X
Nada; y después
54
Después de procurarse cuanto necesitaba para una larga vigilia frente a la casa de Caliban Street (lectura, comida y bebida), Marty regresó y se pasó casi toda la noche al acecho, en compañía de una botella de Chivas Regal y de la radio del coche. Poco antes del amanecer abandonó su puesto y condujo ebrio de vuelta a su habitación, donde durmió hasta casi el mediodía. Cuando despertó tenía la cabeza del tamaño de un globo, y llena del mismo aire rancio; pero el día tenía un propósito. Había dejado de soñar con Kansas; solo pensaba en la realidad de la casa y de Carys encerrada en ella.
Desayunó hamburguesas y volvió a la calle Caliban. Aparcó lo bastante lejos como para no llamar la atención, pero lo bastante cerca como para observar los movimientos de la casa. Pasó los tres días siguientes en el mismo sitio, mientras la temperatura subía desde los veinticinco hasta los treinta grados. A veces dormitaba unos minutos en el coche, agarrotado; con más frecuencia, volvía a Kilburn para sestear una hora o dos. Se familiarizó con la tórrida calle en todos sus estados de ánimo. La vio poco antes del amanecer, cuando la imagen vacilaba hasta adquirir solidez. La vio a media mañana, cuando las esposas jóvenes salían con sus hijos, apresuradas; por la tarde luminosa; y a última hora, cuando la azucarada luz rosa del sol poniente exultaba el ladrillo y la pizarra. Las vidas públicas y privadas de sus habitantes se desplegaron ante él. El niño espástico del veintisiete, cuya rabia era un vicio secreto. La mujer del ochenta y uno, que todos los días recibía la visita de un hombre a la una menos cuarto, y su marido (un policía, a juzgar por la camisa y la corbata), al que recibía cada noche en el umbral con una pasión directamente proporcional al tiempo que hubiera pasado con su amante. Y más aún: una docena o dos de historias, que se entremezclaban y volvían a separarse.
En cuanto a la casa, de vez en cuando veía actividad en el interior, pero no divisó a Carys ni una sola vez. Las persianas de la entreplanta estaban bajadas todo el día y solo se subían a media tarde, cuando el sol perdía fuerza. En el piso superior había una sola ventana, cuyos postigos siempre parecían cerrados desde dentro.
Marty concluyó que únicamente había dos personas en la casa, además de Carys. Una era el Europeo, por supuesto. La otra era el carnicero al que casi se habían enfrentado en el Santuario; el asesino de perros. Entraba y salía una o dos veces al día; casi siempre por algún asunto sin importancia. Ofrecía una imagen de mal gusto, con los rasgos maquillados, la cojera y las miradas astutas que dirigía a los niños mientras jugaban.
En esos tres días, Mamoulian no salió de la casa; por lo menos Marty no le vio marcharse. Se le podía ver durante unos breves instantes en la ventana de la planta baja, observando la calle iluminada por el sol; pero era infrecuente. Y Marty sabía que mientras estuviera en la casa no era buena idea intentar un rescate. El valor, que no poseía en reservas ilimitadas, no le serviría de arma contra los poderes que blandía el Europeo. No; tendría que esperar sentado a que se presentase una oportunidad más segura.
El quinto día de vigilancia, mientras la temperatura seguía aumentando, la suerte se puso de su parte. Hacia las nueve menos diez de la noche, cuando el atardecer invadía la calle, un taxi se detuvo en el exterior de la casa, y Mamoulian, vestido para el casino, se subió a él. Casi una hora después, el otro hombre apareció en la puerta principal; su rostro era un borrón en la noche creciente, pero de algún modo parecía hambriento. Marty lo observó mientras cerraba la puerta y miraba a ambos lados de la acera antes de marcharse. Esperó hasta que la figura desapareció por la esquina de Caliban Street arrastrando los pies y entonces salió del coche. Decidido a no correr ningún riesgo en su primera y probablemente única oportunidad de rescatar a Carys, fue hasta la esquina para asegurarse de que el carnicero no estuviese dando un simple paseo vespertino. Pero su mole era inconfundible; se dirigía a la ciudad, abrazando las sombras a su paso. Cuando lo perdió de vista por completo, Marty volvió a la casa.
Las ventanas estaban cerradas con llave, por delante y por detrás; no se veían luces. Una duda le inquietaba: quizá ella ni siquiera estaba en la casa; quizás había salido mientras él cabeceaba en el coche. Rezó por que no fuese así; y mientras rezaba, forzó la puerta de atrás con la palanqueta que había comprado a tal efecto, así como la linterna: el equipo básico de cualquier ladrón que se precie.
La atmósfera en el interior era estéril. Empezó a registrar la planta baja, habitación por habitación, decidido a ser lo más sistemático posible. No era el momento de comportarse como un aficionado: nada de gritar, nada de apresurarse; una investigación cautelosa y eficaz. Las habitaciones estaban vacías, no había personas ni muebles. Los efectos abandonados por los anteriores inquilinos subrayaban la sensación de ruina, en lugar de atenuarla. Ascendió un tramo de escaleras.
En el segundo piso encontró el dormitorio de Breer. Hedía a una mezcla desagradable de perfume y carne rancia. En un rincón había una televisión en blanco y negro de gran tamaño que había dejado encendida, con el volumen tan bajo que era un susurro sibilante; emitían una especie de concurso. El presentador gritaba en silencio, fingiendo desesperarse por la derrota de un concursante. La luz metálica y palpitante caía sobre los escasos muebles de la habitación: una cama con un colchón desnudo y varios cojines sucios; un espejo apoyado en una silla cuyo asiento estaba cubierto de cosméticos y artículos de baño. En las paredes había fotografías arrancadas de un libro de atrocidades de guerra. Solo les echó un vistazo, pero los detalles eran horrorosos, incluso en la luz dudosa. Le dio la espalda a aquella basura, cerró la puerta y probó la siguiente. Era el lavabo. Al lado estaba el cuarto de baño. La cuarta y última puerta de aquella planta estaba oculta al doblar una esquina, y estaba cerrada con llave. Giró el picaporte una vez, luego otra, en ambos sentidos, y luego apretó la oreja contra la madera, intentando percibir algún ruido en el interior.
—¿Carys?
No hubo respuesta, ni sonidos que indicasen que la habitación estaba ocupada.
—¿Carys? Soy Marty. ¿Me oyes? —Sacudió el picaporte de nuevo, con más fuerza—. Soy Marty.
Lo venció la impaciencia. Ella estaba allí, justo al otro lado de la puerta, de pronto estaba absolutamente convencido de su presencia. Dio una patada en la puerta, más por frustración que por otra cosa; después alzó el talón hasta el cerrojo y lo golpeó con todas sus fuerzas. La madera empezó a astillarse bajo sus ataques. Media docena de golpes y el cerrojo se rompió; Marty apoyó el hombro en la puerta y la abrió por la fuerza.
