbol, con las uñas bien cuidadas, apretadas contra las palmas de sus manos con ansiedad, desafiando a aquel paraguas florido a desvelar lo peor? No había nada que temer en ese lugar. Tan solo pétalos en el aire, sombras en el suelo. Pero a pesar de todo respiraba débilmente, esperando contra toda esperanza que su temor fuera infundado.
Vamos, pensó, si tienes algo que enseñarme, te estoy esperando.
Dos cosas sucedieron tras su silenciosa invitación. Desde atrás, una voz gutural le preguntó en polaco:
—¿Quién eres? —Distraído por la sorpresa durante un brevísimo instante, sus ojos perdieron de vista el árbol, y en ese momento una figura surgió bajo las ramas cargadas de flores y apareció brevemente con los hombros encorvados a la luz de las estrellas. En aquella engañosa penumbra el ladrón no estaba seguro de lo que había visto: quizá un rostro desecho, con el cabello chamuscado, que miraba inexpresivamente en su dirección. Un cadáver cubierto de costras, tan grande como un toro. Las enormes manos de Vasiliev.
Fuera como fuese, la figura se retiraba ya para esconderse más allá del árbol, rozando las ramas con su cabeza herida al pasar. Una llovizna de pétalos aleteó hasta sus hombros carbonizados.
»¿No me has oído? —dijo la voz a sus espaldas. El ladrón no se volvió. Siguió mirando fijamente al árbol, entornando los ojos, intentando separar la materia de la ilusión. Pero el hombre, quienquiera que fuese, se había ido. No podía haber sido el ruso, por supuesto, era una locura. Vasiliev estaba muerto, lo habían encontrado boca abajo en la porquería de una alcantarilla. No estaba allí; no podía estar allí. Probablemente su cuerpo se dirigía ya a algún remoto destino del imperio ruso. No estaba allí; no podía estar allí. Pero a pesar de todo el ladrón sintió la urgente necesidad de perseguir al extraño, solo para tocarlo en el hombro, para que se diera la vuelta, para mirarlo a la cara y comprobar que no se trataba de Konstantin. Ya era demasiado tarde; el interrogador que estaba detrás de él le agarraba con fuerza del brazo, y exigía una respuesta. Las ramas del árbol habían dejado de agitarse, los pétalos habían dejado de caer, el hombre se había alejado.
Suspirando, el ladrón se enfrentó a su interrogador.
La figura que estaba frente a él sonreía en señal de bienvenida. Se trataba de una mujer, a pesar de la aspereza de su voz, que llevaba unos pantalones demasiado grandes, atados con una cuerda, pero por lo demás estaba desnuda. Tenía la cabeza afeitada; y las uñas de los pies pintadas. Él reparó en todo eso con los sentidos agudizados por la impresión que le había causado el árbol, así como el placer que le producía la desnudez de ella. Las esferas relucientes de sus pechos eran perfectas: sintió que se le abrían los puños, y que sus manos se morían por tocarlas. Pero tal vez su examen del cuerpo fue demasiado evidente. Levantó la vista hacia su rostro para ver si todavía sonreía. Sí que lo hacía; pero esta vez su mirada se detuvo en la cara, y se dio cuenta de que lo que había tomado por una sonrisa era en realidad algo permanente. Le habían cortado los labios, poniendo al descubierto las encías y los dientes. Tenía horrendas cicatrices en las mejillas, los restos de las heridas que le habían cercenado los tendones y provocado una expresión que le desgarraba la boca. Su aspecto le horrorizó.
—¿Quieres…? —empezó ella.
¿Quiero?, pensó él mientras sus ojos volvían rápidamente a sus pechos. La despreocupada desnudez de la mujer lo excitaba, a pesar de su rostro mutilado. Le asqueaba la idea de poseerla (ningún orgasmo valía besar esa boca sin labios), y sin embargo si se lo ofrecía, aceptaría, y a la mierda el asco.
—¿Quieres…? —empezó de nuevo, en esa voz arrastrada, híbrida, ni masculina ni femenina. Le resultaba difícil articular y pronunciar palabras sin la ayuda de los labios. Sin embargo, consiguió emitir el resto de la pregunta—: ¿Quieres las cartas?