La habitación estaba llena de su aroma, de su calor. Pero aparte de su presencia y de su calor, estaba prácticamente vacía. Solo había un cubo en un rincón, y un cúmulo de platos vacíos; libros esparcidos, una manta y una mesita donde descansaba su equipo: agujas, jeringuillas hipodérmicas, platos, cerillas. Ella yacía hecha un ovillo en un rincón de la habitación. En otro rincón había una lámpara con una bombilla de bajo voltaje, cuya pantalla estaba parcialmente cubierta con un paño de modo que la luz fuese aún más mortecina. Tan solo llevaba una camiseta y un par de bragas. Había otras prendas desparramadas, pantalones vaqueros, jerséis y camisas. Cuando levantó la vista para mirarlo, vio cómo el sudor le pegaba el pelo a la frente.
—Carys.
Al principio no pareció reconocerlo.
—Soy yo. Soy Marty.
Ella frunció ligeramente el ceño brillante.
—¿Marty? —dijo en voz baja. El ceño se hizo más profundo: Marty no estaba seguro de que lo viera; tenía los ojos acuosos—. Marty —repitió, y esta vez el nombre pareció tener algún significado para ella.
—Sí, soy yo.
Atravesó la habitación hasta ella, y la brusquedad de su avance pareció asombrarla. De repente abrió los ojos, que se inundaron de reconocimiento, acompañado del miedo. Se incorporó. La camiseta se pegaba a su torso sudoroso. El pliegue de su brazo estaba perforado y amoratado.
—No te acerques a mí.
—¿Qué pasa?
—No te acerques a mí.
Retrocedió un paso ante la ferocidad de su orden. ¿Qué demonios le habían hecho?
Ella se sentó del todo, y puso la cabeza entre las piernas y los codos sobre las rodillas.
—Espera… —dijo, susurrando aún.
Su respiración se hizo acompasada. Marty esperó, consciente por primera vez de que la habitación parecía emitir un zumbido. Quizá no fuera solo la habitación: quizás aquel chirrido, como si un generador zumbara en algún lugar del edificio, había estado en el aire desde que entró. Si así era, no se había dado cuenta. Ahora, mientras esperaba que Carys terminase el ritual en el que estaba absorta, cualquiera que fuese, el zumbido lo irritó. Era sutil, pero tan penetrante que al cabo de escucharlo unos segundos era imposible saber si era más que un chirrido en el oído interno. Tragó saliva con dificultad: sintió un chasquido en las sienes. El monótono sonido continuó. Por fin, Carys levantó la vista.
—No pasa nada —dijo—. No está aquí.
—Eso podría habértelo dicho yo. Se fue de casa hace dos horas. Le vi marcharse.
—No necesita estar aquí físicamente —dijo ella frotándose la nuca.
—¿Estás bien?
—Muy bien. —Por el tono de su voz se habría dicho que se habían visto por última vez el día anterior. Marty se sintió estúpido, como si su alivio, su deseo de cogerla y salir corriendo, fuera inapropiado, incluso innecesario.
—Tenemos que irnos —dijo—. Podrían volver.
Ella meneó la cabeza.
—Es inútil —le dijo.
—¿Cómo que es inútil?
—Si supieras lo que puede hacer…
—Créeme, lo he visto.
Pensó en Bella, la pobre y difunta Bella, que amamantaba a sus cachorros con putrefacción. He visto más que suficiente.
—Es inútil intentar escapar —insistió ella—. Tiene acceso a mi cabeza. Soy un libro abierto para él —era una exageración. La controlaba cada vez menos. Pero estaba cansada de luchar: casi tan cansada como el Europeo. A veces se preguntaba si no la habría infectado con su hastío; si algún rastro suyo en su cerebro no habría empañado cualquier posibilidad con la certidumbre de su disolución. Lo entendió entonces, mirando a Marty, con cuyo rostro había soñado, cuyo cuerpo había deseado. Vio cómo envejecería, se agotaría y moriría, igual que se agotaban y morían todas las cosas. ¿Para qué vas a levantarte, le preguntaba la enfermedad de su interior, si solo es cuestión de tiempo que vuelvas a caerte?
—¿Puedes impedírselo? —exigió Marty.
—Estoy demasiado débil para resistirme a él. Contigo estaré más débil todavía.
—¿Por qué? —La observación lo horrorizó.
—En cuanto me relaje, me alcanzará ¿Es que no lo ves? En el momento en que me entregue a algo, o a alguien, puede apoderarse de mí.
Marty pensó en el rostro de Carys sobre la almohada, y en el modo en que, por un loco instante, le había parecido que otro rostro miraba entre sus dedos. El Ultimo Europeo los había observado también entonces; había compartido la experiencia. Un ménage a trois para hombre, mujer y espíritu invasor. Su obscenidad pulsó acordes de profunda rabia en su interior: no se trataba de la rabia superficial de un hombre recto, sino de un profundo rechazo del Europeo en toda su decadencia. Cualesquiera que fuesen las consecuencias, no se dejaría convencer para dejar a Carys a merced de Mamoulian. Si era necesario se la llevaría en contra de su voluntad. Cuando estuviera fuera de aquella casa susurrante, donde la desesperación arrancaba el papel de las paredes, recordaría lo buena que podía ser la vida; él le haría recordar. Volvió a acercarse a ella, y se puso en cuclillas para tocarla. Ella se estremeció.
—Está ocupado… —la tranquilizó— está en el casino.
—Te matará —dijo ella con sencillez— si descubre que has estado aquí.
—Me matará de todas formas por entrometerme. He visto su escondrijo, y voy a destrozarlo antes de irme, para que se acuerde de mí.
—Haz lo que quieras. —Se encogió de hombros—. Es cosa tuya. Pero déjame en paz.
—Así que papá tenía razón —dijo Marty con amargura.
—¿Papá? ¿Qué te dijo?
—Que querías estar con Mamoulian desde el principio.
—No.
—¡Quieres ser como él!
—¡No, Marty, no!
—Supongo que te da droga de primera calidad, ¿eh? Y yo no puedo, ¿verdad? —Ella no negó este punto; tenía un aspecto abatido—. ¿Qué cojones hago aquí? —dijo—. Eres feliz, ¿verdad? Dios mío; eres feliz.
Era irrisorio cómo había malinterpretado la política del rescate. Ella estaba a gusto en esa casucha, siempre y cuando tuviera droga. Su palabrería de las invasiones de Mamoulian era pura fachada. En el fondo estaba dispuesta a perdonarle cualquier crimen que cometiera, siempre y cuando siguiera dándole droga.
Marty se levantó.
—¿Dónde está su habitación?
—No, Marty.