Se había equivocado por completo. La mujer no tenía interés alguno en él, ni sexual ni de ninguna otra clase. Tan solo era un mensajero. Mamoulian estaba allí. Seguramente al alcance de su mano. Puede que le estuviese observando en ese preciso momento.
Pero la confusión de emociones que experimentaba en su interior emborronó la euforia que tendría que haber sentido entonces. En lugar de triunfo, se debatía entre varias imágenes contradictorias: las flores, los pechos, la oscuridad; el rostro quemado del hombre, volviéndose hacia él por un instante; la lujuria, el miedo; una estrella solitaria que surgía del flanco de una nube. Casi sin pensar en lo que decía, respondió:
—Sí. Quiero las cartas.
La mujer asintió, se apartó de él y se dirigió al otro lado del árbol, cuyas ramas todavía se agitaban allí donde el hombre que no era Vasiliev las había tocado, y atravesó la plaza. Él la siguió. Era posible olvidar el rostro de aquella intermediaria observando la elegancia de sus pies descalzos. A ella no parecía importarle por dónde pisaba. No vaciló ni una sola vez, a pesar del cristal, el ladrillo y la metralla.
Le condujo hasta los restos de una gran casa al otro lado de la plaza. Su devastado exterior, que antaño habría sido impresionante, todavía se tenía en pie; hasta tenía un portal, aunque no había puerta. Al otro lado brillaba la luz de una hoguera. Los escombros del interior se desparramaban por el portal y bloqueaban su mitad inferior, obligándoles a ambos, mujer y ladrón, a agacharse y gatear para entrar en la casa. En la penumbra, la manga de su abrigo se enganchó en algo y la tela se desgarró. Ella no se volvió para ver si estaba herido, aunque había jurado en voz alta. Tan solo siguió caminando por encima de los montículos de ladrillos y tejas caídas mientras él la seguía a trompicones, sintiéndose ridículo y torpe. A la luz de la hoguera discernió el tamaño del interior; había sido una hermosa casa. Pero no tenía tiempo de estudiarla. La mujer había dejado atrás la hoguera, y se dirigía a una escalera. Él la siguió, sudando. El fuego crepitó; se volvió a mirarlo, y vislumbró a alguien al otro lado, que se mantenía fuera de su vista tras las llamas. Mientras lo miraba, el vigilante arrojó más yesca al fuego, y una constelación de motas brillantes salió despedida hacia el cielo.
La mujer estaba subiendo las escaleras. Se apresuró a seguirla. La sombra del ladrón en la pared, proyectada por el fuego, parecía enorme. Ella ya había llegado al final de las escaleras cuando él aún se encontraba a medio camino, y se deslizaba por otra puerta y desaparecía. La siguió lo más rápido que pudo, y traspuso la puerta tras ella.
La luz de la hoguera arrojaba una luz temblorosa en el interior de la habitación a la que había accedido, y al principio apenas pudo distinguir nada.
—Cierra la puerta —pidió alguien. Tardó unos instantes en darse cuenta de que la petición se dirigía a él. Se volvió a medias, tanteó para encontrar el picaporte, descubrió que no lo había, y empujó la puerta, que se cerró sobre goznes quejumbrosos.
Después, volvió a mirar al interior de la habitación. La mujer estaba a dos o tres metros de distancia, mirándolo con su rostro siempre divertido, su sonrisa era una hoz gris.
—Tu abrigo —dijo, y extendió las manos para ayudarle a quitárselo. Después desapareció de su vista, y el objeto de su larga búsqueda se hizo visible.
Sin embargo, no fue Mamoulian lo que atrajo su atención al principio. Fue el retablo de madera tallada que estaba puesto contra la pared a sus espaldas, una obra maestra gótica que brillaba, incluso en la penumbra, con tonos dorados, rojos y azules. Botín de guerra, pensó el ladrón; así que eso es lo que hace este cabrón con su fortuna. Entonces miró a la figura que estaba frente al tríptico. Una sola mecha, empapada en aceite, humeaba en la mesa frente a la cual se sentaba. La luz que arrojaba sobre el rostro del jugador era brillante pero inestable.