—Quiero ver dónde duerme. ¿Dónde está?
Ella se levantó apoyándose en su brazo. Tenía las manos calientes y húmedas.
—Por favor, vete, Marty. Esto no es un juego. No van a perdonártelo todo al final, ¿sabes? Ni siquiera se acaba cuando mueres. ¿Entiendes lo que digo?
—Oh, sí —dijo—, lo entiendo. —Le puso la palma de la mano en el rostro. Tenía mal aliento. Él también, pensó, pero por el güisqui.
»Ya no soy un ingenuo. Sé lo que está pasando. No todo, pero lo suficiente. He visto cosas que ojalá no vuelva a ver; he oído historias… Dios mío, lo entiendo. —¿Cómo podía convencerla?—. Estoy cagado de miedo. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
—Haces bien —dijo ella con frialdad.
—¿No te importa lo que te ocurra?
—No mucho.
—Te traeré droga —dijo él—. Si eso es lo único que te retiene aquí, te la conseguiré.
¿La duda había cruzado su rostro? Insistió hasta el final.
—Te vi buscándome en el funeral.
—¿Estabas allí?
—¿Por qué me buscabas si no querías que viniera?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. A lo mejor pensé que estabas con papá.
—¿Que estaba muerto?
Ella frunció el ceño.
—No. Que estabas con él. Dondequiera que esté.
Marty tardó un momento en asimilar sus palabras. Al fin, dijo:
—¿Quieres decir que no está muerto?
Ella meneó la cabeza.
—Pensé que lo sabías. Pensé que estabas implicado en su huida.
Por supuesto que el viejo cabrón no estaba muerto. Los grandes hombres no se contentaban con tumbarse y morir entre bastidores. Esperaban durante los actos intermedios, reverenciados, llorados y difamados, y aparecían para representar la última escena: una muerte, o un matrimonio.
—¿Dónde está? —preguntó Marty.
—No lo sé, y Mamoulian tampoco. Intentó que lo encontrase yo, igual que a Toy; pero no puedo. He perdido la perspectiva. Una vez hasta intenté encontrarte a ti. Fue inútil. Apenas puedo proyectar mis pensamientos más allá de la puerta principal.
—¿Pero encontraste a Toy?
—Eso fue al principio. Ahora… estoy agotada. Le digo que me duele. Como si algo fuese a romperse en mi interior. —El rostro de Carys reflejaba dolor, recordado y real.
—¿Y aun así quieres quedarte?
—Pronto habrá terminado. Para todos nosotros.
—Ven conmigo. Tengo amigos que pueden ayudarnos —le suplicó, tomándola por las muñecas—. Dios bendito, ¿es que noves que te necesito? Por favor. Te necesito.
—No sirvo para nada. Soy débil.
—Yo también. Yo también soy débil. Nos merecemos el uno al otro.
El cinismo de la idea pareció complacerla. Reflexionó un momento antes de decir:
—A lo mejor sí —en voz muy baja. Su rostro era un laberinto de indecisión; de droga y de duda. Al fin dijo—: Voy a vestirme.
La abrazó con fuerza, inhalando el aroma rancio de su pelo, sabiendo que aquella primera victoria podría ser la única, pero contento a pesar de todo. Ella se deshizo de su abrazo con suavidad y se dispuso a prepararse para la marcha. La observó mientras se ponía los pantalones vaqueros, pero su timidez le hizo dejarla sola. Salió al rellano. Lejos de la presencia de la muchacha, el zumbido le llenó los oídos; era más alto que antes, pensó. Encendió la linterna y ascendió el último tramo de escaleras hasta el dormitorio de Mamoulian. A cada paso que daba el chirrido aumentaba; sonaba en los tablones de las escaleras y en las paredes como una presencia viva.
En el último rellano solo había una puerta; al parecer, la habitación que había al otro lado ocupaba todo el piso superior. Mamoulian, aristócrata por naturaleza, se había reservado el espacio más selecto. La puerta estaba abierta. El Europeo no temía a los intrusos. Cuando Marty la empujó se abrió unos centímetros, pero la linterna reacia no penetraba la oscuridad del otro lado más allá de la longitud de un brazo. Se quedó en el umbral, como un niño dudando frente al túnel del terror.
Durante su asociación periférica con Mamoulian había llegado a sentir una intensa curiosidad por él. Sin duda era peligroso, y quizá tuviera una terrible capacidad para la violencia. Pero así como el rostro de Mamoulian había aparecido bajo el de Carys, probablemente hubiese un rostro bajo el del Europeo. Tal vez más de uno: cincuenta rostros, cada uno más extraño que el anterior, una regresión hacia un estado más antiguo que Belén. Tenía que echar un vistazo, ¿verdad? Una miradita por los viejos tiempos. Partiéndose de risa, se adentró en la oscuridad viva de la habitación.
—¡Marty!
Algo destelló frente a él, y una burbuja explotó en su cabeza cuando Carys lo llamó desde abajo.
—¡Marty! ¡Estoy lista!
El zumbido de la habitación parecía haberse alzado al entrar él, pero al retirarse descendió hasta convertirse en un gemido de decepción. No te vayas, parecía suspirar. ¿Porqué te vas? Ella puede esperar. Que espere. Quédate un rato aquí arriba y echa un vistazo.
—No tenemos tiempo —dijo Carys.
Marty, contrariado por alejarse, le dio la espalda a la voz, cerró la puerta y bajó.
—No me encuentro bien —dijo ella cuando se le unió en el rellano inferior.
—¿Es él? ¿Está intentando llegar a ti?
—No. Es que estoy mareada. No me había dado cuenta de que estaba tan débil.
—Tengo el coche fuera —dijo, y le tendió la mano para que se apoyase. Ella la apartó con un gesto.
—En la habitación hay un paquete con mis cosas —dijo.
Marty volvió a por él, y cuando lo estaba recogiendo ella hizo un ruidito de protesta, y se tropezó en las escaleras.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo. Cuando Marty apareció en las escaleras junto a ella, con el paquete (hecho con la funda de una almohada) en la mano, le dedicó una mirada cenicienta—. La casa quiere que me quede —susurró.
—Vamos a tomárnoslo con calma —dijo él, y fue delante, por miedo a que ella volviese a tropezar. Llegaron al pasillo sin más incidencias.
—No podemos salir por la puerta principal —dijo ella—. Está cerrada por fuera con dos vueltas.
Mientras retrocedían por el pasillo, oyeron el sonido inconfundible de la puerta trasera al abrirse.
—Mierda —dijo Marty en voz baja. Soltó el brazo de Carys, volvió a deslizarse por la penumbra hasta la puerta principal e intentó abrirla. Estaba cerrada con dos vueltas, como le había advertido Carys. El pánico empezó a apoderarse de él, pero en su confusión una voz tranquila, que sabía que era la voz de la habitación, le dijo: No te preocupes. Sube. Yo te protegeré. Yo te esconderé. Desechó la tentación. El rostro de Carys estaba vuelto hacia el suyo:
—Es Breer —susurró. El asesino de perros estaba en la cocina. Marty lo oía, lo olía. Carys le tiró de la manga y señaló a una puerta con cerrojo bajo el hueco de las escaleras. El sótano, supuso él. Con el rostro lívido en la oscuridad, ella apuntó hacia abajo. Él asintió.
Breer estaba canturreando, atareado con algo. Era extraño pensar que ese torpe carnicero fuera feliz; que estuviera lo bastante satisfecho con su suerte como para cantar.
Carys abrió el cerrojo de la puerta del sótano. Los escalones, débilmente iluminados por la luz que despedía la cocina, conducían al abismo. Olía a desinfectante y serrín: olores saludables. Bajaron las escaleras en silencio; encogiéndose cada vez que chirriaban sus talones, cada vez que crujía un escalón. Pero, al parecer, el Tragasables estaba demasiado ocupado para oírlos. No se oían aullidos de persecución. Marty cerró la puerta del sótano tras ellos, ansiando desesperadamente que Breer no percibiera el sonido del cerrojo al cerrarse, y escuchó.
Al cabo de un rato, le llegó el sonido del agua corriente; luego el tintineo de tazas, quizá de una tetera: el monstruo se estaba preparando una infusión de camomila.
Los sentidos de Breer ya no eran tan agudos como antes. El calor del verano le volvía perezoso y débil. Le olía la piel, se le caía el pelo, y últimamente apenas hacía de vientre. Había decidido que necesitaba unas vacaciones. Cuando el Europeo encontrase a Whitehead y lo despachara, y seguro que solo era cuestión de días que lo hiciera, iría a ver la aurora boreal. Tendría que abandonar a su invitada, cuya proximidad sentía, apenas a unos metros de distancia, pero para entonces habría perdido su atractivo de todas formas. Se había vuelto más inconstante, y la belleza era transitoria. En dos semanas, tres cuando hacía frío, se dispersaban todos sus encantos.
Se sentó a la mesa y se sirvió una taza de camomila. El aroma, que antaño fuera un gran placer para él, era demasiado sutil para sus senos congestionados, pero se la bebió por amor a la tradición. Después subiría a su habitación a ver las telenovelas que tanto le gustaban; tal vez fuese a visitar a Carys y la observase mientras dormía; si se despertaba, la obligaría a hacer aguas en su presencia. Perdido en una fantasía fetichista, sorbió el té.
Marty había esperado que se retirase a su dormitorio con la infusión, dejándoles acceso a la puerta trasera, pero estaba claro que Breer no se movería durante un rato.
Alargó la mano en la oscuridad hacia Carys, que estaba detrás, en las escaleras, temblando de pies a cabeza, igual que él. Como un tonto, había dejado la palanqueta, su única arma, en algún lugar de la casa; probablemente en la habitación de Carys. Si se producía una confrontación cuerpo a cuerpo, estaría desarmado. Peor aún; el tiempo pasaba. ¿Cuánto tiempo les quedaba hasta que Mamoulian volviese a casa? La idea lo descorazonó. Se deslizó por las escaleras, apoyando las manos en el frío ladrillo de la pared, pasó junto a Carys y llegó a la planta del sótano. Tal vez hubiese algún arma allí abajo. Tal vez, loca esperanza, hasta hubiera otra salida. Pero había muy poca luz, y no veía resquicios que sugiriesen la existencia de una trampilla ni de una carbonera. Encendió la linterna, seguro de que no estaba en línea directa con la puerta. El sótano no estaba completamente vacío. Había una lona tendida que lo dividía como si fuera una pared artificial.
Alzó la mano hasta el techo bajo y se guió por el sótano paso a paso, con precaución, agarrándose a las tuberías del techo para mantener el equilibrio. Apartó la lona, y dirigió el haz de la linterna hacia el espacio al otro lado. Al hacerlo le dio un vuelco el estómago, y casi se le escapó un grito; pero logró sofocarlo un instante antes.
A escasa distancia había una mesa, y sentada en ella una niña que lo miraba fijamente.
Se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio antes de que gritara. Pero no era necesario. La niña no se movió, ni habló. La mirada vidriosa de su rostro no era retraso mental. La niña estaba muerta, al fin lo entendió. La cubría una capa de polvo.
—Oh, Dios mío —dijo en voz muy baja.
Carys lo oyó. Se volvió y avanzó hasta el pie de las escaleras.
—¿Marty? —susurró.
—Quédate ahí —dijo él, incapaz de despegar los ojos de la niña muerta. El cadáver no era lo único con lo que uno podía regalarse la vista; también estaban los cuchillos y el plato en la mesa frente a ella, y la servilleta amorosamente desplegada y extendida sobre el regazo de la niña. Advirtió que en el plato había lonchas de carne, tan finas como si las hubiera tajado un maestro carnicero. Pasó junto al cadáver, intentando evitar su mirada. Al pasar junto a la mesa rozó la servilleta de seda, y esta se deslizó por el hueco entre las piernas de la niña.
Entonces dos horrores, uno detrás de otro, se abatieron sobre él como gemelos brutales. La servilleta había ocultado con cuidado un punto en el muslo interior de la niña, de donde habían trinchado la carne del plato. En el mismo instante se produjo otro reconocimiento: había comido aquella carne, alentado por Whitehead, en la habitación de la finca. Le había parecido un manjar exquisito; no había dejado nada en el plato.
Le asaltó una oleada de náuseas. Soltó la linterna y procuró resistirse a la enfermedad, pero esta escapaba a su control físico. El amargo hedor del ácido estomacal inundó el sótano. De repente no había modo de esconderse, ni de evitar esa locura, más que vomitarla y afrontar las consecuencias.
Por encima de sus cabezas, el Tragasables se levantó, retiró la silla y salió de la cocina.
—¿Quién? —exigió con su voz gruesa—. ¿Quién anda ahí abajo?
Fue a la puerta del sótano sin dudar y la abrió. La luz muerta del fluorescente rodó escaleras abajo.
—¿Quién anda ahí? —repitió, y bajó persiguiendo a la luz, sus pasos retumbaban en los escalones de madera—. ¿Qué estás haciendo? —gritaba con tono histérico—. ¡No se puede bajar aquí!
Marty levantó la vista, mareado por la falta de aliento, y vio que Carys atravesaba el sótano hacia él. Los ojos de la muchacha se posaron en el retablo de la mesa, pero mantuvo un control admirable, ignorando el cadáver y alargando la mano hacia el cuchillo y el tenedor que descansaban junto al plato. Los cogió y tiró del mantel con las prisas. El plato y su contenido infestado de moscas fueron a parar al suelo; los cuchillos se apilaron junto a ellos.