—Así pues, Peregrino —dijo el hombre—, me has encontrado. Por fin.
—Tú me has encontrado a mí, desde luego —respondió el ladrón; había sido tal como Vasiliev había predicho.
—Tengo entendido que te apetece jugar un poco. ¿Es eso cierto?
—¿Por qué no? —Procuró parecer lo más impasible que pudo, aunque el corazón le latía en el pecho con fuerza. En presencia del jugador, se sentía lastimosamente falto de preparación. El sudor le pegaba el cabello a la frente; tenía polvo de ladrillo en las manos y mugre debajo de las uñas: seguro que parezco el ladrón que soy, se dijo avergonzado.
En cambio, Mamoulian era la imagen del decoro. No había nada en su aspecto severo (corbata negra, traje gris) que sugiriese un estafador: aquella leyenda parecía más bien un corredor de bolsa. Su rostro, al igual que su ropa, era completamente anodino, tenía la piel tirante y tallada con delicadeza, del color de la cera debido a la mortecina llama de aceite. Tenía sesenta años, más o menos, a juzgar por las mejillas ligeramente ahuecadas, la nariz grande, aristocrática; la frente amplia y despejada. Había perdido el cabello hasta la coronilla; el que le quedaba era blanco y plumoso. Pero en su postura no se advertía fragilidad, ni fatiga. Se sentaba erguido en la silla, y sus ágiles manos barajaban y juntaban un mazo de cartas con amorosa familiaridad. Solo sus ojos encajaban en la fantasía del ladrón. Ningún corredor de bolsa habría tenido unos ojos tan desnudos. Ojos tan glaciales y despiadados.
—Esperaba que vinieras, Peregrino. Antes o después —dijo. Su inglés carecía de acento.
—¿Llego tarde? —preguntó el ladrón, medio en broma.
Mamoulian dejó las cartas sobre la mesa. Parecía que se había tomado la pregunta con mucha seriedad.
—Ya veremos. —Hizo una pausa antes de decir—: Eres consciente, por supuesto, de que hago apuestas muy altas.
—Eso he oído.
—Si deseas retirarte ahora, antes de que vayamos más lejos, lo entenderé perfectamente. —Hizo aquel breve discurso sin rastro alguno de ironía.
—¿No quieres que juegue?
Mamoulian apretó los labios finos y secos, y frunció el ceño.
—Al contrario —dijo—, me apetece mucho que juegues.
Hubo un destello de patetismo, ¿o no? El ladrón no sabía si se había tratado de un lapsus o de la más sutil de las representaciones.
—Pero no tengo paciencia… —continuó— con los que no pagan sus deudas.
—Te refieres al teniente —aventuró el ladrón.
Mamoulian le miró fijamente.
—No conozco a ningún teniente —dijo sin emoción—. Solo conozco a jugadores, igual que yo. Algunos son buenos, la mayoría no. Todos vienen a poner a prueba su valor, igual que tú.
Había vuelto a coger el mazo, y este se movía en sus manos como si las cartas estuviesen vivas. Cincuenta y dos polillas que aleteaban bajo la luz enferma, cada una marcada de un modo ligeramente distinto al de la anterior. Eran tan hermosas que resultaban casi obscenas; sus brillantes caras eran lo más perfecto que el ladrón había visto en meses.
—Quiero jugar —dijo, desafiando al hipnótico desfile de cartas.
—Pues siéntate, Peregrino —dijo Mamoulian, como si la pregunta nunca se hubiera planteado.
Casi sin hacer ruido, la mujer había puesto una silla detrás de él. Al sentarse, el ladrón se enfrentó a la mirada de Mamoulian. ¿Había algo en aquellos ojos sin alegría que tuviese la intención de hacerle daño? Nada de nada. Allí no había nada que temer.
Murmurando su agradecimiento por la invitación, se desabrochó los puños de la camisa y se la recogió, preparándose para jugar.
Al cabo de un rato, la partida comenzó.