Breer se había detenido al pie de las escaleras para asimilar la profanación de su templo. A continuación echó a correr hacia los infieles, horrorizado; el volumen de su cuerpo le prestaba a su ataque una pasmosa velocidad. Carys, empequeñecida, se apartó cuando intentó atraparla, rugiendo. Breer la eclipsó. Marty no podía distinguirlos. Pero la confusión solo duró unos segundos. Luego Breer alzó las manos grises como para empujar a Carys, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, y emitió un aullido, que era más de queja que de dolor.
Carys esquivó los aspavientos de Breer, y se hizo a un lado para ponerse a salvo. El cuchillo y el tenedor ya no estaban en sus manos. Breer se había estrellado contra ellos. Pero al parecer no era consciente de su presencia en su vientre. Le preocupaba la niña, cuyo cadáver se estaba colapsando en ese momento, convirtiéndose en un bulto desmadejado en el suelo del sótano. Se apresuró a confortarla, y en su angustia ignoró a los profanadores. Carys vio que Marty, con el rostro cerúleo, se levantaba asiéndose a las tuberías del techo.
—¡Muévete! —le gritó. Esperó un instante para asegurarse de que había reaccionado y luego se dirigió a las escaleras. Mientras ascendía los escalones hacia la luz, haciendo un ruido estrepitoso, oyó al Tragasables detrás de Marty, gritando: «¡No! ¡No!». Miró por encima del hombro. Marty acababa de ganar el pie de las escaleras cuando las manos de Breer, bien cuidadas, perfumadas y letales, lo agarraron. Marty lanzó un golpe a ciegas hacia atrás, y Breer lo dejó escapar. Pero solo fue un momento de gracia, nada más. Marty había recorrido la mitad de las escaleras cuando su atacante volvió a alcanzarlo. El colorete del rostro de Breer se había corrido, y lo miraba desde lo profundo del sótano con los rasgos tan contorsionados por la indignación que apenas parecían humanos.
Esta vez Breer aferró los pantalones de Marty, y hundió los dedos con fuerza en el músculo que había bajo la piel. Marty gritó cuando la tela se desgarró y brotó la sangre. Tendió una mano a Carys, que le prestó la poca fuerza que le quedaba y tiró de él hacia sí. Breer perdió el equilibrio y volvió a soltarse, y Marty ascendió las escaleras tropezando y empujó a Carys. La muchacha salió al pasillo dando tumbos, y Marty la siguió, con Breer detrás. En lo alto de las escaleras Marty se volvió de repente y dio una patada. Golpeó la barriga perforada del Tragasables con el talón. Breer cayó hacia atrás, asiendo el aire en busca de apoyo; pero no había ninguno. Arañó el ladrillo al derrumbarse y caer pesadamente, golpeando el suelo de piedra con un ruido sordo y perezoso. Allí yació inmóvil, despatarrado; un gigante pintado.
Marty dio un portazo y pasó el cerrojo. Tenía miedo de mirar el agujero de la pierna, pero sabía, por la calidez que empapaba el calcetín y el zapato, que estaba sangrando mucho.
—¿Puedes… coger algo… —dijo— para taponarla?
Carys asintió, sin aliento para responder, y dobló la esquina en dirección a la cocina. Había una toalla tendida, pero era demasiado asquerosa para usarla en una herida abierta. Empezó a buscar algo limpio, aunque fuera tosco. Era hora de irse; Mamoulian no estaría fuera toda la noche.
En el pasillo, Marty aguzó el oído para captar cualquier sonido procedente del sótano. No oyó ninguno.
Pero otro ruido se infiltró en su cabeza, uno del que casi se había olvidado. El zumbido de la casa había regresado, y aquella voz suave estaba hilada en él, como un trasfondo de ensueño. El sentido común le aconsejó que no le prestase atención. Pero cuando escuchó, intentando distinguir las sílabas, sintió que las náuseas, así como el dolor de la pierna, remitían.
Carys encontró una de las camisas gris oscuro de Mamoulian en el respaldo de una silla. El Europeo era escrupuloso con su vestuario. La camisa estaba recién lavada; era un vendaje ideal. La desgarró, aunque el algodón de buena calidad se resistió, luego empapó una parte con agua fría para limpiar la herida, e hizo tiras con el resto para vendar la pierna. Cuando terminó, salió al pasillo. Pero Marty había desaparecido.
55
Tenía que ver. Y si ver no era suficiente, pues ¿qué era ver, de todas formas, sino mera sensualidad?, aprendería un nuevo modo de saber. Esa era la promesa que la habitación le susurraba al oído: algo nuevo que saber, y un modo de saberlo. Subió apoyándose en la barandilla, una mano tras otra, y a medida que ascendía hacia la oscuridad susurrante era cada vez menos consciente del dolor. Quería subir al túnel del terror. Allí había sueños que nunca había soñado, y que nunca tendría ocasión de soñar de nuevo. La sangre le chapoteaba en el zapato; se rió de ella. La pierna había empezado a sufrir un espasmo; lo ignoró. Llegó a los últimos escalones, y los subió con un esfuerzo constante. La puerta estaba entreabierta.
Coronó las escaleras y fue cojeando hacia ella.
La oscuridad en el sótano era completa, pero al Tragasables apenas le preocupaba. Los ojos no le funcionaban como antes desde hacía semanas, y había aprendido a valerse del tacto en lugar de la vista. Se levantó y trató de pensar con claridad. El Europeo volvería pronto a casa. Le impondría un castigo por dejar la casa sin vigilancia y permitir que la muchacha se fugase. Pero lo peor sería dejar de verla; ya no podría observarla mientras hacía aguas, las aguas fragantes que conservaba para las ocasiones especiales. Estaba desolado.
Entonces la oyó moverse en el pasillo, por encima de su cabeza; estaba subiendo las escaleras. El ritmo de sus diminutos pies le resultaba familiar, había escuchado sus pasos silenciosos mientras recorría la celda durante largos días con sus noches. El techo del sótano se volvió transparente en su imaginación; miró entre las piernas de la muchacha mientras ascendía las escaleras, y vio aquella pródiga raja abierta. Le enfurecía perderla, y a ella. Era vieja, por supuesto, no como la niña bonita de la mesa, o las que había en la calle, pero en ocasiones su presencia había sido lo único que le había impedido perder el juicio.
Volvió, tropezando en la oscuridad, a su pequeña autocaníbal, cuya cena habían interrumpido con tanta grosería. Antes de llegar, golpeó con el pie uno de los cuchillos de trinchar que había dejado en la mesa, por si ella quería servirse. Se puso a cuatro patas y palpó el suelo hasta encontrarlo, y luego se arrastró por las escaleras y empezó a acuchillar la madera allí donde la luz que se filtraba por el resquicio de la puerta indicaba que estaba el cerrojo.
Carys no quería volver al último piso. Allí había muchas cosas que la asustaban. Eran insinuaciones, más que hechos, pero bastaban para debilitarla. No alcanzaba a comprender por qué había subido Marty, y era el único sitio al que podía haber ido. Aunque aseguraba que entendía, todavía le quedaba mucho que aprender.
—¿Marty? —lo llamó al pie de las escaleras, esperando que apareciese en lo alto, sonriendo, y bajase cojeando para que no tuviese que subir a buscarlo. Pero el silencio respondió a su pregunta, y la noche no se hacía más joven. El Europeo podría llegar a la puerta en cualquier momento.
De mala gana, empezó a subir las escaleras.
Marty no había entendido hasta ahora. Había sido virgen, había vivido en un mundo privado de aquella profunda y estimulante penetración, no solo del cuerpo, sino también de la mente. La atmósfera de la habitación se cerró en torno a su cabeza en cuanto entró. Parecía que los huesos del cráneo rechinaban unos contra otros; la voz de la habitación, que ya no necesitaba susurrar, gritaba en su cerebro. ¿Así que has venido? Claro que has venido. Bienvenido al país de las maravillas. Marty era vagamente consciente de que era su propia voz la que decía esas palabras. Probablemente lo había sido desde el principio. Había estado hablando solo como un lunático. Aunque había descubierto el truco, la voz regresó, más baja, se está bien aquí, ¿no te parece?
Ante la pregunta, miró en derredor. No había nada que ver, ni siquiera paredes. Si había ventanas en la habitación, estaban selladas herméticamente. Allí no había ni un resquicio del mundo exterior.
—No veo nada —murmuró en respuesta a los alardes de la habitación.
La voz se rió; él se rió con ella.
Aquí no hay nada que temer, dijo. A continuación, tras una pausa sonriente, añadió: Nada en absoluto.
Y así era, ¿verdad? Nada en absoluto. La oscuridad no era lo único que lo cegaba, era la habitación en sí. Echó un vistazo por encima del hombro, mareado: ya no veía la puerta detrás de él, aunque sabía que la había dejado abierta al entrar. Tendría que haber habido al menos un asomo de la luz de abajo que desembocara en la habitación. Pero esta la había devorado, igual que la luz de la linterna. Había una niebla gris, asfixiante, tan cerca de sus ojos que aunque alzase la mano frente a él no veía nada.
Estás bien aquí, lo confortó la habitación. Aquí no hay jueces; aquí no hay barrotes.
—¿Estoy ciego? —preguntó.
No, respondió la habitación. Estás viendo de verdad por primera vez.
—No… me… gusta.
Claro que no. Pero aprenderás con el tiempo. La vida no es para ti. Los vivos son fantasmas de fantasmas. Quieres tumbarte; dejar de saltar. Nada es esencial, chico.
—Quiero irme.
¿Acaso te mentiría?
—Quiero irme… por favor.
Estás en buenas manos.
—Por favor.
Se tambaleó hacia delante, sin saber dónde estaba la puerta. ¿Delante, o detrás? Vaciló con los brazos extendidos, como un ciego al borde de un precipicio, buscando un punto seguro. Esta no era la aventura que había esperado; no era nada. Nada es esencial. En esta nada infinita no había distancia ni profundidad, norte ni sur. Y cuanto había en el exterior, las escaleras, el rellano, el segundo tramo de escaleras, el pasillo, Carys, todo era una invención, una ilusión de realidad, en lugar de un sitio auténtico. Este era el único sitio auténtico. Cuanto había vivido, cuanto había experimentado, cuanto había disfrutado y sufrido, era insustancial. La pasión era polvo. Optimismo, autoengaño. Cuestionó hasta la memoria de los sentidos: las texturas, las temperaturas. El color, la forma, el diseño. No eran más que distracciones, juegos que la mente había inventado para disfrazar ese cero insoportable. ¿Y por qué no? Uno podía volverse loco si miraba demasiado tiempo al vacío.
No estás loco, ¿verdad?, dijo la habitación paladeando la idea.
Siempre, hasta en sus peores momentos (tumbado en la litera de una celda cálida como un invernadero, escuchando a un loco sollozar en sueños en la cama de abajo), había tenido algo a lo que aferrarse: una carta, un amanecer, la libertad; algún atisbo de significado.
Pero allí el significado estaba muerto. El futuro y el pasado estaban muertos. El amor y la vida estaban muertos. Hasta la muerte estaba muerta, porque nada que inspirase emoción alguna era bienvenido en este lugar. Solo la nada; de una vez por todas, la nada.
—Socorro —dijo como un niño perdido.
Vete al infierno, respondió la habitación respetuosamente; y por primera vez en su vida, Marty supo exactamente lo que eso significaba.
Carys se detuvo en el segundo rellano. Oía voces; escuchó con más atención, y decidió que no eran voces, en plural, sino una sola voz, la de Marty, que hablaba y se respondía a sí misma. Era difícil saber de dónde venía la conversación; las palabras parecían estar en todas partes y en ninguna. Echó un vistazo en su habitación; luego en la de Breer. Al fin, reunió fuerzas para revivir su pesadilla y miró en el baño. No estaba en ninguna parte. No había modo de evitar la desagradable conclusión. Había vuelto a subir a la habitación de Mamoulian.
Cuando atravesaba el rellano hacia el tramo de escaleras que conducían al último piso, otro sonido atrajo su atención: abajo, en alguna parte, una hoja estaba golpeando la madera. Supo al instante que era el Tragasables. Había despertado y quería atraparla. Menuda casa, pensó, pese a la insulsa fachada. Habría hecho falta otro Dante para describir las profundidades y las alturas de su interior: niños muertos, Tragasables, adictos y locos. Seguro que las estrellas suspendidas en su cenit se estremecían en su puesto; y que abajo en la tierra el magma se coagulaba.
En la habitación del Europeo, Marty gritó, una súplica confusa. Carys gritó su nombre a modo de respuesta, y rogando para que la oyese se apresuró hasta la cima de las escaleras y corrió hacia la puerta, con el corazón en un puño.
Marty había caído de rodillas; lo que le quedaba de instinto de conservación era una idea desgarrada y sin esperanza, gris sobre gris. Hasta la voz había cesado. Se había cansado de la broma. Además, ya le había enseñado bien la lección. Nada es esencial, le había dicho, y le había explicado por qué, y cómo; o más bien había exhumado la parte de él que lo había sabido desde el principio. Decidió esperar a que el creador de aquel elegante silogismo llegase y lo despachara. Se tumbó, sin saber si estaba vivo o muerto, si el hombre que estaba a punto de llegar lo mataría o lo resucitaría: solo sabía que tumbarse era lo más sencillo en ese mundo, el más vacío de todos.
Carys había estado antes en esta Nada. Había probado su atmósfera sin vida y fútil. Pero en las últimas horas había vislumbrado algo más allá de su aridez. Había habido victorias ese día; pequeñas, tal vez, pero victorias pese a todo. Pensó en cómo había llegado Marty, con más que lujuria en los ojos. Eso era una victoria, ¿verdad? Le había ganado ese sentimiento, se lo había merecido de algún modo incalculable. No estaba dispuesta a que la derrotase este último opresor, esta bestia rancia que asfixiaba los sentidos. Después de todo, solo era un residuo del Europeo, un cenagal que había dejado para decorar su guarida, un despojo, escoria. Los dos eran despreciables.
—Marty —dijo—, ¿dónde estás?
—En ninguna parte… —llegó una voz.
Ella la siguió, tropezando. La desolación la rodeó con insistencia…
Breer se detuvo un momento. Oyó voces a lo lejos. No distinguía las palabras, pero el sentido era académico. Todavía no se habían escapado, eso era lo importante. Tenía planes para ellos cuando saliera: sobre todo para el hombre. Lo cortaría en trozos tan pequeños que ni siquiera sus seres queridos sabrían qué parte era el dedo, y cuál la cara.
Empezó a acuchillar la madera con un fervor renovado. La puerta empezó a astillarse al fin bajo su implacable ataque.
Carys siguió la voz de Marty a través de la niebla, pero esta la eludía: o bien se estaba moviendo, o bien la habitación la estaba engañando de algún modo, haciendo que su voz reverberase en las paredes, o incluso imitándolo. Entonces la voz de Marty pronunció su nombre, muy cerca. Se volvió en la oscuridad, completamente desorientada. No había rastro de la puerta por donde había entrado: había desaparecido, al igual que las ventanas. Su resolución empezó a flaquear. La duda se infiltró en ella, sonriendo.
Vaya, vaya. ¿Y tú quién eres?, le preguntó alguien. Quizá ella misma.
—Sé cómo me llamo —susurró. No iba a desequilibrarla así—. Sé cómo me llamo.
¡Era una pragmática, maldición! No se inclinaba a pensar que el mundo era imaginario. Por eso había recurrido a la heroína: porque el mundo era demasiado real. Y allí estaba ese vapor, diciéndole al oído que no era nada, que todo era nada; fango sin nombre.
—Mierda —le dijo—. Eres mierda. ¡La mierda de él!
La voz no se dignó responder; aprovechó la ventaja mientras podía.
—Marty. ¿Me oyes? —No hubo respuesta—. Solo es una habitación, Marty. ¿Me oyes? ¡No es nada más que eso! Solo una habitación.
Ya has estado dentro de mí, señaló la voz de su cabeza. ¿Te acuerdas?
Oh, sí; se acordaba. En algún lugar de la niebla había un árbol; lo había visto en la sauna. Era un árbol monstruoso y cargado de flores, y bajo él había entrevisto visiones horribles. ¿Era allí donde había ido Marty? ¿Ya estaría colgando de él, como fruta nueva?
¡Maldición, no! No debía rendirse a semejantes pensamientos. Solo era una habitación. Podía encontrar las paredes si se concentraba, tal vez hasta la ventana.
Se volvió hacia la derecha, sin importarle con qué pudiera tropezar, y avanzó cuatro pasos, cinco, hasta que alcanzó la pared con las manos extendidas: su solidez era asombrosa y espléndida. ¡Ja!, pensó. ¡Que os jodan, a ti y al árbol! Mira lo que he encontrado. Apoyó las palmas de las manos en la pared. ¿Izquierda o derecha? Lanzó una moneda imaginaria. Salió cara, y empezó a avanzar poco a poco hacia la izquierda.
No lo hagas, susurró la habitación.
—Intenta detenerme.
No hay ningún sitio adónde ir, le soltó como respuesta, únicamente se puede ir en círculos. Tú siempre has ido en círculos, ¿verdad? Eres una mujer débil, perezosa y ridícula.
—¿Y tú me llamas ridícula? ¿Tú? ¿Una niebla parlante?
Parecía que la pared por la que avanzaba con lentitud se alargaba más y más. Después de media docena de pasos empezó a dudar de la teoría que estaba poniendo a prueba. Quizá fuera un espacio manipulable después de todo. Quizá se estaba alejando de Marty a lo largo de una nueva muralla china. Pero se atuvo a la superficie fría con tanta tenacidad como un escalador a un precipicio escarpado. Si era necesario daría la vuelta a toda la habitación hasta encontrar la puerta, a Marty, o ambas cosas.
Zorra, dijo la habitación. Eso es lo que eres. Ni siquiera puedes encontrar la salida de un pequeño laberinto como este. Es mejor que te tumbes y aceptes lo que te mereces, como las zorras buenas.
¿Acaso percibía una nota de desesperación en este nuevo asalto?
¿Desesperación?, dijo la habitación. Me alimento de ella. Zorra.
Había llegado a un rincón de la habitación. Se volvió hacia la pared contigua.
No lo hagas, dijo la habitación.
Voy a hacerlo, pensó ella.
Yo no iría por ahí. Oh, no. De verdad que no. El Tragasables está aquí arriba contigo. ¿No lo oyes? Está solo a unos centímetros de ti. ¡No, no lo hagas! ¡Oh, por favor, no! Odio el olor de la sangre.
Puro histrionismo; era cuanto podía reunir. Cuanto más pánico sentía la habitación, más se animaba ella.
¡Para! ¡Por tu propio bien! ¡Para!
En el instante en que la habitación gritaba en su cabeza, sus manos hallaron la ventana. Eso era lo que tenía tanto miedo de que descubriera.
¡Zorra! chilló. Lo lamentarás. Te lo prometo. Oh, sí.
No había cortinas ni postigos; toda la ventana estaba tapada con tablas para que nada echase a perder aquella nulidad perfecta. Carys buscó asidero en uno de los tablones: ya era hora de que entrase un poco del mundo exterior. Pero la madera estaba firmemente clavada en su sitio. Por mucho que tirase, cedía muy poco, o nada en absoluto.
—¡Muévete, maldita seas!
El tablón crujió, y saltaron astillas.
—Sí —la exhortó—, ya está. —Un hilo de luz, incierto y fragmentado, se filtró a través de los tablones—. Vamos —la instó, tirando con más fuerza. Tenía las falanges superiores de los dedos dobladas hacia atrás por el esfuerzo de arrancar la madera, pero el hilo de luz ya se había convertido en un haz, que caía sobre ella, y a través de un velo de aire sucio empezó a distinguir la forma de sus propias manos.
Lo que se filtraba entre los tablones no era la luz del día, sino la luz temblorosa de las farolas y de los faros de los coches, quizá de las estrellas, de las televisiones que brillaban en una docena de casas en Caliban Street. Pero era suficiente. Por cada centímetro que el hueco se ensanchaba, así la certidumbre invadía la habitación; el perfil y la sustancia.
En otra parte de la habitación, Marty también sintió la luz. Le irritó, como si fuera un hombre moribundo y alguien le abriese las cortinas en una mañana primaveral. Se arrastró hacia atrás, intentando enterrarse en la niebla antes de que esta se dispersara, buscando a la voz tranquilizadora que le diría que nada era esencial. Pero había desaparecido. Le había abandonado, y la luz caía en brazadas cada vez más amplias. Veía el contorno de una mujer contra la ventana. Había arrancado un tablón, lo había arrojado al suelo y estaba tirando de otro. Ven con mamá, decía, y la luz venía, la definía con detalles cada vez más repulsivos. No quería saber nada; era una carga, eso de existir. Exhaló un pequeño silbido de dolor y exasperación.
Ella se volvió hacia él.
—Ahí estás —dijo acercándose a él y levantándolo—. Tenemos que darnos prisa.
Marty tenía los ojos fijos en la habitación, que ahora se revelaba en toda su vulgaridad. Había un colchón en el suelo; una taza de porcelana boca arriba; y junto a ella, una jarra de agua.
—Despierta —dijo Carys, sacudiéndolo.
No hace falta que me vaya, pensó él; no tengo nada que perder si me quedo aquí y vuelve el gris.
—¡Por el amor de Dios, Marty! —le gritó ella. Desde abajo llegó el chillido de la madera. Ya viene, tanto si estamos listos como si no, pensó.
—Marty —volvió a gritar—, ¿lo oyes? Es Breer.
El nombre evocó horrores. Una niña fría, sentada en una mesa en la que se había servido su propia carne. Una broma terrible y atroz. La imagen despejó la niebla de la cabeza de Marty. La cosa que había perpetrado ese horror estaba abajo; ya lo recordaba, con todo detalle. Miró a Carys con ojos claros, aunque llorosos.
—¿Qué ha pasado?
—No tenemos tiempo —dijo ella.
La siguió cojeando hasta la puerta. Ella todavía llevaba uno de los tablones que había arrancado de la ventana, con los clavos en su sitio. El ruido de abajo seguía aumentando, la algarabía de la mente y la puerta desquiciadas.
El dolor de la pierna herida de Marty, que la habitación había entumecido con tanta pericia, empeoró. Tuvo que apoyarse en Carys para bajar el primer tramo de escaleras. Hicieron el descenso juntos, la mano de Marty, ensangrentada por haber tocado la herida, marcaba su paso en la pared.
Habían recorrido la mitad del segundo tramo de escaleras cuando la cacofonía procedente del sótano cesó.
Se detuvieron, esperando el siguiente movimiento de Breer. Desde abajo llegó un suave crujido al abrir el Tragasables la puerta del sótano. Aparte de la débil luz de la cocina, que tenía que doblar varias esquinas antes de llegar al pasillo, no había nada que iluminase la escena. El cazador y la presa, ambos camuflados por la oscuridad, se aferraron a aquel efímero momento, sin que ninguno supiera si en el siguiente se desataría una catástrofe. Carys dejó atrás a Marty y se deslizó por los cinco escalones que restaban hasta el pie de las escaleras. Sus pasos eran casi silenciosos en las escaleras sin alfombrar, pero después de la privación sensorial que había sufrido en la habitación de Mamoulian, Marty podía oír hasta el latido de su corazón.
No había movimiento alguno en el pasillo; le indicó a Marty que la siguiese. El pasaje estaba en calma, y en apariencia vacío. Breer estaba cerca, lo sabía: pero ¿dónde? Era grande y corpulento: le costaría encontrar lugares donde esconderse. Quizá, rogó, no se hubiera escapado al fin y al cabo, sino que simplemente se había rendido, exhausto. Avanzó un paso.
Sin previo aviso, el Tragasables apareció rugiendo de la puerta de la habitación principal. El cuchillo de trinchar se abatió en un golpe descendente. Consiguió esquivarlo, pero, al hacerlo, perdió el equilibrio. Marty la cogió por el brazo y la arrastró fuera del alcance de la segunda cuchillada de Breer. La fuerza de la embestida del Tragasables lo impulsó más allá. Se estrelló contra la puerta delantera; el cristal vibró.
—¡Fuera! —dijo Marty al ver el paso despejado hacia la salida. Pero esta vez Carys no tenía intención de correr. Había un momento para correr y un momento para luchar; tal vez nunca tuviese otra oportunidad para agradecerle a Breer las numerosas humillaciones que le había infligido. Se deshizo de la presa de Marty y aferró con ambas manos el bate de madera que aún llevaba.
El Tragasables se había levantado, con el cuchillo todavía en la mano, y avanzaba furioso en dirección a ella. Pero se adelantó a su ataque. Levantó el tablón y corrió hacia él, y le descargó un golpe en el lado de la cabeza. El cuello de Breer, que ya se había fracturado en la caída, crujió. Los clavos del tablón le perforaron el cráneo, y la muchacha se vio obligada a renunciar a su arma, dejándola clavada en la cabeza de Breer como si fuera otro miembro. El Tragasables cayó de rodillas. La mano que sujetaba el cuchillo sufría espasmos y soltó el arma, mientras la otra buscaba el tablón y se lo arrancaba de la cabeza. Ella se alegró de la oscuridad; el chapoteo de la sangre y las patadas de Breer en los tablones desnudos del suelo eran más que suficiente para horrorizarla. El Tragasables estuvo de rodillas durante unos instantes y luego se derrumbó hacia delante, clavándose el cuchillo en la barriga hasta el fondo.
Estaba satisfecha. Cuando Marty volvió a tirar de ella, lo siguió.
Cuando atravesaban el pasillo oyeron unos golpes secos en la pared. Se detuvieron. Ahora ¿qué? ¿Más espíritus invasores?
—¿Qué pasa? —preguntó Marty.
Los golpes cesaron, luego empezaron de nuevo, esta vez acompañados de una voz.
—Cállense, por favor. Aquí hay gente que intenta dormir.
—Los vecinos —dijo ella. La idea de sus protestas le pareció graciosa, y cuando salieron de la casa, dejando atrás los restos de la puerta del sótano y la manzanilla de Breer, que se enfriaba, los dos se echaron a reír.
Huyeron por el callejón tenebroso que había detrás de la casa hasta el coche, y allí se sentaron durante unos minutos, llorando y riéndose en oleadas alternativas; dos locos, habrían supuesto los habitantes de Caliban Street; o adúlteros, disfrutando de una noche de aventuras.